Ángel Fernando Fuentes Balam
Mérida, Yucatán. México. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Egresado de la Licenciatura en Teatro de la Escuela Superior de Artes de Yucatán. Autor de los poemarios: Melodía tu engranaje quieto, y Cruóris o la rabia que fuimos. Ha publicado en las antologías “Pyramid” U.S. Poets in México, NYC., “Small Claim of Bones” Cindy Williams, University of Southern Maine, “Cuéntanos tu locura” Ediciones Arriba del Pegaso, “La memoria de los días” Ediciones O, “Dramaturgia Express I” SEGEY. Ha sido colaborador de cuento, dramaturgia y poesía en revistas como “delatripa”, “JUS”, “Almiar”, “Sinfín”, “El mollete literario”, “Círculo de poesía”, “Río Arriba”, “Ariadna-rc”, “Morbífica”, entre otras. Ha trabajado como maestro en artes en escuelas privadas y públicas, así mismo como profesor de teatro y creación literaria en el CEAMA Yucatán.
LA NOCHE NO TIENE BRAZOS
solamente espuma
que arrastra las últimas vacilaciones de mi cuerpo;
soy ola que golpea el gran peñasco de la soledad,
erosionando su piel, su angustiosa capa de caídos
dientes que recogió de mis soñares hoscos.
La noche no tiene brazos que sujeten mis hombros ni mi nombre,
carece de manos que acaloren mi pelambre. Entre sombras
intento asir el volumen de una garganta que siembra
un antiguo horror entre los hombres con su grito
de impiedad y lumbre.
La noche no tiene brazos que sostengan el mundo,
ni dedos para hacer la cruz.
La noche no rodea, materna, mi espalda rota.
Los perros aúllan plegarias para extinguir la luna.
Entre amasijo de uñas y arena conservo las caricias de la noche.
Nadie rasga los vidrios de mi habitación o mi opaca faz.
Yo recuerdo cuando le amputé los brazos: quiso amarme.
PESTILENCIA
Álgida penitencia tendrán los amorosos,
caracoles en cuyo laberinto sufre hambre
los niños del sueño,
cuando el aliento del diablo reconstruya la arboleda muerta,
desde sus sangrientas raíces hasta el fruto del saber.
Las estrías de la tierra son canales donde violenta pasa el agua,
arrastra pueblos y héroes, canciones fundacionales y encíclicas,
animales domesticados, huertos, corazones que anochecen…
Y en esa inexorable furia los cuerpos
luchan para no decirse adiós.
¡Malditos los que se funden en secreto!
En vano intentarán resistir la tormentosa vejez.
Esta vida ruge como perra pariendo camadas de alfileres,
debería arrebatarlos en un torbellino de vergüenza y sal,
caracoles en cuyo laberinto sufren hambre
los niños del tiempo.
Entre serpientes y lenguas nuestra piel madura,
sólo para cubrirnos de la miserable llama
que nos habría convertido en dios.
ÓRBITA ERRADA
El camino sigue ahí, pero no vuelves.
Te ata el futuro, la cara grotesca
de los antiguos amados. Y los ojos
de tus muertos
se encienden
como hoguera.
Deseas arder, levitar ceniza
hacia la inútil tierra que te vio nacer.
Olvídate de rechazar el cáliz,
dios no apartará tu sufrimiento.
Dirígete a la más furiosa estrella
y estalla.
PRIMER MOTOR INMÓVIL
Ya no hay respiración. Detente,
evita que giremos. Duerme
a cada bestia, a cada raza.
Ya no compartimos el aliento,
ni siquiera bebemos de la misma copa.
Hemos apagado el cirio
que honraba a nuestro dios.
Calma la vegetación y el mar de antes:
detén la maquinaria del planeta,
la expansión de la noche.
Acaricia el segundero: que no avance.
Debe todo ser sigilo,
cuando llueva,
cuando lleve
mis vidriosas manos a la cara,
sin decir palabra alguna
mientras pasas el umbral sin verme;
como si no hubiésemos sido
el motor de todos los principios.
ARIADNE OCEÁNICA
A mi hija, Luz Ariadne Fuentes Leyva.
Caí en el mar con las alas chamuscadas por el sol,
y profundo laberinto de ojos, me hizo hombre.
Una estampida de blancos elefantes
se extendía arriba del océano, surcando las montañas;
allende brillaba la ciudad fantasma que yo era,
vibrando hasta el infierno con sinfonía furiosa
que ninguna oreja oyó.
Y podía tocar las bestias de vapor, soplar la niebla
que se surge del aliento en los amantes rotos,
subiendo a la estratósfera e infectando el mundo;
amasar la campesina tierra cual si fuese barro simple,
curar la verde herida
de la madre, destrozar al antojo cada reino
en este valle
sin eco.
Todo fue minúsculo. Fui aquel dios que juega
a matar sus criaturas y reír al acto
para no llorar de soledad.
Navegando las constelaciones de la sangre,
de la ira y el amor, fruto de silencio
vuelto carne adusta que en el vientre se revela,
naciste con la muerte del invierno:
el frio has erradicado,
colocándote en lugar del astro rey.
Será entonces que podrán sobrevivir mis alas,
ya que tu calor
anima;
vierte en la naturaleza un hálito de magia
desde las microficciones de las mariposas hasta
la gran cumbre del Vesubio que extraña a su Pompeya.
Sé que mi corazón es un volcán
al que tus olas apagan dulcemente;
bastaría una gota de tus ojos
para extinguir mi sed, hasta que muera.
Respiras…
respiro…
Tu madre emocionada nos escucha.
Sabe que inhalamos el goce perpetuo de la lluvia,
que exhalamos nuestra pena para distender la piel;
ella y yo
somos manecillas de un reloj divino
cuya última hora
serás tú.
Endeble Atlas, cargo el mundo:
los árboles me susurran en la nuca
canciones que entonaré para que duermas;
los ríos escurren por mi espalda
y se evaporan al contacto
con las ardientes alas que me regalaste
luego de caer.
Me ofreciste un esqueleto nuevo y tibio,
músculos resistentes a las dentelladas de la vida
y este par de alas de fuego.
En ti convergen estrellas meridionales y boreales,
la energía de los polos, hielo eterno y magma puro;
además en tu saliva nadan las ballenas,
los gigantes calamares
que se tragaron mil antiguos barcos,
las tortugas de caparacho diamantino,
algunas sirenas del tamaño de mis dientes,
que, dentro de un nautilus,
edificaron un castillo en espiral.
Eres el centro de los centros ceremoniales,
el núcleo que regula el giro del planeta
–eres el agua en el cuerpo de sus pobladores–,
y la inmensa luz que hoy lo recubre.
Acaricio el lomo de aquellos blancos elefantes,
participo de tu grande estancia, de tu primacía;
me conviertes en dueño de la nueva creación:
este sublime sostener el universo
con mis dedos de niño atribulado
y –felizmente– en lacrimoso acto
alzar el vuelo, rebasar el laberinto,
fundirme, hija, en tus radiantes olas,
besar tu frente y con dolor paterno
hacerme, en la caída sin fin: hombre.
El núcleo
Soy tu cuerpo,
pulso en los órganos disonantes,
recorro tus arterias en navío endeble,
me fundo con la grasa que promueve
las redondeces con que castigas
el ansia de los hombres.
No puedes negarme. Te he vuelto mujer
estableciendo en tu ácido primordial mi reino.
Desde dentro comienzo a expandirme,
baño tus sistemas;
mi semen se disuelve a nivel celular:
te vuelves
mi hábitat infinitésimo.
No puedes negarme. El virus que represento
pone en marcha la máquina angélica
que cargarás hasta la tumba.
Me nutro del calostro desde la glándula,
soy pura sensación y afirmación de vida.
No puedes negarme. Cada latido y movimiento
es obra mía.
Recubro tus óvulos con calidez de padre,
fecundo cada uno de ellos: Legión
será mi nombre cuando de tu vientre
sea expulsado sin alegre espera.
Fénix
¿Y si tus cenizas generan a mi fénix?
Vi en tus ojos el apocalipsis y me pareció cosa de niños,
reiteración de que mi materia oculta un alma-sin-pelo
dispuesta a todo con tal de ser esclavizada: así de jaula tu boca,
así de corazón-asteroide extinguiendo mi fauna;
pero la presea no es tu cuerpo, sino el diluvio desatado
cuando desapareces en la noche
dando pasos que no puedo rastrear con la tristeza,
y honda regresas a las burbujas del abismo.
¡Jamás fue para nosotros el veloz albor de la mañana!
Podría adueñarme de tu cráneo como quien conquista país débil,
reducirte a un montículo de libros quemados. Grito,
me asalta la pregunta: ¿y si lo engendrases?
¿Si volara magnífico con sus alas ígneas y abriera del celeste
una herida roja y sea tu sexo y que lloviese,
alegrándose los pistilos, los tridentes, voraces falos
consuman al mundo-sueño, el inmundo súmmum bonum;
y mocosos parricidas nos asieran como peones de ajedrez descoloridos:
vuelquen esta dimensión, hambrientos de entropía,
llegue el fin del universo, caigan tus cenizas
otra vez el fénix, la herida, tu sagrada raja llueva,
alimente los vergeles, el núcleo de la tierra bombee magma
a los árboles-verga, eyaculen gases abrasivos y un verso explote:
llamas, ojos carbonizados, huesos que burbujeen negros mares
donde la tristeza no te alcanza, donde se pierde el objetivo de alma-sin-pelo,
y nuevamente tus cenizas y el fénix y un grito para desarticular la eternidad insoportable,
la eternidad de la pregunta, la única pregunta, la preternatural cantinela del ser:
¿Por qué no puedo habitar tus ojos? Quisiera arrancarlos,
lanzarlos a la hoguera que devora mi pecho, reducirlos a ceniza,
¡ceniza-fénix, ceniza-fénix, ceniza!
Éramos dos niños puros antes de tocarnos,
daría todo por que seas mi gemela y ardas en el vientre de ti misma
hasta incinerar toda posibilidad de volar juntos.
Ariadne Boreal
Sé juiciosa, Ariadna…
Tienes orejas pequeñas, tienes mis orejas:
¡Mete en ellas una palabra juiciosa!
¿No hay que odiarse primero, si ha de amarse?…
Yo soy tu laberinto…
Nietzsche
I
Recorro el laberinto de tus ojos,
mineral explotando hacia la tierra.
Viajo, laberinto de mí mismo,
a un triste páramo de espejos excluyentes.
Caigo en el drenaje de las ecuaciones
inamovibles,
preso de una sonoridad pretérita
en la que habita Ella encapsulada,
oruga asfixiando mi garganta.
Deslízase hasta el reino de mi pecho,
instala su acre absolutez sobre la arteria
principal del corazón.
Ariadne,
yo no soy el héroe que esperabas.
No emergí glorioso
asesino legendario
del Minotauro.
No tejiste para mí
el hilo de plata, ni otorgaste
la corona
de luz
para resucitar hacia lo externo.
Yo no navegué fiero y constante hasta tu isla.
El amor dilatado no brilló en tu seno;
ni siquiera tus manos dibujaron el espacio
en el cual pudiere estar mi ausencia.
No soy aire,
cada partícula se diluye mía,
se oprime hasta constreñirse,
traga su propia esencia:
Desparece o se esparce.
El cuerpo va secando
(el cadáver se impone),
adhiérense a él los gusanos del tiempo;
gusano será cada caricia,
los besos habrán de triturarme,
arrancará mi piel esa palabra
y de la no existencia, la carroña me instituye nuevamente.
Desierto soy.
Derramo en dunas la arena.
La amargura expandida
revuelco.
Soy un cerdo que se unta en sí mismo.
Arremolino
una melancólica sustancia
grano por grano.
Molécula a velocidades espantosas.
La materia explota oval:
Furioso y lacónico mercurio.
Soy inmenso cuando te lleno de mi cuerpo,
feroz marejada que se estrella en el útero.
Palpita mojada la carne,
es dócil. Me ilumino.
Convulsiono y me agiganto
vomito la semilla del ser nuevo.
¡Ah, que te intoxico del ajenjo!
Las paredes de tu cueva se corroen,
lloran estalactitas prostitutas.
He dejado mi espíritu
por mil años adentro.
Mi semen se esparce en la galaxia
cuando eres polvo de tu polvo,
olvido del olvido,
madre absoluta de la nada.
Mi semen cae blanco y puro;
cae en la boca de Dios, él se lo traga.
Dios se come a Dios.
El circuito jamás debe interrumpirse.
Somos dioses con los ojos tristes,
guerreros cuyo nombre ha sido erradicado por los siglos;
esperamos la frontera del sueño, en línea oriente horizontal.
Legañosos concurrimos día a día tras los buses;
caminamos iguales, vestimos igual,
sufrimos por las mismas cosas.
Todas las naciones son solamente una:
El país de las lágrimas perpetuas.
Ariadne,
déjame ser tu esclavo,
ser el tigre extraño que acaricias sin miedo.
No cantemos jamás como el cuervo deforme de la vida,
no seamos iguales a nosotros mismos.
Tú y yo guardamos el secreto de todo lo que existe,
allí,
en la íntima ribera del sueño compartido,
navegando el cuerpo de otro siempre,
hundiendo el ancla, herrumbrosa y oxidada, del deseo,
en la piel de nuestro amante.
II
Ariadne,
no soy fuerte.
Desde el copo más estúpido estremezco.
He aquí, el hijo de la lluvia.
Tapo mis vergüenzas con las nubes neonatas,
mas pronto son despedazadas por el viento.
Y mientras más honda la respiración se vuelve
más asentado es el abismo:
Agarra mis pulmones como una lechuza
que en las noches sale a manifestar su orgía primordial,
rasguñándome intestinos y organelos.
Es la hora cuando soy más real que la que sueña,
el preciso instante donde comienza la mañana:
Abres los ojos Ariadne, soñabas mi forma.
En la estructura de tu pensamiento artífice,
respiro, nazco y transfiguro.
Despertar siempre es el infierno
de todos los dolientes.
Y si tú despiertas yo me extingo
como hoja caduca en la fogata,
como el oscuro final de una tragedia,
como bolsa de plástico en el aire,
como un enfermo de cáncer terminal,
como un caracol que ha construido hacia el futuro
un amante de sal,
como el cadáver de un toro en la sequía,
como la aguja de un camello,
como el ojo de las moscas,
como el óleo sublimado,
como el sentimiento de ser capitalista,
como cáncer de Hugo Chávez,
como un bomberman musulmán,
como la onda luenga de las lenguas que se dan el lamentable beso del adiós.
Ariadne,
cose mis intestinos.
Haz con mis enamoradas tripas los cabellos de una viola,
que toque ésta
el réquiem de nuestro esfumado idilio.
En auxilio Euterpe cante
a nuestro laberinto sin cabeza,
ni comienzo;
pues desde el principio
—cuando los dos éramos esperma—
estaba ya trazada la línea torcida y rigurosa
en la cual convergerían los caminos más indispensables
de la asquerosa materia de mi alma y de tu cuerpo.
Esto ocurrió desde la conformación del universo:
Las nebulosas se expandieron ferozmente,
el polvo estelar licuó maravilloso los planetas,
galaxias chocaron milenios brutales y sinfónicos;
una oscura materia magnetizó la energía total.
Se hizo en la negrura, denso,
el horroroso número de lo posible.
Fue separado el abismo de arriba del de abajo.
Surgieron las montañas gimiendo desde el seno espantoso de la tierra,
lloraron océanos pesados que aplastaron los volcanes,
crecieron de lepra biosférica los troncos capilares,
se partió la vulva de la corteza sangrando
la creación.
Los continentes consolidaron sus figuras misteriosas.
Donde fue bueno se formaron los glaciales solitarios,
el desierto,
los manglares,
los pantanos,
el bosque frío de coníferas,
la costa abierta,
los ecosistemas albergaron multitud:
Florecieron abejas,
melenó el león;
los corderos alzaron el hocico al cielo,
los pájaros buscaron jaulas,
el cervatillo huyó de todo silencio,
los peces se mordieron la cola,
los mamíferos gigantes se regodearon de su imperio,
reptiles inauditos colonizaron Eurasia…
Surgió el homínido de sus parientes velludos,
de las ramas protectoras descendió a las piedras.
Batalló consigo mismo, venciendo esto el Homo sapiens.
De su costilla fue arrancada la hembra.
Y vió Lucifer que esto era bueno,
y vió Lucifer lo necesario.
Caminó Bering y Japón:
Extinguió en su paso, gigantes y bestias deformadas.
En un momento de la historia se emancipó de sus hermanos,
pobló África y América.
Se lanzaron canoas a la redondez suprema de este mundo.
Nació la rueda, el fuego, las hierbas procesadas…
Surgió el trabajo de labranza. —Hemos de comer
aquello que nos brinda Pachamama;
construiremos chozas que nos protejan de la lluvia;
algunos animales hay, que servirnos pueden de alimento.
Este espacio es propicio para quitarnos el prepucio
y sagrados,
limpios, serviremos al Dios Sol.
—Alzaremos piedras,
edificando templos y
pirámides sin cúspide.
—Hemos descubierto la sagrada geometría.
—El arte será nuestro legado.
—Aquí comienza nuestra historia.
—Nos separaremos en reinos porque en nadie podremos confiar;
sólo hablaremos con aquellos que comparten el lenguaje,
los demás son extranjeros.
Cada reino será elegido por su Dios
para destruir los otros.
Después llegarán mil años de oscuridad
y al terminar esos mil años
la bestia otorgará sabiduría al hombre:
Le dará la enciclopedia,
surgirá la medicina,
la música antimonódica,
se diseccionará el cuerpo del hombre
y entenderá por fin, que nuestra forma
es el circuito donde corre la sangre que antes ofreció.
Construiremos máquina tras máquina.
La naturaleza no bastará para albergarnos.
¡Oh motor, alza entonces tu rugido!
Será suficiente con engranes y técnica valernos.
Llegará una era moderna
donde todo se rija por acero.
Sión será la ciudad más poderosa.
¡Energía, energía derrochada!
Chupamos las vísceras del suelo,
la torre de Babel ya es imparable.
El individuo es inútil,
la comunidad es la fuerza más loable:
Nos sostiene,
es la energía oscura que hala y mantiene los organismos como están.
En una comunidad olvidada y transparente vivieron nuestros padres.
Nos habrán traído al mundo en la cima del progreso.
Transitaremos en una realidad reducida y miserable, hasta el final de la niñez
que será cuando nos encontremos,
ponga el pie en tu hogar maldito
y recordaré que desde el principio todo estaba calculado.
Miré tus ojos levemente tristes,
acomodé la respiración ósea a tu boca inapropiada,
túnel donde cae Alicia en busca de la inmortalidad.
Hasta el vuelo de las moscas estaba delineado
para que tú y yo nos fundiésemos en una sola vibración.
Cuando tuvimos el orgasmo, explotó algo pretérito:
Big Bang donde se creó el instante mismo del orgasmo y viceversa y viceversa.
Así, condenados a nacer infinitamente,
nos separamos;
pero ya había caído en el laberinto,
en tu tenebroso laberinto.
III
Ariadne,
déjame ser la lluvia que se evapora cuando toca
ardiente piel, hoguera tuya;
quémense allá mis profanos pensamientos.
En la rueca inquisidora truene
mi cuerpo. Despedácense los músculos que sujetaban,
metiéndote la verga una y otra vez hasta acabar muerto.
Lance de humillación donde vencía el olvido
y la soledad que negra, venía y destrozaba
y nos volvía armar como títeres imbéciles.
Esa perra sensación de estar solos, incurable.
El vacío a vómito en el pecho,
pulso cordial intermitente…
Miro al espejo y veo el rostro de los muertos.
Nadie acaricia mi pelaje.
Comienzo a morderme los brazos y lloro,
caníbal tiemblo a lágrima ovoide.
Apagada la noche alcanzo a meterme
a un desierto incoloro donde habita única mi llama.
Extingue,
quiebra el canto sustentado en frío de alguna luciérnaga,
aniquilada ceniza que se quema en ella misma
hasta encontrar la partícula final y es laberinto.
IV
Ariadne,
ese gusano
recorre el laberinto de tus ojos,
dáse cuenta que no hay escapatoria;
ha sido diseñado para perderse,
para que el Minotauro a dentelladas lo tuerza,
explote en su pus
como el mineral hacia la tierra.
No ha sido esta la única vez que yo te he amado.
Fuimos Lilith y Adán.
¿Recuerdas?
Cargas en tu vientre el pecado original,
juega con tus entrañas para siempre,
tus intestinos son su laberinto:
Tu útero que no tendrá salida.
Allá permaneceré oculto y peligroso,
tristemente despedazado por el Minotauro del olvido
jamás saldré de ti,
seré la posibilidad eterna.
Duerme, perdido, amado hijo…
Seré el Teseo afuera que buscará darte libertad.
En los sueños más acres y podridos
habitaremos el sueño de los perros que parecen laberinto.
Ariadne,
quiero arrodillado dormir entre tus piernas,
ocultarme como el sol bajo tu manto…
Ariadne bella,
más hermosa que todas las diosas,
a ti dirijo mi plegaria.
No me oyes.
Nadie oye.
Estoy atrapado en esta maldita arquitectura,
surco su perímetro rondando los mismos caminos.
Desde que nací soy preso de la bestia,
no encuentro el hilo de plata.
¡Sácame Ariadne!
¡Escucha!
Estoy indefenso,
perdido.
Deseo la muerte.
¡Mátame ya!
Corro…
A toda velocidad las células de mi cuerpo estallan.
Las piernas potentes me alejan,
corro entre las paredes inverosímiles;
mientras huyo la piel cae,
los ojos hinchados bordean las cuencas,
siento el infernal aliento del Minotauro en la nuca:
Desesperado y violento se lanza detras mío,
sus pasos secos en la piedra me inspiran el más fiero terror.
Gruñe,
flaqueo,
me he cansado de correr.
La fuerza en las rodillas desvanece,
avanzo porque no existe el mañana.
Me alejo del punto de origen,
allá donde la bestia devora a inocentes.
También lo traigo hacia mí,
en la periferia saludable para otros.
Soy la carnada,
salvaré todo lo que puede destruir.
Y corro y sigo corriendo
dando vueltas y vueltas al laberinto, como niño que juega a marearse
recorro el laberinto de tus ojos,
mineral explotando hacia la tierra.
Soy el gusano y el fénix,
la galaxia, el átomo.
Viajo al laberinto de mí mismo donde soy la lepra y la campana,
soy Teseo Minotauro travestido de Ariadna,
soy todos los rostros que he conocido.
El macrocosmos florece de mi espíritu noctámbulo.
A medida que corro, el laberinto se transforma,
se vuelve yo.
Sus callejones oscuros mis neuronas,
sus espacios repetidos, mi alma indigna.
Presto de mí, hará desengaño esta realidad.
He de crearte, Ariadne, en algún lugar del tiempo,
le he puesto nombre al reino mineral…
El Minotauro me rasguña la espalda,
corro y continúo corriendo hasta que el segundero deje su marcar.
V
El Minotauro me atrae,
corro sin salida;
todos los colores pasean en mis ojos,
los sonidos completos de la vida que viví,
de un tiempo las caras y las risas,
los llantos,
las batallas que peleé para llegar hasta la cúspide.
Oigo todas las voces que dijeron un día mi nombre.
Las palabras que escribí me ahogan,
la música creada resuena como himno lejano y liminal,
los elementos que he sido me renuevan.
Corro y corro y
el laberinto se ha vuelto todos los lugares que pisé,
las casas que jamás me han albergado.
Veo las tribus del mundo correr conmigo.
Los quejidos de la bestia me inflaman.
Ariadne, ayúdame.
Ariadne.
Corro:
el laberinto no tiene salida.
El
laberinto
no
tiene
salida
Estemomentoeselmismoquefuesiempre
desdeeldíaquenacílapalabratuvo
suimperioenelcorazóndelos
terrestresqueunidosamí
cantaronlospoemas
mastristesdentro
delmundo
yosigo
corro
yo
Soy el espejo fractal de todo el cosmos,
hijo, padre, madre, la generación entera.
Los planetas girando en torno mío…
El aliento de la bestia en mi nuca…
Recorro el laberinto de tus ojos,
recorro el laberinto, son mis ojos;
explotamos como el mineral hacia la tierra:
en nuestro orgasmo primordial se expande la esfera celeste.
¡Ariadne, Ariadne acúdeme!
¡Ariadne, fúndete en mí como la aurora!
Disuélvete como la espuma…
¡Ariadne la bestia me devora!
Aunque eternamente huya,
el laberinto no tiene escapatoria.
¡Oh hija, amante, bestia, madre mía!
Ver impotente que te elevas
palpitando el corazón de nuestra raza,
en el último instante hacia el abismo,
cuando por fin retroceda el segundero.
Extiendo el brazo —¡Todavía no te vayas!
Y lanzo el grito más feroz del universo
cuando llega de súbito el vacío.
.
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