sábado, 17 de septiembre de 2011

4743.- ENRIQUE VOLPE


ENRIQUE VOLPE MOSSOTTI (VERCELLI, ITALIA 1938-SANTIAGO, CHILE 2002)
Nació en Vercelli el 27 de octubre de 1938, en el Piamonte oriental,
Italia. Gran parte de su vida de agricultor transcurrió en tierras
de Aconcagua y Alhué. Fundó en Linares el Grupo Rosa del Maule
en 1957. También formó parte del Grupo Literario Prometeo y fue
cofundador de la Corporación Caballo de Fuego. Ajeno a toda figuración,
este poeta, crítico, dramaturgo y narrador era uno de los más profundos conocedores de la literatura chilena. Había recibido el último Premio
Alerce de novela por Un capitán galopa en las fronteras del infierno.
Enrique Volpe falleció el jueves 9 de mayo de 2002, a las 10 de la mañana,
en su residencia. Se hallaba solo con su madre de ochenta y
siete años de edad. Lo fulminó un coma diabético seguido
de un paro cardíaco. A sus costados, como al alcance de las manos,
un par de pistolas. La noche anterior había estado hablando con nuestros
colegas Enrique Germán Liñero y Manuel Silva Acevedo sin evitar demostrar
desánimo, soledad y tristeza.

Otros libros de Enrique Volpe:
Cabaña entre las rosas, 1960.
Crónica del Adelantado, poesía, Editorial
Universitaria, 1994.
Imperfecto exilio, LOM Ediciones, poesía, 1997.
Premio Gabriela Mistral en 1997.
Un capitán galopa en las fronteras del infierno,
novela, Premio Alerce 2000 de la Sociedad de
Escritores de Chile.

FRANCISCO MEDINA CARDENAS







CANTO 21

Copayapu, así nombran los indios esta tierra semidesértica
que limita al norte con la lenta agonía del sol.
Copayapu, con sus manantiales de sal cristalizada.
Copayapu, mas que un silvestre nombre geográfico,
parece una pequeña estrella de arcilla cautiva en las manos
de una bruma que oculta nidos de aguiluchos lunares,
con un cielo clarísimo como un navío de esmeraldas anclado
entre las hogueras de frutos de una vegetación extinta,
o una vasta flor de Chile, de especie desconocida,
que se dobla sobre las vasijas verdes de su perfume ausente
para venerar la agonía de las mariposas de los desiertos,
que vuelan suicidándose en el centro mágico
donde se gestan los misterios de la noche.





CANTO 25

Recuerdo el esqueleto de un ave de presa,
entre unas rocas cristalizadas, en San Francisco
de Copayapu: un armazón de huesos más blancos
que la nieve misma, midiendo la inclemencia
de esas cumbres destructoras. Cóndor, le dicen
los pastores andinos a esa ave de presa que acostumbra
volar en espiral en un rito salvaje.
Cóndor, haz de flechas negras o astro de plumas nocturnas
que gotean sangre del sol: una especie de águila
de las Indias, que se alimenta con las crías de los guanacos
y de todas las carroñas. Siempre recuerdo el esqueleto
de un cóndor andino, entre unas rocas de vidrio
que parecían los peldaños nevados de la escala del cielo.







RELOJ DE SEMILLAS

El verano madura en los nidos de las loicas
con pequeñas señales: linternas de plumas errantes
en la noche solar de las hojas, buscando en las cortezas
llagadas de años, el paraíso de la larva;
su rápido sol de podredumbre.





Los destrozados cántaros de la sequía
afirmados contra las murallas grises
de un horizonte de piedras áridas. El arrepentimiento
de los ángeles ante la agonía
del vegetal sediento; la flecha del pastor
enterrada en el corazón del relámpago húmedo
del gato montés; son los signos:
consumación de lentos fuegos,
en un desierto de surtidores extintos.





Tedioso verano; el corazón ardiendo entre rojas guitarras
sabe de la agonía de la tierra: estremecimiento
de germinales aguas subterráneas
en busca de círculos de fecundación. Aullido
salvaje de semilla desgarrada, sobre
los anillos de la luz. Hay que leer la vida
de santos anacoretas,
o textos de botánica para comprender
que los árboles y las bestias así como los hombres
tienen su infierno y su paraíso.



Cautivar el alma en su reloj de semillas
y sentir en la soledad el tiempo de la tierra;
el latido de su profundo corazón de fecundaciones.









Primavera de Guerra, Año 1944

Aquí. en este cementerio abandonado en las colinas,
donde cada una de estas cruces viejas es un desafío al infinito
si mis ojos ya devorados por el gusano pudieran contemplar un relámpago
como si fuese un árbol seco que se incendia entre las nubes de la primavera,
o si mi oído pudiese percibir el melodioso silbido de la sierpe
que acecha a la perdiz, o el rumor de las pezuñas de los desordenados
rebaños de cabras que invaden la quietud, desanudada
la violencia de los torrentes de años y sombras que se petrificaron
en mis venas que ya son polvo, quizás podría despertar de la larga modorra
para iniciar un dialogo con esas voces que se multiplican en la dolorosa
fertilidad del silencio.

Mis labios están aun apegados al pocillo de la hiél y la cicuta.
En la desamparada soledad de este cementerio de guerra,
donde aún no hallan reposo
mis huesos cansados de todas las miserias, cada tumba
es una pobre reliquia olvidada por la historia
El pálido acacio de los mares y el efímero florecer de la maleza invasora
saben de patrióticos discursos farsantes. ¿En que espejo no terrestre
podría contemplar mi verdadero rostro de resurrecto
sin sentir la vergüenza de haber sido un hombre?
La primavera del año 1944 con su polen de luto fecundaba el árbol bastardo
de los frutos de la muerte.
Quizás un día alguien escriba esta historia de la épica infame
como si pretendiera cavar un pozo
en la zona mas inhóspita de un desierto de mitos. Esa primavera
parecía que todos los relojes se habían detenido en las torres.
Las esferas señalaban la hora incierta para llegar a un único limite.
Las fuentes de la leche se estaban agotando en los pezones de la profanada loba de
bronce y en el viento del Norte se desmoronaban los emblemas dorados
de los antiguos emperadores. Sobre los escombros de las ciudades bombardeadas,
la lenta ondulación del sol parecía el harapo de una basta bandera desgarrada.

¿Se hicieron óxido de silencio las campanas de la sangre?

¿Hay un ángel que venga a encender en mis cuencas vacías una antorcha de soles
marchitos?
¿Quién derribará la enorme puerta? Ya son pocos los que pueden recordar
a los pobres muertos colgando de los palos del telégrafo
y a los fanáticos rebaños de marionetas que vestían camisas negras
que, con látigos, aceite de ricino y otros instrumentos de tortura, habían desplazado las imágenes de los verdaderos héroes y de los santos.
¿Quién puede soplar un cuerno de caza ante la presencia invisible de los antepasados?
¿Quién en monótona cadencia dialectal puede entonar las canciones
que se cantaban en los días dichosos de las nupcias y de las vendimias.
Se abrían demasiadas fosas y nacían pocas flores en esa primavera.
Cada hombre trataba de sacarse la máscara ocasional para iniciar
un monólogo con su propia conciencia.
¿Habéis vencido? ¿Quién ha vencido?
Pienso en el manto de tinieblas tejido sobre los huesos de los héroes
anónimos de la resistencia, que cayeron en las tierras altas donde
la pezuña del ciervo inquieto horada las raíces de las estrellas,
allá en las selvas de castaños de Val Sesia, donde el canto alegre
de las alondras es el signo indiferente de la metamorfosis de la naturaleza.

La sombra crepuscular de la Bella Época era una paloma que picoteaba una larga espiga quemada,
cautiva dentro de una jaula de odios, o el numero mágico en un reloj
que se calcinó en la memoria de los ancianos. ¿Quien soterró en su propio corazón las reliquias mas veneradas?. En los caminos que antaño recorrieron los trovadores errantes o las carretas cargadas
con gavillas de arroz o frescas verduras, estaba la huella infamante de los invasores,
pero aún nosotros no podíamos cantar la gesta de nuestra tierra liberada,
decir al modo gentil de los poetas épicos: En la roja urna de agua
de estos ríos que descienden de las montañas, yacen los huesos derrotados
del bárbaro invasor...
En la terrible vitrina con vidrios empañados que es la historia, los carniceros
condecorados con cruces gamadas
exhibían a modo de crueles trofeos de caza las cabezas ensangrentadas
de los corderos sacrificados en los rituales de una sádica pasión.
Todo el pasado y todo el presente en las manos de los ladrones,
para nosotros solo la negación de un trozo de pan y el chasquido humillante
de la fusta de nervios de buey alzada
sobre las espaldas, y el constante recuerdo de nuestros muertos.
Ahora en esta soledad sin armonía que es mi sepulcro,
pienso que cualquier rincón del mundo es propicio para el encuentro
del hombre con su muerte.
En cada una de las tumbas de este cementerio la mano calcinante del tiempo
escribió un epitafio con letras invisibles. ¿Florece el árbol de los oráculos
en el mudo lamento de los difuntos?
¿Para que seguir recordando, si todas las memorias nacen de la muerte?

Si alguien llega al borde de mi tumba y sobre la lápida esparce una flor,
debe pensar que ese gesto piadoso es solo el breve destello de una luz
demasiado antigua, que arderá para siempre en el corazón destruido
de un hombre que soñó con la muerte como con una amante mucho tiempo esperada.
Aquí los días ya no cuentan; los años fueron pasando como un regimiento
de sombras desordenadas,
buscando el territorio inexplorado de una batalla inconclusa.
No importa mi nombre; solo soy un muerto más que monologa
con esa imagen veloz y única que fue el acto final de un drama anónimo,
mientras que la nueva primavera enciende como pequeñas linternas de soles,
que velozmente han de marchitarse.





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