jueves, 23 de diciembre de 2010

GABEBA BADEROOM [2.620]



Gabeba Baderoom 

Port Elizabeth (Sudáfrica), año 1969.
La personalidad —la persona— de Gabeba tiene carácter de aparición. Sube al escenario a leer sus poemas y lo que el público recibe es la imagen de algo —casi un mundo— que está desapareciendo —la virginidad del África—pero que se ha rezagado en ella, acaso para que seamos testigos no sólo de su existencia sino de su posibilidad de perdurar. Aunque nos hable de dolor y de guerra, de transitoriedad, de una vida cotidiana dura o llena de episodios fútiles, Gabeba transmite una serenidad iluminada. Lo que dice, no lo dice sólo su boca, es todo el cuerpo quien expresa las palabras, como una antigua rapsoda o una médium, que encarnara en el presente ese pasado remoto, fuente primigenia que alimenta la esperanza.

¿Cómo captamos esta fuerza misteriosa en sus versos? En la mezcla de la absoluta modernidad de su forma y el latido que le insufla vida.

Gabeba Baderoom nació en Port Elizabeth en 1969, pero pronto pasó a vivir en Ciudad El Cabo, donde estudió, así como en Inglaterra y en Estados Unidos, trayectoria que se refleja en su escritura. Entre otros, obtuvo el Premio Philadelphia City Paper Writing Contest y en 2005, por su primer libro de poemas, El sueño en el cuerpo venidero (The Dream in the Next Body) se le ha concedido el Premio Daimler-Chrysler para la poesía sudafricana.




Es autora de los libros de poemas The Dream in the Next Body (2005), The Museum of Ordinary Life (2005), A Hundred Silences (2006) y The Silence Before Speaking.



Traducción y presentación: Clara Janés


Verdadera

Para juzgar si una línea es verdadera
desterrad el error del paralaje.
Llevad los ojos tan cerca como podáis
de la línea en sí y seguidla.



Un maestro enladrillador me lo enseñó.


La gente quiere andar donde él se ha arrodillado
y alisado la superficie.
Siguen la línea hasta el final
y sonríen ante su suave geometría,
cómo ha suturado los ángulos de la habitación.

Él transporta las herramientas en bicicleta…
un cubo, un largo tubo de plástico que llena de agua
para encontrar una marca de nivel, un cojín donde arrodillarse,
una fina tela de algodón para quitar el polvo de los ladrillos
que da color sus pestañas al final del día.

Sabe cómo la porcelana, la terracota y el mármol atrapan
los ojos. Conoce el efecto del peso
de un pie en la cerámica. El cálido polvo de la terracota ahueca
tu pie como la piel. La porcelana aparecerá intocada
durante toda su vida y por este motivo
se usa también en la boca.

Para dibujar una línea verdadera donde colocar un ladrillo,
coge una cuerda con tiza fijada en una punta de la habitación y da con ella un golpe fuerte contra el suelo de cemento.

Con una cuadrícula azul sacude
las láminas del desordenado espacio, las dobla
en cuadrados y las deposita de un extremo al otro.
Bajo sus rodillas una habitación se volverá completa y clara.

Por la noche, vuelve a casa en bici sobre un suelo que se eleva
y cae como nunca sucede bajo sus manos.


LA LLAMADA

El Sonido del teléfono


desde la habitación de mi compañero de piso
me atrapa en el rellano, a medio camino
escaleras abajo, la mano en el asa
no basta para parar
el ímpetu de la maleta. Necesito
magullarme la cadera para detenerla.
De la caja de cosas desechadas
—signos de que una vez estuve aquí—
agarro el teléfono, lo enchufo
en el pasillo, y me siento
sobre el montón de listines apoyados a la pared.
Hola mamá, contesto.

Me voy a otro sitio,
cada vez más lejos de donde partí.
Al lo largo de las siete horas de diferencia horaria, temo
que nunca la volveré a ver.
Quiero decir en voz alta que estoy perdiendo
un centro al que puedo volver,
pero no lo hago.

Ella habla también de un modo aplanado
por lo no dicho, acercándose mucho sólo
al separarnos, cuando dice
que parta sana y salva.

A lo largo de la creciente distancia
oigo su voz alejarse de mí.
Hago que me deje
para poder sosegarme.



El sueño en el cuerpo venidero


Desde la esquina de la cama, vuelvo
a colocar las sábanas en su sitio.

Un anciano pinta un gran sol partido
por nubes de siete azules.
En mitad del centro amarillo
cada azul es con precisión él mismo y, con todo,
en el punto en que se encuentra con otro,
el ojo no puede detectar el cambio.
El aire está variando, dice,
y los colores.

Cuando en sueños me tocaste,
tu piel, hace una hora, no acababa
donde se unía con la mía. Mi cuerpo seguía
el movimiento del tuyo. Algo fluía
entre nosotros como pájaros en bandada.

En una soledad más amplia que nuestros dos cuerpos
el endurecimiento de la luz nos separó de nuevo

pero, bajo la colcha, la huella
de nuestros cuerpos es una, caliente y hueca.



Noche en Glossop Road


Cada noche a las once y media, sé que es hora de dormir cuando los camareros del restaurante cercano salen a tirar el vaso nocturno en el cubo de reciclaje del parking vecino. Yo me lavo los dientes con el sonido del cristal estallando y las risas, mientras ellos comparten un pitillo dando vueltas a las hileras de botellas.


No puedo yo misma


Para venir a este país,
mi cuerpo debe reunirse a sí mismo

en fotografías y firmas.
Entre ellas me buscarán.

Tengo que dejar atrás todas las incertidumbres.
No puedo ser yo misma una pregunta.


TRÍPTICO DE LA GUERRA: 
SILENCIO, GLORIA, AMOR


I - RECAPITULACIÓN

La madre pidió que se quedara.
Miró a su hija silenciosa.

Te esperaba.

La calma del rostro de la niña era otra calma.
Sus manos yacían intocadas por la muerte.

El lavador de cadáveres
rasgó su largo vestido negro.

Azules cuentas de plegaria cayeron
al suelo en lenta recapitulación.

El lavador de cadáveres empezó a cantar
una oración para madres e hijas.

La madre dijo:
¿Quién me esperará?



II - PADRE RECIBE NOTICIAS: SU HIJO MURIÓ EN LA INTIFADA


Cuando oyó la noticia, el señor Karim se quedó silencioso.
No miró a la cámara,
tampoco a la gente que acarreaba su pena.
Sintió deslizarse una mano de su mano,
un breve separarse,
y por este motivo rechazó el consuelo de la gloria.



III - SIEMPRE POR PRIMERA VEZ


Contamos nuestras historias de guerra como historias de amor,
inocente como los huevos.

Pero volveremos a encontrarnos con la memoria
y la muralla en torno a la ciudad,

siempre por primera vez.


Estos poemas pertenecen al libro El sueño en el cuerpo venidero (The Dream in the Next Body, Kwela books, Rogebaai, South Africa, 2005).

[http://www.adamar.org/numero_20/000200.baderoon.htm]







VIEJAS FOTOGRAFÍAS

En mi escritorio tengo una fotografía tuya
tomada por la mujer que te amaba entonces.

En otras fotos su sombra se adivina
en primer plano. En esta
su cuerpo no está muy lejos del tuyo.

¿Hiciste ese gesto
porque a ella le gustaba?

Ella no es invisible, ni
mi enemiga, ni siquiera el pasado.
Creo que amo las cosas que ella amó antes.

De todas tus viejas fotografías, prefiero esta
porque me gusta tu gesto. Creo
que estabas a punto de girar la cabeza
y tus ojos miran un poco hacia un lado.

¿Estabas comenzando a irte?


PUNTO DE VISTA

En la cocina, ella busca el rallador de nuez moscada
y de pronto recuerda que está en otro aparador,
en otra casa.

En la oficina de correos escribe la dirección
que ha dejado atrás.
Rompe el formulario en pedacitos
y comienza de nuevo.
Su correo la persigue
como una mano muy alargada.

En el cielo de camino a casa
un halcón cuelga inmóvil,
vuela quieto,
fijando el cielo.


POEMA CREPUSCULAR POR LA MAÑANA

Una voz te ha llamado a la luz temprana.
Llenas un vaso. La sombra crece
más rápido que el agua
dentro del cristal. Te detienes cuando está medio lleno.

La casa en silencio ha suspendido
muchos actos a medio hacer. La puerta del armario
está medio abierta. La silla delata que alguien
acaba de levantarse de la mesa, conmovida aún
por tu presencia. Y la sábana
enmarañada y el té a medio beber son todos
signos que acabas de dejar, las horas
no han pasado, la impronta
de tu cuerpo en los viejos cojines del sofá
es un hueco cálido que te llama de vuelta.

En este tiempo de medio tono podrías
estar llegando o marchando o atrapada,
por un momento, entre partir y volver.


PAISAJE QUE SE TRANSFORMA EN LENGUAJE

Mi abuelo fue el primero
en construir su casa en esta ciénaga:
el croar de las ranas mensuraba la tarde.
Esta fue la tierra salvaje
que mi abuelo cercó,
que mi abuela convirtió en jardín.
Cuanto sobraba en la cocina
se convertía en compost,
excepto los limones y las naranjas:
el suelo ya era demasiado ácido
como para que crecieran las rosas.

Ya no se escuchan los sonidos de entonces
y el paisaje se transforma en lenguaje.
Un canal de cemento conduce el río.
Sólo el instituto se llama ya Groenvlei.

Muy poca gente recuerda que las palabras de la noche
eran de las ranas y del silencio.


APRENDIENDO A TEJER 
EN EL MUSEO ETNOGRÁFICO 
DE ESTOCOLMO

Contemplar cómo Zainab Tumturk aprieta los labios
y escribe su nombre, observar cómo
desenreda lana con un peine de metal, fija
un extremo de la suave maraña a un gancho y une
un huso de madera y una fina hebra, frota
el huso sobre su muslo
y lo mueve hasta transformar
la madeja rala en un ovillo
es contemplar cómo hace tiempo a mano.

Con los dedos cuenta
cada paso atrás hacia el comienzo
de las cosas, oveja en secas colinas
mientras la guerra se opone a nombres y existencia.
Y, pese a ello, esquilar, hilar, tejer,
en las pausas de una vida nómada,
las palabras del tiempo y la permanencia.

En las alfombras a sus pies hay patrones llamados
espiga,
garganta de lobo,
ojo del diablo,
anzuelo del amor.

Los patrones del norte de Suecia se parecen
a los de las colinas kurdas, no como prueba
de una conciencia común a todos nosotros,
sino como, en una alfombra que lleva un mes tejer,
tiempo que corre en la noche
(mientras los lobos se acercan por el horizonte)
por la llanura del hilo, alcanzando
el breve descanso del amor
en la permanencia de los dedos.



LA DANZA

Una vez en un museo me quedé
a la entrada de una sala mirando
una danza de Matisse.
Un hombre se puso delante de mí,
se quedó allí quieto.
Ladeó su cabeza, como
si escuchase más que mirase
y, por un momento,
vi cómo la danza pasaba
a través de todo su cuerpo.

Traducidos por Martín López-Vega
http://www.elcultural.com/blogs/rima-interna/2016/03/poemas-de-gabeba-baderoon/


Time and Children

Every Sunday when I was young, 
the whole family crowded into cars to visit 
my aunt who lived as far away as banishment.

Led by my grandparents in their white Vauxhall, 
after the last stretch of gravel track, barely 
wide enough for a car and impassable 
in heavy rain, we always arrived 
in the narrow road in front of the house ready 
for lunch and my aunt’s loud welcome.

And later, in that order of things 
that has to do with Sundays, 
and the way old men understand time 
and children, my grandfather in his bowtie 
and black felt hat would call the children 
of the neighbourhood to his Vauxhall, 
and they would crowd 
into the back seat from one side
and lever onto one another’s laps 
and shut the heavy door with a bang.

The visiting children would stand at the kerb
and watch him drive to the end
of the road and manoevre the car around.
Slowly my grandfather would pull up again
at my aunt’s house, and a fan of children,
would spill out of the back seat.

All my life I have remembered
the order of such Sunday afternoons.
Even now, recalling
the moment they drove away from us,
my head rears back
at the return of something.
In our watching and waiting
was the beginning of recognition and loss,
of apprehending something
we didn’t even know we had.


The Man in the Train

Pulling into the station, our trains pause 
and I catch your eye across everything 
that separates us. I wait to leave but, in a moment 
of stillness, I hold your gaze.

Do you too feel that every journey 
takes you in larger circles away from home.
For a moment, though soon we will move 
in opposite directions, it feels 
as though I have come to rest.


I used to live

I used to live in a small room 
with a narrow bed 
and a television at my feet.
A mirror hung on the back of the door. 
I lived in the order 
of its smallness.

I lie here next to you 
and feel the distance
from the walls. 
If I held you closer
we would fit 
onto a narrow bed.


Moments Bearing No Notation

I run down the airport corridors 
willing time to be still,
and, impossibly, catch the flight.
I sleep all day and in the evening walk 
to the twilight waiting by the lake,
my body a heavier part of the dusk.

The lake looks obsidian turned 
to slate by sudden rain 
droplets widen into momentary 
silver mouths under the jetty
the glint of insects on the reeds scattered
like sequins on the thickening fall 
solo violin of a gull call – 
moments bearing no notation.


Transit

In transit in Frankfurt airport halfway 
through her journey to America, 
she waits in the sheared hours of the morning
before the grey stalls open.

At the end of the corridor where 
the phones stand back to back she presses 
into a booth and dials the long number for home.

The delay in the call is one beat too long,
enough to jerk apart the words.
Is that you? Where are you now?

She hears the voices she has left and realizes, 
where she is going she knows no one.
As the phone card marks the passing of silence,
she sinks to the floor
through the open borders of the self.

Then there is time only to say, 
I am fine. I leave in an hour,
and step into the irreversible day.






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