miércoles, 24 de noviembre de 2010

2076.- DELIA PASINI


Delia Pasini. Nació en Buenos Aires (Argentina). Poeta y traductora. En poesía ha dado a conocer: Un decir se repite entre mujeres (1979); Los peces de ceniza (1984); Adiós en el original (1985); Títere sin cabeza (1991); De artes y oficios (1998) y Parábola de ciegos (2005.
Ha traducido entre otros autores en lengua inglesa a: Lewis Carroll, Oscar Wilde, Jane Austen, Christopher Marlowe, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens y William Butler Yeats.
Es secretaria de redacción de la revista de poesía El Jabalí y colabora con diarios y revistas del país y el exterior.







Un buen comienzo

Un buen comienzo es el de una claraboya
por donde pasan pies alados, vistos desde abajo.
Pies convertidos en alas, susurrando entre los vidrios
que el sol colorea a medida que transcurre el día.
Otro buen comienzo es una lancha paralela a la costa
que arrastra a un muchacho barrenando el agua
mientras un caballo corre por la arena y se pierde
antes de llegar al muelle abandonado.
De buenos comienzos están llenos los cuentos
con las fauces abiertas ni bien nos asomamos.
También las novelas. “si una noche de invierno un viajero”
es mi comienzo favorito. Viajar siempre me sosiega.
Acaso decir: ““Los pasajeros quemaron un tren
en la ciudad adormecida” no sea un buen comienzo.
Menos aún si hay niebla y las siluetas se entrevén borrosas.
Las luces de neón hacen perder encanto. La basura derramada
no es comienzo para alegrar a nadie.
El zorzal canta de madrugada. Ése es un buen comienzo,
si el rugido del león lo acompaña y los aviones todavía
no han encendido los motores.








Mater Dei

Eugenio nombra a Gounod y se resiste a entrar
a ese pasaje para él obsesivo. Callejuela con arcadas
de piedra que dan a una escalera gris y persianas
amarillas entreabiertas.
Cielo azul pastel, paredes encaladas
y la silla vacía junto a una puerta cerrada.
Algún farol se encenderá por la noche.
La mirada choca contra el blanco, obligada
a transponer el umbral. Del otro lado
quizás haya luz, oscuridad, mesa tendida, mezquindad,
rutina, tedio u olor a comida.
Del otro lado pueden avivarse presencias o
descansar la nada su inmortalidad.
El punto de fuga es la pared blanca.
Tal vez, se abra otro pasaje hacia un costado.
De este lado la cama blanca paralela a la
ventana desde donde se divisan techos y mansardas
con un ciprés fuera de lugar.
De este lado il fratello Fernando
y sus brazos que sostienen, entregan
y se funden en el amigo enfermo.
Brazos que quieren ser otro,
brazos que son este hermano
disipando el temor,
trayendo a esta orilla – todavía-
al cuerpo vulnerado.
Fernando cuenta su predicación.
Tres parábolas del Evangelio de Lucas.
“No temas, pequeño rebaño”.
Oleadas sobre las sábanas,
obstinándose en precipitar
la disolución de ese vivir en letras.
Ya antes arremetieron contra otro lecho.
Esta vez no lograrán hacerlo zozobrar.
Quedará el altar donde se incrusta
una piedra andina,
otra del Éremo, lo judaico con el mundo griego,
la virola de un salero y las inscripciones romanas.
Cada detalle una historia, cada historia el sentido.
Al recibir el legado, aceptamos la gracia.
Junto a ella, el desamparo de la materialidad
de un cuerpo enfermo, con la lucidez aferrada
al pudor de las buenas maneras.
Civilizado modo de prevalecer,
de solapar la bestialidad
en ese espíritu que los ingleses llaman también
mente,
uniéndolos, porque así intelecto
y sentimiento se preservan.
“No mirar para atrás”, dice el médico.
Inútil explicar que esas fotos tomadas en
claroscuro de una tarde invernal dividen mi cara en dos
mitades, como si salud y enfermedad se repartieran mi
lado izquierdo y mi lado derecho en amable rivalidad.
Tenía los ojos tristes y la barbilla temblorosa.
¿Acaso ya sabía mi espíritu-mente la batalla que
mi cuerpo se aprestaba a librar?

“No debo cerrar los ojos”, dice Eugenio.
El blanco detiene los excesos, limita y enceguece.
El blanco es la luz del sol cayendo a pico
sobre la cabeza,
los ojos turbios, desenfocados,
encandilados por el resplandor.
El blanco es asepsia y despedida.
Las palabras de un enfermo contienen su revelación.

De: Los Giocondos (inédito)









Para el hombre del maletín azul

Que en realidad es negro. Y transforma
en señal de trabajo con esmero.
Una figura aferrada a su recato, su astucia
y su rutina.
El hombre del maletín azul (en rigor de verdad,
negro) designaba sus poemas con el nombre
de los días hasta que vio la flor. Una amarilla.
Fue cuando decidió ese nombre para sí.
Y al sumergir la cucharita en el café
probó el sabor ocre de la dulzura del invierno.
Hace tiempo ya habita mis lecturas y mis soliloquios.
Amarillo, obsesión de la infancia, conjura el maleficio
del estuario marrón. Atrae el oro de los tigres
y la loca impericia con que intento descifrar el regocijo.
El hombre del maletín azul y la flor amarilla
ilusionaba rosas y se burlaba de ellas.
No daba el tipo de cortesano isabelino.
Sorbía su café y sus palabras pero esa espina
lo punzaba. ¿Amarilla o lunácea?
Invade libros, citas y reminiscencias.
Acaso las espinas ya no tiñen de sangre su calvario.
Acaso verlo sea convocar el amarillo
dentro del vapor humeante de la página.
La cucharita gira y el azul se pierde en el silencio.
Una elección: amarillo atrapa y se evapora.
Color de muerte era en Italia.
Aquí, en el puerto, es matiz de alegoría y desenfado.
Estamos lejos de las minas de carbón,
palabras extranjeras suenan extrañas
en su manera de nombrar. Y aun cuando reconozca
su sonido, nunca sabré la cualidad de lo que evocan.
Sí, religiosa es la sustancia misma del poema.
No importa cuánto se crea, está el destino.
Tienta al hombre del maletín azul.
Él conoce otras cosas. No siente necesario
a ese poeta músico que comprendía el universo
aunque su mirada nos convoque en el Ángelus.









Abril

Inevitable ciudad sobre la espalda
a pesar de la tiranía de los horneros
echando del jardín al carpintero
copete rojo, cuerpo aperdizado.
Ella maúlla al trote, toma envión
hacia el alcanforero, se achica,
retrocede y elige la mesa de cemento
crocante de hojas del otoño.
Sabor a abril tiene el aire:
en remolinos el cielo encapotado,
hecho una furia el río,
alfombra ocre dorada cruje bajo los pies.
Es el baño bautismal,
delicia de retozar en el silencio.
Esa música despierta el deseo de otros siglos,
los libros por leer, con sus sonidos, su razón
y su desvelo. Ahora es momento de escuchar
sólo a los pájaros. Sólo a los pájaros.
El aire tiembla.

De: Parábola de ciegos (Paradiso Ediciones, 2005)



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