sábado, 11 de septiembre de 2010

JÜRI TALVET [994]


JÜRI TALVET 



Nació el 17 de diciembre de 1945 en Pärnu (Estonia). Licenciado por la Universidad de Tartu en Filología Inglesa (1972) y Doctor en Literaturas Occidentales por la Universidad de Leningrado (San Petersburgo) en 1981 con una tesis sobre la novela picaresca española del Siglo de Oro, ha impartido cursos de historia de la literatura occidental en la Universidad de Tartu desde 1974 (desde 1992, es Catedrático de dicha especialidad). Ha sido también el fundador de los Estudios Hispánicos en su universidad (en el curso 1992-1993), que continúa dirigiendo. Desde 1994 preside la Asociación Estonia de Literatura Comparada y desde 1996 es director del anuario internacional de la misma Asociación, Interlitteraria. Ha traducido al estonio numerosas obras de las literaturas hispánicas (el Lazarillo de Tormes, poemas de Quevedo, el Oráculo manual de Gracián, La vida es sueño y El gran teatro del mundo de Calderón, El burlador de Sevilla y convidado de piedra de Tirso de Molina, Los cachorros, de M.Vargas Llosa, los cuentos de G. García Márquez, poemas de S. Espriu, etc.). Como investigador y crítico, ha publicado Hispaania vais, 1995, Tõrjumatu äär, así como más de cien ensayos y artículos sobre literatura y cultura en revistas de Estonia, Rusia, España y Estados Unidos. Ha sido galardonado con el Premio Anual de la Literatura Estonia (1986), el premio Juhan Liiv de Poesía (1997) y el premio Memorial Ivar Ivask, de poesía y ensayo (2002). Obras. Poesía: Despertares, 1981; El sagitario y el grito, 1986; El progreso del alma y sorpresas climáticas, 1990; Elegía estonia y otros poemas, 1997; ¿También tienes uvas?, 2001; Del sueño, de la nieve, 2005; Elegía estonia y otros poemas (una selección de sus poemas traducidos al español, Valencia, 2002. Ensayos: Un viaje a España, 1985; De España a América, 1992; El espíritu español, 1995; Apuntes americanos y contemplaciones de Estonia, 2000; La cultura simbiótica, 2005; El borde irrefutable, 2005; A Call for Cultural Symbiosis, 2005; obra traducida al inglés por H. L.Hix. “…Creo que una de las tareas del poeta es estar abierto a todo lo que le rodea, evitar ser demasiado selectivo, no pensar que la poesía sólo tiene que ver con la esfera estética y la esfera cultural, o que la poesía pueda aprenderse en los libros... Creo que un poeta, un verdadero poeta, debería estar abierto al mundo que le rodea y que ello le proporcionase la sensibilidad necesaria para crear imágenes, imágenes personales e individuales capaces de llegar al lector, al público. […] De modo que, en primer lugar, aconsejaría tanto a los poetas estonios como a los americanos que se mantuvieran abiertos; en segundo lugar, estoy de acuerdo con Hegel cuando prevenía a los jóvenes poetas contra la tendencia de ser demasiado filosóficos en la etapa inicial de su poesía, cuando les aconsejaba que no fueran abstractos al principio. Es más recomendable empezar por imágenes concretas y hasta sensuales, y sólo más tarde tratar de integrar la filosofía a sus imágenes. Desde mi punto de vista, esto sería lo óptimo. Sé, por supuesto, lo difícil que es lograrlo, y admito que ni siquiera yo mismo he podido evitar siempre que mis poemas fueran excesivamente abstractos. Esto es bien cierto. […] por otro lado, la filosofía poética es el elemento más importante en la poesía. Si a la poesía le falta su propia filosofía, si es poesía meramente impresionista, sin duda sigue siendo poesía, pero poesía mediocre…”

VILNIUS YACÍA BAJO EL AGUA

Es hermoso ver que lo verde permanece aquí tan verde
y que los rasgos en los rostros no están
tan estirados como para que no quepa
en ellos la perplejidad
Una cucaracha de chaqué duro
corre apresurada, inesperada y valiente
sedirige al orador
sobre el entarimado que se convierte en
un desierto Ante las sílabas de duro ámbar
de esta comarca remota de occidente
tan antigua como la y la O
te confunde oh lemuel
el idioma de laputa que se ensortija
incomprensible sobre tu lengua sin tú
saberlo Has de alzar mucho
la cabeza desde las raíces
de la hierba para ver cómo
el monte –la sombra veloz de gregor–
cae sobre ti en la ciudad que yace bajo el agua



YO TAMBIÉN FUI UN PERRO ANDALUZ

¡La muerte arranca en mí
tu horrenda dentadura firmemente arraigada!
Soy otro: un lujoso automóvil volador
que te muestra reluciente
el color-seña de su marca,
el perro que ha olvidado su ladrido,
ese perro-juguete obligado a ladrar.
(Yo también fui un perro andaluz.)
El misterio está en la masa. En la masa
caben todos los misterios y todas las astucias.
Soy un puente colgante entre dos bocas:
intuyo, canalizo palabras pulcras y palabras soeces.
Mi suelo es el pasado y mi techo, el futuro.
Soy voluta sin voz. Hago voltear
el presente alrededor de un dedo.
Soy el vientre cubierto de musgos perennes
del acueducto dormido sobre ocho muslos
formidables y fuertes por el que fluyen
las aguas de un tiempo hacia otro tiempo.


MI VIDA CON EL RUIDO
Es cierto que dicen: “No tienen sentido ni profundidad”.
(Como si el tener sentido diera derecho
a poder comer el pan de cada día.)

Tan sólo tienen ruido, unas bocas
enfrentadas a guiños, dientes claros
que se fulminan entre sí.

Nosotros, los profundos, encerramos
en el silencio imperturbable del ataúd, los pensamientos.

La risa clara de ellos, el martilleo intenso
de sus voces, derriban las paredes, penetran
cualquier hueso que aún tenga algún hálito de vida.
(Los huele cada insecto, cada árbol.)

Nosotros trabajamos para ganarnos el amor.

Ellos aman, aun sin trabajar, y se alegran.

Nosotros querríamos impregnarlos de profundidad,
hacer que fueran buenos.

Nosotros sí somos buenos, a partir de la oscuridad del pozo,
dicen ellos.

En otoño un viento displicente limpia los rostros de unos y otros.
Hasta el día de nuestra muerte no sabremos
quién debía rendirse a quién con gratitud y encomio.
Traducciones de Albert Lázaro Tinaut y Jüri Talvet


de ELEGÍA ESTONIA Y OTROS POEMAS
(Traducción del autor y Albert Lázaro Tinaut. Valencia: Palmart Capitelum, 2002)


Después de haber perdido el pasaporte

Has perdido el pasaporte, ¡viva la libertad!
Se ha desprendido el ceño de tu rostro,
el filo más tenaz de la estampilla se ha doblegado
y tú, después de liberarte del peso de tres lustros
y del ojo suspicaz del aduanero,
te arrojas a los brazos de la libertad. ¡La libertad!
Nada te echaba atrás,
ni tu firma, ni el hilo de Ariadna de tu suerte,
ni el mito al que habías recurrido, sagaz,
para multiplicarte.
El aguanieve te disuelve,
manos ajenas arrugan tu imagen descompuesta
y tus pies se atropellan.
(Pronto sentirás en tus carnes
la huella plúmbea del pie de la historia.)
¡La libertad! En el escaso espacio que ocupaste
se posa ahora un copo fresco de nieve
y permanece intacto unos instantes.


Despedida


Nos despedimos. Farewell y abrazos
quedan flotando en el viento como un pañuelo estremecido.
Una blancura que huele a algas se superpone al abismo azul.
Algo cálido, como un niño dormido en ti,
se te agarra y, de pronto, se separa y se aleja.
Todavía no nos hemos dado la espalda el uno al otro
pero sé que estoy a punto de penetrar de nuevo
en mi soledad. Nos fundimos, nuestros corazones
latieron al unísono cuando nos encontramos frente a frente.
Luego, sin embargo, retraímos las manos
de nuestros otoños cada vez más distantes
para captar tal vez, ingenuamente, las esferas de fuego de la infancia.
Y en eso que suenan jocosos los teléfonos,
los timbres de las puertas: son como esas suaves palmadas
que da la nieve nórdica cuando cae en los hombros.
A los brindis se unen los cumplidos: Welcome!
Bienvenido de nuevo entre la gente,
tú que andabas perdido por las veredas del cementerio.


Cumplimiento


Te deslizas por la piel de mi garganta
y en mi sotabarba construyes tu nido
–¿dónde estaría a mejor recaudo?–:
ésa es tu Vía Láctea.
Te has multiplicado, has engendrado,
te has desgarrado, te has bifurcado.
¿Recuerdas todavía aquellos angostos senderos
que apuntaban apenas
y que se extienden más allá de los tuyos?
Te has quedado. Ni siquiera pienso en esas flores
purpúreas que, generosa, nunca me has negado,
que has mantenido abiertas noche y día en tu jardín.
Aun así, seguirás siendo libre y podrás confundirte,
porque junto a nosotros revolotearán las almas,
perpetuamente, en los aires del abandono.
El oro primigenio surge de tus entrañas
y se cumple en mi sotabarba tu Vía Láctea.


Un sueño en Alemania, 1988


Con agradecimiento al poeta nicaragüense Joaquín Pasos, que me inspiró


Estoy en Alemania, 43 años después que el zapatero más infame de la historia.
El señor Grass vive al otro lado del muro construido
para conjurar el siniestro juego del gato y el ratón.
Pero ahora los vientos de la confusión soplan del este,
donde al ordnung le falta mucho ordnung.
Para contrapesar, a este lado se observa con rigor
el viejo teorema de los efectos del vientre satisfecho:
desde los campos sube a la nariz del viajero el hedor recio del estiércol de cerdo,
y los estómagos alemanes, borbollantes y ufanos,
digieren bockwurst y würstchen regados con cerveza.
¿Qué importan los recuerdos –viviendas cuartelarias del color de las ratas?
¿Qué importa un poeta al que seduce en sueños la hembra de un ratón?
¡Para quién escribió sus hinweise aquel hombre de ojos ígneos,
de barba flameante, sino para nosotros!
Huelgan los comentarios; en todo caso, aquí, sozialismus funktioniert.
Los pechos firmes de las jóvenes teutonas (que airean en verano sin pudor)
prometen para la raza alemana un futuro optimista.
Las viejas damas adornan con rosas rojas las casas gris ratón.
Un muchacho pecoso lleva ya diez minutos intentando –la punta de la lengua
entre los dientes, ligeros puntapiés– obtener la imagen que ha pedido
al expendedor automático de sellos:
¿es Hegel o Leibniz? No, al fin es Schopenhauer. (¡Qué suerte que ha tenido!)
Tanto Bach como Händel, desde sus pedestales en medio de sus plazas,
inclinan indulgentes la cabeza.
Cierto es que el joven Lutero (según lo pintó Cranach en Weimar)
mantiene cierto aire del hereje que fue, y nadie va a impedirme
ahora que sueñe una ocurrencia candorosa:
en una noche oscura –allá en su Weimar–
el viejo señor Goethe, que ya empieza a estar harto de su enjundia intemporal,
recorre furtivamente las callejas cercanas a su goethe-haus
y con un ademán inequívoco del dedo –al igual que otros miles de insaciables
alemanes del Este, aquella misma noche – evoca
en la caja paralelepipédica de las mil maravillas
la mágica sonrisa de la presentadora de la westdeutsche TV.


Suponiendo que el polvo no sea más que el polvo del más allá


El cielo es de un azul inusitado
en esta primavera estonia.
(¿Nostalgia del futuro? ¿Buen augurio?)
Las palabras liberan el horizonte
y he aquí que todos somos
muchísimo mejores. Es como si los ataúdes
que flotan sin cesar en el aire de tu ensueño
ya no sirvieran para el mal.
Tampoco para el bien. El polvo
–cualquier polvo– sin embargo
contiene más tristeza
que un cuerpo vivo. Así,
en esta primavera que muestra en Estonia
un cielo tan insólitamente azul,
cualquier desequilibrio en todo aquello
que promete y augura, es un reflejo
del más allá, de lo real y verdadero.

Mayo de 1988


Elegía estonia

El 28 de septiembre de 1994, poco después de medianoche, desapareció bajo las procelosas aguas del Báltico, en el lugar que marineros conocen como “el cementerio de los barcos”, el ferry Estonia, que había zarpado poco antes de la capital de Estonia, Tallinn, rumbo a la de Suecia, Estocolmo, y que se llevó consigo al fondo del mar casi 900 vidas humanas. Es el naufraugio con más víctimas, en tiempos de paz, en el mar Báltico. Como causa del hundimiento del ferry, se apuntó un posible defecto técnico o un error humano. No se descarta, sin embargo, un acto criminal. La única conclusión segura de la comisión que investiga el suceso es que el gigantesco buque sufrió una importante vía de agua, que lo echó a pique.


No, no puede ser verdad.

Calambres de perplejidad atenazaban aquella mañana la garganta.
Gravedad de plomo en los pies, como si la tierra nos sorbiera hacia sus raíces
igual que el agua los sorbía a ellos, criaturas desnudas, súbitamente,
desde la ensoñación de sus lechos hacia sus senos fríos como el hierro.

No, no puede ser verdad.

La libertad había de significar, al fin, calor y gozo.
Estonia, como siempre, corría hacia la meta encabezando el pelotón.

Hora era de olvidar la cincha que nos aprisionó desde los tiempos más oscuros,
desde la lóbrega Edad Media, con sus torpes tabúes,
hora era ya de retirarla.

¿No bastaron quizá tanta reverencia y tanta cabeza gacha
ante el amo alemán, ante el vástago vikingo, ante el ruso chacotero?
¿No había sido suficiente, acaso, el trabajo sumiso y manso, ni la diaria lid
acarreando piedras al borde del pantano?
Ahora que el pueblo tenía en sus manos el poder, ¿no podía la fiesta del consuelo
carnal durar eternamente?

El aliento de los profetas –Hegel, Marx, Lenin, Bajtín– en estas tierras
ha insuflado ambos oídos, ora el derecho, ora el izquierdo,
según por qué lado se contemple el mapa.
Yuri Lotman, pobre y frágil judío en medio del camino, endeble y apocado,
nunca pudo aspirar a ser profeta: con los ojos abiertos al cielo
por última vez, en el cementerio de un rincón remoto
de Europa, Tartu, hacía un año, un día acerbo y otoñal, apátrida,
sin panegíricos, con el murmullo de un violín por toda compañía,
canto de ruiseñor que se elevaba indiferente y frío desde las aguas del río madre.

No, no puede ser verdad.

¿Qué necios raciocinios sobre Dios, qué culpa, qué obligaciones cuaresmales?
¿Dónde estaba ese Cristo cuando los cruzados mataban a los niños
de la Tierra de María, violaban a mujeres y doncellas,
cuando apenas fundados los primeros hogares
nos hallábamos de nuevo en la primigenia estepa siberiana
cubierta de nieves perpetuas, con el suelo helado crujiendo entre los dientes,
en la comarca rígida de la tierra baldía, de donde –según dicen–
procede nuestro pueblo?

No, no puede ser verdad.

Hace miles de años ya fuimos europeos,
precoces labradores mientras otros, mucho más poderosos,
devoraban al vecino como una plaga insaciable de langosta
y descubrían y devastaban nuevos continentes
empujados por el hambre, por el útero dulce y oscuro de la hembra extranjera.

Luego el abismo, la amargura, y la sonrisa pertinaz y fría de la muerte.

¿Será la pequeñez indicio de nobleza? ¿No habremos anhelado también
nosotros el mediodía bajo un cielo de luto en múltiples combates?
¡El rey de los estonios irguiéndose en el campo de Ümera,
con la espada bañada de sangre explotadora
apuntando espléndida y rutilante al Sol!

Las luces del navío se apagaron de repente
en el útero marino, entre algas y peces demudados.
Dormían en él todos los niños de una escuela: soñaban
con una mañana estival, luminosa y diáfana.

No, no puede ser verdad.

Hemos removido el polvo de la historia
y hemos pedido auxilio a los hijos bastardos de nuestros señores.
¿Mas quién reconocería el irrisorio nombre
de Sittow en las interminables galerías de los castillos europeos,
en medio de un sinfín de pintores neerlandeses?
¿Quién percibiría los sudores y el alma de Schmidt
en la lente estriada de un cosmos que él, discreto, ilumina,
o de Martens, en la retaguardia descorbatada de la poblada hueste
de servidores rusos del Estado? ¿Quién rememoraría
a Peterson –el Keats estonio– que tan tempranamente recaló en la tumba;
a Kreutzwald, padre de nuestros cantos, que guió por el Tártaro
al héroe de la Tierra de María,
como Virgilio a Dante, en busca del amor?
(Mientras el Fausto teutón ya dormitaba plácidamente
en los cielos, en el halda de la Madre de Dios. ¡Siempre tan tarde!)

¿Quién recordaría a Koidula, la cantora del alba, cuyo cabello ondeante
de azabache prueba el entronque de los estonios con el archiinca del Perú,
como el pincel de Wiiralt, hecho de vello púbico de hembra bereber?

¿Quién querría aprender a pronunciar sus nombres, o este otro,
torpemente compuesto: Tammsaare?
¿A quién le importarían estas muestras del color de la tierra
en una lengua abstrusa e impenetrable como la de los vascos,
como el náhuatl, como el zafio balbuceo de los celtas?

No, no puede ser verdad.

Ahora Estonia cae de nuevo en una fosa común
tan de repente que no hay tiempo para dilucidar
quién, en la niebla de los tiempos, había sido amo y quién esclavo,
quién hasta la hora de la muerte retozaba en el lecho del placer
y quién amaba realmente a su patria.

¡Oh!, en el alboroto de la danza macabra las ropas se desgarran otra vez
y descubren las carnes y los huesos tanto de esas hormigas
diligentes que siempre saben proveerse de todo, como de aquellos
que permiten que el viento de los tiempos traspase sus cuerpos demacrados.

¡Oh, esa alfabética carcajada de la muerte, ajena a la oscuridad
y a la claridad de nuestras señales inteligentes!

Todas las palabras significaban cero cuando
un estonio agarraba de la mano a un ruso que se ahogaba,
cuando un adusto sueco entregaba el calor de su pecho esmirriado
para templar la hipotermia de un corazón estonio.

Jamás en este siglo la bota férrea había pisoteado así,
hasta hacerlo sangrar,
el recio esqueleto del león escandinavo.

No, no puede ser verdad.

¿Qué consuelo aportaba aquella otra ola
que rompía en una noche aun más oscura,
aquel jadeo cruel que se helaba en la nuca,
que todo estonio trata de evocar y olvidar a la vez,
en vano, tesonero,
en los fervorosos festivales de canto?

¡Qué más me dan a mí tus cementerios y esa idea quimérica
de que en sus tumbas yace otro Estado más grande!
Lo que a mí me interesa es la vida, la facultad que tiene
el calidoscopio de nuestros días de dar a los colores un matiz singular.

¡Una vuelta más –basta un cuarto de grado–
con el ademán habilidoso aprendido del artista griego,
para concebir una bendita raja protectora!

No, no puede ser verdad.

Hace miles de años que somos europeos.
Miles de años antes que Marx y que Friedman
sabíamos que no quedaría indiferente
el corazón de Penélope ante la púrpura de Tiro,
y que mientras retozaba con las náyades, Ulises
deseaba ardientemente incumplir su regreso;
y que Telémaco, el infausto huérfano, no era otro que Edipo,
que acechaba sin tregua a sus padres y forzaba
a que ensancharan más y más el tálamo.
Del mismo modo que el germen sentimental del Este eslavo
acechaba sin tregua a aquel primer ministro galo
que en los años noventa, para asombro todos,
se descerrajaría un tiro en la cabeza.

¡Ya vuelves con tus mitos!
Nosotros –ya ves tú– no tenemos ni tiempo para eso.
¿Por qué preocuparse –señor González, Herr Kohl–
de que el ozono se extinga sobre nuestras cabezas?
¿Por qué perder el sueño si Estonia naufraga o Europa zozobra
cuando hemos de ocuparnos de cuidar el estómago de nuestros estimados
compatriotas, que cada fin de semana han de ir a proveerse de oxígeno nuevo
a las cuidadas playas con sus queridos coches,
o soportar impávidos la victoria del Bayern
sobre el Madrid archicampeón, o viceversa, y velar
porque la cotización del jamón no sufra altibajos
por un muro de aire o por el espíritu de Marx, que, como antes,
sonriendo sarcástico, flota entre Unter den Linden y el Tierpark
--¡a pesar de nuestros potentes martillazos
y de tantos abrazos calurosos!

No, no puede ser verdad.
Hace miles de años que somos europeos.
Cuando nacimos actuaba, diligente, Platón de comadrona.
Aprendimos de él que lo que importa no es el amor, sino su nombre;
él fue quien hizo florecer en el cerebro de Eco el nombre de la rosa
y dirigió las pinzas de Lotman
que hurgaban en el pozo gelatinoso de la vida
y sacaban a la luz los combativos signos que se le resistían.

¿Había amado alguna vez, Platón?
¡Quién sabe!, aunque él afirmaba que el amor
no puede anidar en el amado,
sino tan sólo en el que ama.

He ahí los amadores de sí mismos:
entre la podredumbre, junto el canal de Singel,
en Amsterdam,
dejan flotar su lúgubre e insalubre mercancía:
poco importa que proceda de cráneos verdes,
negros o blancos, de cerebros
tortuosos u ordenados.

(Mira al embarrado Rembrandt, al inmóvil
y espermático Van Gogh,
pintando la desesperación que flota
entre grandes pedazos de carne cruda.)

¡Con qué ansias deseas volver a casa, a ti mismo,
a la verde neblina matinal de Estonia,
a la profundidad y a la anchura del corazón
donde Europa, desperezándose,
se sacude de encima la inmundicia de las noches omniscientes
y retorna a su infancia!

Pero nada sabremos ni de nosotros mismos
mientras de allende el muro que se eleva hasta los cielos
(y que encierra un sinfín ciudades,
de montes, de ríos, de profundos pozos
triangulares, de pechos femeninos,
de sueños, cementerios con cruces y esqueletos,
hebras de pelo plateado,
entresijos de venas y memorias) no llegue a ti,
ondulando, una voz, un anhelo
que no comienza sólo en mi persona.

(Muchos han sido los profetas que no han vivido
ni han muerto lo suficiente para saberlo.
Ya ves, Platón, que no basta el amor por uno mismo,
y mucho menos la idea del amor.
Tres veces por lo menos el Caballero Verde
pone a prueba a los vivos: ¡uno ha de ser leal!
Ten por seguro que quien no haya visto los rizos dorados
de su vanidad prendidos en el cepo
no tendrá una tercera oportunidad de levantar cabeza.

A todo eso podríamos llamar signo, la niebla,
el sueño, algo que no puede ser verdad
y se desvanece en un instante
(así como quedaron ciegas aquella noche las calaveras
inteligentes de los ordenadores tras el celaje opaco de las algas marinas),
si no existiera yo, si no existieras tú
en este momento, cuando Dios aún no sabe
cómo nombrar a Europa, qué carajo es Estonia,
qué es la rosa;
cómo nombrarnos a nosotros mismos, que nos reproducimos sin cesar
en cualquier tierra o mar del universo,
en cualquier olor, en cualquier semilla, en cualquier fuego,
a cualquiera distancia,
somos verdad, exactamente igual
que cuando nos exigimos
más que nombre, ternura; más que sangre, amor;
más que huesos, la luz.

Octubre de 1994

Del Camino de Santiago


III

(El sueño de Europa)

Realmente la tarea consiste en multiplicar el cielo azul,
sereno sueño del alba,
y arrancar el velo gris que le cubre los ojos,
ser el lago cristalino que lave su mirada, el bosque
que le ofrezca su lecho de verdura, sin temer ser el océano
que se despereza, el pozo que se aclara.
La república, obviamente, imita la libertad.
Cada Estado es la impronta de un sello, cada presidente,
un loro de cartón.
En cada república se vuelve a aprender el vuelo de salida
de los artificiosos corredores inventados por el arquitecto inmemorial,
al mismo tiempo que el poder, por sus dulzurronas grietas
succiona loros y leones,
garrapatas y hombres.
Conviene recelar de los sectarios, esos orates bárbaros.
Más vale ser un bárbaro pagano, un hombre hasta los pies.
Más vale ser incluso un fanático romano, o un pobre Cristo.
El culpable de todo es el miedo de amar.
No era justo el cándido clamor de la manzana
mientras el fregadero gemía justamente bajo la carga insoportable
de los escrúpulos nocturnos.
No estamos aquí para desparramar inútilmente la cultura:
ésta nace de sí, y luego nos engendra.
Mientras los picos presidenciales callan
y, preñado de gozos, parturiento, plañe Occidente,
incapaz de dar a luz,
Europa echa brotes invisibles de equilibrio,
siempre verdes, muy cerca del corazón.


Mi vida con el ruido


Es cierto que dicen: "No tienen sentido ni profundidad".
(Como si el tener sentido diera derecho
a poder comer el pan de cada día.)

Tan sólo tienen ruido, unas bocas
enfrentadas a guiños, dientes claros
que se fulminan entre sí.

Nosotros, los profundos, encerramos
en el silencio imperturbable del ataúd los pensamientos.
La risa clara de ellos, el martilleo intenso
de sus voces derriban las paredes, penetran
cualquier hueso que aún tenga algún hálito de vida.
(Los huele cada insecto, cada árbol.)

Nosotros trabajamos para ganarnos el amor.

Ellos aman, aun sin trabajar, y se alegran.

Nosotros querríamos impregnarlos de profundidad,
hacer que fueran buenos.

Nosotros sí somos buenos, a partir de la oscuridad del pozo,
dicen ellos.

En otoño un viento displicente limpia los rostros de unos y otros.
Hasta el día de nuestra muerte no sabremos
quién debía rendirse a quién con gratitud y encomio.


Puedes creer en los signos que tú quieras

Qué más da que tus antepasados
hablaran otra lengua
–una lengua que ya nadie conoce–.
Con palabras apenas se formaba
un escudo capaz de dar amparo
para tiempos de paz.
Porque en tiempos de guerra,
en tiempos del amor,
hablabas una lengua más antigua,
más oscura que el tinte de tu pelo,
más profunda
que aquellos sonidos balbucientes
de tus antepasados,
una lengua
más viva que la sangre
de tus labios encendidos,
una lengua capaz de desafiar
renglones de palabras,
que traspasaba audaz
a mi lengua
un sabor más verde
que la hierba,
más marino
que el mar.


Vigesimoprimera elegía báltica


A Ivar Ivask, amigo del alma, que nació en Riga el 17 de diciembre de 1927 y creció y estudió en aquella ciudad, en Rõngu y en Marburg, donde encontró a su leal compañera de camino y de su vida, la poeta letona Astrid Hartmanis (cuyo nombre es el de la flor de aster), fue profesor de literatura en los Estados Unidos y editor de la revista Books Abroad / World Literature Today en la universidad de Oklahoma durante veinticuatro años, fundó el Premio Internacional Neustadt de Literatura y promovió diversos congresos Puterbaugh en los que se teorizaba sobre las literaturas escritas en francés y en español, dio a conocer las literaturas bálticas y las sometió por primera vez a la valoración internacional, publicó ocho libros de poemas en estonio, dibujaba y viajaba sin cesar, en su casa de Ballycotton, en Irlanda, escribió en inglés la mayor parte de sus Elegías bálticas (traducidas luego a numerosas lenguas), en las que habla de la historia, el destino y los enhelos de libertad de los pueblos bálticos. El 23 de septiembre de 1992, poco después de haber dejado para siempre Oklahoma y de haberse establecido en la localidad irlandesa de Fountainstown, abandonó repentinamente el mundo de los vivos.


Oklahoma enmudeció, el Báltico se heló.

De los despachos de Kafka salieron elegantes personajes de cristal.
Te envolvieron los ajustados faldones de tu abrigo irlandés.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Ahora eres un pozo que ofrece cubos de claridad a nuestra tierra
que se dilata y se encoge, azarada, despliega los primeros brotes,
da vida a las ramas, expande la luz.

Luego, un vacío absorbente. Luego, un porche que se arruina.
La luz deslumbrante de la mortaja, y la única voz,
la del reloj de aquella tía tuya que tictaquea hacia el presente,
el ágata del anillo de tu madre, que moriría en plena juventud,
la isla sin nombre de tu padre estonio.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

¿En qué islas no habrás puesto tus pies?
Islas de poesía barridas por la exaltada vehemencia de Eolo,
con sus grandes llanuras osadamente transidas de palabras.
Isla de ásteres adormilada en el ligero y cálido regazo del Mediterráneo.
Pero en Naxos, oh sagitario, te asustó la oscuridad,
tu animal. Sentías, Ícaro, la atracción del Sol
y te alejaste, precavido, de los agrestes bosques de Finlandia.
Levantaste tus pirámides de aire y no de sangre.

Te asustaba la sangre, ¿no es así?
(igual que a otro cantor del dolor y de la sangre
cuyo corazón trémulo fue paseado por manos enguantadas, en 1936,
hasta el olivar donde aguardaban los verdugos).

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.
Tu elemento fue el aire, hijo del aire,
el fino trazo de tu lápiz dibujaba los círculos anuales de tu árbol
que luego se fundían en el papel en blanco,
en el ramaje de la imaginación,
así tu casa surgía del porche claro, tallado por tu padre,
en la fosca cabaña de Rõngu, ennegrecida por el humo del hogar,
de los suaves castaños, en Riga, camino de escuela,
de la dulce mirada huidiza de los ojos oscuros de tu madre letona,
de esos dedos femeninos, ásteres también del terruño letón,
para hacerse amor sin nombre, transparencia emanada del mar,
el ámbar báltico al trasluz del cual podía verse solamente
el rostro más hermoso del mundo, la isla de Dios.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

No tuve tiempo de volver a verte, de visitarte una vez más,
era imposible, porque estabas en mí, tú, doble sagitario,
hermano, la barrera de alambre de espino que se interponía
entre tú y yo no tenía sentido.
Cuando murió mi padre me dijiste: ahora, sólo ahora
tú puedes ser padre de verdad
(y vuelvo a serlo, en cierto modo, al despedirme ahora de ti).

Pero tus verdaderos hijos, tus poemas,
tus dibujos, vástagos de papel, van a tener que demostrar
en otra naturaleza su genio de segundos padres,
como depositarios de la sangre, de los huesos, de la luz,
ante el rostro apacible del Padre más alto,
mientras tú te desenpolvas del tiempo, te quitas el abrigo
de la impaciencia y así, desnudo, esforzado y puro,
te vas desvaneciendo para hacerte tierra de nuestra tierra.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Aguantaste hasta oír el canto del gallo de la libertad
que tú también criabas en la patria de tu corazón.
Pero en vano intentaste pisar otra vez la Plaza de la Libertad
cuando unos extraños te arrebataron los poemas,
escritos en una lengua extraña para ellos, mientras Tallinn
ponía sus torres en ristre contra ti.

Y luego regresaste, te coronaron con una guirnalda
conforme al rito arraigado en las fiestas de la canción,
y después de llevarte en andas, Ícaro del vuelo libre,
sagitario de flechas espontáneas,
fueron dejándote caer. Para aquellos hombrecillos de faz angulosa,
en la frontera, atareados en arrancar mojones y alinear estacas,
resultaba indefinible el sabor de la miel ambarina,
de la sal mediterránea, de tu abrigo irlandés;
y tú, infinitamente ajeno a cualquier límite,
plantabas ásteres y tulipanes y, como siempre, lo disculpabas todo.
Tu sino había sido conjurar alianzas en una isla volante,
inalcanzable para los tentáculos fibrosos de Munch.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Cuando de ti esperaban un soplido mordaz y penetrante,
que agitaría el mar,
respondiste con esas escobillas de abedul
que secan cicatrices. Cuando esperaban montones de eruditos papeles,
tú, afable, los distribuias por doquier
para aliviar así tu corazón.

Saltaste ágilmente de un continente a otro, viajaste de prisa
de isla en isla, eras un puente entre las patrias
que aguardaban el futuro a lo lejos.
La carga se fue haciendo más pesada.
Y tu aguda mirada se disoció y llegó hasta el fondo.
(La doble Viena, el día con dos ramas.)
Las casas de una planta no estaban preparadas para acogerte.

Finalmente, cansado y sin dar signos,
te alejaste y buscaste cobijo en las brumas de Irlanda.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Los incansables ásteres ardientes te acompañaron siempre desde el borde del camino.
Invisibles, los ásteres irradiarán luz eternamente sobre tu tumba de ámbar.


de DEL SUEÑO, DE LA NIEVE

(trad. Albert Lazaro-Tinaut; Zaragoza: Olifante, 2010)


DONDE HABITA LA MEMORIA


El papel es tan sólo aire con bordes
que se empapa de palabras
no es mucho más seguro ni más frágil
que una vieja pizarra o una pantalla
saturada de nervios electrónicos
El viento abrió de un soplo la ventana
¿De quién era la mano ingrávida que acarició
los cabellos de un niño que dormía?
¿De qué estremecidas frondas
de qué gotitas de niebla en los labios
de qué clamor de hierba fue compuesto
el cantar de los cantares?

Tras un muro levantado con papel
con falsos nervios y pizarra
(¿te atreves?) habita la memoria
(¿has empezado a planear tu huida
o tal vez tu retorno?) guarda
los olvidos y de paso perdónate
las incertidumbres que has tenido hoy


ASÍ PUDO HABER CONTINUADO EL SUEÑO, POR EJEMPLO


Ahora estás lejos, pero el espacio que
has condicionado no acaba de apartarse
de ti. Abajo, desde una estatura de
diez años, suena una vocecita al lado
del armario: esta camisa huele a papá.
Y en eso, impaciente y firme, un hombrecito
ya: ¿padre, por qué no nos llamas?

Los suelos se han impregnado del peso
entremezclado de nuestros pies,
los vidrios de las ventanas han concentrado
en un único punto de nuestros ojos el or
matinal. Aquí, en California, te acuestas
y aligeras con eso tu soledad, que flota
etérea, como si fuera un sueño.

Allá, en casa, el sol empieza a iluminar temprano
la habitación en la que sólo apareces conectado,
más lento, más cansado, más existente.

ASÍ ES COMO SON

Tiran sin cesar de nuestras manos, de nuestros pies.
Nos van clavando en el corazón gruesas agujas.
De noche, nos mantienen abiertos los párpados
con sus dedos invisibles.

Por qué estás siempre preocupada, madre,
eres una sufridora sin remedio.

Los llaman, los apartan de nosotros, consiguen
que les seamos extraños,
y usan para ello contraseñas y voces verdes
que no hemos aprendido a interpretar.
Tú, sin embargo, te obstinas esperándoles,
contemplando los juncos escarchados de un otoño tardío,
llevando uno más en tu seno, mediada ya la vida.

(Y ya está aquí: una vida nueva, pequeña, hermosa,
que se arroja alocada a los brazos de la libertad.)

Nos apartan del camino, adrede, divertidos.
Son niños que han crecido de repente,
antes de que hayamos
tenido tempo de crecer nosotros.


LA REALIDAD

¿Para qué levantar el borde del felpudo esperando
encontrar la llave olvidada? Alberto Caeiro
tenía razón: los símbolos los signos no existen
no hay significados cuádruples no existe tampoco
la “verdad oculta”. Nada es más que lo que es:
nadie puede regresar al seno de su madre que
se aleja sin ensalmo alguno de ti por mucho
que intentes implorándolo agradar a Dios. Tampoco
se puede descartar que la alegría de tu hijita
sea la misma que experimentó tu madre de pequeña
entre los pastos otoñales y fríos de Mõisaküla
cuando vio llegar a su joven padre de ojos oscuros
y bigote negro para llevársela a casa el fin de semana

¿Qué hacía STC en la Veenderstrasse de Gotinga
en una hermosa y elegante mansión burguesa hace
doscientos años? ¿Se desesperaba tal vez por el fracaso
de la ingenua historia de Christabel que predijo
el nacimiento cinco años más tarde de EAP a quien
las pesadillas y el alcohol llevarían temprano a la tumba?
Según otra versión más verosímil fue exactamente
en la Veenderstrasse de Gotinga en un lecho burgués
donde STC pudo después de apagar la vela y rezar
sus oraciones colocar el cuerpo en una posición propicia
para empezar a oír de repente los latidos del corazón
de Hamlet mientras recordaba los ojos de color
castaño de una bella joven burguesa de Hesse




BREVE CARTA A ÁLVARO DE CAMPOS


¿Qué es la realidad? Sólo un montón de huesos. Por eso hay
que construir, sólo por eso hay que construir con argamasa
hecha de ceniza y alba, imaginaciones, paredes que hablen
para una casa en que tal vez se aloje un día una muchacha.



SALIENDO AL VERDE

Las ventanas del autobús vertían copiosas lágrimas
con las primeras lluvias del verano.
En el jardín del hogar paterno se exhibían lozanas
policromas y diminutas flores,
como si la alegría de Marta-Liisa se hubiera derramado
de repente por toda la casa,
la hubiera llenado.
La única mano del añejo cerezo ahora florece:
parece que el corazón se le ha acumulado en el brazo,
el cerezo se ha olvidado de su tronco
gangrenado.

La cabeza, viejo tocón pensativo –traidor–,
se hunde lenta en el verde, se ahoga
con justicia en el mar de las amarguras.


SALIENDO DEL VERDE

¿acaso tenías miedo de decir que el abeto es verde
o que el castaño primaveral es una catedral
con candelabros?
¿temías que te confundieran con la aguja del abeto
o con una castaña?
no te asustes: en todo caso lo es, en todo caso lo eres.

(no has de temer: el amor imposible –los celtas
ya lo sabían– en todo caso es
el único posible)


UN ARCO IRIS VAGABUNDO

Cuando subimos al autobús, que al menos
pudiéramos meternos los codos en los bolsillos
y, aldesplegarnos sobre dos asientos, disimular
un poquito menos nuestras caras de avestruz.
En fin, sin duda tus ojos de color de musgo
lo perdonarán. Te llevas contigo tan sólo
el arco iris del cristal gris del cielo,
la púrpura del sol en un extremo y, en el otro,
el pálido semblante de la luna, el cementerio
verde de Viljandi después del aguacero,
y antes un gran tropel de vacas de pelaje
rojizo que pastaban en un prado auténtico,
con el transfondo de unas nubes sobre las que
me preguntaste si tenían aquella hermosa
forma sólo aquí, aunque las mirasen
unos ojos más extranjeros que los tuyos,
independientemente de la distancia.


TRENES


1

¡Al tren! ¡Al tren!, gritaba
un buen compañero. ¡Habían
subido todos: diligentes compatriotas,
ministros, poetas,
la bella estirpe de la humanidad
al tren expreso París – Nueva York!
¡Vayan con Dios! Mi bisabuela letona,
que jamás de los jamases se había
enojado, yale decía a mi diminuta
madre estonia, sentada en su regazo
sobre las ruinas vaporosas
de la guerra mundial, cuando
el silbido matutino atravesaba
la carne y los huesos de Mõisaküla:
¡Este caballo no esperará!



2

Éste era otro tren. Se arrastaraba
lento, olfateaba la hierba,
sólo paraba un ratito más
en los pueblos fronterizos.
Se arrojaba extrañamente contra
las nubes, excavaba la tierra
de los cementerios, reptaba remolón
entre peces en el fondo del mar,
recogía en las estaciones a quienes
llegaban con retraso, a los amantes,
a los jóvenes de ojos ardientes
parados en los andenes, te recogía
a ti que ayer, feliz, en la mesa
te olvidaste de comer: canturreabas
con abba mientras tus dedos
repiqueteaban sobre las rodillas,
tus ojos, hierba marina,
tus dientes, caña tierna.


56

El segundo día de las Navidades empezó
a nevar de nuevo en Tartu.

El alma se sintió aliviada.

Roosi, la vieja dama que estuvo sobre
el filo de la muerte en Auschwitz y amaba
desmedidamente los colores de la vida,
pero quedó ciega, me escribe desde la calle
de Fort Washington que aun en la oscuridad
distingue la luz de las sombras.
Y da gracias a Dios.

Toda la tierra y lo que en ella hay
queda envuelto de luz.

La nieve y el alma.
El alma y la nieve.


57

Ella duerme, ella duerme, ella duerme.
Ella ya no me reconoce.
Ella, mi madre, duerme.
Su voz sólo alcanza el sueño.
Ella duerme.

Hacia la nieve gris aún levanta sus manos.
Sus ojos golpean los muros del sueño.

Ven a la sombra, madre, ven
de la noche a la nieve de mi memoria.

8.XI.2007



60

Fuera la nieve se funde Se infiltra
en ti Madre pero tú entreabres
la puerta miras adentro, ¡vieja,
joven, sin muletas!
¿No has ido hoy a la escuela?
La nieve te cae dentro ¿Tú
no le temes al frío, Madre?


63

Se trataba de perros. ¿Por qué
llorabas? ¿Era triste la película?
No, no era triste, sólo era
cordial. Entonces es justo
lo que sientes. Mira, al fin
ha empezado a nevar. Enjúgate
los ojos, lávatelos, sécatelos:
el año nuevo está a punto de empezar.



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