miércoles, 1 de junio de 2011

GUILLERMO PILÍA [3.877]


Guillermo Pilía 

Guillermo Eduardo Pilía nació en La Plata, Argentina, en 1958. Se graduó en Letras en la Universidad Nacional de La Plata y ejerce la docencia como catedrático de Lenguas Clásicas y de Teoría Literaria. Es autor de más de una veintena de libros, la mayor parte de poesías. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre otros el Premio Al-Ándalus (2010) y el Premio Andrés Bello (2014) por su obra poética completa, compartido con el poeta chileno Andrés Morales. Es director de la Cátedra Libre de Cultura Andaluza y vicepresidente de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid, entre otras instituciones. Los poemas de este grupo, con algunas variantes, pertenecen a su libro Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama (2011), salvo el último que es de Tauromaquia lírica (2013), obra inédita.


NIEBLA

Hay sobre la madrugada un vidrio opaco:
caminamos a tientas, en lo ambiguo
entre la tierra y el cielo: así creemos
que caminan también nuestros difuntos.

Quizás se esparcirá también la niebla
sobre campos y canales, contra el muro
verdinoso de la infancia,
entre los juguetes y el incienso de Rimbaud.

Es este humo de Dios como una llaga
que se percibe apenas con dolor: la pupila turbia
del milagro evangélico, quizás
un ojo lisiado de la mañana y de la vida.








LUNA DE ALEXIS

Ha cambiado la calle: en otro tiempo
la noche era aquí más selvática: oscilaba
en la esquina un farol con el viento
del verano, grillos y ranas presagiaban tormenta
y venía del fondo de lo oscuro
un perfume profundo de quintas y de albahaca.

Pero allá sobre las casas, en la linde del cielo,
los mismos árboles refrescaban la atmósfera:
los tilos olorosos de noviembre, los pinos y cipreses,
los eucaliptos balsámicos: de aquellas
maderas inmortales brotaba a veces esta luna
que mi hilo contempla con mis ojos de asombro.



Ojalá el tiempo tan sólo
fuera lo que se ama. Se odia
y es tiempo también. Y es canto.
Claudio Rodríguez

El viaje sentimental

En reunión de familia, el niño escucha hablar de Europa.
Han vuelto de un largo viaje unos parientes lejanos,
se pasan fotos, se despliegan periódicos.
Madrid tintinea en su oído como moneda
en la taza de un ciego, como organillo de Galdós.
Sopla viento en el Sena, en Nôtre Dame
no está Esmeralda. Tras los palacios italianos,
hay un cielo como un paño de bandera
—celeste y tenso— que lo llena de melancolía.
En la reunión se come, se bebe, se ríe. El niño sueña
con ese mundo que aprendió a amar en los libros.
Mañana crecerá, y el recuerdo de ese instante
irá con él por siempre: oscuro como el agua veneciana
o luminoso como la arena de Las Ventas. Nadie
sabrá nunca que esa noche casual
alimentará por años sus fantasías; que su imaginación
repondrá lo que entonces no se dijo;
que en los viajes del cuerpo —que tendrá
ocasión de hacer— buscará, sin conseguirlo,
el mismo cielo, la misma brisa, la misma luz;
que tratará en vano de revivir —en los viajes del alma—
esa soleada tristeza: la del niño que apuntaba a escritor.





Invocación a Coatlicue


Insurgentes, Tacuba, el Zócalo, los libros
de Donceles, la Avenida Reforma,
los murales de Rivera, la sífilis
del marqués de Tierra Firme, los cielos
entoldados de lluvia, los ídolos de piedra...
Bienvenidos a Teotihuacán
—nos decían al pie de las pirámides—
donde los hombres nos volvemos dioses
después de la muerte... Un día en los bosques
y en el castillo de Chapultepec,
mañanas de Coyoacán, mañanas
en el Templo Mayor, en las iglesias
de Cholula y de Puebla, bajo humeantes volcanes;
Taxco, sus platerías, Santa Prisca,
guitarrón en la noche de Plaza Garibaldi,
Silverio o Armillita junto al mar de Acapulco...
¿Qué es el hombre, qué son los dioses, qué es el tiempo?
Lo que deseé por años, dentro de mí ha corrido
como el agua vertiginosa del Mezcala.
Sólo tú permaneces, Señora de la Falda
de Serpientes, a la que de niño temía a la distancia.
Señora Coatlicue, ruega hoy tú por nosotros.




Documento de identidad


No sé en qué trámite u oficina, junto a qué teléfono
público, se me ha perdido el documento
de identidad. Para tales casos la ciudad prescribe
lo que se debe hacer, apenas una tarde de colas
y de dedos entintados, y ya se tiene uno nuevo.
Nadie percibe que con esa pérdida tan ínfima
se fueron años enteros de mi vida: mi foto
de adolescente sin barba, cuando el mundo me abría
sonriente sus rutas; mi firma que hasta entonces
sólo había rubricado versos, inocencias; el registro
de mi año de soldado; y las constancias
de muchas votaciones: someras esperanzas
de algo mejor, en general defraudadas. Este flamante
documento que ahora llevo, con mi imagen
avejentada, no conoce —como el otro—
las lluvias de Córdoba, los latidos de mi pecho
cuando pasaba el escuadrón militar, la cercanía
de otros cuerpos de mujer: no conoce
el miedo antiguo ni el tempestuoso amor,
es apenas un carnet que identifica
a un hombre que ha nacido viejo, al que amputaron
—aunque sea en efigie— la mitad de su vida.






Marsella, 9 de mayo de 1891

Aquella —mi pierna derecha— cuántas
ciudades recorrió, cuántos países...
Juntos cruzamos los Vosgos a pie;
fuimos tras un circo ambulante desde Hamburgo
hasta Suecia; más tarde a las canteras
de Chipre y a los puertos del Mar Rojo.
Y nunca pensé en ella hasta esa noche
en que el tumor me dijo que no iba a seguirme
ya más, en que entendí que se me haría
desde entonces cada vez más extraña,
del tiempo del ajenjo y de las letras.
Como un paraguas que por torpeza se olvida
al terminar la lluvia, así la veo
ahora solitaria en esa mesa
del quirófano de la Concepción,
envuelta en unos trapos manchados de sangre,
pálida en la borrachera del éter
y empolvada de sol. Quizá una hermana
de hábito blanco más tarde vendrá
para llevarla al crematorio. Poco vale
aquí la pierna cancerosa de un francés
que vivía del comercio en el África.






Los secretos

Detrás de la ventana existe un árbol
al que el otoño lentamente transforma.
Desde su cama lo mira una enferma incurable
y piensa en futuras estaciones, en tardes
de convalecencia, en promesas de salud. Ella ignora
que ya no arribarán tales días, que a su lado
todos fingen porvenires rumbosos, que esas hojas
que caen son la única certeza. Yo la veo
mirar hacia el árbol que el otoño
y la tarde transforman, y no es tristeza
por su destino lo que siento: es más bien
piedad por el niño que yo fui, alimentado
con las mentiras de los moribundos,
con frases a media voz, con miradas
secretas, suspicaces; con palabras ambiguas
que siempre escondían algo sucio o terrible.
La enferma que sospecha de las risas forzadas
y la amabilidad de los médicos, es hoy el niño
que ayer yo fui: temeroso de aquello
que el mundo entonces me ocultaba; temeroso
de la muerte y de Dios, y también de la vida.






Lo que se queda aquí

Es el día de dejar la antigua casa: los muebles
ya han sido retirados, las ventanas
están ya sin cortinas; y los cables de la luz
cuelgan del techo con tristeza de desastre.
Nada importante va a ser olvidado. Pero acaso,
ocultos en un rincón, seguramente queden
fragmentos de uñas, de cabellos, un botón
de una vieja camisa, la hilacha de un vestido,
una moneda de diez centavos que una mañana
saltó de mi bolsillo —poca cosa
como para extrañar su ausencia—, alguna mota
de polvo de un viaje lejano. El resto está ahora
en el camión de mudanza. Menos el tiempo
que imperceptiblemente nos fue apartando de las fotos
que llevaremos a la última casa, las uñas del dolor,
los cabellos de la ternura, los botones
de los días de fiesta. Eso se queda aquí:
las hilachas de las conversaciones, las monedas
perdidas del amor, el polvo que trajimos de otros sitios
en los que rozamos la felicidad. Cáscaras de nuestras vidas
que ignorarán los que vengan, bagatelas sin precio
que a nadie más enseñarán a vivir.

Estos poemas forman parte de “Segunda memoria”




"ESPAÑA EN EL CORAZÓN" POEMAS DEL GRAN POETA GUILLERMO EDUARDO PILÍA (ARGENTINA)


Las lanzas (Madrid, El Prado, diciembre de 1998)

Una palabra, un destello de acero, ambos fugaces...
Fue el día en que entregaron la humeante ciudad de Breda:
un ignoto soldado llamado Ramón Valdés
—agazapado en las filas españolas—
lanzó su espada al aire y hacia la plaza una injuria.
Algún otro el insulto festejó; y el incidente
se comentó por dos días como anécdota,
antes de regresar a la nada y al olvido.
Nunca Velázquez conoció esa minucia:
abunda en toda guerra la humillación al vencido.
Como ese gesto sin futuro, también
un día se olvidarán Las lanzas, Las meninas,
El niño de Vallecas, la sonrisa melancólica
de Spínola; y esta mano que hoy escribe y mañana
será tierra; y el hombre que ahora inventa un personaje
llamado Ramón Valdés, que en la toma de Breda
hizo ese gesto bravucón y minúsculo,
inhallable en las crónicas  como en la tela de El Prado:
un hecho de fantasía y una historia que existe
sólo en justificación de este poema.


Los rivales (Recuerdo de Sevilla)

Existe una foto de Joselito y Belmonte
a días de Talavera, en la plaza de Murcia.
Joselito de frente, la pierna en el estribo
y su capote en el brazo derecho; Belmonte
de perfil, la mano en la cintura y el percal
apoyado en las tablas. Joselito sonríe
con la montera puesta; sin montera, Belmonte
hace un gesto. Ambos parecen cargar con más años
que los que acusan. Más que dos rivales se ven
dos piezas complementarias, justificación
cada uno del arte del otro. Cómo prever
que en días más Joselito se habría esfumado
y Belmonte se haría más triste, la cabeza
cada vez más hundida entre los hombros, sintiéndose
culpable del pecado de no haber muerto a tiempo...
Qué hubiera sido de Joselito sin Belmonte;
qué fue de Belmonte una vez muerto Joselito,
madurando por décadas su final absurdo...
Quizás un rival es un espejo que al romperse
paso a paso nos obliga a olvidar nuestro rostro.



Quijotes (Recuerdo de Alcalá de Henares)

Con el de hoy ya son tres
los Quijotes que entraron a esta casa:
uno de letras grandes —que leíste
cuando sufrías de los ojos—, otro
que fue conmigo y con mi hijo un verano
en un viaje a Misiones, y el que ahora
editó la Academia —tu presente
de nuevo aniversario—. Como Sancho
sobre el rucio este libro me ha seguido
desde los diez años en que mi padre
me lo dio con inocencia a leer,
en su vieja edición a dos columnas
—de él me queda solamente el recuerdo
de una cama abrigada y confortable
y un olor a papel con humedad
que aún siento y me entristece—. Como Sancho
desde entonces con torpeza he servido
siempre a algún ideal: con esperanza
peregrina de cambiar ciertas cosas
y certeza de acabar apaleado.



Imagen de Aranjuez (Septiembre de 1999)

La Feria del Motín: esa mañana
se había corrido un encierro. Poca
gente en los jardines del Real Sitio.
Era el fin del verano.
NO VA A IR NADIE A LA PLAZA
—se escuchaba protestar—, no va a ir nadie.
Salvo los que han viajado de Madrid...
Una tasca en penumbras
de calor y tabaco;
el olor de los puros, las fritangas;
el ruido de los vasos, de las bromas,
nuestras voces con acentos de Indias.
Era el año en que El Litri se marchaba
de los ruedos: esa tarde toreaba
su última goyesca en Aranjuez.
Por la noche habría fiesta en las calles
en las que aún se veían las vallas
tras las que habían pasado los toros.
NO VA A IR NADIE A LA PLAZA, NO VA A IR NADIE
—se quejaba el del puro—.
Salvo los que han viajado —y nos miraba—
desde Madrid para ver a Juan Mora.



Estampas de San Isidro (Madrid, Mayo de 2012)

Qué tórrido y hermoso que es Madrid
en mayo, por San Isidro. Comer
un bocadillo apurado en O’Donnell
observando recelosos un cielo
que amenaza tormenta. Ir en el Metro
a Las Ventas, mezclarnos con la gente,
buscar temprano el sitio en el tendido.
Amarnos es estar aquí los dos
como veinte años atrás lo soñamos.
Hay lleno de no hay billetes. El sol
se asoma entre las nubes y calcina.
Clarines y timbales. Ya comienza
esta misa pagana. ¿En qué lugar
del mundo más a gusto viviríamos?
Será tarde de triunfo. A la salida
dos cañas en la Calle de Alcalá,
viendo la plaza cubrirse de luces.
¿Recuerdas estas cosas, amor mío?
Hablar con el del bar de la corrida:


entonces nuestro amigo más cercano.










2 comentarios: