lunes, 20 de diciembre de 2010

JORGE MARTÍNEZ MEJÍA [2.559]




Jorge Martínez Mejía 


Nace en Las Vegas, Santa Bárbara, Honduras, el 12 de enero de 1964, hijo de Roberto Ávila Martínez y doña Carmelina Mejía Mejía. Lector precoz, a los 9 años encuentra por azar El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. A los 10 años se encontrará de igual modo Las flores del mal, de Baudelaire, Moby Dick, de Herman Melville, y El Paraíso perdido, de John Milton. Sin embargo, el principal alimento de su imaginario lo constituye la riquísima literatura oral llegada de la profunda interioridad del pueblo hondureño a través de los migrantes que van en busca de un sueño a las minas de El Mochito. Su familia se instala en el pueblo minero y se incorpora al comercio, en medio de decenas de cantinas, prostíbulos, pequeñas industrias; en fin, entre un dinámico mercado de confluencias culturales. Escribe sus primeros poemas a los doce años, imitaciones de Góngora, Lope de Vega, Quevedo y Garcilazo. Debuta en el primer teatro del pueblo con Los Entremeses, de Cervantes. 

En 1980 participa en la primera huelga estudiantil. Alguien deja olvidados dos libros en el negocio de su madre: Política e historia. De Maquiavelo a Marx, de Louis Althusser, y El Materialismo Dialéctico y el Materialismo Histórico. Estos textos marcarán sus actividades políticas a temprana edad. En 1983 viaja a Tegucigalpa y comienza sus estudios de magisterio en la Escuela Normal Mixta Pedro Nufio, donde se incorpora inmediatamente a las luchas estudiantiles que lo llevan a la cárcel, acusado de subversión y delitos públicos contra el Estado. Escribe poesía diariamente, dibuja y anima a los presos políticos para exigir su libertad. En 1985 es llevado en hombros hasta el salón de la Escuela Normal donde es recibido por una multitud entusiasmada. Sin embargo, es obligado a continuar sus estudios en la ciudad de Santa Bárbara. Ahí dará a conocer sus primeros trabajos poéticos y animará un fuerte movimiento cultural y artístico. 

Continúa sus estudios universitarios en la Carrera de Medicina de la UNAH, pero su pasión permanente es la literatura. Devora centenares de libros y participa en el Primer Taller Literario Roque Dalton, dirigido por Galel Cárdenas, ahí le presenta sus trabajos poéticos de una fuerte carga social. Cambia de carrera y se matricula en la Carrera de Letras. Comparte su tiempo entre el estudio, las luchas estudiantiles universitarias y el cuidado de su enferma abuela. En 1988 se ve obligado a viajar a San Pedro Sula y continúa sus estudios de letras, participando activamente en la producción del boletín literario Analte, con el escritor Manuel de Jesús Pineda. Ese año le presenta a Helen Umaña su primer borrador de Papiro que ya se encuentra listo para publicar, sin embargo se resiste al impulso y continúa depurándolo. 

Al final de ese mismo año (1988) comienza en su primer trabajo coordinando un Programa de Alfabetización Campesina, posteriormente, es contratado por las organizaciones campesinas más beligerantes para continuar su trabajo de educación y organización política. Publica en un diario del país su primer poema: Palabras de poco tiempo y viceversa. El poeta dominicano Gilberth Merviluz dirá de él en una misiva a Helen Umaña: “Este joven (Jorge Martínez Mejía) es un gran poeta, es imposible no ser tocado por la sensibilidad de su poesía, les solicito mantenerme en contacto con su trabajo poético”. 

En 1987 es asesinado el artista y luchador magisterial Moisés Landaverde junto a Miguel Ángel Pavón, defensor de los derechos humanos, Jorge Martínez Mejía publica posteriormente su poema Las hojas lluviosas, dedicado a Moisés Landaverde. En 1990 contrae matrimonio con Lucía Rosibel Granados. 

En 1993 viaja a Guatemala con la intención de llegar a México para conocer nuevas perspectivas literarias. Sostiene una reunión con jóvenes escritores de Guatemala en la Universidad de San Carlos de Borromeo y determinan organizar un Encuentro centroamericano de escritores jóvenes que nunca se llevará a cabo. 

Ese mismo año publica su ensayo “Polémica, realismo y poesía”, una dura crítica sobre la obra de Roberto Sosa. El poeta Sosa le dirá posteriormente “Estimado, me gustó mucho su ensayo, lo publiqué por su valentía y por la calidad. No siempre se encuentran escritores de su entereza.” 

En 1994 escribe una colección de poemas titulada El Oonte, aún inédita. 

En 1997 publica los poemas Papiro y Lira en diferentes diarios del país. De él dirá Helen Umaña: “No es fácil escribir poesía de tema amoroso. El peligro del lugar común y la cursilería se ciernen sobre el poeta. Sin embargo, Jorge Martínez Mejía sabe sortearlo y comprueba su capacidad constructora de imágenes, piedra de toque de toda gran poesía. Papiro, ¿texto-mujer, en el que amorosamente escribe? – tiene más de algún verso que quedará vibrando en nuestro espíritu para siempre”. 

En 1995 comienza la publicación del boletín y la Revista de Literatura Metáfora, que logrará 10 números  en ediciones limitadas, sin embargo, mostrará el tino en la escogencia de los materiales y la clara visión de un diseño Avant-garde, con exquisitos materiales de arte, política, cultura y literatura. 

En 1997 comenzará la publicación de sus artículos periodísticos en Diario La Prensa, 12 artículos en total sobre diferentes tópicos de interés general y algunas reseñas culturales de la región norte del país. 

En 1998 escribe una serie de cuentos y ensayos y comienza a escribir la novela “Pared opuesta”. En 1998 revisa finalmente Papiro con las lecturas de Geovany Gómez y Dennis Arita, ambos escritores son reconocidos en la dedicatoria de algunos poemas. 

En 1999 escribe una colección de Haykús titulada La Torre revisada con el poeta Felipe Rivera Burgos. 

En el año 2000 escribe El espejo en la sombra, obra teatral sobre los desaparecidos y los jóvenes pandilleros masacrados por escuadrones de la muerte, escrita en verso. En 2001, produce el guión La Fortaleza que será llevada a la televisión local, pero renunciará al asesoramiento de la producción por considerar indigna la mercantilización del tema. En 2002 y 2003 se dedica a escribir ensayo literario y continúa con la publicación de la Revista Metáfora. 

En 2004 publica por fin Papiro. El auditorio lo ovaciona de pie en el Museo de Antropología e Historia de San Pedro Sula. Corre el mes de noviembre. Ese mismo año se presentará en Tegucigalpa con un grupo de jóvenes escritores de San Pedro Sula para reclamar la frivolidad, ligereza y afán de publicar gasmoñerías de los escritores capitalinos. En la Universidad Pedagógica Nacional leen en grupo su manifiesto. Presenta su lectura de Papiro en la Biblioteca Nacional junto al poeta José Antonio Fúnez y Giovani Rodríguez.
En 2005 comienza la producción de Las causas perdidas que concluirá el 17 de noviembre de 2008, año que decreta oficialmente la muerte de la poesía. 
El 6 de enero de 2008 funda el Movimiento Literario Poetas del Grado Cero en complicidad con los poetas Nelson Ordóñez, Gustavo Campos, Darío Cálix y Karen Valladares. Ese mismo año contrae matrimonio con Karen Valladares. El 14 de marzo sube a la montaña El Merendón junto a Nelson Ordóñez y Darío Cálix para incinerar la boina gris, simbolizando un ritual de muerte de la poesía.

En 2009 concluye la novela El mundo es un puñado de polvo, publicada en 2011 y recibida con entusiasmo por la crítica nacional, como pieza clave en la configuración de la nueva narrativa hondureña.

El 4 de diciembre de 2009, en la ciudad de Trinidad, S.B.  declara en nombre de la Logia de los Poetas del Grado Cero "Héroe Nacional" al presidente José Manuel Zelaya Rosales y recalca que: el presidente Zelaya volverá más intrincado y sabio, listo para el mar de nuestros días.
En 2010 continúa con la producción de su nueva propuesta literaria Cadáveres existenciales y la Novela de los poetas del grado cero. Nuevos caminos de expresión literaria.

En 2012 concluye la novela de Los Poetas del Grado Cero, dirige la Editorial Grado Cero La Cartonera, novedosa propuesta editorial en la costa norte hondureña, y trabaja en la formación de nuevos escritores.

En 2013, aparece la publicación del libro Antiquísimo soldado de viento, producto del taller literario Edilberto Cardona Bulnes. que dirigiera del año 2006 al 2007 en la Universidad Católica de Honduras, campus San Pedro Sula.






LAS CAUSAS PERDIDAS


Y no es paja

Gracias, Yorch, por estas Causas Perdidas que me han dejado la extraña sensación  del desencanto por la poesía para entrar de nuevo en ella como si lo hiciera por primera vez. Creo que en esto radica -y radicará- la importancia de estas Causas Perdidas tuyas: Harán que nos sintamos cómplices al leerlas, propiciarán en cada nuevo lector unas ganas terribles de amar la Poesía, porque entonces ya no importará nada, ni la literatura, ni las ideas, ni la vida; importará -al menos mientras se lean, y cada vez que se relean- sólo el gozo de leerlas. Leo estos poemas tuyos y sos tan real vos en la imagen que me hago, sos tan real vos sumergido en la hondura de una luz circular, mientras todo alrededor ha oscurecido y mientras todos alrededor han oscurecido; sólo tu voz, una voz de viejo poeta y de hombre viejo, un poeta y un hombre que se las han jugado todas para llegar a esto.

Giovanni Rodríguez 





Desnuda otra vez

Tal vez ahora en la ola naranja, sin la huella nórdica, sin el nombre, sin la sombra,  desnuda otra vez; miles de pájaros y jardines diminutos atraviesan un bosque. No será claro el deshielo, la terraza y el atuendo blanco sobre tus pasos. Alzabas una joya desde el suelo. Las hojas vecinas, la arena, el gigante amarillo cerrando un ojo a la noche, tu labio. Un dolor desde el tiránico esternón del sueño, las peregrinaciones hacia el mar. Y hoy dulcemente me desdicho a tu hora.



Persiana gris

La espléndida rata besa mi persiana gris, mi tumba. Para mi orgullo murmuro una caricia, una lluvia que se alza mil veces maldita. Nadie vino a este sitio a saborear la cólera. Reclamo para la vida una hoja filosa, una línea trazada en sigilo por los siglos, una hoja filosa. Un canto a la esclusa me haría bien a esta hora hecha para la deformidad, para el lujo, para el vaho sinuoso de los poetas y los muertos. Una hoja filosa también, para el amor.



Te lo digo trigo

No escucharé mi voz y tardaré cientos de aves y bohemios tras la desnuda bóveda. Te lo digo trigo, en la senda del día mi paso sobre la hierba sin otro afán que el viento soñador, fresco. La nada, con su vespón feliz; por fin sacra, sin idea, viéndome venir desde mis pies a mis brazos. Y todo por aquella ternura que una vez bebimos, muertos e infinitos. Lejos entonces.



Un zapatazo en el pecho

En la boca un susurro tibio antes del beso, un cielo ocre con orla y árboles para volver a besarte. Y te escuchaba cerca, también lejos, pero cerca. Me iba en mi zapato con agujero ideal, negro. Y sobre el muro, para sentirte, desgranaba un verso de Beckett, un zapatazo en el pecho, un timochenko. En medio de las sombras rimaba tu nombre, riéndome, muerta para mí.



Sólo es alta mi voz, no la poesía

Una noche sin odio. Una noche, la luciérnaga y su furia en un rosal debajo de las hojas. Tu nombre tal vez bajo un prado dibujando una ardilla verde, una niña de rizos. Este hombre, me habrías dicho, tiene un dominio en mis ojos negros, germanos y tristes; este hombre, me habrías dicho, noble sobre una terraza gris, me llevó de la mano.
Sin voz te canto contra mí…y sólo es alta mi voz, no la poesía.



Y todavía desnuda

Aquella noche, vista en mi habitación, cientos de mujeres se desnudaban desdichadas. Pequeñas tiranas o forasteras mayores, princesas, sultanas de barrio o de bosques amarillos, mucamas descalzas y jóvenes madres peregrinas. La ninfa de labios naranja de un edén  suavemente podado, una pecata minuta que soñara veinte años antes, aún más bella desde el musgo o en un prado. La giganta de enormes torreones bajo las sábanas. Aquella noche, mis Causas Perdidas en la linde de la sombra desnudaban sus joyas lejos del mar. Pero tú eras una dama en la terraza gris, soberbia y gris terraza, contigua a una  avenida sin nombre. Tú eras, sin descanso, mi más oscura causa. Y todavía desnuda.



Otra lápida de olvido.

Hoy, turbio y último en despertar en mi honda tumba reforzada con doble lápida sin epitafio, me he acodado frente a ustedes con el enorme miedo subterráneo.  A una distancia idiota me han visto registrar la caja de cartón que arrastraba uno de mis hijos. Sin interés la he visto, está vacía. En derredor, en el monstruoso fango del viejo cuchitril, mi hijo me ha juzgado, échate en ella- me ha dicho- quizás el abismo verde te viene bien, o el fango negro. No te ilumines, la noche viene desde el rincón oscuro de la bóveda. Cuida de que en tu cloaca, en tu salón sin fin, se acomode el silencio y tus pequeñas bolas de periódico. En ti pondremos otra lápida de olvido.




Un poeta, un escritor siempre se alimenta de su vida

Un poeta, un escritor siempre se alimenta de su vida, me dije hace veinte años, cuando llegué a presentarme como inventor de un libro que sólo yo puedo vender. Me miré tan lúcido, sobrio y sabio, venido de una oficina limpia, de un campo florido, gentilhombre. Le ofrecí el libro Papiro a Jorge Martínez y él me ha visto con una alegría inocente, como si le hubieran entregado una clave divina. Me he autografiado el libro y me he dicho en la dedicatoria “A Jorge Martínez Mejía, quien soy yo hace veinte años, este legajo de poemas, para que no se olvide de su causa”.
También se alimenta de escepticismo, me respondí inesperadamente. Pero debes consagrarte a la zozobra, a la posibilidad de que ni yo mismo te lea. Y salí despacio, como otra parte mía que se va sin saber en la práctica cómo.



El mecenas de los poetas ebrios

Me dispensé la literatura como un ladrón de la comedia humana. Hurté la ciencia y el mal en un magnífico volumen, durante una noche que tropecé con la cabeza de un viejo parecido a Baudelaire. Escribí mi primer Góngora a la orilla de un pueblo de mineros donde los niños nos hicimos hombres a los catorce años. Fui el mejor bebedor, el mecenas de los poetas ebrios, de los fumadores de marihuana. Una mujer me besó en la calle de los burdeles para asombro de la muchedumbre. Estuve encerrado en una prisión antigua y los reos me elevaron en hombros gritando mi libertad. He vivido sin retirarme y sin renunciar a mi nombre ni  a mi causa. Un día volveré desde el fondo de mi tumba para tomar mi puesto.




Los fogoneros

Ninguna rosa se abre ni repica campana alguna en este lugar. Me reúno con los fogoneros que hablan de gobernar esta ciudad atestada de ratas. Cuando un mendigo se me acerca, como un amigo le doy algo de dinero, mientras el erario de todos se hunde en el fango del coñac, entre bebedores de frac y monstruos suavemente retocados para no espantarse a sí mismos.
Es agradable cuando me hundo en la almohada, con alguna esperanza de recibir un manotazo de aire fresco que amortigüe el inexorable mañana.



¡Carajo!

Un caballo veloz ha partido desde el lugar de mi nacimiento con la certeza de encontrarme antes de mi muerte. A veces se detiene a pastar en algún prado verdísimo, cerca de un río que se viene a mi memoria cuando sofoco alguna maldición con una cerveza. Pobre caballo mío visto por alguna mujer a través de la ventana que da a los campos de cultivo. Los borrachos de al lado creyeron haber visto un caballo joven acercarse a su mesa y se han tirado aparatosamente. Y yo sólo he dicho ¡Carajo!



Por eso este veneno

Poco tiempo tengo ya para decidirme –dije- para buscar el sitio donde ha de quedar mi cuerpo inerte. Ya he muerto, saboreando el hambre en las panaderías, hilvanando fécula por fécula el grano de mi muerte. Yo no he imaginado los trigales al morder el pan, y alguien hizo el milagro de convertir mi pan en piedra. ¿Cómo podré entonces decirles a todos que mi muerte es el último rito de mi muerte y la última queja de mi vida? ¿Cómo hacerles ver a mis asesinos que mis manos tibias o heladas alimentarán a los pájaros en cada amanecer? Y bien, si he de morir fulminado en cualquier esquina, más de alguna mosca habrá de posarse en mis labios, tomar mi canto y llevarlo a los basurales en donde, sin duda alguna, mis hermanos no dedicarán minutos de silencio en mi memoria. Sus párpados se cerrarán dejando fuera las lágrimas dolidas. Y todos juntos y en silencio, le pondrán punto final a este poema
¡Oh, qué bello! Gritó una voz fofa en el fondo. ¡Hurra!, dijo otro, ¡Qué bien por el poeta! Hoy sí tenemos poeta, es la esperanza. Es nuestro Neruda -dijo alguien por vez primera.
Tengo más de veinte años de recordar esta glamorosa estupidez, esta locura. Yo antes tan digno e inocente con mis saltos de corazón, con mi propia boina gris, más que poesía, menos estupidez es lo que quería.
Y nunca, en mi santísima ebriedad, incluso, en medio de la más inaudita tormenta en que he dado contra los bordes oscilantes de las calles, en compañía de mis célebres filósofos, he roto la promesa.
Por eso este veneno y la sangre con que escribo.



Todo pierde la sombra

Al mediodía todo pierde la sombra. Cuando la ciudad se derrite se sufre demasiado. Los transeúntes raras veces mojan sus labios con agua, sólo sufren. Y sin embargo por la tarde, cuando el sol se sienta tras la montaña, una especie de calma gris anuncia que poco  o nada se hizo para vivir de veras.



En el aire sólo queda tu nombre

Con la velocidad de un trueno el cielo se nubla y se lleva mi aliento antes de que muera el día.

Es tan rápido cuando sucede, sólo un aturdimiento de mi memoria me avisa que debo correr o quedarme en un sitio donde el agua no golpee, mirando fijamente el cielo o las manchas oscuras sobre el asfalto cuando las primeras gotas de agua apacibles chocan hirientes. Cuando espero, me acuerdo de tus ojos nórdicos y me preguntó por qué y apenas me doy cuenta. Hago una pausa, miro al cielo gris, oscurecido de pronto, y otra vez tus ojos como las gotas de agua. Aquí es cuando apareces en mis ojos, mirando y esperando. Las gotas de agua se hacen pocas, desaparecen y vuelve el cielo a ser azul y en el aire sólo queda tu nombre.




Una vez

Como si un invierno pudiera llegar un día, los árboles estériles se desesperan por echarse antes de que el sol se desvanezca.

Pero una vez perseguí un paisaje solitario. Y no era el invierno, y sin embargo llovía.

No era perceptible el cambio a la vista, no era invierno. Una luz tenue hubiese bastado para terminar con el paisaje.

No importa la tristeza gris de la tarde, lo que importa es que un paisaje puede morir con una gota de sol.

Por favor, no te pongas hábil como una ventana de cielo estúpidamente azul.



Nada dice nada

Nada arde,  nada es ruidoso, nada es tranquilo, nada es lo que pienso y lo que no pienso y nada dice nada.

Alguna vez el agujero de mi corazón dirá de una vez por todas que sólo es vacío. Y muy a mi pesar me compadeceré por el intento de pensar que era algo.



Por la mañana vendrá una joven mujer a consolar a Petrarca

Como un idiota me he dejado crecer la barba, a pesar de mi gran carácter y de la alta estima en que me tengo. No obstante hay algo pérfido en mi afán de ser atendido, reconocido por algo mío, aunque de alguna manera me humillen estas partes blancas que se dejan ver exactamente en el centro del mentón, es algo gris. Y no obstante espero reponer con magistral altanería, sin blandir una queja, que mi aspecto, en este momento, es el del perfecto escritor, aunque arrastre mi sombra en la velada.
Por la mañana vendrá una joven mujer a consolar a Petrarca.




De los poetas que mueren de hambre

De los poetas que mueren de hambre, de los amorosos, de la musa flaca vista en Baudelaire, de la perorata poética, de la piel de higo de la petit poetisa, del negro vozarrón agudo con que chilla Vallejo, de los versos más tristes de Neruda, de la Cucaracha Samsa, de las dos piedras que llevaba en las manos Alfonsina Storni, de los hospitales construidos por Álvaro Mutis, del infinito muro en que se sostuvo Borges, una noche que habló consigo mismo; del árbol de raíces de agua de Octavio Paz, de las costillas peladas de Rocinante, de los brazos rotos y los rostros fragmentados de Guayasamín, de la tierra baldía  de Eliot, de la Estigia de Dante, de las hojas de hierba de Whitman; de Lola, la mujer de Miller, y de Lolita; de todo, amigos, de todo se burla Dios.
Y se caga de la risa.



En la linde el musgo negro

En la linde el musgo negro se diluvia en pequeñas olas y crestas erguidas de sombra. Dime el nombre que me habías preparado para cuando la escoria llegara, para el palacio tirado en mi tazón de poemas. Ya no hay forma feroz en mi canto, ni ídolos insolentes me asisten ahora que no amo. Mi más hermoso poema es un sitio que dejé hace mucho tiempo, un jardincillo de helechos. El olor de las hojas pardas se avecina, y no hay en mi boca una palabra o un beso.




Nada nos da más libertad que la poesía

A Gustavo Campos

Después de las tabernas y los tristes lupanares, el joven poeta se revuelca en la calle en un afanoso intento por sacudirse un demonio que Baco ha soltado desde su memoria. Similar a mí, hace veinte años, vil y obtuso, desnudo, gritando: “¡Quiero ser libre! ¡Quiero ser libre! Por las calles malolientes y los burdeles de San Pedro Sula.

Y he sido más libre hoy que me he visto reflejado, sin revolcarme y con Baco. Y no obstante, nada nos salva a ambos de la vileza infame, y nada nos da más libertad que la poesía.




En verdad me ha inmortalizado

Día de ardor literario. Sentado en mi sillón de felpa, sólo quiero escribir poesía. De manera repentina ha llegado un grupo de escritores importantes: Mario Gallardo, Helen Umaña, José Antonio Funes, Marco Antonio Madrid, Armando García, Gustavo Campos y Delmer Moreno. Armando García ha iniciado su clásica sesión fotográfica y he tenido la impresión de que yo no figuro en sus planes de registro. Sin embargo, cuando menos lo esperaba se ha acercado y me ha dicho: “No te movás” y me ha lanzado un primer disparo de luz. Hoy ha vuelto por la tarde y me ha mostrado su artístico grabado, mi imagen serena y majestuosa. En colores sepias, ningún necio podrá decir que Armando no es un gran fotógrafo, porque en verdad me ha inmortalizado.





¡Muéranse de sed!

Di clases de lenguaje a jóvenes durante tres años, después de haber leído suficientes libros para el consumo de mis demonios. Con honra y profundidad detestaba a la Academia de la Lengua, de donde manaban las teorías doctorales, las ortopedias que no me hicieron perder el tino de ir en contra. También bebí los libros en que la lengua es una calavera, una moneda. Que no cauce sorpresa mi estupidez, pero mi oscuro afán fue únicamente que los jóvenes fueran tentados por los demonios de la literatura, que no son muchos, pero como lo supo Cortázar, son pequeñas serpientes más lozanas en los niños, una vez picados, hay que dejar que les maten. Al principio los jóvenes eran tímidos, temían escucharse. Entonces escuchamos a García Lorca, a Darío, a Neruda y a Huidobro. Aparentemente era un azar, pero leímos los poemas más sonoros, casi coloquiales, los más cercanos al habla. Luego inventamos cuentos colectivos. Del aula salieron siempre pájaros, lugares misteriosos hechos de árboles gigantes y ríos caudalosos. Era hermoso caminar por los jardines y encontrar pequeños grupos de jóvenes contándose sus cuentos y sonriendo. Hicimos libros con los cuentos y también con los poemas, unos treinta libros quizás perdidos ya. “¡Pero tiene que evaluarlos!” me gritó la voz sorda, en medio de la exposición de los libros, al final del período. “Sólo tienen cuentos y poemas en los cuadernos”, le dije, “No vamos a evaluar”. También la voz sorda les dijo a los niños que “¡De cualquier modo harán un examen!”. Los jóvenes con miedo se me acercaron preguntándome qué les iba a pedir en el examen. “Nada”, les dije.

El día del examen llevé a García Lorca, a Darío, a Huidobro, a Neruda, a Sabines, a Octavio Paz, a Juan Ramón Jiménez, a Augusto Monterroso, a Horacio Quiroga, a Borges; en fin, llevé todo lo que pude de mi magra biblioteca. Les estuve contando un poco de su obra en una charla corta, colocados los libros sobre una mesa. Los jóvenes me miraban con intriga. “¿Vamos a leer?”, me preguntaron. “No”, les dije. “Muéranse de sed”.




La pobreza y yo nos vimos directamente a los ojos

He ido a San Antonio de Cortés sin un céntimo, más pobre que nunca, y milagrosamente he llegado. El hedor y el ruido de la ciudad se pierden al subir la montaña. Es más verde el pequeño bosque o la mañana, pero los hombres envejecieron demasiado pronto. Aquí la pobreza y yo nos vimos directamente a los ojos, y con extremo cinismo le vendí un libro Papiro para poder regresarme.



Nidia de la Noche, mi bohemia virgen

A los poetas que murieron en el intento de besar a su musa, a los bribones con prisa, a sus mamotretos cargados de ripios hechos para la fatuidad, a la inocencia literaria exportada para el escarnio público, a la poetisa fea con ojos de hombre, a los explotadores de los poetas hambrientos y su dominio escénico, a la noche de la estulticia del arte, a los libros retirados de las librerías, al Jonás de Cardona Bulnes, a los pintores faquires y maquiladores que rebajaron el precio de su obra, a su sonrisa triste,  a los que tardíamente se dieron cuenta que no eran poetas, a los que renunciaron de la poesía y abrazaron con ánimo de mercader la narrativa, a la carraspera antes del verso, al tazón de poemas muertos, a los poemas inéditos, a la pose literaria, al repugnante lujo y a la peligrosa voz colada en la sala por la cuenta de cheques, a la bufonada editorial, a los sacerdotes adoradores de Moloc, al poeta chuco y sus poemas a precio de rebaja, al poeta que se olvidó de sí mismo en un palacio construido en la cima de un cerro, al poeta embajador en un país rabioso, al violento poeta, al bohemio fuera de contexto, al poeta marero, evangelista, malandrín comedor de cerebros, a los poetas de pueblo, al declamador de verdades amargas, a la vieja demente y necia que se obstina en ser poetisa, a las hienas literarias satisfechas en su nada, a Hölderlin leído por Campos, al poeta del tobogán de cartón que prefirió la ebriedad a la literatura, al poeta de los niños de cristal, al poeta pulpo que hizo un poema con sólo una palabra, a las niñas poetizas y su siniestra ternura, a Nidia de la Noche, mi bohemia virgen; a todos dedico este minuto trazado como una representación inútil de mi causa.




El galope sordo

Un hedor violeta se cuela por las rendijas de mi ataúd alquilado. Hacia arriba, delante de mis ojos, un penacho de humo negro florece y me despierta. También mi perro recuerda el galope de los camiones cargados de hierro y bestias inocentes. En el suburbio, los apestosos pájaros se unen a la orquesta, y el galope sigue, sordo, y me despierta.




La poesía ha muerto

De esa famosa joven melancólica no recuerdo ni el nombre que tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo como una paloma fugitiva: La olvide sin quererlo, lentamente, como todas las cosas de la vida.
Nicanor Parra

Con esfuerzo escribo este fárrago. A mí me tocó decir que la poesía ha muerto, sin ambages y sin metáfora. La pequeña difunta debió morir con sol, y sin embargo llueve, quizás sin relación porque ha nadie le ha importado nunca la poesía. Es mejor que haya muerto. Ya era fea, roñosa y prostituida. Era difícil colocarla en las librerías, apestaba, era invendible, nadie podía invertirle un céntimo. Los bribones la usaban para sus viajes a Barcelona, México, Bogotá y Buenos Aires, todos con ínfulas de literato, mientras la pobre puta, la perra callejera se moría de inanición.
La poesía ha muerto, señoras y señores (Suena el teléfono. Aló Jorge, sólo queremos saber si va a venir porque hace una hora que lo estamos esperando) La poesía murió de flaca, de falta de poetas y de musas, murió de carencia y de puta.

Pero los bellos animales siguen existiendo, y el tren, y el camino y los filósofos (Jorge, va a venir o no, porque ya sólo están tres muchachos y lo estamos esperando en el taller de poesía).
En la hora que menos imaginamos sólo un pájaro canta bajo la lluvia, y de lo único que dispongo es esta verdad aterradora:
La poesía ha muerto.




Un sepulcro sin luto

Es quieta la mañana en que la poesía, débil y miserable, ha muerto. Oportunamente un gallo fatigado lanza su grito triste, indigente, absurdo, apenas audible en medio del trajín. 
En el pueblo, hoy hubo celebración con cielo encapotado. Un niño recitó un poema inaudible y sin anuncio vomitó mientras el arlequín danzaba con su pañuelo de colores. La poesía ha muerto y es mejor.
Devastado por el olor del museo en la ciudad de Octavio Paz, me miro los pies pequeños y mis libros escritos con cierto manejo de la metáfora y sentido de la sombra. Todo ha estado bien, la poesía me ha sonreído desde niña. Mi viaje en avión, mi mujer, mi compañero poeta que no sabe nada de poesía y sin embargo hoy leerá sus dislates transmitido por  satélite.

Desde lejos me seguía, con su oficio de musa y sus ojos de invierno. En mi infancia  me dio la orfandad, y el sentido de paria en la metrópoli, y de mi brazo roto se sostuvo. No ha sido un crimen, era necesario que muriera, sin lágrimas, bonita, lista para un sepulcro sin luto.





Al veneno, a la poesía

Bienaventurado el que nos ofrece un trago de veneno o un profundo pozo para caernos cada día. Bienaventurada  la violencia sutil, el mazazo de algodón y el puño de seda. Bienaventurado el que nos derriba y nos hace culpables de nuestra caída, víctimas y victimarios... Bienaventurado el gesto suave y los himnos del domingo, la paz del jardín, el muro que mantiene lejos los ojos de la lepra. Bienaventurada la deliciosa condena de los malditos, de los que encuentran la horrorosa mosca del canto. Bienaventurado el reproche, el estúpido campanario de la gloria, el orgullo perfecto del pulcro, la verdad susurrada, la música angelical, el perfume pueril, la castidad, la piedra en el diente, el tercer gallo obligado a cantar para la sordera humana. Bienaventurada la hora del diablo y la hora de la virgen, la mesa rebosante y la sed, el candelabro de plata y la hierba muerta, la rosa sobre el sarcófago, la luna y su claro en la noche de la estulticia. Bienaventurada la malicia, la tos de Satán, la teología del hambre, la prostitución virginal, la piel de higo de las mujeres infieles, su sonrisa, la inútil plegaria de su sexo. Bienaventurada la historia en llamas, el lago iridisado de la época, el hastío de los poetas, el mal aliento, la cerveza, la risa, la lluvia, la magia de los viernes, la gota de onanismo. Bienaventurado el fuego con que se nace y el beso con que se muere.




Nuestro relato maldito

Todavía es el momento de los vulgares burgueses y su pequeño universo de hipocresía. Es el momento de las religiones y la estupidez, de la desnudez femenina, de las mujeres esclavas, de los sillones imperiales tras las murallas, del ballet descolorido, de las melodías insufribles. La vulgaridad y sus joyas gotean desde la platea, sobre los tablados y el césped, y su bruma somete a los inocentes, a los poetas ingenuos, a los que mendigan un espacio para el arte. Los pálidos burgueses, los pueblerinos insulsos pretenden vigilar maliciosamente nuestro relato maldito.




Enterrar a la Poesía

En ti pondremos otra lápida de olvido

A Jorge Martínez Mejía
In memoriam


Hagamos algo, dijo el poeta, y todos reímos. Lo dijo en serio, como si fuera la primera vez que lo dijera y como si creyera en su causa. Si no quieren apoyarme, hoy mismo me compro una botella de ron y entierro a esa puta, dijo. Y hablaba en serio. Esa noche llegó a su casa temprano, abrió la botella y se puso a beber. Ebrio, escribió el epígrafe de este cuento y al terminar, se dirigió a su habitación. Antes de subir a la silla, colocó una percha de revistas Metáfora para alcanzar el extremo de la soga. Recordó que su hermano vendría a la mañana siguiente y dejó subrayado el párrafo que escribiera dos meses antes: En la hora que menos imaginamos sólo un pájaro canta bajo la lluvia, y de lo único que dispongo es esta verdad aterradora: La poesía ha muerto. Y tiró las revistas. Fragmentos de Lyotard, Deleuze y Bukowski; una foto de  John Fante y la reseña de Vila-Matas. La memoria digital en la que conservaba Las Causas Perdidas se soltó de su mano, ya rota.  Lo encontró su hermano a la mañana siguiente. Un día después, todos asistimos al entierro. Su madre no quiso que llevara su único poemario publicado; maldijo a la poesía. Y todavía seguimos leyendo sus poemas.




Este atisbo de luz

Hace algunos años, la acrópolis del hedor experimentaba un resplandor inusual, uno de sus hijos inesperadamente había sido nombrado Ministro de Cultura. Un soñador eufórico se disponía despertar la rémora de la barbarie. Todo era un trotar, un intento de cambiar el tono gris del cielo. ¡Qué apoteosis! Me dije con ironía. ¡Por fin una conjugación, una fábula, un Nabucodonosor clásico nos dará la fiesta de la justicia étnica! Bueno, escuchen ustedes, dije con la misma ironía, las poblaciones no serán estranguladas ni sometidas, y el elefante blanco marchará más rápido entre la multitud. Asistiremos a la construcción de una mariposa gigante, tendremos vastas exposiciones de arte, terrazas y plazas con maravillosas esculturas y el tiempo nos permitirá llegar hasta donde nuestra comunidad se encuentra consigo misma…bla, bla, blá. Y no obstante, no había crueldad en mi voz. Debajo de mi palabra, Honduras es una hermosa mujer, honda hacia lo alto.
El tiempo ha pasado y no hemos construido una cúpula Sixtina, un puente digno, una biblioteca soberbia. Esta ciudad sólo crece en su circo comercial, en su galería monstruosa, en su pasarela violenta.
Y la acrópolis ha tenido a su mejor hijo, sin percatarse, como a un forastero. No hay elegancia en este arrabal. Los gentiles campesinos llegan con sus costales de frutas y crean un poco de luz.
Hoy me ha despertado un ruido de motor industrial, y no podía dejar a oscuras este arcano atisbo. 





El gato negro del dejavú se deja ver

Estúpida, tonta vida luchando en la  noche como sobre un lago de cuarzo, sin ninguna luz.  No se odia el cristal, no se odia el recuerdo del día, no se odia el destino, ni la muerte.
El gato negro del dejavú se deja ver. Demasiado tiempo la noche se eleva sobre la estúpida  vida.




En Masca no le tienen miedo al Diablo

A Mario Gallardo, por mostrarnos este mundo.

Por aquí pasa un espíritu, le dijeron a Vicenta Martínez, esperando ver el miedo. El espíritu errante, el vagabundo de la playa, acostumbrado a  posar su pie sobre la arena húmeda, diluía su pena, su condición oscura, relegado a la sombra. Después de los gritos de la tarde, cuando el mar reposa y se revela el silencio, el pobre Diablo paseaba su naturaleza angélica, abstraído, envuelto en la brisa. ¡Aquí estoy yo ahora! Gritó Vicenta Martínez, elevando la voz por encima de las casas hechas de palma.
Ahora Mama Chenta reina en Masca, y no le tienen miedo al Diablo.




Los añicos de la historia

Resumir el desorden actual, abrazar un poco de papeles blancos lanzados desde un aeroplano; no es fácil, en medio de ideas que vienen y van sin orden ni sistema.  En el pliegue de las palabras, ninguna mano se levanta para llamarle rosa a la rosa. Hay que estar dentro para sentir la palabra. Tocar sus bordes, caminar al filo de sus límites. Hay que romper la torpe reflexión, partir el silencio de la absurda filosofía de la repetición. No es muerte al lenguaje, sino a la memoria hipnótica de las ideas y su caótico ir y venir. Vernos en Laplace, en sus líneas geométricas; en Kant, saliendo de esas líneas en busca de una esfera sin centro; en Nietzsche, matándose para nacer muerto, como Dios. Y el hombre se precipita al vacío y es el papelillo blanco de las palabras muertas. Nadie nos abraza al caer. Nadie recoge el silencio, los añicos de la historia.




En el charango todo es nuevo

Inventemos un país sin moda, sin soberanía, sin engaño, sin robo milenario, sin masacres, sin ancianos burlados en las oficinas, sin enfermos, sin tullidos, sin hambrientos, sin mercados y sin aldeas remotas. Un país sin burgueses descarados, sin traidores, sin palabrerío y sin grito en las montañas; que no tenga una inmunda bandera, ni cafés, ni tertulias inútiles, ni paisaje feroz, ni insomnio, ni joyas, ni ambición, ni avaricia. Inventemos una tierra que no sea prostituta, un país sin hospitales; un potrero sin espuelas, un país sin hosquedad, sin carga, sin hacinamiento, sin falso erotismo. Una casa sin lujo y sin exilio. Inventemos un sitio  donde los asnos canten esa canción del rock que nunca se ha cantado, pero que es puntual, y en el charango todo es nuevo.




Un denso hilo rojizo inunda sus labios

Fui a visitar a Igmer Salgado. Desde el oscuro rincón, bajo la mesa, observaba a su esposa, yacía tirada en el suelo. Encerrado en su pánico, el enorme gusano blanco apenas se movía, pero le miraba con los ojos brillosos, y el vientecillo que exhalaba movía el polvillo del piso de tierra. Tragaba la pelusilla de polvo, sin poder evitarlo, en la dosis señalada.  Un hilo seco se incrusta en sus fosas que resuellan como viejos fuelles averiados.
Aún conserva el revólver, y un denso hilo rojizo inunda sus labios.





Papiro es un milagro

Imaginá que no tenés un céntimo, nada, ni para darle una semita al pobre perro que cada día está más flaco. Imaginá un librero de dos metros de alto por uno y medio de ancho, con cuatro anaqueles llenos de un pobre libro titulado Papiro. Imaginá que en la cocina se terminó el último sorbo de la sopa. En el refrigerador sólo agua helada, un vaso. Imaginá que te llama esa mujer y te pregunta si vas a ir a verla y vos contestás: Sí, en dos horas. Es domingo por la tarde. Tomás dos libros de poesía, dos papiros, y salís sin pensar cómo demonios los vas a vender para ir a verla, no te urge, pero te ha hecho una señal infalible. Te aprovisionás del manojo de poemas que estás escribiendo sobre Las Causas Perdidas, para ir leyendo en el camino, revisar algo, estar a tono con la ocasión, sentir un airecito poético. Salís con esa bolsa de yute que te regaló tu hermano. Vas con todo y sin nada. Y no obstante, imaginá que llegás con tu pequeña nada y te mira, sonríe y su alegría es una fiesta. Pero te advierte: “No quiero nada serio, me oíste”. Ella te ha visto subir las escaleras y te ha dado la sonrisa qué lindo. “¿Querés ir al cuarto piso?” “¿Por qué no?” dice. Y vos tranquilo, esperás la señal. La señal llega como una serpiente, sigilosa, sexy. Imaginá que perdés el tiempo, toda la tarde invertida en nada, pero te invita un café. Eso es todo. Imaginá que estás de vuelta en tu casa, otra vez sin nada. Imaginá que Papiro es un milagro. Hoy no hay un céntimo en tus bolsillos, ni poesía.




Como un ilustre muerto

A Jorge Martínez Mejía

Digamos que soy un escritor muerto, que ya tengo mis dos lápidas listas, mi epitafio y la llave de salida. Voy a escribir sobre Jorge Martínez Mejía, sin pensarlo demasiado, sin hacer literatura. No echo de menos nada y trato de cerrar las puertas que dan a la base de mis emociones. Abajo, en la esencia, un sueño extraño. Mi niña duerme y una serpiente merodea. Con el espejo blanco la he alejado de ella, la he golpeado insistentemente sin deseo de matarla. De algún modo, el diapasón roto la ha enfurecido y mi escepticismo contribuye a su feroz embestida. Con todo lo que tengo, hecho un loco, he cortado su cola, y el sapo ha visto en mis ojos que estoy muerto. Duro, como a César Vallejo, le he dado con un palo, estrellándola contra la puerta de metal. En una zozobra nueva la he visto inflamarse mientras la sigo con dos palos rotos. Sin transición, he quedado a oscuras, silenciado. Mis sandalias azules están frías y no se sabe por qué callejón sin salida voy como un ilustre muerto.



Una fruta

Hubo un tiempo en que mi pelo era abundante y jugaba con todo. Cerca del agua, tu amiga nos había seguido y nosotros deseábamos estar solos, ¿Lo recuerdas? Vos venías detrás de mí, apenada, con tus sandalias de madera y tu vestido de manta. Miremos desde aquí a los corredores, te dije, ya están listos. Acodados contra la calle los vimos hacer su número. Con furia inusual mi entrepierna lo horadaba todo en la ondulación tibia. Sin ruido, mis manos enlazaron la cintura de tu amiga y la embestí suavemente, con total descaro, y te vi triste y lejana, y otra vez triste. Como es usual, los recuerdos no pueden ordenarse. El viejo vigilante de la estancia se acercó para hacernos una pregunta inútil, y yo huí de furia. Esa tarde, desmelenado, oriné en el sendero, cerca de las acrobacias, y te vi, virgen todavía, utópica, buscarme por la alameda. Nadie nos vio esa tarde, hondos en el bosque. Levanté tu velo en la llanura, lejos de todo. Como un paria vagué por el mármol y los campanarios. Oficié en lo alto de la cúpula y en el monte me refugié como un mendigo, y pude sentir tu imagen como una fruta, húmeda, en mis manos.




Amanda, la comehombres

Entre los pliegues del pantalón doblado encontré un papel que decía: La probadita de Amanda, preguntá por mí. Ruborizate, serás feliz.  Esa tarde, tras el espejo de la tienda, había visto a  Amanda la comehombres, única en su género, ilustrada por poetas intrépidos, no tan alta, pero sensual. Yo había llegado a la ciudad a buscar a Jorge Sagastume, el poeta de los trenes olvidados. Habíamos previsto vernos con los teatristas del Yahamalá. Con uno de ellos, me sumergí en una discusión porque me llamó patafísico, un iconoclasta no clasificado por Cortázar. Me sentía como un pez, o mejor, como un pescado. Seguimos tomando licor con miel. En la ciudad ya habían olvidado mi mala fama de destructor de fiestas y no me interesaban tanto las discusiones mudas ni la violencia polar en la poesía. Jorge Sagastume había convenido comprarme uno de mis cuadros, Ruptura con ventana azul, y con el dinero me fui a una de las tiendas a buscar tonterías. Alguien murmuró es el poeta, y a partir de allí, las damiselas se mostraron más atentas. Quería tomarme una cerveza. La fama de Amanda no me era conocida. Cuando la vi pasar por la acera, como un idiota, la seguí. Era música. Un lindo culito musical, una excepción extraña, su trasero era un compositor magistral, subía y bajaba produciendo notas en una escala hecha para náufragos flotantes. Sólo viéndola comprendí después por qué los poetas la ilustramos. ¡Qué culo tan completo! Me dije, ya en las orillas de mí.



Caballo corriendo en el mar

Libre al fin de los estrellamientos y la boca de la carroña, cabalgo en mi caballo de madera viva, sin montura y con brida de hojas, sobre la carne blanca del mar. En La Mosquitia, casi en el aire, al pie de las catedrales de nube del rompecabezas de Hueymollán y el valle del hombre sepultado en el agua, mi caballo se avienta desaforado. Único y sordo crepita mi trote. Abajo ha quedado todo. Sólo el mar desciende.





Araski plápisa kábura*

Sihnwi pali knata kat wina aisa wan bila bak, uliauna araski tat ni daukum raya ba, satil apu rub ba wal  wahiaba. Cabu pini piwi bak. Mosquitia payaska pri hak clants piska mina multa bak Hueymollán pulanka waitnika nani wapanka tara bak.  Li mun tara bikan baku araski una slakbisuiri bin dan ki plápisa dis maya ra cabu baman takaskan.




Aras plápisa kábura*

Last’  kat prisna guinstaki kapri ba wina and whina suhkra nani bila ba wina sin, dus araskasa rayaca sin brisa bara yang suapnikira ulisna, satil sin apu and duswaya kiuhka satka nani wal, kabu auwika pihni purara.
Moskitiara, pasa purara baku, claud prisyaska watla minara, wanlal blakanka brisa Hueymollán dukiara, and tasba untdkara sip kaikras tarkika waiknika baku; kabu tihunkara iwi tiwan, yang araski lal saura baku tukbi takiwan. Mitin aikiama prawan bara binhka nani sulwikan.
Mayara dan takaskan bara kabu ripka baman takaskan.





Gracias a Dios he llegado a estas honduras

Llueve en Rais Ta. En la ciénaga, mi caballo vigila la canción del agua. Con una linterna alumbro mi poema y mi sombra se agiganta en la madera. Debajo del mosquitero, después de dormir como un sacrílego pirata, he despertado en mi sueño con ánimo de saber quiénes se han disfrazado de bestias. He visto mis manos a la luz del día y descubrí con asombro que son de cera elástica. No me ha importado tal majadería. En mi camino vi a Jorge Martínez Mejía, el hacedor encarnizado, similar a un viejo Pan emulando a los pájaros. Recuerdo haber estado en la ciudad corrupta, en grave riesgo de muerte, perseguido por los criminales. Gracias a Dios he llegado a estas honduras.




Sin mi palabra muere la luz de este sueño

No fui el más fuerte ni el más grande de mis hermanos y en mí descansa la herencia. Yo soy el poeta en que muere la estirpe, conmigo muere la poesía. Mis hermanos fueron grandes y robustos y mis abuelos imbéciles se comieron a sí mismos. Mi madre y mi abuela me alimentaron con leche de cabra empecinadas en que subiera la cima.
Soy el Rimbaud que regresa sin su pierna, el hijo de Maqroll el Gaviero. Sin mi palabra muere la luz de este sueño.




Nada se ha de fingir

Vengo de una cantera gris, de un hoyo donde los hombres fueron reducidos a la nada. Nunca evité las consecuencias y subí los barrancos más altos antes de saltar sobre la poza  honda y fría. Allá, una mujer me dio un beso debajo de otros besos y yo sólo le di un adiós. Me dormí a la orilla del mar escuchando su ruido de galeones, su ruido de bestia cansada de arrastrar sus hojas muertas. Las imágenes falsas no caben en ningún poema, por eso nada se ha de fingir, ni un beso, ni la despedazada guitarra que estrella el mar contra la arena.




Mi graciosa estampa de poeta

Ya no pude escribir. La poesía sólo me dejó el fracaso de estos versos. Era lo mejor. Tal vez no merecí la desnudez de la palabra o el roce de mi mano en la laguna. Y no obstante, cierta nostalgia envolvió a mi boina gris al hundirse en el agua rojiza. Pero nada es memorable, ni la misquita que me miró con sus ojos cerrados, ni el pimpante cargado de niños pescadores. La poesía me dejó y sólo mi graciosa estampa de poeta es más triste.





2 comentarios:

  1. De la nueva generación de poetas hondureños cabe destacar, además de Jorge Martínez, a otros autores como Samuel Trigueros, Gustavo campops y Rebeca Becerra. Es una sugerencia para enriquecer el sitio con lo mejor de la producción poética, en este caso hondureña.

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  2. MUCHAS GRACIAS POR LA SUGERENCIA, ME PONDRÉ A ELLO
    UN ABRAZO
    FERNANDO

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