martes, 10 de mayo de 2011

3830.- MANUEL JURADO LÓPEZ


Manuel Jurado López (1942) natural de Sevilla, es narrador, poeta, traductor y crítico literario. Ha ofrecido numerosas conferencias en universidades de Suiza, Alemania y España. Ha recibido premios literarios en España, Suiza, Siria y Estados Unidos. Ha publicado una veintena de libros de poesía, cinco novelas, varios tomos de cuentos y la obra de teatro “Las Virreinas”, que recibió el premio Buero Vallejo. Fue el coordinador de los tres tomos de la “Antología General de la Poesía Andaluza”, publicada en 1990.

En 2005 ganó el Premio Internacional de Poesía “Miguel Hernández- Comunidad Valenciana”, y en 2007 ganó el” Premio Ateneo Jovellanos de Novela Corta”






ENTRAR EN LA SELVA ERA COMO TRASPASAR la puerta
de un palacio de antigüedades. El lujo de los festones húmedos
del vapor de los helechos, la lujuria
de los apetecibles frutos venenosos sobre almohadones
de maleza, la desnudez de los ofidios que observan cómo
el intruso profana el ámbito secreto de la vida vegetal,
las fauces de las enredaderas como rosetón de un templo
arcaico, los tubos de un órgano que no cupiera en ninguna
catedral del mundo, y el insolente sudario de los muertos
ilustres, expuestos a la veneración de los infieles.
La riqueza de la muerte en toda su medida. Entrar
en la selva: en un palacio espeso y pútrido de antigüedades
que ofreciera al intruso la certeza de la muerte verde
de los aventureros entre angelotes barrocos y guardapelos
de damas enfermizas o viudas orondas o muchachas muy pálidas
de piel con un lunar intenso en un hombro desnudo
o en un seno. Entrar en la locura de la selva,
con un machete en la mano para segar la cabeza
de los sueños.






MASAS ETÉREAS

XLVII

DETRÁS DE LA FRONTERA ESTÁN LOS DIOSES celosos con las manos
alzadas reclamando el territorio de los hombres.
Intranquilos, soberbios en su sabiduría, con espadas ceñidas
y no con besos o cánticos en los labios, aguardan. Se saben,
pese a todo, los señores de la luz y las tinieblas,
los árbitros de los contornos difusos y de las epopeyas
de los astros por ocupar los centros de las órbitas.
Sin embargo, los dioses no dominan el pensamiento encendido
de los hombres. Aún no han ocupado el recóndito país
de la memoria donde cada nombre se ilumina con un rastro
de plata, sorprendido, tal vez, como en una fotografía,
ileso y tibio porque los labios del tiempo pusieron en él
una línea breve de lumbre familiar. Los dioses,
en su majestad, no conocen la misericordia. Sus ojos
atraviesan las masas etéreas y los espesos bosques y llegan
a los abismos del mar e instalan en ellos sus temibles
gobiernos, pero no cruzan la calle del dolor humano.









LUZ CERCADA

xxx


LLEGARON LAS AVES SUCIAS DE LA NOCHE y entonaron
sus canciones de vino y mate. Desnudaron sus cuellos
y los ofrecieron al rayo del amor confuso. Con sus alas
cercaron la luz, que quedó prisionera dentro de una densa taza
de café o crespón, en un bar de madrugada. Celebraban el
inicio del don de la ebriedad y en todos los rincones
del sueño creció una flor de fuego, de tallo de alcohol
y espinas. Los que entraban en la noche lucían lazos
o guirnaldas de carbones abrasados y los que abandonaban
el templo de los insomnes llevaban al cuello collares de
cenizas. Toda la celebración del fuego se traducía en salmos
provocativos, en gestos húmedos y fervorosos. Con la luz
del alba quedaba en la acera la ropa íntima de los suicidas:
restos de pensamientos débiles, lápiz de carmín con besos
de ron, muertos de seda dentro de un estuche, o pañuelos
de hierbas ácidas para despedir la luz cercada.







HOMBRES Y MUJERES

LOS HOMBRES IBAN DE LOS CAMPOS de algodón a los campos
de trigo; de los mangales a las serranías. Otras veces,
de los campos de caña a los de tabaco, según las estaciones y
los sueños. Las mujeres, desde los cafetales a los huertos de
granados, desde los campos de lino al silencio.
Por caminos diferentes, con palabras y canciones distintas. Y
nunca se encontraban. Los hombres iban con el torso
sin cubrir, anunciando la potestad de la fuerza y mirando
por encima de los montes, igual que soberbios generales
dominando su ejército. Las mujeres llevaban la frente coronada
de cereal maduro y de pensamientos frágiles.
Y aun así no se encontraban. Descansaban los hombres junto
a arroyos de leche y miel, según las escrituras sagradas,
y se sentían solos. Las mujeres hablaban de las cosas comunes:
del dolor, del pan, de sus pechos, de sus manos
y de los hombres. Y nunca se encontraban. Y la luz colgó
sus nombres de los árboles como linternas chinas, y hombres
y mujeres se reconocieron al fin tal cual eran. Las mujeres
desabrocharon los besos de los hombres y sometieron
sus desafiantes ojos; y éstos encontraron el dolor
y los pechos y la sabiduría y la paciencia y el juego
de la seducción de las mujeres. Y la luz siguió desde entonces colgada de
los árboles.






EL ESPEJO

EL ESPEJO SE ESCINDE IGUAL QUE UN VELO
tajado por una espada; y sobre la tierra se derrama
un licor de fruta que ningún hombre ha saboreado
jamás.
Es la luz líquida semejante a una lluvia de zumo.
Recónditas cañadas conducen a la inauguración
de un nuevo territorio conquistado a las aves.
El espejo duplica el misterioso efecto
de la inexistente llama;
lo hace mágico e inquietante. A una de las partes alguien
llamó día y a la otra noche, pero el espejo sigue
reflejando la imagen inocente de los hombres
y las mujeres,
desnudos, como estatuas de un parque abandonado,
mirándose entre frondas descuidadas y fuentes.
No es un estanque el cielo, ni la tabla donde
el rey y la reina
colocan sus alfiles y peones. Es sencillamente
un espejo roto donde se guardan las limosnas
fúlgidas de los instantes, los roces
de los cuerpos, la blusa
escarlata del ocaso. Y frente a él, hombres
y mujeres
se desnudan para entrar en un lago de olvido.





HELECHOS VENENOSOS

ENTONCES NO EXISTÍAN LOS POETAS. NADIE conocía su condición
de aves parlanchinas encerradas en jaulas de papel,
su soberbia de sumos sacerdotes y la secreta avaricia
de sus corazones. Las únicas voces conocidas eran
las de las cascadas, las aves y los insectos
que se amaban en las corolas de las orquídeas y entre
los helechos venenosos. Nadie recitaba los versos
de los exóticos hindúes ni de los frágiles orientales;
ni memorizaba poemas de los trágicos griegos
o de los disolutos latinos; menos aún conocían los textos
de los poetas visionarios y místicos de Castilla.
Las más hermosas palabras las pronunciaba el viento
en las estepas, allí donde dobla el sol sus sábanas
antes de dormirse como un niño huérfano. Quien creía poseer el
don de la palabra, silenciaba su riqueza. Una lengua pausada,
oculta, era una bendición inestimable.








No hay comentarios:

Publicar un comentario