domingo, 6 de noviembre de 2011

5088.- ALFONSO CALDERÓN


Alfonso Sergio Calderón Squadritto (San Fernando, 21 de noviembre de 1930 – Santiago, 8 de agosto de 2009 ) fue un poeta, novelista, ensayista y crítico, Premio Nacional de Literatura de Chile en 1998.
Estudió en los liceos de Los Ángeles, de Temuco y en el Internado Nacional Barros Arana, y se diplomó en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en 1952.
Después de desempeñarse como profesor de castellano en el Liceo de Hombres de La Serena (1952-1964), regresó a Santiago para enseñar en el Instituto de Literatura Chilena de la Universidad de Chile; fue también profesor de redacción en la Escuela de Periodismo de esa universidad, director de la Escuela de Periodismo de la Católica, profesor de expresión escrita en la Andrés Bello; de literatura en la Academia Diplomática del mismo nombre y de redacción en la Chile y en la Miguel de Cervantes.
Debutó en la literatura en 1949 con el poemario Primer consejo a los arcángeles del viento, y como crítico en diarios y revistas en 1952. Sus comentarios de libros aparecieron primero en los periódicos El Serenense y El Día, de La Serena; colaboró con la revista Ercilla, participó en el proyecto de la Editora Nacional Quimantú (1971) y fue director de la revista Mapocho.
En 1974, durante la dictadura de Augusto Pinochet, renunció a la docencia universitaria por la intervención militar en los establecimientos de educación superior.
Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua desde el año 1981. En 1993 fue nombrado director del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la Biblioteca Nacional.
Sus hijas Teresa Calderón y Lila Calderón son poetisas.
Falleció el 8 de agosto de 2009, de un infarto de miocardio.
Fue incinerado según su deseo.

Premios
Premio Municipal de Santiago 1979 por Poemas para clavecín
Premio Alejandro Silva de la Fuente 1980, por su destacada labor periodística
Premio Municipal de Poesía de Santiago 1997 por Una bujía a pleno sol
Premio Nacional de Literatura de Chile 1998
Premio Municipal de Santiago de Literatura 2010, categoría Ensayo, por El vicio de escribir

Obras
Primer consejo a los arcángeles del viento (1949)
El país jubiloso (1958)
La Tempestad (1961)
Los cielos interiores (1962)
Antología de fábulas (1964)
Grandes cuentos humorísticos (1966)
El cuento chileno actual: 1950-1967 (1969)
Toca esa rumba don Azpiazú (1970)
Antología de la poesía chilena contemporánea (1970)
Cuando Chile cumplió 100 años (1973)
Isla de los bienaventurados (1977)3
1900 (1980)
Música de cámara (1981)
Memorial del viejo Santiago (1984)
Poemas para clavecín (1979)
Una bujía a pleno sol (1997)
Testigos de nada (1997)
Árbol de gestos (1998)
Toca madera (1998)
Poemas griegos (1999)
Santa María de los Ángeles (2000)
Cuaderno de Chiloé (2001)
Cuaderno de la Serena (2001)
Regreso a Santa María de los Ángeles (2001)
Cuaderno de Punta Arenas (2001)
La mirada del espejo (2001)
Alone: el vicio impune (1997)
Martín Cerda: palabras sobre palabras sol (1997)
Ángeles de una sola línea (1998)
Benjamin Subercaseaux: noticias del ser chileno (1998)
Diccionario de voces desautorizadas (1997)
Memorial de Valparaíso (2001)
A memorial to Valparaíso (2005)
Memorial de Santiago (2004)
Memorial de la Estación Mapocho (2005)
La valija de Rimbaud, 1939-1951 (1995)
El vuelo de la mariposa saturnina, 1964-1980 (1995)
Cayó una estrella, 1952-1963 (1996)
El olivo viejo que lloraba, 1981-1989 (1997)
Traje de arlequín, 1993-1995 (2002)
Diario de Bégica, 1983-1987 (2003)
Palimpsesto. Retorno a Sicilia (2005)
El misionero involuntario. Diarios, 1996-1999 (2007)
Ventura y desventura de Eduardo Molina (2008)
Oficina de mujeres extraviadas (2009)
El vicio de escribir, Catalonia, 2009, recopilación de crónicas, a cargo de su nieta Lila Díaz; prólogo de la filósofa Carla Cordua
El mirlo burlón: Diarios (2000-2002), RIL Editores, 20104












La muerte está en el olvido

Tengo estos huesos hechos a las penas.
Miguel Hernández

Este cuerpo ya sobra en el olvido
de un aéreo silencio vibrador
donde los años llegan con rumor
de arterias aplacadas sin sonido.

Esta tristeza devuelve el dolor
de unos muslos ausentes y perdidos
tal espuma interpretada en sabor
a sangre y labios consumidos.

Este ciego instinto de unas penas
en el atardecer angustiado de los huesos.
este engaño de una sonrisa que apenas
en el fondo es un cielo o unos besos
y que en la muerte será un rostro espeso
que dulcemente ocultan unas venas.









Huida del cuerpo

Recorriendo tus labios busco en cada beso
un sonido a flor o vena consumida,
amoroso afán de un corazón vacío.

En cada brazo que tristemente gime
un pájaro silencioso muere en tus dedos;
anhelando aéreo, fugitivo
esa catarata de cabellos deshechos
en ruidos de olvido.

Ay la rumorosa ternura que sacude las manos
cuando el cuerpo fluye gris y sin mirada
por los ojos escapando hacia el cielo.









Buscaremos a los dioses

Tú que sabes del tibio acento de las plumas
y del calor infinito escondido en la nieve
trata de penetrar en este vago porvenir de sueños
en prodigio de savia o rosa adolescente.

Recuerda que aún debajo del laurel
está la axila resplandeciente de un cuerpo lejano;
y encima del labio hay un sonido eterno
a muerte o esperanza calcinada.

Y recuerda finalmente que un día prometidos a la sombra
buscaremos juntos la comarca del silencio
y entraremos puros como pájaros sin límite
a contemplar la mirada altiva de los dioses.








La resignación

Hubo manos que sumergieron fórmulas
y quisieron volar
como aire o corazón interminable.

Hubo instantes
en que el mar se creyó sangre
y buscó las arterias.


Por el cielo…
un ángel sonreía.








Moriré en el sur

Háblame de tus venas
y la espuma amarillenta de las lágrimas.
háblame del torrente salobre
que los dioses desdeñan.

Escucha la marcha de la muerte
en un silencio hermoso
como la delirante soledad de una tormenta.

Háblame de la estrella rota en la lluvia
y del espejo erguido en el murmullo
de un cuerpo sin melodía.

Escucha el eco prodigando labios
y el silbo del ramaje triste
en la lejana eternidad.

Háblame de las rosas viejas
y del mármol esculpido en fatiga de ángeles,
perdidos en la forma.

Después…
escucha la humedad de unos siglos arrodillados
repitiendo mi muerte, allá en el sur.








Mujer dormida

Estás sola en la playa,
bienamada,
y tu cuerpo acariciado por los vientos
recuerda la espuma sollozante.

Estás sola, mas en tu soledad
virgíneos te rodean los sueños,
y esa arquitectura tentadora del mar
nimbando olas tal cuerpos poseídos.

Sueñas, mas los sueño, amor mío
son los arcos del amor,
y después en el recuerdo
sólo habrá un perfume a labio pensativo,
un sabor a planeta yacente y tembloroso,
como la lluvia, suave,
como el silencio, dulce,
como el olvido, absoluto.







Yo soy del 30

Desnudo, llegué al mundo en 1930.
Volaban, entonces, los dirigibles
hacia el Polo, y mi padre silbaba:
la “Carioca”. “Te para dos” y “Ángela mía”.
Mis tías vivirían para siempre
(y en Valparaíso, como resulta
natural). Hitler ya estaba ahí,
y los Tres Chanchitos sueltos
iban preguntando: “¿Quién
le teme al Lobo Feroz, al Lobo Feroz?”
La tos convulsiva, el aceite de hígado
de bacalao, las gotas de Nicán.
Versos de Pipo en muros y faroles.
Capone caía a la gayola, Lindbergh era un héroe
y Robert Taylor y Rosalind Russell se amaban
en “El último saludo”, con la guerra del 14.
How to have peace?, decían en Londres.
Tranvías de dos pisos iban a Chorrillos
y en las revistas los tigres y los maharajaes
—más unas vistas de Gandhi— eran la India.
Como el cardenal Danielou,
aunque un poco antes, yo veía a Dios
en todas las cosas de la vida.
En la subida de Playa Ancha encontré
a la Tortilla Corredora y a los Músicos
viajeros. Sicilianos, y con todo,
en la familia morían de muerte natural.
Me encantaban el olor de los periódicos,
el manjar blanco, las galletas
de jengibre y los grisini.
Fotografías y recortes de revistas
en los muros (Mussolini, Balbo, Ciano,
“Cantimplora” Olguín y David Arellano,
Valentino, Pola Negri y la Nazimova,
Sacco y Vanzetti, el Niño Jesús
de Praga, Don Bosco y San Nicola di Bari).
Los millonarios se arrojaban por las ventanas
en New York, y “King-Kong” amaba a Fay Wray.
Dick Tracy era mi guía espiritual.
Oía “Giovinezza”, los domingos,
de mañana, en el Parque Italia junto a la loba.
Mi padre usaba sombreros a lo Chevalier
y pantalones Oxford, de marinero.
Mi madre, esos trajes azules de seda
con lunares blancos y quitasol.
Los galanes, en calle Pedro Montt,
lucían sus polainas grises,
y más tarde se iba a Las Salinas,
en donde el pan de huevo era Primera Comunión.
Ya en el 34, quise ver la isla de Crusoe,
el loro de John Silver el Largo,
los leones del gozoso Tartarín.
Me puse a buscar a mi Ángel de la Guarda,
los nombres de los instrumentos musicales
en el “Larousse”, y a contar los autos
(Packard, De Soto, Ford, y Chevrolet).
“Catari”, las “Monas” Polo y las fiestas
de la primavera (reina fue María Luisa).
Y en eso, Abisinia, la guerra Civil
Española, y el príncipe de Gales
que renuncia al trono por el amor
de Wallie Simpson. De ahí para adelante,
creí que esos años eran felices,
que la vida era hermosa, y antes
de leer a Jacques Prévert,
que el caballo de Troya y los perros
con ojos como platos vinieron,
para mi perfecta alegría, en el Arca de Noé.
Y ahora, en una tromba, se fue todo.
¿Podemos comenzar de nuevo?






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