sábado, 11 de febrero de 2012

5838.- GERMÁN GUERRA





Germán Guerra (Guantánamo, CUBA 1966) ha recibido la medalla de oro del certamen Florida Book Awards, en la categoría de Lengua Española, que se otorga al mejor libro publicado en el 2007 por un autor residente en el estado de la Florida (Estados Unidos).
Guerra ha sido galardonado por su poemario Libro de silencio (Ediciones EntreRíos, Los Ángeles, 2007), con grabados del artista Jorge Luis Mata. Por su parte, la medalla de plata ha sido entregada a Ariel González, por su libro Samuel Máximo y Niketon (Buenos Aires: Libros en Red).
Poeta y ensayista, Guerra reside en Estados Unidos desde 1992.
Ha publicado los poemarios: Dos Poemas (Strumento, Miami, 1998) y Metal (Dylemma, Miami, 1998). Actualmente trabaja en el diario El Nuevo Herald y es asesor editorial de la revista digital de poesía Decir del agua. Ha colaborado igualmente con la revista Encuentro de la Cultura Cubana.
En 1998 fundó en Miami la Colección Strumento, pequeña editorial de corte artesanal que publica libros de poesía.
El concurso Florida Book Awards, cuyos premios se entregarán en una ceremonia a mediados del mes de abril, es un programa anual que reconoce, rinde homenaje y celebra la mejor literatura de la Florida publicada el año anterior. El 2007 ha sido el segundo año que se convoca el premio. La novela La isla de los amores infinitos, de la escritora cubana Daína Chaviano, fue premiada en la primera convocatoria.
Los libros ganadores y sus autores serán incluidos en la edición de julio de la revista Forum, del Consejo de Humanidades de la Florida.
El Programa de Estudios de Estados Unidos y la Florida, de la Universidad Estatal de la Florida, es el principal coordinador de los Florida Book Awards, que patrocinan también el Centro del Libro, Biblioteca y Archivos Estatales, Sociedad Histórica, Consejo de Humanidades, Coalición de Artes Literarias, Asociación de Bibliotecas, Just Read, Florida!, Iniciativa de Alfabetización Familiar del Gobernador, Asociación de los Medios en la Educación, Centro de Artes Literarias, Friends of Florida State Libraries y el Capítulo de la Florida de Mystery Writers of America.









EL BEBEDOR DE SOL


Frecuentemente, cuando hablo del sol, se me
enreda en la lengua una gran rosa negra. Sin
embargo, no me es posible guardar silencio.
Odysseas Elytis


I


Terminada la misa
el sol muerde su cola de alabastro.


El bebedor de sol
es asaltado por la luz,
estéril y blanquísimo aleteo
llegando a su garganta,
rebaño cubierto por el polvo,
todo es luz y luz carbonizada.


El tiempo es una larga sombra en el espejo,
el azul es demasiado azul,
los hombres, bautizados por las horas,
bautizados por la sedimentada hora de la muerte,
de la vida,
rumian un sol de terca certidumbre.


Hombres bautizados a ser hombres,
héroes o traidores,
sudan un grito de metal
y el bebedor de sol, en blanco y negro,
tragando la soberbia de una playa
inclina su cabeza en la penumbra.




II


Escritura de metal,
escritura de metal en el aceite de las olas.
Libro de metal que se desploma,
hombre de uranio atado a los segundos,
onírico rostro de cobalto,
arteria de ceniza.


Tiempo de metal,
hombre parado en un lamento mudo,
pirámide de humo ladrándole al vacío,
pétrea columna que se desmorona bajo un sol castrado,
total abrazo de una luz raquítica y salobre.
Morir dejándose matar por la ciudad,
matar petrificando.


Minoico festín de lo imposible.


Rostro negado a los planetas,
telúrico rostro en las entrañas estelares
persiguiendo un astro falso en húmedo desierto,
dotando al mundo de un presente fósil
habitando reverso de espejo que procura
y espejo que procura en la tiniebla
sólo encuentra unas máscaras y olvido.


Telúrico rostro de ceniza,
hombre mordiendo puentes y fantasmas
y aviones de papel navegando los sonidos de la infancia.


Recetas filosóficas y libros de cocina:
lectura predilecta de monarcas y escuderos.
Hombre sin alas y sin rostro
arrastrando un golfo preñado de luces y cadáveres,
erigiendo un laberinto de relojes.


Hombre tatuándose la espalda con cajas de silencio,
balanceando llanto y existencia
sobre una cuerda de sueños,
demencias y suicidios.
Levar anclas, labrar sobre la muerte.
Partir, partir rumbo a la ausencia,
negar alumbramientos y amputar,
fundar sobre el vacío.
Fundir, milenario fluir de río y calendario.
Los dones ofrecidos por el tiempo
nos regalan ahora
un camino sembrado de sepulcros,
milenario crujir de huesos y sonrisas,
sobreabundancia de la piedra que humedece la ventana.


Ventana laberinto.




III


Vacío de metal,
vacío de metal en el aceite de las olas
y hacha a plenitud de un rito interminable.
Tristeza de metal no sólo en la garganta,
hombre complaciendo su agonía en doble filo,
redonda contorsión
de un horizonte sin puntos cardinales.


Metálica la húmeda añoranza
de hombre parado frente al hombre
como espejo ante el espejo.
Ícaro complace su agonía en doble filo,
fiebre cabalga la memoria,
dedálica fiebre edificando alas
y aviones de papel navegando los sonidos de la infancia.


Plumas de metal,
fantasmas hundidos en su sangre,
certidumbre convertida en piedra,
impotencias y tumores.
Escritura alfabética del sol y de las olas
parada en el cansancio isócrono
de aguas eternamente divisibles.


Hombres bautizados a ser hombres,
druidas o nictálopes,
abisman sus raíces en un amargo eco,
inminencias y temores.


El bebedor de sol
inclina su cabeza en la penumbra,
la memoria es una grieta
en el enorme segundo del crepúsculo.


Está pesando el sol en las espaldas
como una horda sedienta e infinita.
Está pesando el tiempo.


Terminada la misa de difuntos
Ícaro columpia su agonía calcinada
en el tendido eléctrico.




IV


Luminosos rituales del silencio,
una boca de piedra y esta oscuridad que me rodea
afirmándolo todo con palabras muertas.


Unos ojos de piedra transitan por el llanto
y el hacedor de lluvias,
el hacedor de las ventanas y rota nigromancia
derrama su árido conjuro a la pradera.


Una lluvia de sal interminable que deshace los nombres,
los oficios que coagulan los nombres,
las cosas ya nombradas,
los hombres, las bestias y las voces,
la voz de todos los ausentes.


La ausencia acaba de nacer,
arde en el aire como el dolor y el polvo,
como un arco de gaviotas circuncisas y ángeles apócrifos.


La madre del emigrante
deambula playas en nueva ceremonia,
hunde sus manos en un mar de estío y poco asfalto,
grita, petrificando salmos oráculos cantáridas,
vuelve a casa sin dar la espalda al horizonte.


Volver,
volver a la costumbre
con un golpe de muros en el pecho,
volver a esa letanía de pequeñas marionetas
que mastican sus hímenes portátiles
y luego son ahogadas en un charco de saliva metafísica.


Volver a la memoria
que desciende junto a la cal de las paredes,
mordaza de sudor,
planeta de ceniza,
presencia absoluta de la ausencia.


Llueve,
un sol estaño y humo lento
vuelve a casa sin dar la espalda al horizonte.


La madre del emigrante,
vestida en su cansancio malva y temblor involuntario,
deambula playas en nueva ceremonia,
desmerece llantos
y Dios es un pedazo de cristal en su bolsillo.










MING Y/ EL OSCURECIMIENTO DE LA LUZ
(Canción)


Quiero escuchar que no se ha ido la inocencia,
que aún la luz puede brotar como columna
entre la sal y el pan y la ausencia de milagros.
Quiero escuchar que no se ha ido la inocencia,
aunque la luz entre en sí misma preñada de silencio
y el vuelo circular de los insectos caiga en ámbar
para que hombres y mujeres pierdan el aliento,
soplen en sus diminutos saxos sólo contra el agua,
alimenten las vigilias huecas y pierdan el aliento
y pudran sus manos sus versos y rodillas en la niebla
y olviden morder rumbo al Cantar de los Cantares.
Quiero escuchar pero se aferran a mi ojo
campanarios y lagares bailoteando sobre el lodo,
seculares monasterios que se desmoronan
bajo el pesado estiércol de un teatro de patriarcas.


Arde en el viento de la noche una pagoda
con el vientre despojado de sus ídolos.
Quiero escuchar la luz con máxima inocencia,
oigo un rumor de barcos que se alejan.








GÉNESIS


Lo primero fue el hombre
apuntalando las paredes del taller
para que Dios se regodeara
entre su torno y la tibieza del barro
recogido en el nacimiento de los arcoiris.


Lo primero fue este sol de la mañana
para alumbrar la desesperación del hombre.
Primer hombre alimentando la vigilia,
la ausencia de los nombres y las herramientas,
los azoros cotidianos y el deseo de una hembra.
Todas las preguntas coronadas con un nuevo dios
exigente de holocaustos, libaciones y misterios
cuando la lluvia y el eclipse golpeaban a la puerta.


Los primeros fueron los colores
y el olor de la yerba ungiendo un rígido verano
y las ovejas pastando de su propia inocencia
al final de una llanura enorme y sin respuestas.


Llanura negando desde un trono la redondez del universo.


Las piedras trazando en el vacío
el primer círculo de muerte más allá de la mano,
trazando la destreza que nos brinda el aguijón del hambre,
los dolores secos en la espalda, la rueda y el camino,
las manadas de lobos y de espadas, de cruces y patíbulos
y el hombre devorando al hombre en el espejo.


Lo primero fue un espejo
y la cuchilla de afeitar en la garganta.


Lo primero fue un juguete roto.
Lo primero fue la máquina del tiempo
– reloj con dimensiones planetarias
y soles numerados –,
el tiempo de la hila y de las pieles
curtiéndose en un viento rancio de cuaresma
para que fueran trazados los primeros caligramas
y el poema.












ESTANCIA EN POMPEYA Y HERCULANO


A las seis de la tarde
revienta la ciudad petrificada.


Contenes egocéntricos
comienzan su agonía,
se parten contra el polvo y las banderas de la noche
curvando una absoluta sinfonía de epitafios
en el apresurado roce con las suelas
– suelas:
único mediador
entre el hombre y su ciudad –.


La ciudad devora el ente duplicado,
se extasía en su llenura.


A las seis de la tarde,
en el más ecléctico
en el más cansado parquecito de farándulas y orines
– seguramente al borde de la luz y de las casas –,
una multitud desesperada
viste sus camisas blancas,
mastica la impaciencia,
habita los agasajos de la espera
y al fin,
al fin
comienzan a llegar los pájaros
que cagarán esas camisas blancas.












LA CIUDAD Y EL BORDE DE LA ISLA


Para Félix Lizárraga


Ya no hay ciudad que te repita las canas y el olvido,
irte, ser, estar o acostumbrarte ya nada significan,
ya no hay ciudad ni muro que detenga tus pasos
ni abiertas calles con fuegos de artificio a tu regreso.
Ya no hay ciudad ni mar ni barcos en los puertos,
no busques más, tu sombra no te sigue.
Tú mismo en la ciudad te has convertido:
Eres tú el muro que te detendrá.


Ya no hay ciudad ni hombres hundidos en el sueño.
Aquí estamos, diciendo para que nadie entienda,
fingiendo ya ser mudos, ya ser ciegos y sabios,
rehaciendo nuestras casas para espantar el tiempo
con las hojas ruinosas de este otoño tan largo.
Y aquí estamos, sentados sobre la luz y el tedio,
colgando nuestras piernas al borde de la isla,
aquí estamos, y estamos tan cansados.






Un circo, un universo
una lágrima honda
tatuada en la cara del payaso,
el salto, la hemorragia
el hambre de las bestias
las espadas, la garganta y el silencio.


La memoria de un circo
se pierde cuando llega otro circo.
Entre abril y noviembre y el invierno,
cuando el tiempo es un eclipse largo,
tenemos otro circo
de campanas enormes
y colores bien hondos
soltando palomas y esperanzas
en la calle principal de la ciudad
y a la ciudad se le rompe el silencio
y se rompen los sueños
y los sordos aplauden
y los ciegos ya perdieron su llanto
y al país lo habitan las estatuas.


Martillos doblando las campanas,
música de sangre y pan que falta
y polvo en el lugar de la memoria
y los sudores del insomnio
y palabras y gargantas y el silencio.
La misma sed de siempre
el mismo río otro,
extraño río siempre
calmando las gargantas.












ÚLTIMA CASA DE CENIZA


Cuando el aire, suprema compañía,
ocupa el sitio de los que se fueron
Juan Ramón Jiménez


Hay un manto de cocuyos muertos
pegado a las paredes de la casa,
y ahí está mi padre martillando los metales y el silencio
de los que salieron a la calle en pleno día
sin darnos la noticia breve
de su rumbo hacia la grieta del espejo
que detiene los rostros cotidianos y el regreso.


¿Padre, qué hay detrás del horizonte?


Qué hacer ahora que nos hicimos mar
como una burda imitación de los juegos de la infancia,
cuando la espada de madera que nos construyó el abuelo
nos golpeaba, sin que supiéramos que era el filo de la vida.


Qué hacer ahora que estamos detenidos
en la última imagen de la humedad del ojo,
esperando el regreso de los perros infinitos
que ladran con un doble nudo en la esperanza
rumbo al lugar donde mañana
recogeremos lo que nos toca de locura
– hoy, estar vivos
es perseguir lo que nos toca de barranco –.


Cuánto padre,
cuánta herejía en el costado del sol y de los hombres,
cuánto polvo colmando los rincones y las tejas de la casa
donde antes la lluvia bendecía con sus cauces de agua
el cuento feroz de los ahorcados y las historias de fantasmas
que con un hilo de voz nos decían los mayores al anochecer.


Cae sobre las casas y las calles enfangadas
la primera mordida de la noche,
y ahí está mi padre sentado en la ventana alta,
trazando círculos de espanto en su sombrero,
moldeando la herramienta que detiene al tiempo,
conjurando un mínimo y cómplice solsticio
para la próxima estación de aves migratorias.












MARTÍ


Para Néstor Díaz de Villegas


Un niño y su martillo
unánimes trazando por el aire
un cántico de muerte
y piedra en el sudor de los lamentos.
Los héroes de papel,
papalotes de barro
y el sol un dedo blanco
y un círculo de moscas
y la carne abierta en las espaldas.


Después la tierra extraña,
extraña tierra toda,
insomnio de las bestias
verdades como nubes o peces
allí donde nombrar abismos.
Allí donde los puentes el invierno
una página en blanco y el silencio.


Suicidas de domingo
caminan por Manhattan
el tedio de sus perros.
Del Orinoco al Hudson
Caronte con sus remos
con sus mapas de sangre
y Heráclito que aguarda
limpiando su clepsidra
a la sombra del tiempo
a la orilla del Cauto,
y tú nombrando ejércitos
nombrando libertades muchachos
y palabras y palabras y palabras.


Después
el ardor de la guerra
la fiesta y el hambre del regreso,
un grillo limando su arco
en el último verbo del diario
y el sol un dedo blanco
espantado de todo
y una libra de sueños y metralla
abriendo entre la carne
y los nombres de tu pecho
o rompiéndote la espalda
– Qué importa ahora
el rumbo de una bala.



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