miércoles, 3 de agosto de 2011

4390.- HARKAITZ CANO



HARKAITZ CANO
Nacido en San Sebastián en 1975. Licenciado de derecho en la UPV y habitual colaborador de varios periódicos en el País Vasco.
Publicó en 1994 su primer poemario en lengua vasca: Kea behelainopean bezala (Susa, Zarautz). Es autor de las novelas Belauna jazz (Susa; Zarautz, 1996), traducido al castellano con el título Jazz y Alaska en la misma frase (Seix Barral; Barcelona), Pasaia blues (Susa; Zarautz, 1999) y Belarraren ahoa (Alberdania; Irún, 2004). Ha escrito asimismo libros de relatos en euskera: Radiobiografiak (Elkar; San Sebastián, 1995), Telefono kaiolatua (Alberdania; Irún, 1997) y Bizkarrean tatuaturiko mapak (Elkarlanea; San Sebastián, 1998). Reunió sus relatos en Enseres de ortopedia inútil (Hiru; Fuenterrabía, 2002) y sus crónicas neoyorquinas en El puente desafinado (Erein; San Sebastián, 2003). El libro de poemas Norbait dabil sute-eskaileran (Susa; Zarautz, 2001) ha sido traducido por el propio Cano: Alguien anda en la escalera de incendios (El Gaviero Ediciones; Almería, 2008)



12 SARDINAS VIEJAS PARA CONSUMO INMEDIATO

Un buen libro de poemas ha de ser
como una caja de pescado.

Nutritiva y fresca, fuente de fósforo y calcio.

O descarga hedionda
que nos impulse a salir huyendo
de ella, presos del pánico,

una caja de pescado podrido y cabezas calcinadas
de dientes y ojos afilados.

Una de dos.

Y así habría de ser,
como un buen libro de poemas,

nuestra vida.

(De ‘Norbait dabil sute-eskaileran’, 2001)








CENTRIFUGADO DEL REO

Hay a quien se le hace duro.
El truco consiste en mirar las cosas fríamente:
sentarse allí, en la silla, con la misma tranquilidad
con que uno lo haría en la peluquería,
con la única preocupación de si le cortarán
demasiado el flequillo o le arreglarán bien las patillas.
Inspeccionar con ojo clínico de trapero
aquel aparato lleno de correas: un electrodoméstico más.
Como si la silla fuese un congelador que ralentiza
fotogramas desperdiciados en amor y rencores
que te sobrevivirán en los cerebros de quienes te recuerden.
O mejor aún: mirar la silla,
observarla como si se tratase de un trono
del otro lado del espejo, o mejor, de una simple
lavadora. Eso es: quedémonos con la lavadora.
Mirarla como si se tratase de un aparato ensalivador
que masca tus camisas hasta darles el aroma del limón
y hace girar la ropa sucia de tu vida,
ropa que tú mismo has apelmazado y metido dentro.

Te conducen a ella, te invitan a sentarte,
atan las correas y te dan una última oportunidad
para decir algo:
quizá te dé por pedir un cómic de Hugo Pratt
mientras aguardas el desenlace.
Puede que te dejen fumar un último pitillo
(depende del día, las normas son las normas).
Nunca más deberás tender la ropa,
adiós al fatigoso incordio de coladas que gotean.
Todo ha acabado para ti. Y todo, esa palabra,
se te antoja un par de vaqueros aún no gastados,
cuando la silla eléctrica comienza a centrifugar.

El tiempo justo de preguntarte: -¿Quién vestirá mis ropas?

La furgoneta de los traperos ha alcanzado una curva
y bailan por última vez
las camisas del condenado.

Un viejo de lacia melena
introduce monedas en la secadora
mientras chupa la corteza de un limón
y sigue como si nada.

Poema incluido en el libro Alguien anda en la escalera

de incendios (El Gaviero Ediciones; Almería, 2008).





LA POESÍA ES FICCIÓN (Y UN CUERNO)

No me considero una persona demasiado atormentada.
Pero a veces la resignación se apodera de mí.
Qué le vamos a hacer, todo cambia.
Un antiguo compañero de clase está a punto de casarse
con una chica del opus dei;
otro lleva más de nueve meses en la mar
pescando ilegalmente;
nueve meses, todo un embarazo,
quizás se haya hecho persona en el vientre de la mar
ya que no lo hizo en el de su madre.
A veces una tremenda resignación se apodera de mí
porque cuando tu soledad choca con la mía
me hace daño.
Este sentimiento se parece, cómo decirlo,
a descubrir que cuando cumplimos veintiún años
las chicas que tenían nueve cuando nosotros teníamos trece
tienen ahora diecisiete.
Descubrir al final de una noche, violenta y repentinamente,
que ese amanecer culpable y aquellos tiernos pechos
que nunca osamos imaginar que llegaran a serlo
ya no serán nuestros.
No sé si se entiende dicho así.
Que nos damos cuenta de esto y de aquello,
que hemos apurado ya todos los vasos de nuestra ingenuidad.
Que perdemos la mayor felicidad por el más mínimo error:
por eso, los errores diminutos son los más dolorosos.
Los grandes errores, no tanto.
Podemos acurrucarnos y vivir dentro de ellos,
o dar vueltas alrededor.
¿Qué hacer, sin embargo,
con un error que no es sino el ala de un insecto?
La risa es la única terapia
para ciertos asuntos que nos preocuparon.
Pero ni siquiera eso es suficiente.
Como tampoco lo es cubrir espejos con sábanas
para ser invisibles. Sobre todo, eso.
Y que todo lo que perdemos en la vida,
lo hemos perdido por no ejecutar a tiempo,
hace ya mucho, un adagio, un saludo
o un gesto
de complicidad.

De: Interpretación de los temblores, (Atenea, 2004)







BASQUIAT

Yo soy Jean Michel Basquiat:
artista negro que las pasó moradas
marginado por blancos y mulatos;
soy el que metía el dedo en el ojo
del gusto establecido
y lo sacaba del culo de cantantes rubia platino.
Soy el que pintaba sobre las puertas y las cortinas de su casa,
aquél a quien sus amigos robaron el frigorífico cuando murió
porque pintado en él había un dibujo que podía malvenderse
por cuatro duros.

Yo soy Jean Michel Basquiat.

Tomaba café sobre mis lienzos, comía sobre ellos,
me enfurecía, reconciliaba, desesperaba, revolcaba
y dormía sobre ellos cuando me dejaban.
Soy aquél que utilizaba sus cuadros como agenda
y apuntaba en los lienzos los teléfonos de mis novias
hasta que me enfadaba con ellas, y entonces los tachaba;
porque la mejor forma de resaltar las cosas
y de que la gente haga caso y repare en ellas
es borrarlas;
borrar todo lo que uno pinta
es la manera, el único camino.

Yo soy Basquiat.

Boxeé con Warhol y lo vencí en tres asaltos.
Soy yo. Yo soy Basquiat.
Hice el amor con todas las progres chic
del downtown neoyorquino.
Basquiat, el que vendía al mismo precio cuadros
que me llevaban dos semanas o diez segundos de trabajo.
Porque en ese temblor de muñeca de diez segundos
–esgrima y pincel–
se condensaba mi vida entera.


Yo soy Basquiat
niño problemático
joven de pelo rasta que aspiraba a exprimir la vida
para dejar un cadáver como para follárselo
y olvidó que todo cítrico tiene dos mitades.
Yo soy Basquiat:
ingenuo
absorbido por el mercado
inaguantable
seductor
profundo
superficial
natural
artificial
todo lo que tú quieras, ahora que estoy muerto.
Ése soy yo, ése que cuando no tenía dinero
o su camello le fallaba
dormitaba en Washington Square.

El que pintaba con dos tocadiscos y dos televisores encendidos
con el volumen a tope,
ladrón
villano
coronado rey
madre y abuela del fracaso
hijo del éxito,
aquel que en el fondo de los ojos
tenía aún la tristeza latente de un niño amordazado.
Y, cómo no, aquel que murió de sobredosis con veintisiete años,
el que quiere sacar su brazo de debajo de la tierra
para borrar de un último brochazo su lápida
incapaz de apuntar o tachar
un último número de teléfono,
aquel que yace
en este nicho de Brooklyn
y en cada uno de sus
cuadros.

Yo soy Basquiat.

De: Interpretación de los temblores, (Atenea, 2004)





ALEMANIA AÑO CERO

Al volver del colegio traía en la cartera
trozos de carbón desprendidos de los carruajes.
Su familia los recibía cual oro en paño.
Pero las cosas se torcieron, padre murió,
la conciencia del niño dejó de medirse
en la escala de la picaresca.
El niño, antes de saltar al vacío,
observó su casa desde otra casa,
su ruina desde otra ruina;
su esqueleto desde otro esqueleto.
Vio las ventanas, tapiadas por maderos en cruz.
Ningún tesoro para un infante allí
tras los postigos carcomidos.

E la nave va. Y el niño, salta.

Rebobinamos la última secuencia una y otra vez,
resucitando al niño y desafiando a la gravedad,
cerciorándonos de los trucos de montaje:
nos aseguramos así de que Rossellini
dejó con vida al niño actor, al menos.

Abrimos la ventana, para ventilar.








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