miércoles, 10 de noviembre de 2010

1792.- HÉCTOR CASTILLA



Héctor Castilla 



Nació en Cartagena (Murcia), España en 1971, editor y escritor, ha publicado los libros ‘Carta desde el invierno’ (Premio Emma Egea, 2004) y ‘Una canción en la memoria’ (Editora Regional de Murcia, 2006). Ha participado, entre otras, en las antologías ‘Trazado con Hierro’ (Vitruvio, Madrid 2003) y ‘Tributo a Serrat’ (Rama Lama Music, Madrid 2007). Como editor ha publicado en Cartagena la revista La Galera, y en Murcia la revista de poesía Hache http://revistahache.blogspot.com/). Ha traducido al inglés varios poemas de Cristina Morano. Desde hace dos años imparte clases y talleres para adultos de poesía y literatura.





Pudiera sernos útil el invierno
como pseudónimo,

así ocultaríamos blancamente
todo nuestro fracaso,

ese fracaso que, quizás, ni exista.


Cartas desde el invierno, Fundación Emma Egea, 2005














S/T

Mira las palabras,
mira cómo juegan y se ríen de nosotros,
de nuestras ganas de teorizar
sobre cómo se comportan.

Hablamos de estar desechos
y se nos olvida que hubo un tiempo
en que realmente éramos plenos,
totales y absolutos como un puzle
terminado y enmarcado.










Versos encadenados a una sombra

Ruth estará saltando a la comba. Sonará la radio.
Alguien encenderá una televisión
y un ave negra nos atravesará,
nos sacudirá el polvo de estar tan quietos.
Veremos allí, en un salón –sangre en el suelo–,
a alguien dándole la razón
a esta época que demuestra
que no hay mitos que diseñar,
que queda sólo un salto
suicida a la fama. Nadie
podrá decir ya nada
que aún pueda salvarnos.

La noche nos cubrirá de seda y apagará las radios.
Ruth estará todavía en la calle.










Desorden

Afirmas saber quién soy
sólo mirando lo que hago.
Si me adelanto o si me atraso,
si cuando caigo salpico,
si soy capaz de volar
o de doler cuando aparezco.
Dices siempre que soy comprensible.

Quizás sea porque conoces
el sitio de mi reposo, porque viste
mi pobre casa con tus propios ojos.






CONOCIMIENTO DEL INVIERNO

En invierno, el más mínimo esbozo
de eternidad se ve acechado
por las manecillas de los relojes
señalando a los ceniceros
y a tanto pensamiento
dejándose morir en la ceniza.

En invierno, el presente no es nunca pieza firme
del mañana y las huellas de unos pasos,
muy lentos, en mitad
de las calles conocidas,
van empobreciendo
el suelo sobre el que se anda
con la terca obstinación
que va impresa en la vida.

En invierno, cuando los pies
parecen romperse, impresiona
descubrir, bajo un manto
de desolación, cómo
todo se mantiene con forma
de ciprés: en pie,
aun rodeado de tanta muerte.






MEMORIA DE LA SAL

Deberíamos emprender camino
hacia un mar sin daños, abandonar
la inanidad de las ciudades, dar
sentido al desarraigo, al destino
de no quedarnos fijos en ninguna
fotografía (ser sólo siluetas
borrosas, sombras, figuras secretas
en álbumes ajenos).
Habrá alguna
ventana entonces cubierta de sal
desde la que asomarse a respirar
desmemorias, a fumar cigarrillos
dóciles. Todo será ocasional
allí; como hábito, sólo, quemar
los días grises y los cigarrillos.






DÍPTICO DEL VIAJERO

I

Que el viajero se muestre despegado
de las cosas no implica que lo esté,
no quiere decir que no eche de menos
las paredes
que siempre le dieron cobijo.

Sabe el viajero del dolor
de la felicidad en la memoria,
donde todo se descubre en la sola
dirección de un nombre habitado.

Así que, en la noche –que lo ve todo–,
escribe para comprenderse
en la distancia de una habitación
de hotel en la que se despertará
y mirará las pequeñas y sencillas cosas
concretas que aún le acompañan.

II

Si el viajero
se despierta de madrugada
es para recoger
el calor que pudiera quedar en los zapatos,
y espera obtener la certeza
del mundo más allá de los cristales
y poder sonreírle sin motivo
a la ropa sobre la silla
y a los libros sobre la mesa.

El viajero sabe
que una madrugada interrumpida
es un encuentro en la oscuridad
con el hecho de existir

y una excusa para volver
a cultivar el sueño.




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