lunes, 9 de mayo de 2016

SANTIAGO ERAZO [18.650]


Santiago Erazo 

(Bogotá, Colombia  1993). Estudia Creación Literaria en la Universidad Central. Fue participante del III Taller de poesía del Fondo de Cultura Económica impartido por el poeta colombiano Federico Díaz-Granados.


Canción del herido

Me lanzas abismos 
desde la entraña de una nube gris.

Con tus brazos,
es decir aspas,
es decir muros de ladrillo
los arrojas como bolas de nieve  congeladas.

Pero se derriten 
y quedan estos vacíos entre párpados
estas nadas que manchan mi piel,
que son secuelas de guerras invisibles,
sólo libradas después de la victoria.

Dime entonces
por qué 
por qué precisamente 
derramárselos
-y ungir con el aceite de la caída-
al que es más cándido y frágil. 


Todos deberíamos ensayar para el día
en que seamos ciegos

Todos deberíamos ensayar
para el día en que seamos ciegos.

Cerrar los ojos otros cinco minutos más
después de despertarnos.

Probar como bastones las ramas caídas
en los parques.

Leer con los dedos
el braile de las cicatrices en los brazos
y la esperma de las velas derretidas.

Golpear objetos. Oír el canto de las sillas,
los postes de luz y las ventanas.

Quitar por una noche, cada quince días,
la bombilla blanca de nuestro cuarto
pues antes de la muerte vendrá la ceguera,
y Caronte no aceptará nuestro miedo
como pago antes de conducir la barca
hacia la otra orilla.


PAISAJE VERTICAL II

Como el río seco
en la garganta del ahogado,
un atardecer
                       -rojo hilo de voz-
se trenza en la brea de las ventanas:

Inmersa la mano de la noche 
entre los arrecifes de las calles,
los aguijones de los postes
hieren de luz su dorso.




Sé de un árbol
cuyas raíces crecen 
en el lugar de las ramas.

Las lombrices crían los ojos que no tienen
en la punta de sus cofias
y es el ámbar de su tronco
un ala rota, derretida por la luna.

A lo lejos parece una viuda abandonada:
cada hebra alza sus manos
hacia un coágulo de noche
y nunca duerme
a la espera de la simiente
que, antes del paraíso, Dios le robó:

cuando en la ciudad
un hombre cae
recitando el dictado de una bala,
sus cabellos grises crecen un poco más.



SIMETRÍA

Frente a la ventana,
tras los ojos de la lluvia,
las nubes parecen decantarse 
como caracoles nocturnos 
que emigran hacia el suelo.

Al otro lado del reflejo 
un ciego llora
y escurre breves gotas 
de su propia oscuridad.


12:00 a.m.

En el cielo hay un pianista tocando con sus teclas negras los silencios que nos ungen en la noche. Un silencio para cada mujer y cada hombre, como una dádiva sagrada, una lluvia sin gotas, una sábana lechosa que cubre nuestros cuerpos.


DERMATOGLIFOS DE LUZ IV

Dos hombres, 
colgados a la fachada del edificio 
como frutas maduras,
limpian el brillo de la luna 
en las ventanas:

dos gotas más de lluvia 
que
    escriben
        con 
            agua
                su
                    caída 
                        en 
                            el
                                cristal.



BITÁCORA DE VIAJE

Me cuelgo del viento. Lo domestico como a una mesa coja. Me agarro a cada hilacha que el sol descose de las nubes, y antes salto lazo con las agujas de agua que las enhebran. Con el tiempo aprendí a subirme al viento sin sus rueditas para principiantes. Pero sigue sin ser sencillo. Cuando truena, se asusta con el mismo estupor de los armarios cuando intempestivamente los abrimos. Entonces lo calmo y palpo su lomo hirsuto de gritos recién podados. Luego el cielo llora, pero en cada lágrima la aridez del viento. Y adentro del viento otra lágrima. Así, la virtud para montar al viento radica en destilar de aquella última lágrima el camino que queda por recorrer.



ELLIOTT SMITH

¿Fueron las dos manecillas que te enterraste en el pecho para detener al tiempo, o la noche líquida que te inyectabas en los brazos lo que tiñó de hollín el tragaluz de tu garganta?

Ni lo uno ni lo otro.

Sólo tu cuerpo no supo más cómo cantar las estrellas muertas que te corrían por las venas, y se enteró de que las cuerdas de tu guitarra ahorcaron la lluvia que te mojaba por dentro.


Únicamente quedan estos frutos caídos de tu voz, y el vacío de las notas que ahora lanzas, como un buitre moribundo le arroja su hambre a sus propias crías.


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