domingo, 22 de mayo de 2016

EDGAR SOLÍZ GUZMAN [18.760]


EDGAR SOLÍZ GUZMAN

Edgar Solíz Guzmán | Bolivia
Escribe poesía, cuento y crónica de temática homosexual. Produce y conduce el programa de radio “Soy Marica y Qué” de Radio Deseo 103.3 F.M. Es miembro de “Movimiento Maricas Bolivia”



SARCOMA
                            
I
Mi cuerpo es una ausencia 
    inhabitable / inevitable
que se derrama esta noche de invierno
sobre la espalda de la ciudad.
La ausencia rezuma dolores / horrores
sobre el dorso de una vena mutilada
como la sangre de San Sebastián,
sereno y displicente, en el podio 
del martirio.
La noche penetra por las ventanas, 
me mira con distancia prudente,
mientras descansa las piernas
y conjura los lenguajes de la sombra.

Me es imposible distinguir el olor que la contiene,
mirarla con la desesperanza de un niño huérfano
que roza su pesimismo y coge su mano embebido en formaldehído.
Es un problema este olor entre mis manos,
      diluir la solución al 5 % en agua
y esperar el momento preciso
de la inyección endovenosa,
para protegernos de esos gusanos que, 
como una piara de cerdos, 
se lanzan al precipicio.

El formol ha minado mi cuerpo, 
lloro cristales hemorrágicos por el
ojo de vidrio verde que me queda.
Retiro ese ojo y cierro los párpados
confundiendo esos antojos naturales
y el oficio humano que me circunda.


II

se retira la sangre de mi cuerpo
por una herida que no es del cuerpo
yo no sé decir el nombre de mi enfermedad,
y sin embargo me comporto a la altura de las 
circunstancias,
intentando contener esos huecos que me vacían
y demorando las goteras con los pulpejos de los
dedos que no alcanzan a cubrirlas porque todo se desborda:
Las venas, las manguerillas, las miradas,
las jeringas,  los catéteres, los enfermos.
Incluso la muerte que se lava el rostro con una esponja rancia color melón.
¿Recuerdas la sangre marcando nuestras líneas de la vida?
mirando confundidos el misterio de la muerte,
queriendo recorrer ese trazo confinado a una tierra difusa,
en la que era imposible imaginar tu hálito y el mío
porque el destino hilaba mi nombre, letra por letra,
mientras Átropos cortaba las hebras, noche por noche,
depositando el resto en una herida sangrante.
Desde entonces, 
imaginé una muerte 
digna de mi altura, 
llegué a pensar que mi 
propia mano se haría 
vengativa.
(Desistí al tercer intento porque una vidente tomó mi dedo pálido hasta hacerlo sangrar, removió su transparencia para anunciar que la muerte habitaba en mí, pugnando, inútilmente, por morir. 
Todavía conservo el dedo y la gota de sangre. 
He aprendido a vivir con la exactitud del oráculo que, cada cierto tiempo, determina mis posiciones cadavéricas. 
Me he adaptado a los olores, las punciones, los abscesos, las diarreas, los bacilos y todos los falsos positivos antes de la primera tos sanguinolenta.
Si te digo todo esto y respiro más lento es que conseguí que compartieras mi hálito. La vidente se pasea por el pabellón arrastrando con furia su sonajero de plata. En la curva de una esquina la enfrentaré para pedirle que cambie sus presagios. Me ha tocado la luz de mi propia muerte. Ahora mismo termino de incrustar ese lazo rojo en la piel cancerosa de mi pecho. Mi cuerpo se abre, se abre de par en par para recibir esa luz.)

Es hora de que lo entiendas:
todo animal se vuelve voraz
cuando es acorralado
por las formas de la muerte.

Era imposible conocer las intenciones guardadas en el dorso de tu pene,
en tus comisuras, tus caderas, tus recuerdos
y en todos esos ángulos sinuosos que
besamos con la complacencia de un 
        moribundo.
La muerte aprovechó la tarde, la noche 
y el medio siglo de edad de nuestros besos,
aprovechó tus ojos para hacerse invisible 
y todos los hijos muertos en el cruce de nuestras lenguas.
Nos encontró en la cama de los putos tristes
y en la ciudad enferma que mordía nuestros muslos,
entró al mundo, como un sátiro descifrando esos cuerpos desnudos,
  la mañana en la que cayeron los primeros peces del Salón de belleza.


III

“La muerte cuando no da vida mata”
decía de mi madre que me cuidaba y cuidaba el salón
de los putos tristes, de la ciudad enferma
del sueño resucitando mi devenir Eva,
de las muecas iluminando el cadáver,
del féretro incrustado de diademas
y del empalamiento en el falo de la muerte.
Mi madre y su congoja, su secreto, su pánico, su vergüenza
y el primer día gestando en mi vientre de hijo virgen 
que promete besarla medio siglo y alejar los murmullos
que nos devoran con la avidez de las parcas hambrientas.
Mi madre y yo, ella y mi urgencia hemorrágica, placentaria, umbilical, amniótica
llamando a mis amigos debajo del 
tanque de oxígeno para decirles adiós,
tomando una sobredosis de opiáceos 
porque la desesperanza y el caos,
cambiando mis pies por muñones
por invitación hábil de la gangrena,
perdiendo la cabeza en incontables
situaciones en que quisimos cortarla.
Mi madre y yo compartiendo la polvera, las medias red y el corsé de palitos chinos.
Ella y yo que nacimos en un viaje 
de invierno para demorar los años,
con el ajuar de joyas falsas, el recipiente 
de culpas y nuestros cuerpos centenarios,
deambulando callejas, durmiendo en bares,
despertando en sanatorios y hospitales.

Tu llegaste después, para conocer mi cuerpo, 
habitar mi culpa y limpiar el esperma de las sábanas,
mi madre te miraba de reojo intentando descifrarte,
calibrando la mortandad de la carne que me ofrecías
y guardando el miedo en los niños envueltos que desayunábamos.
“Yo estuve en Filadelfia” me dijo un día
y se puso rezar las cuentas con su desconsuelo de madre,
conversamos sobre el presagio de la vidente
mientras te señalaba en la fotografía velada 
mirándome para siempre, arrastrando pulmones y ojos reventados, 
abandonado en la soledad y los cinco antidepresivos
que se hunden en la amodorrada somnolencia.
Pronunció la palabra epitafio antes de desnudarse, 
estalló dentro mi cuerpo con una risa macabra
 y se extinguió entre un olor a tierra mojada y flores rancias.
Todavía guardo sus 103 kilos grasientos en el patio de mi casa,
su cordón umbilical enterrado entre incienso y mirra,
el juego dental completo de sus dientes de leche,
su cráneo limpio y el velo amarillento de su boda.


IV

Mi pañuelo con sangre delata al bacilo que me sobrecoge,
vuelco mis pulmones para reutilizarlos mientras soplo,
con pesimismo y demencia, los dolores imaginarios.
Deliro con 39.7 oC acumulando esputo en un bolo alimenticio
que me traga mientras me quema el agua salada
de los mares que nacen de mis poros.
Gotea,
brota,
fluye,
salta,
chorrea.
Excremento líquido,
pedazo de mierda diluida,
la dieta que pago/cago hasta las heces,
intempestiva, imperiosa, diarreicamente,
un romántico escarnio a la obesidad heredada
que me vacía desmesuradamente antes de pronunciar otra palabra 
   y recoger las cenizas de mis huesos hechos polvo y cadáver insepulto.
Estos dolores son la ira de la indigencia corporal que encausa mi deseo
  en la precariedad del destino y la dosis de morfina
que nunca funciona porque he aprendido a simular mis días pálidos
y dolorosos en el otro que se repite hasta el hartazgo buscando la 
sentimentalidad y la sobrevivencia.
El difunto al que mato cada día

y que nunca termina de morir
ha escrito nuestra esquela
pasadas las tres o cuatro horas
previa comprobación del rigor mortis.

Todos nuestros restos se descomponen 
en una bolsa de basura extra grande,
hago gárgaras con el olor que fermenta nuestra 
expansión corporal mientras voy tragando, 
con pastosidad, la pus de nuestro último absceso anal.
Una fosa clandestina, madre putativa, 
memoriza nuestras plegarias y prepara la tierra mohosa
para guardarnos mientras los gusanos comen y engordan. 
Los gusanos nos mastican con su mucosidad mamosa,
tragan, regurgitan, regurgitan y tragan,
van modelando el barro que cubre nuestras minucias,
la mortaja que nos hace cuerpo mientras nos deglute.
Hay que moldear la lápida con el mismo barro de nuestras cenizas,
triturar los gusanos que nos tragan con fruición,
succionar el cuerpo que nos pertenece,
separar bucalmente los gusanos de la caca y estos del cuerpo
y estampar un escupitajo gomoso 
en la fatalidad del deseo conquistado.


V

Permanecer deshabitando mi propia forma,
dejar a la carcoma instalarse temporalmente,
mientras el silencio deviene territorio cifrado
nada queda de la pus, las llagas, costras y cicatrices
ni siquiera ese fatal tizne violáceo que tanto temíamos.

La modorra empieza a habitar el deseo del otro.

El performance que el cuerpo esperaba
se deshace en las arrugas y los pliegues 
nocturnos que delinean mis contornos.
Un vacío anida la huella de mis dolores, 
una escisión menoscaba el cuerpo, 
desorientación abismal de la oscuridad,
una ausencia contiene los olores sincopados,
la pérdida irremediable del ser.

Doblar las sábanas.
Desempolvar la habitación.
Esperar otro cuerpo, otra muerte, otra huella.







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