domingo, 31 de octubre de 2010

1675.- FRANCISCO JAVIER IRAZOKI


Francisco Javier Irazoki nació en Lesaka, Navarra, España el 21 de octubre de 1954. Fue periodista musical en Madrid. Formó parte de CLOC, grupo de escritores surrealistas. Ha colaborado con el fotógrafo Antonio Arenal. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado diversos estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.

-POESÍA:
Árgoma (1980).
Cielos segados (1992). Poesía completa hasta 1990. Incluye Árgoma, Desiertos para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990).
Notas del camino (2002). Con Antonio Arenal.
Los hombres intermitentes (2006).

Incluido en las antologías 23 (1981), Anales de Trotromrotro (1981), Antología de la poesía navarra actual (1982), Antologia della poesia basca contemporanea (Italia, 1994), Poesía vasca contemporánea (1995), Navarra canta a Cervantes (2006).

-OTROS:
"Releer al soñador Sinfield" (Revista Mundaiz n° 51, 1996).
"Cervantes en los espejos franceses" (Revista Mundaiz, n° 72, 2006).
- La nota rota (2009).







AUTORRETRATO

Lo mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada.

(De Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)







PALABRA DE ÁRBOL

No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.
Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.
Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.

(De Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)






LECCIÓN DE PÁJAROS

Nevaba cinco o seis veces al año. Pero era de verdad, y los prados, las casas y los árboles amanecían cubiertos del color blanco que cegaba a los caballos. Éstos rompían con sus cascos la nieve, en busca de un poco de hierba sepultaba, o golpeaban con el hocico las ramas, y morían después de comer las hojas de los tejos. Los pájaros, hambrientos, les despedían con un réquiem muy delgado.
Veíamos el vuelo desorientado de los petirrojos y tordos, hasta que descubrían la abertura de la vivienda. Entraban en aquel túnel y caían a un desierto de oro: el suelo del desván cubierto de mazorcas de maíz.
Algunas aves llegaban sin energía para comer los granos sobre los que enseguida se desplomaban. Yo, niño pequeño, apretaba con fuerza sus bultos para fundir los hielos de la muerte, y descendía rápidamente a la habitación donde una cocina de leña caldeaba los cuerpos de mi familia. Colocaba los pájaros cerca del horno. Ardían unos troncos de manzanos y cerezos sobre los que esos pájaros cantaron el verano anterior. Los árboles cortados por el hacha de mi padre agradecían con el calor los cantos que aliviaron su vejez.
Esta fue la primera enseñanza. Vi pronto la sombra, aunque blanca, y el vuelo frágil que querría esquivarla.

(De Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)







HIJOS AHUMADOS

Soy de esos vascos a los que, en su infancia, el cuartel de la Guardia Civil no les infundía miedo sino pena. Estaba lleno de hombres adustos y domésticos que llegaban a pie a los caseríos y, envueltos en sus capas, nos pedían una firma que probaba el cumplimiento de la ronda de vigilancia. Se adentraban confiados en nuestras viviendas, depositaban los pistolones, desceñían correas e iniciábamos la charla. En invierno, delante de la lumbre, mi madre les ofrecía café humeante y, si era fiesta, algún dulce. En verano, les invitábamos a arrancar los frutos de los árboles. Avanzaban lentamente bajo un sol que castigaba la sumisión al uniforme grueso. A mí me gustaba imaginarlos ladrones de cerezas.
Asistíamos a la fiesta anual del cuartel y estrené mi tristeza en el patio de lajas sombrías. Qué olor a coliflores hervidas en lejía. Sólo la música mala anima a emborracharse, pero aquella era de tan pésimo gusto que paralizaba los labios sedientos.
Crecimos, y no olvidaré la oscuridad veloz de los inviernos. Subíamos del colegio guiados por el lenguaje de las linternas de los contrabandistas. Mi padre halló, escondidos en un almiar de helecho, varios frascos de perfume francés y ni se atrevió a tocarlos por miedo al lujo excesivo. Sospechábamos que los matuteros y guardias compartían, por turnos caballerosamente respetados, el uso nocturno de una borda cercana al caserío. Algunas mañanas examiné el camastro de heno e intenté separar las huellas fragantes del contrabandista de café y los rastros severos del perseguidor.
En la adolescencia, los poemas de Blas de Otero y César Vallejo me condujeron a los textos de Karl Marx. Mostré aquellos libros secretos a los guardias que calentaban el desayuno en la cocina de mi casa. Cómo desconfiar de unos hombres cuyo deje andaluz o sequedad extremeña añadía acentos tan gratos al diálogo.
Después el ambiente se enturbió. En el entusiasmo de la transición política de los años setenta, unos cobardes dijeron que íbamos a transformar el mundo, y para ello únicamente hicieron el esfuerzo íntimo de cambiar la orientación de sus zarpas. Señalaron con inquina a los guardias. Éstos reaccionaron con zafiedad. Fui retenido en un control ordinario. Borrachos, me amenazaron y se rieron de mí.
Desde entonces, caminé con el presentimiento de ser odiado por los árboles anochecidos.

(De Los hombres intermitentes, Madrid, Hiperión, 2006)




RETRATO DE UN HILO

La zumaya gorjea suavemente
sobre un cadáver y, mientras amanece, eleva
su delgado alfabeto.

Una muchedumbre avanza
con la mirada fija en la cosecha del río,
y ya se percibe a los que prenden fuego al muerto,
y la música que arde
como una leña triste.

Pasan dos hombres sobre una bicicleta ruinosa
cuando el aire, ese adiós que se respira,
riza su seda en el suelo.
Y llegan todos a la orilla:
el que habla entre bancales de almendros,
el de la belleza quemada,
el que lleva el mistral en los ojos,
el vagabundo que despliega
su cuerpo como un vaho,
una muchacha que amó las tormentas
y que ahora aspira a que su hermosura
sea una senda de agua,
un viejo que sueña con caballos
y bebe despacio su vaso de tiempo.

Ven en la existencia un decorado de la travesía
y en el hombre una migración suspensa.

Después miran en el río
el resumen de los que vivieron.
La corriente vuelca las quemaduras,
un mirlo termina el canto
y la luz se incrusta en sus propias pavesas.


Benarés, Ganges, octubre de 1991

(Del libro inédito Retrato de un hilo)








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