viernes, 18 de noviembre de 2011

ROBERT FROST [5.178]


Robert Frost

Robert Lee Frost (San Francisco, 26 de marzo de 1874 - Boston, 21 de enero de 1963), poeta estadounidense. Fue hijo de una maestra, Isabelle Moodle.

Poeta estadounidense considerado uno de los fundadores de la poesía moderna en su país, por expresar, con sencillez filosófica y profundidad sentimental, la vida y emociones del hombre rural de Nueva Inglaterra. Estudió en el Dartmouth College y en 1890 su familia se trasladó a Lawrence, Mississippi. Desempeñó varios oficios, tales como maestro, hilandero, zapatero, granjero, editor de un periódico rural y escritor. En 1912 viajó a Inglaterra, donde contactó con poetas de fama, como Lascelles Abercrombie y Edward Thomas, publicando allí sus dos primeros libros, una colección de poemas y un conjunto de monólogos dramáticos.

Obtuvo un éxito inmediato y en 1915 regresó a Estados Unidos, donde ya era reconocido. Dio a conocer posteriormente Intervalos en la montaña (1916), El arroyo que fluye al oeste (1928), Una cordillera de más allá (1936), En el calvero (1962) y otros volúmenes de versos y dramas. Sus poemas reflejan la naturaleza ligada a las emociones de los hombres que la habitan, con un lenguaje sencillo que va tejiendo no obstante máximas o moralejas complejas. Su mundo es trágico pero a la vez, por efecto de una filosofía de la resignación o de una sabiduría elemental, lo trágico se disuelve en los acontecimientos naturales de la vida, con un leve sentido del humor.

Detrás de sus ríos, árboles, senderos y paisajes se esconde la inminencia de algún peligro, los peligros potenciales de la naturaleza y el misterio esencial de las cosas a los que sus personajes sencillos, casi primitivos, se ven confrontados. La belleza, por ejemplo, puede surgir de una tempestad de hielo, más allá de su inclemencia y poder destructor, elevando la poesía a un misterio que la rebasa. Sus criaturas se cruzan de pasada con los elementos, y en ese fugaz encuentro es donde se produce la poesía, agigantando el encuentro en un símbolo mayor que expresa metáforas de la condición humana en general.

La muerte de su esposa en 1938 y el suicidio de su hijo Carol en 1940 causaron un impacto profundísimo en la estabilidad emocional del poeta y estuvo cerca de volverse alcoholico. En 1941 marchó a Cambridge y allí vivió el resto de su vida acompañado por su secretaria Kathleen Morrison, a la que pediría en matrimonio poco tiempo después de la muerte de su esposa, si bien ella rehusó. Publica Máscara de la razón (1945) y En el calvero (1962), entre otros muchos libros. Visita Brasil en agosto de 1954 y en 1957 volvió a Europa, lo que aprovecha para conocer a W. H. Auden, E. M. Forster, Cecil Day Lewis y Graham Greene.

Su poesía refleja los más profundos impulsos del hombre norteamericano: su sencillez y amor por la naturaleza y lo rural, su individualismo, su ironía y humor revuelto con una gran soledad y tragedia; también el valor norteamericano fundamental de la independencia; sobre esto último se hizo muy popular su poema "El camino no elegido", que todos los estadounidenses han aprendido de memoria y que es para ellos lo mismo que para los españoles "Caminante, son tus huellas..." de Antonio Machado; "Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo...". Utiliza la métrica tradicional y el escenario de sus más famosos poemas suele ser el paisaje de Nueva Inglaterra.


Lírica

A Boy's Will (David Nutt, 1913; Holt, 1915).
North of Boston (Norte de Boston) (David Nutt, 1914; Holt, 1914).
Mountain Interval (Intervalos en la montaña) (Holt, 1916).
Selected Poems (Poemas selectos) (Holt, 1923)
New Hampshire (Holt, 1923; Grant Richards, 1924).

Several Short Poems (Holt, 1924).
Selected Poems (Holt, 1928).
West-Running Brook (Holt, 1929).
The Lovely Shall Be Choosers (Random House, 1929).
Collected Poems of Robert Frost (Holt, 1930; Longmans, Green, 1930).
The Lone Striker (Knopf, 1933).
Selected Poems: Third Edition (Holt, 1934).
Three Poems (Tres poemas) (Baker Library, Dartmouth College, 1935).
The Gold Hesperidee (Bibliophile Press, 1935).
From Snow to Snow (Holt, 1936).
A Further Range (Holt, 1936; Cape, 1937).
Collected Poems of Robert Frost (Holt, 1939; Longmans, Green, 1939)
The Witness Tree (1942, premio Pulitzer)
A Witness Tree (Holt, 1942; Cape, 1943).
Steeple Bush (Holt, 1947).
Complete Poems of Robert Frost, 1949 (Holt, 1949; Cape, 1951).
Hard Not To Be King (House of Books, 1951).
Aforesaid (Holt, 1954).
A Remembrance Collection of New Poems (Holt, 1959).
You Come Too (Holt, 1959; Bodley Head, 1964)
In the Clearing (Holt Rinehart & Winston, 1962)
The Poetry of Robert Frost, (New York, 1969).
Out Out,(Vermont 1964)
Mending Wall (1914)
Dust of Snow
Fire and Ice


Prosa

The Letters of Robert Frost to Louis Untermeyer (Holt, Rinehart & Winston, 1963; Cape, 1964).
Robert Frost and John Bartlett: The Record of a Friendship, by Margaret
Bartlett Anderson (Holt, Rinehart & Winston, 1963).
Selected Letters of Robert Frost (Holt, Rinehart & Winston, 1964).
Interviews with Robert Frost (Holt, Rinehart & Winston, 1966; Cape, 1967).

Family Letters of Robert and Elinor Frost (State University of New York Press, 1972).

Robert Frost and Sidney Cox: Forty Years of Friendship (University Press of New England, 1981).
The Notebooks of Robert Frost, edited by Robert Faggen (Harvard University Press, forthcoming January 2007).


Abedules

Cuando veo abedules oscilar a derecha
y a izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros,
me complace pensar que un muchacho los mece.
Pero no es un muchacho quien los deja curvados,
sino las tempestades. A menudo hemos visto
los árboles cargados de hielo, en claros días
invernales, después de un aguacero.
Cuando sopla la brisa se les oye crujir,
se vuelven irisados cuando se resquebraja
su esmaltada corteza. Pronto el sol les arranca
sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve...
Esas pilas de conchas esparcidas diríase
que son la rota cúpula interior de los cielos.
La carga los doblega hacia los mustios
matorrales cercanos, pero nunca se quiebran,
aunque jamás podrán enderezarse solos:
durante muchos años las ramas de sus troncos
curvadas barrerán con sus hojas el suelo,
igual que arrodilladas doncellas con los sueltos
cabellos hacia atrás y secándose al sol.
Mas cuando la Verdad se me interpuso
en la forma de un hecho como la tempestad,
iba a decir que quizás un muchacho,
yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles...
Un muchacho que por vivir lejos del pueblo
sólo sabe jugar, en invierno o en verano,
a juegos que ha inventado para jugar él solo.
Ha domado los árboles de su padre uno a uno
pasando por encima de ellos tan a menudo
que nada les dejó de su tiesura.
A todos doblegó; no dejó ni uno solo
sin conquistar. Aprendió la manera
de no saltar de un árbol sin haber conseguido
doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio
hasta llegar arriba, trepando con cuidado,
con la misma destreza que uno emplea al llenar
la copa hasta el borde, y aun arriba del borde.
Entonces, de un envión, disparaba los pies
hacia afuera y saltaba del aire hasta la tierra.

Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;
muy a menudo sueño en que volveré a serlo,
cuando me hallo cansado de mis meditaciones,
y la vida parece un bosque sin caminos
donde, al vagar por él, sentirnos en la cara
ardiente el cosquilleo de rotas telarañas,
y un ojo lagrimea a causa de una brizna,
y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,
para luego volver y empezar otra vez.
Que jamás el destino, comprendiéndome mal,
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor,
como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.
Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,
por las ramas oscuras del blanquecino tronco
y subir hacia el cielo, hasta que el abedul,
doblándose vencido, me volviese a la tierra.
Subir y regresar sería muy hermoso.
Pues hay cosas peores en la vida que ser
un columpiador de árboles.

Versión de Agustí Bartra


Alto en el bosque en una noche de invierno

Me imagino de quién son estos bosques.
Pero en el pueblo su casa se encuentra;
no me verá parada en este sitio,
ante sus bosques cubiertos de nieve.

Mi pequeño caballo encuentra insólito
parar aquí, sin ninguna alquería
entre el helado lago y estos bosques,
en la noche más lóbrega del año.

Las campanillas del arnés sacude
Como si presintiera que ocurre algo...
Sólo se oye otro son: el sigiloso
paso del viento entre los copos blandos.

¡Qué bellos son los bosques, y sombríos!
Pero tengo promesas que cumplir,
y andar mucho camino sin dormir,
y andar mucho camino sin dormir.

Versión de Agustí Bartra


Arrobamiento

La lluvia le dijo al viento:
-Empuja tú que yo azoto-
y tánto hirieron el soto
que de las flores altivas,
doblegadas pero vivas,
yo sentía el sufrimiento.

Versión de Agustí Bartra



El camino no elegido

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.

Versión de Agustí Bartra


El pastizal

Voy a limpiar el arroyo, en los pastos...
Sólo rastrillaré las hojas secas.
(Y quizás me detenga hasta ver clara el agua.)
No, no tardaré mucho. -Ven también.

Voy a buscar el lindo ternerillo
que se apoya en su madre. Es tan pequeño
que cuando ella lo lame se menea.
No tardaré mucho. -Ven también.

Versión de Agustí Bartra


El peligro de la esperanza

Es justo allí
a mitad de camino entre
el huerto desnudo
y el huerto verde,
cuando las ramas están a punto
de estallar en flor,
en rosa y blanco,
que tememos lo peor.

Pues no hay región
que a cualquier precio
no elija ese tiempo
para una noche de escarcha.

Versión de Carlos López Narváez



El potro desbocado

Tiempo ha, cuando la nieve empezaba a caer,
nos detuvimos junto, a unos pastos... ¿De quién será
aquel potro?", dijimos. El pequeño Morgan había
puesto una pata delantera sobre el muro de piedra
y la otra sobre el pecho, encogida. Agachando
la cabeza, nos contempló un instante y huyó.
Escuchamos el diminuto retumbo de su fuga,
y nos pareció verle, una sombra gris recortándose
contra el inmenso cortinaje de los copos de nieve.
"Ese pequeño está asustado de la nieve que cae.
No conoce el invierno. Para ese pequeñuelo
no es cosa baladí. Y huye trotando.
Ni su madre podría decirle: «¡Quieto! ¡Es sólo el tiempo!»
El pensaría que ella sólo habla por hablar.
¿Dónde estará su madre? ¿Por qué no va con él?"

El potro ya regresa con su pétreo repiqueteo,
salta de nuevo el muro con ojos blanquecinos
y erguida la cola sin pelo.
Hace temblar su piel como si sacudiera moscas.
"Quienquiera que deja ese potro afuera tan tarde,
cuando los demás animales están en el establo,
hay que avisarle para que salga y lo haga entrar."

Versión de Agustí Bartra


El teléfono

"Cuando hoy me hallaba yo lejos de aquí,
paseando sola,
quieta y tranquila
era la tarde.
Sobre una flor incliné mi cabeza
y oí tu voz.
¡Oh, no digas que no, porque entendí...!
Me hablaste desde aquella flor que está en la ventana.
¿Has olvidado lo que me dijiste?"

Pero dime antes qué creiste oir."

"Esquivando una abeja de la flor,
incliné mi cabeza
y, cogiéndola luego por el tallo,
escuché y oí, clara, la palabra...
¿Pronunciaste mi nombre? ¿O bien dijiste...?
Sí, alguien dijo: «¡Ven!», mientras yo me inclinaba."

"Si acaso lo pensaba, no lo dije en voz alta."

"Por eso regresé."

Versión de Agustí Bartra


Fuego y hielo

El mundo acabará, dicen, presa del fuego;
otros afirman que vencerá el hielo.
Por lo que yo sé acerca del deseo,
doy la razón a los que hablan de fuego.
Mas si el mundo tuviera que sucumbir dos veces,
pienso que sé bastante sobre el odio
para afirmar que la ruina sería
quizás tan grande,
y bastaría.

Versión de Agustí Bartra



Lo más próximo

Pensó que a solas podía captar el universo entero;
Pero la única voz que obtuvo por respuesta
Fue el falso eco de sí mismo
Que procedía del precipicio,
al otro lado del lago.

Una mañana, desde una roca de la playa,
Clamó que lo que él quería en la vida
No era una mera copia hablada de su propio amor
Sino un amor correspondido, y con voz propia.
Y la única respuesta encarnada
Capaz de dar respuesta a su queja matinal
Comenzó a descender, en la otra orilla,
por el talud del acantilado hasta el lago
para zambullirse después en las distantes aguas.

Pero cuando tras nadar un buen trecho se aproximó a su orilla
En lugar de poseer forma humana
Y de ser quien él tanto había anhelado
Resultó ser un gran macho cabrío, que aparecía poderoso
apartando las encrespadas aguas con su enorme pecho.
Y al llegar a tierra
Desprendiendo agua como una cascada,
Comenzó a tambalearse a través de las rocas con su cornamenta,
Hasta que se perdió en la maleza -y eso fue todo-.

Versión de Sergio Trigán



Noche invernal de un anciano

Más allá de las puertas, a través de la helada
que cubre la ventana formando unas estrellas
dispersas-, en la sombra, el mundo esta mirando
su cara: está vacía la habitación. Y duerme.
La lámpara inclinada muy cerca de su rostro
le impide ver el mundo. Ya no recuerda nada.
Y la vejez le impide recordar en qué tiempo
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.
Rodeado de toneles se encuentra aquí perdido.
Sus pasos temblorosos hacen temblar el sótano:
lo asusta con sus pasos temblorosos: y asusta
otra vez a la noche (la noche de sonidos
familiares ). Los árboles aúllan allá afuera;
todas las ramas crujen. Una luz hay tan sólo
para su rostro, quieta, una luz en la noche.
A la Luna confía -en esa Luna rota
que por ahora vale más que el sol- el cuidado
de velar por la nieve que yace sobre el techo,
de velar los carámbanos que cuelgan desde el muro.
Sigue durmiendo. Un leño se derrumba en la estufa.
Despierta con el ruido. Sobresaltado cambia
de lugar. Es la noche. Respira suavemente.
No puede un viejo solo llenar toda una casa,
un rincón de los campos, una granja. No puede.
Así un anciano guarda la casa solitaria,
en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.

Versión de Miguel Arteche


Siega

En la linde del bosque no había más sonido
que el leve cuchicheo de una larga guadaña
hablando con la tierra. No sé qué le diría.
Quizás le contaba algo sobre el calor del sol,
o quizás algo acerca de aquel vasto silencio,
y por esto su voz no era más que susurro.
No le hablaba de un sueño nacido de los ocios,
ni de oro regalado por algún hada o duende:
fuera de la verdad, todo parece frágil
para el ferviente amor que alineó gavillas,
no sin dejar algunas flores (blancas orquídeas) ,
y asustó a una serpiente de un verde coruscante.
El sueño más hermoso que el trabajo conoce
son los hechos. Mi larga guadaña susurró,
y 0lvidóse del heno.

Versión de Agustí Bartra



Out, Out

The buzz saw snarled and rattled in the yard
And made dust and dropped stove-length sticks of wood,
Sweet-scented stuff when the breeze drew across it.
And from there those that lifted eyes could count
Five mountain ranges one behind the other
Under the sunset far into Vermont.
And the saw snarled and rattled, snarled and rattled,
As it ran light, or had to bear a load.
And nothing happened: day was all but done.
Call it a day, I wish they might have said
To please the boy by giving him the half hour
That a boy counts so much when saved from work.
His sister stood beside him in her apron
To tell them ‘Supper.’ At the word, the saw,
As if to prove saws knew what supper meant,
Leaped out at the boy’s hand, or seemed to leap—
He must have given the hand. However it was,
Neither refused the meeting. But the hand!
The boy’s first outcry was a rueful laugh,
As he swung toward them holding up the hand
Half in appeal, but half as if to keep
The life from spilling. Then the boy saw all—
Since he was old enough to know, big boy
Doing a man’s work, though a child at heart—
He saw all spoiled. ‘Don’t let him cut my hand off—
The doctor, when he comes. Don’t let him, sister!’
So. But the hand was gone already.
The doctor put him in the dark of ether.
He lay and puffed his lips out with his breath.
And then—the watcher at his pulse took fright.
No one believed. They listened at his heart.
Little—less—nothing!—and that ended it.
No more to build on there. And they, since they
Were not the one dead, turned to their affairs.


Acquainted with the Night

I have been one acquainted with the night.
I have walked out in rain—and back in rain.
I have outwalked the furthest city light.

I have looked down the saddest city lane.
I have passed by the watchman on his beat
And dropped my eyes, unwilling to explain.

I have stood still and stopped the sound of feet
When far away an interrupted cry
Came over houses from another street,

But not to call me back or say good-bye;
And further still at an unearthly height,
One luminary clock against the sky

Proclaimed the time was neither wrong nor right.
I have been one acquainted with the night.


After Apple-Picking

My long two-pointed ladder's sticking through a tree
Toward heaven still,
And there's a barrel that I didn't fill
Beside it, and there may be two or three
Apples I didn't pick upon some bough.
But I am done with apple-picking now.
Essence of winter sleep is on the night,
The scent of apples: I am drowsing off.
I cannot rub the strangeness from my sight
I got from looking through a pane of glass
I skimmed this morning from the drinking trough
And held against the world of hoary grass.
It melted, and I let it fall and break.
But I was well
Upon my way to sleep before it fell,
And I could tell
What form my dreaming was about to take.
Magnified apples appear and disappear,
Stem end and blossom end,
And every fleck of russet showing clear.
My instep arch not only keeps the ache,
It keeps the pressure of a ladder-round.
I feel the ladder sway as the boughs bend.
And I keep hearing from the cellar bin
The rumbling sound
Of load on load of apples coming in.
For I have had too much
Of apple-picking: I am overtired
Of the great harvest I myself desired.
There were ten thousand thousand fruit to touch,
Cherish in hand, lift down, and not let fall.
For all
That struck the earth,
No matter if not bruised or spiked with stubble,
Went surely to the cider-apple heap
As of no worth.
One can see what will trouble
This sleep of mine, whatever sleep it is.
Were he not gone,
The woodchuck could say whether it's like his
Long sleep, as I describe its coming on,
Or just some human sleep.


Un alto en el bosque mientras nieva (otra versión)

De quién es este bosque, saber creo
-en el poblado su morada veo-
no habrá de sorprenderme contemplando
cubrir su bosque el invernal blanqueo.

Mi caballito se dirá extrañado
que, sin granja cercana, hemos parado
de este año en la tarde más oscura,
entre el bosque y el lago congelado.

Sacudiéndose, agita su cencerro
preguntando quizá: -¿será algún yerro?
Sólo el cierzo y los copos rumorean
blandamente del bosque en el encierro.

Yo, el bosque hondo y fusco veo risueño...
Mas, en cumplir promesas tengo empeño,
y millas debo andar antes del sueño,
un largo andar para llegar al sueño.

Versión de Agustí Bartra



Una vez, junto al pacífico

Las aguas agitadas con gran fragor rompían.
Y las olas cimeras, al ver las que venían,
hacer algo querían a la costa cercana
que el mar jamás ha hecho a la tierra su hermana.
Bajas e hirsutas eran las nubes en el cielo,
como guedejas sobre unos ojos de anhelo.
Diríase, en verdad, sin poder dar razones,
que agradaba a la costa tener sus farallones,
y a éstos ser sostenidos por todo un continente.
Se acercaba una noche de tiniebla evidente,
y no sólo una noche, sino una época horrible.
Habría que aprestarse contra un furor posible,
pues vendría algo más que olas en algazara
cuando su último ¡Apáguese la luz! Dios decretara.

Versión de Agustí Bartra




Poemas para leer a escondidas
Publicado por Toni García Ramón

Los árboles aparecen a menudo azotados por el viento y la lluvia, y mientras los troncos permanecen casi impasibles, las ramas se doblan y acaban perdiendo su rigidez, inclinándose para sobrevivir, como si supieran que de no hacerlo la naturaleza les quebraría. Resulta difícil no ver en sus versos una delicada reflexión sobre la existencia de cada uno de nosotros, esa idea de que a veces no tenemos más remedio que doblarnos, aun a sabiendas de que enderezarse de nuevo resultará muy difícil.

Cuando se habla de Frost siempre sale a la luz el duro camino que le tocó recorrer, algo que parece anticipar en sus poemas, como si de algún modo esperara la llegada de los golpes. Tres de sus hijos murieron, un cuarto acabó en una institución mental y su mujer, la mujer de su vida, murió de un cáncer con prisa por terminar su trabajo. Es inevitable no leer a Frost, siempre sencillo, con la humildad de un recién llegado, y no pensar en su forma de encajar el desaliento.

Pensó que a solas podía captar el universo entero; 

Pero la única voz que obtuvo por respuesta 

Fue el falso eco de sí mismo 

Que procedía del precipicio, 

al otro lado del lago.

Robert Frost nació el 26 de marzo de 1874 en San Francisco. Su padre, un periodista llamado William Prescott Frost Jr. murió de tuberculosis cuando el futuro poeta contaba con tan solo once años edad. Él y su madre se mudaron a un pueblo llamado Lawrence, donde Frost empezó a estudiar. Allí conoció a Elinor White, la que a la postre se convertiría en su esposa a fuerza de insistir (al parecer, Elinor tenía un aprecio especial por la palabra «no»). Ambos se casaron en 1895 y su primer hijo, Elliot, nació en 1896. Frost fue aceptado en Harvard pero sus recurrentes problemas de salud le obligaron a abandonar al cabo de dos años.

En las fotografías de la época, más allá de un pelo desmadrado, ya se ve en los ojos del poeta una sensación de inquietud, de duda, y aunque algunos de sus biógrafos sostienen que fue una época feliz, quizás porque Frost se sabía frágil, su estado de ánimo se perdía en el blanco y negro del papel fotográfico. Por aquel entonces ya había empezado a escribir poemas y en 1894 había conseguido que le publicaran el primero en una pequeña revista de Nueva York. Aquello le había animado y había seguido insistiendo, buscando un estilo que reflejaba el amor que aquel chico de San Francisco sentía por las palabras.

En 1900 su hijo Eliot murió de cólera y esto causó un grandísimo impacto en el matrimonio e introdujo en Frost una suerte de pesimismo que tira del lector hacia el sur, hacia la parte más baja del alma, esa donde uno se siente a merced de los elementos. Coincidiendo con su mudanza a una granja, el poeta empezó a gozar de los largos paseos por los bosques que rodeaban la propiedad, y su lenguaje se llenó de ríos, piedras, robles y flores. Su manera de comunicarse con la naturaleza, casi como si Walt Whitman guiara sus pasos, conecta incluso con aquellos que no sienten pasión por la poesía. Como esas guías de viaje de Julien Viaud donde uno puede sentir el olor de la hierba o el sonido de las conversaciones ajenas, en los versos de Frost uno puede intuir la textura de Nueva Inglaterra bajo sus pies y observar el horizonte llenarse de nubes y hasta —muy probablemente— notar la brisa en el rostro. En los poemas de Frost las tormentas nos inquietan, el viento nos hace retroceder y las hojas caen a nuestro alrededor. Pocos poetas resultan tan físicos en sus mecanismos, tan elegantes en sus premisas y tan brutalmente evocadores en la relación con su entorno.

Es justo allí

a mitad de camino entre

el huerto desnudo

y el huerto verde,

cuando las ramas están a punto

de estallar en flor,

en rosa y blanco,

que tememos lo peor.

Pues no hay región
que a cualquier precio

no elija ese tiempo

para una noche de escarcha.

De 1912 a 1915, Frost se marchó a Inglaterra, en el que sería de todos sus viajes el que más profundamente marcaría su vida. Allí conoció al escritor Edward Thomas y los dos se hicieron grandes amigos. Thomas era un hombre indeciso, una suerte de tartamudo vital que creía que tomar cualquier sendero significaba perderse muchos otros que eran igualmente atractivos. Aun sabiendo que tarde o temprano habría que decidirse, Thomas demoraba cualquier decisión hasta que la decisión acababa imponiéndose, como si fuera la decisión la que decidiera. A Frost aquello le pareció remarcable y la incapacidad de su amigo para cerrar puertas inspiro el más famoso de los poemas del estadounidense: «The road not taken» [«El camino no elegido»].

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo, 
Y apenado por no poder tomar los dos 
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie 
Mirando uno de ellos tan lejos como pude, 
Hasta donde se perdía en la espesura; 
Entonces tomé el otro, imparcialmente, 
Y habiendo tenido quizás la elección acertada, 
Pues era tupido y requería uso; 
Aunque en cuanto a lo que vi allí 
Hubiera elegido cualquiera de los dos. 
Y ambos esa mañana yacían igualmente, 
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día! 
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante, 
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos. 
Debo estar diciendo esto con un suspiro 
De aquí a la eternidad: 
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, 
Yo tomé el menos transitado, 
Y eso hizo toda la diferencia.

Este poema, un ejemplo de la belleza que asoma en las composiciones del californiano, se convirtió en su legado tanto como «Oh capitán, mi capitán» se convirtió en el del mencionado Whitman. Curiosamente, Frost siempre jugó a no desvelar demasiado del significado de estos versos. Unos vieron en ellos una advertencia: solo en la vejez uno adquiere la clarividencia necesaria para mirar atrás y ver cuál fue ese error (no acostumbramos a recordar los ciertos) que cometió. Otros creen que el poeta se ríe de los que viven en la perpetua duda, los que son —como su amigo Thomas— apóstoles del murmullo. Para algunos «El camino no elegido» es un juego algo perverso en el que Frost habla de dos caminos exactamente iguales, sin matices de ningún tipo, para después acabar concluyendo que le hubiera gustado volver atrás aun sabiendo que no existiría ninguna diferencia en tomar un u otro sendero. Hasta los hay que creen que en el poema subyace algún tipo de acertijo iniciático. Frost dijo una vez, preguntado al respecto, «este es un poema complicado, muy complicado». Y hasta en eso, nadie se pone de acuerdo.

Cuando el poeta volvió a Estados Unidos, obligado por los vientos de guerra que corrían en la vieja Europa, ya era reconocido como un gran poeta. Su aventura al otro lado del Atlántico le había traído fama y fortuna y cuando regresó se dedicó a enviar los mismos manuscritos que habían sido rechazados a los mismos editores que los habían rechazado. Ganó cuatro veces el premio Pulitzer, fue galardonado con todos los parabienes imaginables y hasta fue invitado a la Casa Blanca para leerle un poema a John Fitzgerald Kennedy. Su vista era tan endeble en aquellos días que en lugar de proceder con el programa previsto que consistía en leer una composición que había escrito especialmente a JFK, Frost declamó el único de sus poemas que se sabía de memoria.

Frost escribió de la vida antes de que esta le azotara como la lluvia y el viento golpeaban a los árboles de sus poemas. Más allá de su triste vida familiar, el artista intentó por activa y por pasiva convertirse en un capataz de su propia granja, sin que nada le saliera bien. Lo mismo pasó con el resto de inversiones empresariales que intentó. El poeta solo podía ser poeta, por mucho que él se empeñara en llevarle la contraria al azar.

Para los amantes de la poesía, Robert Frost es, de algún modo, el otoño, la nostalgia y el atardecer. Pero también la imagen del tipo cansado que se sienta en el porche de su casa a observar lo que sucede allí donde los ojos pierden la pista del suelo, o la del viajero que nunca se siente en casa, por mucho que lo intente; o la del solitario, apurando su cerveza en la barra de un bar, en una calle destartalada.

Frost es —muchas veces— la reencarnación del grumete que, tozudo, se agarra al timón del barco, aún sabiendo que ya no hay más aguas que navegar.

Siempre se dice del poeta que escogía las palabras justas, que era sencillo y entendible, que sus versos hablaban del americano de a pie. Todo ello es verdad, pero no lo es menos que su trascendencia en el mundo de la literatura se debe a su capacidad de llenar la mente del lector de lugares que nos recuerdan con intensidad a algo o a alguien; de recorrer con el verbo paisajes que nos reconciliaron con el mundo, de su empeño en hablar de nosotros, de nuestras cosas pequeñas, de nuestros desengaños, de la morriña que nos visita justo antes de dormir.

Este maravilloso poeta, que murió el 29 de enero de 1963, conecta con los que le leen porque sabe que en nuestro interior somos como él: soñadores agarrados al último resto de un naufragio que siguen alzando la cabeza para clavar su mirada en el cielo.




Horas Propicias


En mi paseo de atardecer invernal

No tuve a nadie con quien conversar,
Pero sí las casas alineadas en fila
Con sus ojos abiertos que en la nieve fulgían.

Pensé entonces tener a quienes moraban allí:

Hice mío el tañer de un violín;
Tuve un vislumbre tras visillos de encaje
De formas juveniles, juveniles semblantes.

Tal compañía tuve mientras me distanciaba

Hasta llegar adonde ya no había casas.
Me volví, arrepentido, pero al regreso,
No vi ventanas ya, sino negror espeso.

Mis pasos, al crujir sobre la nieve tersa,

Turbaban la aldeana calleja soñolienta
Como profanación, si así puedo exponerlo,
Cuando daban las diez de una noche de invierno.



Good Hours


I had for my winter evening walk—

No one at all with whom to talk,
But I had the cottages in a row
Up to their shining eyes in snow.

And I thought I had the folk within:

I had the sound of a violin;
I had a glimpse through curtain laces
Of youthful forms and youthful faces.

I had such company outward bound.

I went till there were no cottages found.
I turned and repented, but coming back
I saw no window but that was black.

Over the snow my creaking feet

Disturbed the slumbering village street
Like profanation, by your leave,
At ten o’clock of a winter eve.


Extraído de North of Boston. Henry Holt and Company, 1914. Traducción de Salustiano Masó.









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