domingo, 9 de octubre de 2011

4870.- JORGE ÁNGEL GONZÁLEZ



Jorge Ángel Hernández Pérez
(Vueltas, Villa Clara, 31.08.1961)
Poeta, narrador y ensayista.
Preside la Sección de Literatura de la UNEAC en Villa Clara. Dirigió la revista de cultura Umbral y actualmente está a cargo de la edición de Hacerse el cuerdo, publicación de crítica de la UNEAC que aparece en formato digital. Es, además, autor de la columna Semiosis (en plural), de Cubaliteraria.

Ha publicado los libros:
• Sobre un pony de corcho (poesía), AHS Isla de la Juventud, 1985
• Las Islas (poesía), Sectorial provincial de Cultura de Villa Clara, 1987
• Relaciones de Osaida (poesía), Sectorial provincial de Cultura de Villa Clara, 1990
• Paisajes y leyendas (poesía para niños y jóvenes), Ed. Capiro, 1991
• Hamartia (cuento), Ed. Capiro, 1995
• Las etapas del odio (poesía), Ed. Capiro, 2000
• La Parranda (ensayo), Fundación Fernando Ortiz, 2000
• El peligro del viaje (poesía), Ed. Luminarias, 2001
• Ensayos raros y de uso (ensayo), Ed. Sed de Belleza, 2002
• Antojos de tía Másicas (cuento para niños y jóvenes), Ed. Capiro, 2002
• La luz y el universo (novela), Ed. Oriente, 2002
• César López en la circularidad del cuento (ensayo), Ed. Letras Cubanas, 2003
• El callejón de las ratas (novela), Ed. Capiro, 2004
• Carmen de Bisset (novela), Ed. Letras Cubanas, 2004
• Ojos de gato negro (poesía), Ed. Capiro, 2006
• Criaturas finitas y contables (poesía), Ed. Unión, 2006
• Los graduados de Kafka (cuento), Ed. Vigía, 2008
• Hamartia y otros cuentos (cuento), Ed. Capiro, 2009

Además aparece en varias Antologías de cuento y poesía cubanas, y colabora con artículos críticos, ensayos, entrevistas, reseñas, poemas, cuentos y traducciones en varias publicaciones periódicas impresas y electrónicas.

Entre otros, ha obtenido los premios:
• Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 1989 y 2005 (poesía), y 1984 (cuento)
• Premio 13 de Marzo, 1989 (poesía para niños y jóvenes)
• Premio Internacional Mono Rosa, 1995 (cuento)
• III Bienal de narrativa AHS, 1997 (novela)
• Becas Dador, Fernando Ortiz, 1999 (ensayo)
• Premio Oriente “José Soler Puig” de novela, 2001
• Premio “Razón de ser” de la Fundación Alejo Carpentier, 2002 (novela)
• Premios Ser en el tiempo a sus novelas El callejón de las ratas y Carmen de Bisset, UNEAC, 2005
• Premios Ser en el tiempo al poemario Criaturas finitas y contables, UNEAC, 2007
• Premio Bolívar-Martí por el proyecto de ensayo Sentido intelectual en era de globalización mecánica, 2008

Le fue otorgada la distinción de Trabajador distinguido Provincial por el Sindicato de la Cultura, 2001, la Distinción por la Colaboración con la Ciudad de Santa Clara en 2002 y la Distinción por la Cultura Nacional en 2004. Ha sido considerado como Destacado por la filial de la UNEAC desde el año 1999. Ha representado a Cuba en eventos internacionales de importancia.

( Dirección de correo electrónico: jorgeangelhdez@gmail.com )






del libro “Criaturas finitas y contables”, 2006

LA JINETERA

Hemos venido a renacer junto a la luz y el humo.
Bajo los autos ingentes
la soledad se pliega al esplendor.
La belleza nos grita que ya no habrá futuro,
que el presente es un monstruo,
veloz y retorcido,
un lúcido artefacto
de los más vivos efectos especiales.
Haremos nuestro pan con la materia del cuerpo.
Ya no importa la brisa
ni las noches
ni la emoción de aquel que nos desprecia.
Nuestra senda se acuna en la vigilia,
en el orgullo,
en la fe de no ver que hay un abismo.
No hay soledad
si mañana dispongo de otros dones,
si nadie en realidad me ha despreciado,
si cada noche renazco en la virtud del cuerpo.
Hemos venido a crecer junto a la noche,
a saber que nos aman,
limpiamente,
pues no somos de lujo
sino única,
exclusivamente hermosas, instruidas,
casaderas ingenuas,
guerrilleras del tiempo y de la luz.
Nuestra vanguardia ha cundido los hoteles,
ha traspasado las filas enemigas (del dólar y el mercado).
No hay soledad en nuestros ojos.
La victoria nos sigue a todas partes,
a Trieste o a Madrid,
a Murcia o a Estocolmo.
Hemos venido a renacer:
nadie lo advierte.








SÍ, YO SOY KLAUS BARBIE,
traigo los ojos cansados,
estrábicos de tanto zarandearme en el incógnito,
rojizos ya de soportar el flash.
He vuelto
yo soy Klaus Barbie,
el asesino,
el lejano instructor de las torturas,
el amante feliz del pálpito de Wagner.
Yo soy aquel que ustedes dibujaron con lugares comunes
y que ha olvidado el álgebra del crimen.
He disparado,
es cierto. He vuelto a disparar.
Pero nunca he sajado el corazón con la metralla.
Yo soy Klaus Barbie el movedor de piezas.
Sólo he arrancado ventajas de un tablero,
he perseguido figuras,
he vivido sabiendo que recorro cuadrículas de un juego.
Yo soy el rostro que mis víctimas jamás recordarán,
soy el nombre que nunca pronunciaron
y una pieza también,
que se deja mover
y es feliz cuando cumple sus desguaces.
Ustedes nunca me han odiado,
nunca han sabido quién devastaba las familias,
quién arrasaba los campos.
Nunca han podido descubrir a un asesino
y hoy suponen que pueden sacarme el corazón y masticarlo
hoy gritan y maldicen
y escupen los rostros de los guardias que van a protegerme.
Hoy vienen a cumplir con la justicia,
a revolcarse en la justa cólera del odio,
a morder en su centro la venganza:
de las pocas cumplidas desde que Dios arrasaba las ciudades.

Vienen hoy,
en vano.
Nunca han sabido intuir a un asesino
y seguirán defendiendo con sus vidas criminales de paz,
fanáticos del podio y de la fiebre.
Nunca aprendieron a mirar a los ojos al poder.
No importa ya que se agolpen y me griten,
no conservo el vigor de mis sentidos
y apenas reconozco los impromptus de Wagner.
Hoy vienen a espolear sobre mis sienes
únicamente porque soy Klaus Barbie,
el de los ojos cansados de tanto zarandearme en el incógnito,
el derrotado.









1992. NOCHE DE SÁBADO

Casi despierta en el polvo de primera oscuridad
mi hija abandona la fuente de su alergia,
la precaria estrechez, el cobertizo.
Bajo ciencia habitual y sueños divididos
erigimos a suerte los consejos.
Soy aquel, aplastado en la luz de esa destreza,
sin saber cómo es cierto que secuestren mi vida,
sin saber cómo es falso.
El mejor impostor no es el rostro que mira en el espejo.
Soy la balanza indomable del divorcio.
Debo escribir una vez más el libro.
En mis hombros, predicción familiar,
sostengo la crujiente erosión del abandono.
Soy el rostro de aquel que nunca he sido,
de aquel que me suplanta
y tan amable
me empuja
hacia la búsqueda atroz de la existencia.

Todo concurre, se anilla y se divierte en armonía.
Nunca sabremos cómo dividirnos,
cómo emprender la primera oscuridad
en las fronteras.
Todo concierne al ardid y su arquetipo.
Apenas hoy
me tentaba la suerte de ser un precursor
o al menos la certeza
de que nunca he vendido mi escasez al último impostor.
El dictamen primero de la noche
se registra sin arduas capitales.

Sólo el silencio
gotea,
con su humo de tiempo,
la página gastada.
Sólo el perenne viajar
hacia el bullicio
despedaza.

Soy un notario bajo el duro gobierno de la noche.
Copio sus giros podridos con vocablos tan pulcros
y sus pulidos artefactos con palabras austeras y proceses.
Soy un notario que firma,
estupefacto y feliz, en la destreza del acta,
sin saber si el camino
en que mi hija abandona el polvo de mis horas
es la vil profecía de la audacia
o la estafa en que debo sucumbir.
Desde la insignia,
desde el exergo en que vibran,
tantos imberbes aprietan su sexo contra un cuerpo,
desesperados,
ingentes y rabiosos
junto a la dulce frontera de la masturbación.
Moneda en que se funden el rostro y el escudo.
La noche instruye su lento comulgar con la mordaza,
se separa del sueño
y se amarra en su fiel caso glorioso,
casi cortando el eterno diapasón de su leyenda.
Y es la campana de la media hora
el arquetipo asustado por tantas divisiones.
En su tañer se estremece el azar de los confines,
el regreso implacable,
la distancia que sabe atestiguar un sueño.
Sólo palpar las miradas,
cruzar en la hermosura de los mismos rostros,
y olvidarlos,
y asir como conquista hacia su cuerda floja
el extraño esplendor de sus atuendos.
Altares levantados al peligro, la belleza y el dólar.

Sabemos ya que mienten
quienes juran que fuimos sumergidos
en la sustancia de un orden exclusivo.
pero el sueño seduce a morir como los héroes,
elegidos y hermosos que arrastran sin piedad
el cuerpo de aquel que han derrotado.
La noche acaso es la mentira
o tal vez la mentira es el silencio
o el miedo
o la emergencia de unas manos que mueren
sobre el tacto de un cuerpo al que no asisten.
Monumento a la piedad del sexo,
el sábado cruje en la epidemia que todos callarán,
incluso yo,
el poeta que vende por centavos el sur de su vigilia
mientras cifra en su norte la brújula de un verso.
Una vez más el libro rompe
la salud de sus páginas, la sed de sus versiones.
Mi hija sacude su abandono en el sueño dividido.
Quizás dormida en el polvo nocturno y secular
alimenta el suicidio
y el sopor en que tiembla la fuente de su alergia.










PAISAJE DESPUÉS DE LA BATALLA

Había un espejo a la sombra del silente mármol.
Ungido por la bestia, se negaba al reflejo.
Fértiles, como si nadie brotara
sin los hermosos ramilletes
que patinan el cuerpo elemental de la conquista,
desfilan sobre el manto sagrado,
sobre la inconquistable soledad.
Nadie responde. Desde la multitud el coro
desencadena al vernos fecundar.
Sol que desgaja la humedad. Apoteosis
de los rumores tibios y los signos.
Había una sombra silente en el peligro del viaje.
Urgida por la bestia, se negaba a seguirla.
Dóciles, como si nada costara
una verdad perenne,
se contemplan al pie de sus seguros pasos.
Nadie resuelve estrictamente. Desde la soledad
el coro bulle hacia la exacta urgencia.
No escapamos. Ni siquiera al espejo
argentado por los designios que la bestia inflama.
Había un espejo triste, errado
como todos.
Había una multitud
que no sabía decir si el tiempo es arduo.
Hombres que izaban a sus hijos
como si fuesen lunas insurgentes.
Había un titán de mármol
y uno de carne y hierro fecundado.
Bajo la sombra nadie se adentraba.
Así la lluvia bautizó con tiempo los caminos
y fue arrastrando los pesados fardos,
la inestimable compañía.
Había en el fondo del espejo gris
una sombra de envidia ya silente,
una impotencia ruin
que no refleja
sus fértiles deseos de usurpación.
Nadie se vuelve a descubrir su rostro.
Desde la dispersión, el individuo salva
su vida elemental, su regocijo intacto.
También la sombra, y el espejo,
y los titanes todos,
desde luego.









CORPUS

Vivo en el filo brutal de la sospecha.
Un giro hacia el imán
y todo acogerá su vocación de abismo.
Es arduo, humanamente irresistible,
vivir bajo esa norma de equilibrio oscuro.
Ah, la existencia de todos,
camino en que vuelvo a soñarme individual,
rostro del peligro allá sobre los vicios.
Como un niño que gira e imagina
embisto una vez más a la sospecha.
Sus bordes son de un filo insustancial.
Su camino es estéril. Y sus frutos.
Me desafío a cruzar sobre su cuerda floja
transpirando un lirismo de vana altanería,
ingente y corrosivo.
Sobre mi cuerpo la sospecha escinde,
alimenta y erige sus falsetes.
Contra sus bordes mi sudor lacera.
Y así me tiendo al fin sobre su arrullo
con esmerados regocijos de pequeño alcance.
No obstante, mis poros reconocen
a lo largo del filo irresistible
esas partículas nimias ya vencidas.









CONFESIÓN

Culpable, me confieso, de grafía resentida;
de resbalar por la palabra odio
como un reptil que acecha la espesura.
He gastado vocablos, su vilo trasgresor,
su aventura bordada en entusiasmo.
He perseguido sin piedad y hasta el final,
la oscura tentación del verbo.








ÚLTIMA REVELACIÓN

Y así fui llamado: el destructor.

Quema los arcos de triunfo, los pórticos, la arquitectura absoluta del poema. Quema el rostro, los ojos, el pecho, las manos y el vientre en que naufragan las palabras. Incendia los campos roturados donde van a sembrar el germen de las letras. Abrasa la espiral de las hojas que han ido soportando tu lenguaje deforme y saturado. Quema el sabor de las costumbres que alivian la amargura de tus pobres historias. Quema el sudor nauseabundo que transpira en los pérfidos sinónimos. Incinera el volcán donde revienta la conjura aplastante del poema.

Destruye el orden familiar. Asola con potencia de monstruo los recuerdos, el álbum y las fotos que sostienen la espesura del árbol. Devasta las comidas, los horarios de compras, los días de trabajo y los domingos de niños y tumultos. Destruye el orden en que levanta el matrimonio su edificio de siniestra eternidad. Quiebra la paz de los salones, el amparo del cuarto, el aire de los patios, el terreno gastado por la fiel latitud de la costumbre. Rompe los muros y las rejas, las paredes, las puertas y las tapias que cerraron los deseos de fuga de la infancia. Destruye el orden sucursal en que se tienden los éxitos y se hunden los escándalos, el orden que sólo se alimenta de su propia estructura.

Arrasa el numen, la imagen, la estatua que va marcando el paso de las procesiones. Derriba la fila de los hombres que miran sin saber. Echa a tierra los espejos que el tiempo hace divinos y asegura que todos sus añicos renieguen del brillo al que se aferran las raíces. Arrasa las demandas de los opositores y las leyes que dicte el rey astuto. Pulveriza las normas de conducta sin preguntar quién se asfixia de golpe con la ausencia. Aniquila el corazón imponente de los héroes, la pujanza del líder, los huesos calcinados de los mártires. Arrasa con las obras que resumen los brazos de millones de hombres, con la huella que nadie reconoce, con su fruto y su escoria.

Extirpa del cerebro más alto la razón que compone y descompone al mundo. Saca del cuerpo inescrutable de la vida los cántaros de pus, los cofres que atesoran sus doblones de lepra, las valijas que llevan en ruta comercial sus pústulas de odio. Arranca todo abono que curve la existencia. Extirpa el cáncer que los dogmas arraigan en los ojos inermes del hombre universal o en las manos armadas de un anónimo autor. Secuestra sin piedad el regocijo de aquel que armoniza las rencillas del ser y del pensar. Hurta el compás de la memoria del tiempo. Extirpa con un cruel desgarrón soberbia y duda, amor y muerte y el amor o la muerte de todo el pensamiento.

Extermina los rostros más hermosos que han dormido en tus manos. Pudre en su hondura el gusto inmemorial del sexo. Condena a ceguera perpetua a ese hombre cuyo castigo en soledad no compadece. Extermina los pechos relucientes que no olvidas jamás aunque los rostros que pueden secundarlos no alcancen la memoria. Destierra hacia la nada el concurso de aquellas que han mentido al amarte limpiamente. Lanza las plagas más horribles sobre toda mujer que te conjure a tenerla para siempre. Extermina esa fiebre en que mueres y renaces, ese delirio esencial tejido con sin par maestría al hilo de la vida.

Si has de alabar, alaba el tiempo de miseria tenaz en que te ahogas. Exalta el humo en que se pierden las cosechas y el poder que se eleva en la bomba de exterminio. Elogia la sustancia del ácido. Alaba, si has de alabar, el deterioro del hombre que no sabe reír si no en defecto ajeno. Loa el condumio arrebatado a los años de las crisis. Magnifica la tenaz depresión que te hace comulgar con la muerte noche a noche. Si has de insistir, a fin de cuentas, en la gris alabanza, alaba el puño que derrumba tu origen de piedad y el abandono que pudre al derrotado.

Escupe el rostro del hombre. Marca a hierro la mentira del fuego. Esclaviza el humor de los juglares. Arrastra sin piedad el cuerpo del guerrero. Escupe el rostro del hombre hasta que nadie lo vuelva a conocer. Dicta una ley de obediencia para todas las sombras. Roe el inerme corazón de todo el que llegue a someterse. Escupe el rostro del hombre que tú has sido, del hombre que serás y de la misma leyenda que vendrá a devorarte.

Sopla, devastación, y echa a volar los perros de la guerra, para que yo sea nombrado el destructor.


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