martes, 7 de septiembre de 2010

928.- ALEJANDRO CÉSPEDES



Biografía de Alejandro Céspedes:

(Gijón, Asturias) es licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Oviedo. Desde 1985 reside en Madrid. Profesionalmente se ha dedicado a la gestión cultural en todos los ámbitos institucionales desde 1984. Desde 1992 a 2004 trabajó en la dirección y gestión de espacios escénicos. Como director de escena y/o de producción sus últimos trabajos han sido, las óperas Mefistofele, de Arrigo Boito; Julio César, de G. F. Haendel; Madama Butterfly, de G. Puccini y Dido y Eneas, de H. Purcell; y las zarzuelas El barberillo de Lavapiés, de F. Barbieri; La verbena de La Paloma, de T. Bretón; El hombre es débil, de F. Barbieri; Buenas noches Sr. D. Simón, de C. Oudrid, con Ópera Cómica de Madrid.

De 1998 a 2001 realizó crítica literaria en el diario El Mundo. Fue miembro fundador y del Consejo Editorial de la Revista de Cultura "Número de Víctimas" junto a Leopoldo Alas, Almudena Grandes y Luis Antonio de Villena entre otros. De 1999 a 2003 dirigió la sección de literatura de la Revista "La Cultura de Madrid". En esas mismas fechas fue el responsable de la sección de cultura del programa de radio "Café con hielo" de la Cadena Ser. Ha publicado en "Insula" y en la mayoría de las revistas literarias de España. Fue asesor y adaptador de los libretos de varias zarzuelas. Miembro de la SGAE desde 1987, ha escrito letras de canciones para músicos españoles entre los que destaca Luz Casal. Desde diciembre de 2009 co-dirige el programa de poesía "Definición de savia" en la Radio del Círculo de Bellas Artes de Madrid.

Entre los premios obtenidos por su obra literaria están:

Premio JAÉN de Poesía, en 2009
Premio de la Crítica de Asturias en 2009, por "Los círculos concéntricos"
"Blas de Otero", en 2008
HIPERIÓN, en 1994
Premio Navarra de Literatura -Poesía- en 1986
Accésit del Premio Internacional Teatro Español de Madrid

Obra poética:
Flores en la cuneta (Hiperión, Madrid. 2009)
La escoria de los días (Plaquette. La esfera, Madrid. 2009)
Los círculos concéntricos (AEAE, Madrid, 2008)
Descarga completa en PDF de "Los círculos concéntricos": http://www.portaldepoesia.com/Biblioteca/Alejandro_Cespedes_Circulos_concentricos.pdf
Sobre andamios de humo 1979-2007 Poesía reunida(Vitruvio, Madrid. 2008)
Descarga còmpleta del libro en: ww.alejandrocespedes.es
Y con esto termino de hablar sobre el amor (incluido en "Sobre andamios de humo" )
Hay un ciego bailando en el andén (Hiperión, Madrid. 1998)
Las palomas mensajeras sólo saben volver (Hiperión, Madrid. 1994)
Tú, mi secreta isla (Plaquette. Plaza de la Marina, Málaga. 1990)
Muchacho que surgiste (Plaquette. Scriptum, Santander. 1988
La noche y sus consejos (Genil, Granada. 1986)
James Dean, amor que me prohíbes (Pamiela, Pamplona. 1986)






DE James Deán, amor que me prohíbes:

III

Para saber de amor, para aprenderlo,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
con cuatrocientos cuerpos diferentes
haber hecho el amor.
J. Gil de Biedma


Recuerdo a James Dean
porque un adolescente en una calle
repetía incansable que era niña,
que era amante, ramera,
y que coleccionaba besos nuevos.


¿Qué sabe, niño mío, tu amor condescendiente
del urgente deseo que en los retretes arde,
del escondido enjambre del insomnio,
de la masturbación de un ansia inaplacable?
Como cisnes sonámbulos del miedo
los versos fantasmales
recitados por James se decapitan
y el niño continúa
haciendo sus apuestas
para acabar perdiendo la cordura.
Enrojece sus labios,
sus mejillas,
acibara las cuencas de sus ojos.




Él mismo es su metáfora,
premonitorio estado
de lo que ha de llegar aunque él lo ignore,
pues niños más hermosos
hace tiempo que juegan con barajas marcadas.
Se aman porque odian
el sepulcro de los desasosiegos
o esperan encontrar a James Dean
ultrajando despojos en un parque cualquiera
o en el reflejo de un escaparate.
El amor te enmohece.
Revientas las miradas de otros adolescentes
y el cristalino limpio de tus ojos
se hace añicos de luz contra la acera.
No sabes que la noche,
alzada en sus tacones
de altísimo travesti,
considera imprudente
violarse en los espejos.


El frío se acurruca
en andenes de metro
donde una niña,
o casi,
se desnuda
para volar su miedo de cometa.






DE Las palomas mensajeras sólo saben volver:



Arropemos la boca con ardiente ginebra
para engañar la estéril ancianidad de asirnos.
Nos donará el coraje para incrustar las manos
con el empeño terco de retener la dicha,
nos dejará vestir a otros fantasmas
y habitar el pasado en donde fuimos huéspedes
de un paisaje de gozo
que hoy nos presta el valor para admitirnos.


Qué resplandor, qué argucias
nos injerta el alcohol en los deseos.
Qué ardor nos precipita
a amar en la esteparia meseta de tu cama.
Qué ansiedad nos desnuda
y escala hasta las cimas de los cuerpos,
qué provoca en la piel,
qué extraño río sacia
esta sed que no es hoy, ni ha sido antes,
más que una sinfonía cansada de embaucarnos
cambiándonos las notas según sea
la forma de embestirnos con los vientres,
o de estrellar los dientes contra el beso.
Estamos tan distantes,
perdidos en las sábanas,
borrachos sobre el poso del orgasmo.


El rito del silencio
diseca los minutos
que cuelgan de la lámpara
como ahorcados murciélagos.
El sudor coagula.
Un páramo de hielo
nos traspasa la vista.


Ven.
Arropemos la boca con ardiente ginebra.
Que cada nuevo sorbo ahogue este ladrido
¡aurora del alcohol!
tú que quitas las tinieblas del mundo
ten piedad de nosotros.
Tú que borras los bordes de las horas
ten piedad de nosotros.
Tú que todo lo hostigas
danos la paz.




Me aferro a la memoria pero el tiempo
rechina entre nosotros, y los días
son pañuelos que arrastran las tormentas.
La ilusión convalece, es éxodo de harapos.
Todo es tan verdadero
como ésta sensación de que ya es tarde.
Recorremos los muslos y somos luz pasada.
Al besarnos el pelo descubrimos
que sólo un olor rancio
nos evoca otro tiempo
donde existió la gloria de las flores
y habitó el esplendor sobre la hierba.

Qué fatiga mentirnos
y qué inútil tratar de disfrazar los verbos
pues las palabras frenan
con el chillido hastiado de los trenes
sin alcanzar el túnel de la boca.
Y cuando estamos juntos,
tendidos en la cama, al lado uno del otro,
también los dos sabemos
que un ciprés se levanta en las pupilas.
Ocultos tras la niebla del silencio
tratamos de pasar inadvertidos.
Soportamos las horas de la noche
sujetos a un recuerdo que inútilmente hilvana
los restos de la vida que aún nos cercan.



Veo tu cuerpo alzarse ante la línea
que separa los tiempos que vivimos.
Pero sé que no estás.
Que es espejismo todo
cuanto a ti me remite.


Vienes a mí ofreciendo -aunque ya sabes
que cada sueño nace a un plomo atado-
las migajas de toda una existencia.


Acaso ésta ilusión, que dura un pestañeo
y hace del tiempo un círculo cerrado,
es todo lo que abarca la anchura de mi frente.
Los radios que me unen
desde el centro hasta el borde de tu vida
son agujas que siegan mientras giran.








DE Hay un ciego bailando en el andén:




Con una línea el mundo se divide.

Es condición del hombre limitar:
las jaulas,
las macetas,
las ciudades.
Reducir la existencia
a bien medidos puntos cardinales
que en sí mismos no tienen dimensión.


Hay sueños parcelados
en vidas troceadas
y el hombre continúa
levantando los muros que me cercan.


Mi vida es un constante
vivir en los fragmentos
de un tiempo que, aunque existe,
ya no me necesita.


Sé que soy un extraño entre vosotros.
Yo,
que sólo deseo
gozar la mansedumbre de los días
esperando que el gallo
anuncie el fin,
sin horas,
sin peldaños,
sin fronteras,
veo que el sol desciende
sobre el único, ya,
horizonte en que creo.

En una línea el mundo se une.


No ser
para volver a ti.


Mirar el balanceo
de la hierba delgada del verano.


La avispa
chupando el corazón
podrido de la fruta
caída.

La casa abandonada.
La humedad que cobijan
los armarios cerrados.
El cauce del jazmín hasta mi olfato.
El perfume del alma
de un árbol que comienza a ser talado.


Hormigas
para volver a ti
me suben por las piernas.


Cerrar los ojos,
con fuerza,
contener el aliento
para saber en dónde.
Correr.
Cruzar el mar,
el maizal
que dobla la altura de un chiquillo
y rasgarme la cara
con el áspero filo de las hojas.
Irme transfigurando
para volver a ti.

Desgarrar la membrana
que envuelve la crisálida.
Correr.
Rasgar la vida
áspera con las hojas.
Llegar al epicentro
profundo del sembrado.



Saber que estás aquí
porque exhalas el fresco olor del alma
de un árbol que ya cae,
recién talado.





DE Hablar sobre el amor:





A pesar del fervor con que la lluvia
ametrallaba el cuerpo de los coches,
caminaban despacio. Parecía
que venían sin una procedencia,
que se alejaban sin tener destino,
como si llegar fuera un incidente
ajeno a cada paso que ambos daban.
Masticaban los últimos problemas
igual que los rumiantes,
con esa lentitud que da el convencimiento
de que tendrán que ser regurgitados
otra vez a la boca
para seguir moliendo.
Se notaba en las líneas de sus frentes,
en la escasa importancia que daban a los charcos,
en la barra de pan y en el periódico
que estaban en sus manos, inservibles.


La lluvia hace las calles más estrechas.
Ninguno de los dos se percataba
de que otra vez la vida tropezaba con ellos.
Se alzaron tan de golpe
de un pozo tan profundo
que llevaban prendidos en los ojos
colgajos de la sombra en que vivían
cuando por fin clavaron sus miradas,
uno en otro durante un largo instante,
y casi se sonríen.
Pareció que intentaban volver a conocerse,
volver a situarse en el mundo inequívoco.
Pero eran rostros viejos, caras nuevas,
lo que vieron los dos.
Supieron que volvían de otro tiempo,
de un espacio perdido e inmedible,
sin paralelos y sin meridianos,
del lugar inexacto al que se emigra
cuando no se es amado y no se ama
y no se espera porque no hay razones.


Todo ocurrió muy rápido.
Aunque sin el menor convencimiento
trataron de evitarse, se rozaron los hombros.
El viento, el sol, la lluvia,
hacen siempre las calles más estrechas.
Ninguno de los dos cedió al recuerdo.
No se tendieron trampas, no aceptaron
quemarse como insectos en la antorcha
que de nuevo ante ellos se encendía
después de que otro tiempo y otra lluvia
la hubiesen extinguido.
Ninguno de los dos giró atrás la cabeza
y tampoco ninguno de los dos lo supo.
No vieron sus espaldas alejarse.
La lluvia, a cada paso, dibujaba
dos meridianos más de lejanía.




Los observo reír.
Se abrazan.
Beben.

Únicamente yo
concedo eternidad
a esas conductas.
Juventud. Para ellos
todo es aún la escoria
de los días.

En realidad no existen. Sólo valen
para hacer más robusta la certeza
de que esta soledad
se ceba en el derroche
de sus días.

La vida es la moneda
que me cubre los ojos
para pagar el tránsito al barquero.

Se me olvidó reír
y ya no abrazo.
Derrocho mis monedas en bebida
porque hoy es la nostalgia
de mis días
la herencia de la envidia y del deseo.







DE Los círculos Concéntricos:




Supe a los doce años que aquel
coche tan grande era un Seat
-y con dos apellidos que son Mil
Cuatrocientos.
Verde, como el agua estancada. Y
fuimos a estrenarlo.

Hasta esa edad recuerdo pocas
cosas pues la memoria era un
territorio inexplorado, oculto, sólo útil
para que en él pastasen mis
secretos.


Eran mis doce años.
Me enseñó cómo huelen los coches
cuando nacen.


-Hay que estar muy atenta porque
este instante es único y no se olvida
nunca.
Este olor primigenio sólo escapa
el día que su dueño abre sus
puertas por primera vez. Sólo una
vez. Y sólo al primer dueño.

Y era cierto. Nunca más lo olvidé.
Porque un poco más tarde y también
para siempre habría de recordar el
clic metálico que hace que se
desmayen los respaldos. La frialdad
del plástico de las tapicerías
pegadas a mi espalda. El olor del
tabaco en mi saliva. El apretón
caliente de unos brazos. El peso de
otro cuerpo. La liviandad del mío.
Supe el tacto del semen, como la
goma arábiga, y su olor, a lejía.

En casa me esperaba otro regalo. La
postura correcta para usar el bidé.
Me enseñó a hacerlo y me quedó la
impronta de aquel agua caliente
corriendo por el cauce de mis
muslos al tiempo que mis ojos se
perdían en un paisaje azul de
baldosines.

Allí, quieta, escuchando el revuelo
de aquel agua mientras era
engullida, mientras el sumidero
succionaba mis lágrimas, aprendí a
recordar.

Aprendí a recordar con las piernas
abiertas mientras contaba doce
azulejos en el alicatado. Doce anillas
sujetaban la cortina en la ducha.
Doce veces el cuco abrió su puerta
abajo, en la salita. Doce veces cantó
mis doce años. Doce años cumplí
sentada en un desagüe.

Ese fue mi regalo, recordar.
Recordar cómo huelen los cuerpos
cuando se abren en ese instante
único.



Recordar ese olor primigenio que se
escapa el día que su dueño abre la
puerta por primera vez. Sólo una
vez. Y sólo al primer dueño.



He aprendido a amansar sus
estampidas construyendo en mi
cuerpo dos Auroras idénticas.
Amordacé el cristal de sus pezuñas
y vendé sus aristas con un trozo de
felpa.

Dividiéndome, conseguí confundir su
trayectoria, los redobles de ese
tambor que aspira los latidos del eco
para tener más ímpetu en el próximo
golpe.

Ahora, entre las dos que somos, ya
podemos colocar su discurso entre
las manos e imprimir en su tráquea
mis huellas dactilares. Disfruto
viendo cómo convulsionan sus
lamentos ahogados.
Cómo sus ojos buscan mis esferas
para poner los huevos e incubar sus
retoños de memoria. Ya es inútil.

Vuelve a poner en juego a sus
espectros. Pululan por mis límites
con el cuello desnudo. Pero ignoran,
que al duplicar mis manos, es muy
fácil tirar de los extremos del nylon
con que enrosco su garganta.


Inician su estampida.
Patalean colgados sobre el aire. No
redoblan.


Silencio.
Así la realidad se manifiesta:
subproductos, chispazos que
iluminan el vacío.


Separados del cuerpo, los sueños
abortados restallan en el aire como
un cable mojado.




Fue una piedra.
No yo.
Fueron dos piedras.
El coche quedó abierto.
Él me seguía.
Yo sólo vi que el coche estaba
abierto, los faros encendidos.
Fue una piedra.
No.
Dos.
Fueron dos piedras.
Él me seguía.
Se lo había dicho:


¡Basta!
¡Basta!




Tres veces dije ¡basta! pero quería
mi lengua su aliento a combustible.
Salí del coche. Dije:
-No habrá más.
-Nunca más.
Yo acumulaba fuerzas.
-Es de noche –decíahay
que volver, Aurora.


¡Aurora!
¡Aurora!

Pronunciaba mi nombre con la mano
extendida como si fuese yo quien va
a caerse.
Me seguía.
Miré hacia atrás.
Vi las puertas abiertas, los faros
encendidos.
Una piedra hizo un surco en la
noche, otro en su frente.
No.
Dos.
Fueron dos piedras.
Fue la otra, no yo, la que estaba
esperándolo.
La que abrazó su cráneo por la
espalda cuando cayó con los faros
abiertos, las puertas encendidas.




Sintió una mordedura, un
estilete, un nudo corredizo
estrangulando el tráfico en su
arteria. Abrió mucho los ojos y la
boca. Giró sobre sí mismo en un
instante los ciento ochenta grados
que allí necesitaba para verla.

Fue la primera vez en toda su
simétrica existencia que la miró de
frente y ni siquiera así le vio los ojos.

Ella continuaba con sus burlas
desde su fondo oscuro. Imitaba los
ángulos, las formas de sus
desmadejados aspavientos mientras
se iba cerrando la bisagra que desde
que nacieron los unía.

Cayó sobre su sombra
con su cuerpo pero ella, esta vez,
mientras se hacían idénticos, al
desaparecer, le dio la espalda.



Su nombre se me hizo intolerable.
Incluso en el final, cuando agarró la
muerte sus dos brazos y recordé, y
repasé, hice el cómputo.
Incluso en ese instante en el que las
dos garras que tenía clavadas en mi
estómago se aflojaron al contraluz
de aquellos
dos faros encendidos, incluso en esa
tregua, mientras estaba viendo cómo
el cráneo se le iba vaciando como
un odre de vino y sus ojos que nada
comprendían se anclaban en lo alto
de la noche y desde allí llamaban.
Me llamaban.
Incluso en lo insondable de esa
casual victoria, aunque busqué sus
letras ahogadas en saliva e
indagaba en mi oído el eco de sus
sílabas, su nombre se
me hacía impronunciable.

Sólo oía el motor de aquel coche
con sus puertas abiertas, con sus
faros abiertos, obscenamente
abiertos y mirándome

y sus intermitentes
alternativamente
llamándome,
llamándome
Aurora Aurora
Aurora Aurora
Aurora Aurora




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