sábado, 28 de agosto de 2010

720.- MARIFÉ SANTIAGO BOLAÑOS


Marifé Santiago Bolaños (Madrid, 1962), es Escritora y Doctora en Filosofía. Profesora de Secundaria y Especialista en Estética. Desde hace casi veinte años, investiga en torno al diálogo entre la Filosofía y la Creación artística, entendida esta como un camino de conocimiento y una fuente pedagógica de desarrollo personal y social. En tal sentido, ha publicado numerosos trabajos sobre autores que han transitado las mismas preocupaciones, y dirigido, durante diez años, el Aula de Investigación Teatral de la Facultad de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

Fruto de su estudio en torno al encuentro de los planteamientos estéticos orientales y occidentales, es el libro Mirar al dios: el Teatro como camino de conocimiento, donde ha dedicado atención especial al análisis de la influencia de la Filosofía de India, Japón y China en el Teatro Europeo Contemporáneo. Entre sus libros destacan: María Zambrano: el canto del laberinto - La llama sobre el agua: María Zambrano y Pérez Carrió - La mirada atlántica: literatura gallega y peregrinación interior - Lo que guardan las musas: literatura y filosofía - La palabra detenida (una lectura del símbolo en el teatro de Buero Vallejo). En el ámbito literario, ha publicado, entre otros, los poemarios Tres Cuadernos de Bitácora, Celebración de la espera, El día, los días, poemas en lengua gallega enPoesía dos Aléns, relatos recogidos en libros colectivos, periódicos y revistas; y las novelas, El tiempo de las lluvias, Un ángel muerto sobre la hierba, y El jardín de las favoritas olvidadas. Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés, francés, italiano, ruso o bengalí. Sus últimos libros publicados en 2010 son la novela, La Canción de Ruth, y el poemario, La orilla de las mujeres fértiles.





Marifé Santiago Bolaños
La orilla de las mujeres fértiles





III

Niñez desnuda, ¿seis, siete años?
Al aire toda, sólo una braguita clara y,
sobre la cabeza, un barreño lleno de ropa sucia.
Llora a gritos, sin perder el paso descalzo,
sin que se le caiga al suelo el castigo.
No sé, la que va tras ella puede tener doce:
ya le han crecido los pechos y las caderas,
ya se cubre el cuerpo con una tela de colores
y azota, furiosa,
las piernas de la chiquitina que no para de llorar:
llora ignorada por los muchachos ociosos
que retozan en el río,
llora ignorada por estas madres
de ojos mustios,
llora ignorada por los adolescentes
que exhiben su exigente virilidad
a las niñas fértiles.
Aquí no extraña tanto desconsuelo,
ni verte erguida y que las lágrimas
no vuelquen el barreño. Aquí, no.
Mi piragua se aleja de ti pero
yo sigo oyéndote el llanto.
Verás: es que este poema deja marcas
y escuece.
Tú querías jugar
con la luz del atardecer
en el Níger: eso era todo.





V

Viejo baobab, vigía ante el palacio
de las termitas.
La luz tan densa, tan cansada,
en el cuello de las jirafas.
Lagartijas antiguas: pasean sobre la única
sombra de la sombra.
Contagiosa lentitud del sol: un pastor
acompaña la ausencia del cebú.
Babas: la cabra pasta desierto.
Niña vestida de hada: los insectos
se han llevado al cielo tus dientes de leche.
Y el Pájaro Azul cruzó la sabana como un ángel.




XII

Domesticar: a la cama, recoged los juguetes.
Tragarte el daño; por el miedo,
quédate despierta y escucha el llanto
de tu corazón.
Tú: la ausencia de nombre,
que la vida te robe la manta,
que te destape, que se duerma
en tu estómago el dolor, ese
despótico e indolente
vagabundo.

Tú, también:
Delicadeza de las mujeres, lentitud del gesto
suspendido en la copa del árbol,
como en la densidad y el vaho de los cuerpos:
sudor,
ingrávido el destino donde la Nodriza Cósmica
recita compromisos:
memoria del trigo, abejas, las espigas,
el insignificante y anecdótico deseo.
Mañana, pan y la picadura de una estrella
en los hombros,
pasteles de mundo, digo:
masticas almas, como todas las madres: luego,
a la boca del hijo esa papilla de saliva y amor.

Una historia esperando
en la tarde de África,
limpiar de sombra oscura
cada claro de luz.

La Vida escribe un salmo en las acacias
y en los cafetales, en el bosque de la libertad
y en los pájaros: la tarde en África encendida
de amor: collares de mariposas sedientas,
la nada, heridas que engalanan
a las mujeres dulces, estar en el amor:
intercambiamos la tristeza:
cristales de colores, semillas engarzadas,
paquetitos de ternura, pulseras de silencio,
la tarde africana, húmeda:
cierro las ventanillas
para que no entre
en el coche sucio
de agravios y barro
la palabra que este
trayecto no evita,
la que tú te llevabas en la cesta,
sobre la cabeza,
erguida,
olvidándome ya…




XIII

Tenía corazón, aunque le faltaran
todos los dientes;
le daban miedo los habitantes
de las habitaciones vacías.
Lo cuento porque el mes de febrero
y el carnaval despiertan la danza de las caderas
enfermas, y las figuras de porcelana se despiden,
como Eurídice, antes de hacerse sombra.

No deliro. Te aseguro que no estoy delirando:
trato de escribir, en un poema, el padecer
de una mujer asomada al balcón de su casa
en una calle solitaria,
en el invierno,
con la intuición de febrero
en la memoria, y los pies
helados,
sin un té, sin la voz de nadie susurrando
al oído lo que ya nadie se atreve a decirle,
con la poca consistencia de un mito que nada resuelve
porque las únicas flores que observan
se están empezando a hacer de polvo…

Delirar es otra cosa:
es cambiar el color
del bolígrafo porque esperas que la tinta borre
las palabras inútiles; es llevar, con armónica
persistencia, un paraguas que juzga tus pasos
igual que los bastones de un grabado antiguo…
Eso sí es delirar.

Pero, ¿evitas tú las imágenes?, ¿podrías no haber
visto nunca la carne transmutada en verso
en los museos? Ahora estarías dispuesta a abrazar
el credo de la piedad entre los vivos…
pero te bautizaron los ojos con las líneas agónicas
que engañan y,
ay,
suspenden el juicio.

Te bautizaron los oídos con palabras que odiaban
la respiración de las campanas.
No deliro, es que las lámparas apagadas
y la mesa se parecen a no sé qué viaje urdido
en sueños.
Y los libros,
qué voy a escribir de
los libros,
no dejan de ser fases de la luna.

Echa la llave: que no salga de aquí,
hasta que te hayan dado explicaciones,
ni un solo miedo.
Y no empieces, como siempre,
la inútil lástima de las preguntas.

Trae: mete tus dedos entre los míos
hasta que entres en calor.
Hasta que te quedes dormida.

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