lunes, 4 de julio de 2011

4079.- ALFONSO VÁZQUEZ ALONSO


Alfonso Vázquez Alonso
(Oviedo, 1945 - Andújar, 2003)
Se licenció en Medicina y Cirugía por la Universidad de Santiago de Compostela y, como especialista en Psiquiatría, por la Universidad Complutense de Madrid.

Obra publicada: Poemas, Madrid, Ediciones Gaztambide, 2003 (libreríagaztambide@telefonica.net)





LAS LLAVES LUMINOSAS

En las orillas hablo de un ajado silencio.
Tiéndeme tu mano, Soledad, desde el corazón azul profundo
del Reino del Origen, desde el jardín secreto
y siempre vivo del que se nutre la memoria.
Señálame a los dioses de tan antiguo tiempo,
de tan lejano amor. Haz que en mí renazcan
el júbilo del sol de mediodía,
la paz de las praderas bajo el cielo,
el oscuro presentimiento de la mar hacia el Norte,
la melancolía indecible
de los vientos cansados en la tarde sin voz.
En un país de maravillas (¡mi pequeño país!)
donde todo crecimiento y toda naturaleza
eran la luz de lo sobrenatural.
Dime, hermana mía, única diosa presente conmigo
sobre el polvo desde antaño,
¿tras todo este camino llegaré algún día,
como el viejo viajero bajo un viejo arco iris,
al umbral de la mañana renacida en Infancia,
al nuevamente amado País de lo Perdido?





LOS COLORES

De qué modo increíble muta el oro
estival de la mies en oro-otoño;
la luz que fue esplendor anuncia ya las nieves del invierno.
Nubes como dibujos de encerado en la remota Escuela.
Naturaleza misma resigna sus intentos.
Camino que del oro hacia la nieve vuelves
inverso en lo sagrado por el fuego del hombre.
Así van de la ruta los colores: negro y albo y oro y rojo,
y oro y albo y negro.
Dolor de la sustancia, la Creación oye el grito
del Dolor que no otra sustancia halla en él mismo.






Querida amiga: blanca eres, rosa blanca en el hogar;

en este mar de así las cosas ser o las cosas estar.
Tímidamente braceas, a mí te vienes o de mí te vas;
el barco que canta mío, el que llora barco mío
sin rumbo en quererte mar.
Dulcemente te despojas de tus ropas
en el silencio de las alcobas, que antes de ti
olían a madres descuartizadas, a jirones de su piel
del hacha colgantes del caminante.
Yo me recuesto en los caminos, tortuosos pero leves,
infinitos y simples, del pensamiento.
Tu pelo aspira a llegar a tus labios para besarte
(negro para te besar).
Pequeña y suave eres como el sueño de las palmeras.






SOLEDAD

Que no son para mí las alegrías,
la compañía y el oro de esta tierra.
A veces tras el viento un eco vago
del rincón más profundo del olvido
como un bello navío a la mar ahora triste;
a veces un destello de muertas azucenas
en un mayo ya eterno; mas la sangre
de mi ser permanece y quedamente avanza,
solitaria,
sin música ni beso ni ganancia.
Saberlo en soledad y dar el paso
que año tras año pende hacia la muerte,
y la lluvia sin límite me oprime.
La claridad que resta en esta tarde
es insituable ya entre las del día.
De la frente del campanario cayó la pena y fuese
con el viento.










LA HOZ LACADA

Como sombra te oigo cruzar y respirar
el amado jardín de otras hadas y años.
De tu corazón hacia mis labios en la noche
hay un grito que clama como al ave del fin.
Una bandera yerra al oscuro silencio.
El mar es triste, amada, hoy como ayer.
Las águilas sobre el eco
de una muerte materna nieve cruzan.
Estos eran de antaño y de locura
los campos más arados, un callar.
Hoy en mis ojos ya somos
todo el dolor de la extensión,
todo ese vacío sufriente,
toda esa espera de los tuyos un día,
de los tuyos tras ventanas de vela y de partida,
—oh, en la triste ventana— ¡oscuras, oscuras!
frente al mar.
Te oigo cruzar el lecho de cien rosas de muerte.
Tú eres para mí como el suspiro de la luna
en las ramas desnudas del arbolillo
mudo y antiguo de este huerto.
Blanco el vestir y pálidos los ojos,
callados hacia el sueño de estas piedras sin eco,
estas columnas, esta vieja y perdida
arquitectura solemne, hacia esta hiedra,
—oh amada, amada, día de lo que iba a ser,
hora tan dulce de lo que nunca fue-.
¿Oyes? El vacío se reclama a sí mismo
desde mis hábitos de sacerdote loco,
de rabino herido, de sangrante hereje,
apenas vivo dador de las esencias.
La ortiga puebla de dolor y de mito
el aire de esta hora y ve:
hay en las alas del espacio aquí en la noche,
en este la Creación de haberse en grito
un llanto por tus ojos.

Una quietud horrenda, un pálido ser alguien
del plumier y la mesa y la pizarra,
oh, como si vivos, un eterno y fiel mirar...
Sí, aquí, aquí fue: las cosas son su risa
de ser en la memoria.
Cuando yo amaba el sol, extraño y muriente,
el hechizo callado de tus rubios cabellos,
tus pasos de Poniente, tu luz hacia las aguas,
sombra cansada, el amor no era aún, no,
sobre los campos nevados de hálito de antaño,
ellos, tal dolor como es hoy, no eran aún.


Hay en los campos a tu paso
un dolor sin esperanza,
una cosecha ardiente al fondo del silencio
y la luna vendrá y mirará dormida,
o expectante e inquieta —como otrora tal vez,
como jamás en llanto— el crecer de lo vivo,
estas venas que sangran, los arrozales fríos,
las extensiones mudas, esta nieve de estepa,
este Sur de lo inmenso -tierra, mirada, allá—.
Y acaso como un ave llegada de los mares,
de confines más altos, de mis trágicos días,
tu estar en mi sarcófago detengas esta noche.
Que soy ya solo olvido, vacío, muerte.
Veo a tu memoria perderse por la hiedra,
herirse a tu pasado contra un campo que muge.
¡Oh tus pasos sin alma ni recuerdo!
Posiblemente un día —oh, terrible día-
muy allá en el Origen, nevada ya la tarde,
de dioses bien poblada, riente yo te amé.
Esta noche creerías, esta noche verías,
esta noche en mi muerte tus ojos ya perdidos,
oh esta noche, como noche de allá,
pero tu paso, tu vestir tan callado,
tu paso ya de lamia amante de la sangre,
tu paso tras los siglos, tras campos y cosechas,
sí, mi corazón, como en un pozo de estrellas,
y lobos en lo oscuro, y el bosque, y la llamada,
oh, sí, esta noche en que nada, nadie,
tan sencillamente muerto, yo, antes, el amor.


Detente. Como a través de rosas heridas por la lejanía
como a través de un sueño de antaño me sonríes.
Detente. Era aquí tras tus ojos, era aquí tras tus pasos
el ángel con un grito de poder prometió.
Tus labios son ya fríos, un eco de los mares
tan lívidos del fin.
Y hete aquí que en tus brazos, extensos por amor,
y hete aquí que en tus almas, enormes de vivir,
un pájaro palpita como en árbol desnudo,
y llama, y es abismo al Norte y al dolor.
Aquí, por fin, estático y supremo el fuego y el amor.
Detente. Hay en tus ropas, blancas y rosadas
un extraño rocío, una extraña humedad, un agua otra,
como de amor acaso, como de muerte acaso,
como de lamia y duende, amarillo y azul,
en la noche, en mis jardines, allá de mi memoria
y de mi amor, como de ti, un día. Detente.

Heme aquí que ahora mido un arco de dolor
sobre el vacío, y tal yo soy: yo, así.
Cuando tu risa abría de aromas en la noche
las muy áureas colmenas, y una lepra de incienso
mordía la vieja piedra, muy viva para ti,
y para mí, y el amor,
¿cómo, cómo puede ya entonces perderte
y alejarte, cubrir las flores ciegas
de sangre que aún es hoy?
Así, con tus brazos en cruz, el Norte allá
(de aves y de gris, de mares bien poblado),
con tus brazos en llanto, detente, oye, ve,
despierta, atiende, pues mi alma,
tras el viento y la lluvia, tras años y
recuerda y te convoca


Oye, espera, sola, pálida, silente, mía, atiende:
hace el fuego que puebla la semilla y los astros,
hace millares de días, allá -sí, allá, allá-,
entonces, azules como espejos de mapas
sin memoria tus labios y tu frente,
de mi mano de números y rectas,
de mi mano de sangre y lagunas,
bajo el sol y en las nieves,
por el amor —ya sueño— callada te llevé.
Tan sólo sé y espera, permanece, queda,
he aquí el jardín, los ángeles, la abeja y el Creer.
Hace frío, demasiado frío allá en la patria,
como un cielo o un infierno,
como el allá del fuego y de los vientos,
como el allá de la piedra y de la casa.
Oh, sí, créeme, es preciso, tierra, tanta tierra.
Eras en mí la nieve y la distancia,
una belleza herida del ángel y los días,
un azul sin retorno



Yo no sabía y hubo el fin, allá, entonces,
donde pastan los lobos cien astros por el sueño.
Y es azul y sellada tu senda a mi memoria.
Te has apagado, apagado, —créelo—,
mientras la lluvia crece del arco de tu pecho.
Arde, arde, hierático y azul, nocturno, extraño
junto a mi tumba y para ti, el jardín,
nuestro viejo -por siempre- jardín.
Grité, grité de tan real, mas heme aquí:
mi lápida es un mapa de estrellas que se van.
El jardín aún murmura sobre la piedra ciega,
y con mares del Norte, terribles, en tus ojos
aún pasas y circundas lo cuadrado de mí;
ven, detente, escucha, espera, créeme, duerme
conmigo.



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