martes, 26 de julio de 2011

4313.- ANNE CROWE


Anna Crowe nació en Plymouth (Inglaterra), en 1945. Pasó parte de su infancia en Francia, lectora de francés y español en la Universidad de St Andrews. Casada y con tres hijos ya mayores, ahora vive y trabaja en St Andrews.
Anna Crowe comenzó a escribir en los años ochenta, alentada por primera vez por Cynthia Fuller y Silkin Jon en Newcastle, por Anne Stevenson, y más tarde por Douglas Dunn en St Andrews. Finalista en el Concurso Nacional de Poesía en 1986 y ganadora del Concurso de Poesía Peterloo en 1993 y 1997. Ha sido publicada en una amplia variedad de revistas. Dos libros han sido publicados por Peterloo: Patinaje de la Casa (1997) y Punk con Dulcimer (2006). Una Historia Secreta de ruibarbo (2004) y Figura en un paisaje (2010, libro Poetry Society folleto de elección). Su obra ha sido traducida al catalán y al español.




Traducciones de Joan Margarit


Punk con salterio

Estaba de pie al final del vagón.
Un gigante espantoso vestido de cuero negro,
con franjas y clavos y el pelo rojo cortado a lo mohicano.
Ha venido a sentarse en el asiento de al lado.

Y de pronto: Las plantas son extraordinarias, ¿no es verdad?
La voz, con un fuerte acento del Ulster. Y levanta la mirada del libro,
los ojos brillantes bajo la cresta leonada.
—Si no fuera por las plantas,
si no fuera por los haces vasculares,
nosotros no podríamos mantenernos en pie.
Habla con un crujir de cuero,
con un sonido como el de las ramas de un pinar
al rozarse entre sí. Y una multitud de clavos,
desde las orejas hasta los desnudos brazos con pulseras,
y sus elocuentes mitones con puños de hierro,
relucen y destellan como la lluvia sobre los cardos.

Es un hombre verde que habla hojas.
El frondoso follaje llena el vagón
de rumores susurrados: de palabras que componen
una música linneana, dejando espacio
para que el colobo, la catleya, y la manorina campanera
se asomen a hurtadillas desde las periferias del habla.

Durante una hora dominó la conversación con un lenguaje
tan por encima de mí como una secuoya.
Esquivo como el jaguar, y con todo perdido.
Todo menos aquellos hogareños y resonantes
haces vasculares. Ah, y el salterio.
Tocaba el salterio en un conjunto de folk-rock,
e iba tocar a Newcastle, donde bajó del tren.

Pienso en como le había temido,
de cómo tememos lo que no conocemos.
Y cuando escucho por la radio los silbidos
y los tambores de los orangistas que marchan,
intento imaginar la melodía adaptada para salterio,
oyendo las cuerdas mansamente pulsadas,
viendo una figura vestida de negro,
alto como un cedro del Líbano y bailando,
como David con su salterio
ante el Señor.







Deconstruyendo el invierno

Cada año lo aprendes a pulso:
una semiótica del frío que el viento mete a la fuerza en tu cabeza
hasta que se te queda en la memoria—
un doloroso zumbido, el quejido del ojo de la cerradura.

La escarcha la tienes en la punta de los dedos.
Sus reglas son sencillas: un hielo negro quiere decir
que las aves débiles invariablemente declinan,
mientras que la escarcha blanca favorece el cuento de hadas
y premia la humildad con dádivas de madrina.
Pongamos por caso el jardín,
donde unos marginalia deslumbrantes
pueden aparecer de repente sobre las hojas,
desafiando la traducción,
y dónde la ventana del cobertizo
—todo el año una transparente Cenicienta—
puede de repente publicar una obra de redacción compleja
sobre los helechos raros.

El sentido queda codificado, demasiado profundo para cavarlo,
la forma prieta y arrollada como una amonita,
el muro del jardín una biblioteca entera
sobre la hermenéutica del caracol.
Con reconocimiento a Lawrence Stern,
la nieve ofrece al lector unos días de páginas blancas.

Una temblorosa canción del petirrojo, y ya está el mes de marzo.
Unos días calmos de Janos cuando indagas el rumbo de la bruma
en busca de un pero o de un y.
Sin embargo es cuando canta el mirlo desde el viburno que caes en la cuenta:
los carámbanos están derritiéndose en aquel tinca-tinca-tic.





Avispero

Han venido tres veces a anidar en una casa
parecida al cuerpo de una mujer que envejece:
habitaciones ya sin niños,
frascos con ágatas y conchas
dejados como estrías,
polvorientos libros como piel cicatrizada.
Detrás de la pared de nuestra habitación
las avispas husmearon
esta grieta entumecida que el cuerpo había olvidado.

El rumor de un motor en marcha al alba,
o de un mar lejano, o el canto de un frigorífico.
Pero al caer la noche crecía con la fuerza de un horno.
Al poner la oreja contra la pared
el sonido me ha quemado como una descarga.
No era la apatía y el escalofrío de la anafilaxis,
sino la rabia, el deseo, la vida con su peligro.
Al golpear con los nudillos
el clamor ha subido como la fiebre
hasta que pensé que estaban a punto
de irrumpir a través del listón y del yeso.
Las hicimos fumigar.

En el silencio sigo escuchándolas,
persuadiéndome de que es el mar,
o de que empieza el zumbido.
Pero esto es una obsesión, un recuerdo
de cuando mi cuerpo cantaba
como una cuerda tensa,
vivo:
cuando con sólo poner tu amorosa mano
sobre mi piel,
yo ardía.



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