jueves, 3 de marzo de 2011

MARTA SANZ [3.235]


Marta Sanz

Marta Sanz Pastor (Madrid, 1967) es una escritora española. Ha recibido importantes premios, como el Premio Herralde de novela (2015), el Ojo Crítico de Narrativa (2001) o el XI Premio Vargas Llosa de relatos. Fue finalista del Premio Nadal en 2006 y semifinalista del Premio Herralde en 2009.

Doctora en Literatura Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, su tesis se trató sobre La poesía española durante la transición (1975-1986). La carrera literaria de Marta Sanz comenzó cuando se matriculó en un taller de escritura de la Escuela de Letras de Madrid y conoció al editor Constantino Bértolo, quien publicó sus primeras novelas en la editorial Debate. Quedó finalista del Premio Nadal en 2006 con otra novela: Susana y los viejos. En su novela La lección de anatomía (RBA, 2008) utilizó su propia biografía como material literario. En la novela negra Black, black, black (Anagrama, 2010) creó el personaje del detective homosexual Arturo Zarco, que recuperó en su novela Un buen detective no se casa jamás (Anagrama, 2012). En 2013 publicó Daniela Astor y la caja negra (Ed. Anagrama, 2013), donde recrea el mundo de la cultura popular y las actrices de la Transición española como Susana Estrada, María José Cantudo o Amparo Muñoz. Tras su publicación, esta novela recibió distintos premios (el premio Tigre Juan, el Premio Cálamo "Otra mirada" 2013 y el de la página de crítica literaria Estado Crítico).

Aparte de su obra como novelista, también ha escrito cuentos, poesía y ensayos, ha ejercido la crítica literaria en distintos medios (entre otros, en La tormenta en un vaso), la docencia en la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid y ha dirigido la revista literaria Ni hablar. Colabora habitualmente en los periódicos El País (con crónicas de viajes en el suplemento «El Viajero») y en Público (en la sección «Culturas») y con la revista El Cultural de El Mundo.

Obra

Narrativa

El frío. Madrid: Debate, 1995. Reeditada por la editorial Caballo de Troya, 2012.
Lenguas muertas. Madrid: Debate, 1997.
Los mejores tiempos. Madrid: Debate, 2001. Premio Ojo Crítico de Narrativa.
Animales domésticos. Barcelona: Destino, 2003.
Susana y los viejos. Barcelona: Destino, 2006. Finalista del Premio Nadal.
La lección de anatomía. Barcelona: RBA, 2008. Nueva edición Anagrama, 2014.
Black, black, black. Barcelona: Anagrama, 2010.
Un buen detective no se casa jamás. Barcelona: Anagrama, 2012.
Amour Fou. Miami: La Pereza Ediciones, 2013.
Daniela Astor y la caja negra. Barcelona: Anagrama, 2013.
Farándula. Barcelona; Anagrama, 2015. Premio Herralde de Novela.

Ensayo

No tan incendiario. Cáceres: Editorial Periférica, 2014.

Poesía

Perra mentirosa / Hardcore. Madrid: Bartleby, 2010.
Vintage. Madrid: Bartleby, 2013. Premio de la Crítica de Madrid al mejor poemario de 2014.

Editora

Metalingüísticos y sentimentales: antología de la poesía española (1966-2000), 50 poetas hacia el nuevo siglo. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007.
Libro de la mujer fatal [antología de textos de distintos autores sobre el tópico de la mujer fatal]. Madrid: 451 Editores, 2009.

Libros colectivos

666. Edición de Carmen Jiménez. Autoras: Elia Barceló, Cristina Cerrada, Marta Sanz, Pilar Adón, Esther García Llovet y Susana Vallejo. Sub Urbano, 2014.
Nómadas (Playa de Ákaba, Barcelona, 2013; selección y prólogo de Elías Gorostiaga). ISBN 978-84-941451-4-8.
"Cigüeñas" (texto sobre Federico Fellini y Giulietta Masina), en VV.AA., Ellos y ellas. Relaciones de amor, lujuria y odio entre directores y estrellas (coeditores: Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejeda). Calamar Ediciones /Festival de Cine de Huesca, 2010.
Lo que los hombres no saben... el sexo contado por las mujeres, (edición y prólogo de Lucía Etxebarria), Martínez Roca/La Erótica Booket, 2009
Catálogo del fotógrafo David Palacín para la Bienal de Dakar (2002).



Editorial Bartleby.
Primera edición de 2010.
Perra mentirosa



De la ciencia me interesa más
el descubrimiento del endoscopio
que todos los viajes a la luna.

¿Me explico?

Estoy hablando del cuerpo


-

Hubo una vez
un hombre con gafas de sol
barbilampiño
que me escribía cartas y postales.
Ahora sé
que si le hubiera devuelto
las palabras que
quizá
él presentía,
hoy
yo tendría un tiznajo en la frente,
un hijo
y, casi con toda seguridad,
estaría muerta


-

Enciendo el ordenador
y la sinceridad
se me esconde
ante la inquietud
de poder ser
provocadora




ANOCHE SOÑE...

Anoche soñé que había vuelto a Manderley...
Y yo le dije a la voz de doblaje de Joan Fontaine
que era una perra, una perra mentirosa.

Entonces, como todos los que sueñan,
me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural...

La voz, tan cursi y comprensiva, del doblaje de Joan Fontaine
soñaba sueños extraños.

Aquel pobre hilillo blanco que un día fue nuestro camino
avanzaba más y más...


Y yo le dije a la voz de doblaje de Joan Fontaine
que era una perra, una perra mentirosa.


-


Si mi vida interior no existe,
adquiero el derecho a hablar de mí misma
porque, en cada masturbación,
cuando el dedo busca
o, contra la corteza del árbol, la loba descubre;
en cada círculo vicioso;
en cada voluta y en cada fleco de mi vida interior,
que no existe,
cada vez que enredo con mi dedo índice,
que no es acusador,
cada vez que chupo o muerdo
esos mechones de pelo de mi vida interior,
cada vez que se la cuento al enemigo,
estoy fuera de mí,
hablando de vosotros.


-



No me importan la esencia o el perfume.
La esencia.
Sino esta carne que me obliga
a escribir feo, feo y feo,
feo de lo feo,
y a saber que con la fealdad
también se puede tejer
volutas metafóricas.
Flor de cerezo.


-


En mi sueño político
friego
con un potente y destructor
producto antigrasa
el frente mugriento
de una cocina.

Sale el blanco
bajo el amarillo
y yo
comparto la casa
con un feroz,
pasado y criminal
presidente del gobierno.

Al fina de la historia
(eres una perra, una perra y una perra),
la comadreja
me cae simpática
porque alaba
mucho
mi trabajo.
Mucho.
Mi trabajo.


-



No quiero la palabra precisa.
Es pobre y es pequeña.
Quiero una palabra
llena de flecos.

Una lámpara con chupones morados.
Un excrecencia.
Gota que rezuma del canalón.
La estalactita rota.
El polvo de trabajar los brillantes.
Un hielo deshecho.
Y deshaciéndose.
La saliva que le escapa, por la comisura,
a la bella que duerme en el bosque.
La ganga del mineral.
El hilo que sobra detrás del cañamazo.

No quiero la palabra precisa,
sino una llena de flecos,
una lámpara y vuelta a empezar,
un laberinto,
la flor,
una palabra
que ni yo misma entienda
y sólo pueda poseer
cuando los otros,
los de buena voluntad,
me la traduzcan.


-


Ilusionarse demasiado es
sentir las retinas que se contraen y se derriten,
crujen,
como papel de celofán,
ante el calor,
la luz,
la llama del mechero,
el yunque.

Coger tanto aire en los pulmones
que el aire, apretado,
se transforma en un líquido
que ahoga incluso
a los seres con branquias,
a los peces
y a los calamares abisales.

Caer de una altura de más de cien pisos.
Vértigo consumado. Ingrávido aplastamiento.
Un hilo de sangre
sobre la calzada.
Flor.

Luego,
si la ilusión se comprime,
como un beso que se queda dentro de la boca
y la boca se mira y se remira
pero nada supera la barrera pétrea de los dientes;
luego,
llegan las supersticiones, el mal fario,
el prever todas las desgracias
para no desmoronarse con ninguna.

Llegan
las profecías de autocumplimiento.
El fracaso seguro.


-


Ay, amor,
si yo pudiera explicarte todo esto,
no te escribiría ningún poema,
no te contaría que sueño con gatos y mujeres,
no te diría ni una mentira más.

Ahogaríamos a la perra
en un barreño,
contrataríamos a un psicoanalista,
nos iríamos a vivir al campo,
levantaríamos un invernadero
y comeríamos frutas tropicales
recién traídas
de un gran hipermercado.

Ay, amor.
Entonces sí que nos dolería todo
y deberíamos ingerir
un montón de yogures
para curarnos
del extrañamiento.

(de Perra mentirosa)



hardcore
Editorial Bartleby.
Primera edición de 2010.


¿Te bañas conmigo en este mar
ahora que es de noche
y el agua está furiosa
y es muy probable
que tengamos que abrazarnos
para sobrevivir a la galerna?

Me lo pregunta
un hombre borracho
que lleva sobre el pelo
una cresta de gallina.


_



El aire que rodea.
La luz contra el perfil.
El hueco blanco.


_


Hay hombres en mi vida
que nos on mi marido ni mi padre.
Que no son mis amantes ni mis novios.
Que están ahí
y que me hacen temblar cuando me cercan
con palabras
que no entiendo
y que a menudo
no sé
cuántas cosas
significan.


_



Frota, frota, frota, frota,
así,
más arriba,
en la hoja del árbol,
en el pezón azul
que ha de quedar
lila o lívido,
transparente,
frota,
por debajo
del plancton microscópico,
la figurita,
el bastón,
los inaccesibles rincones
de la cueva,
con más limpia-cristales,
frótalo
todo
más
hasta acabar con ello.


_



Los hombres de mi vida
ni son calvos
ni llevan dos pelucas.
No los conozco.


_



Hubo una vez
un hombre con gafas de sol
barbilampiño
que me escribía cartas y postales.
Ahora sé
que si le hubiese devuelto
las palabras que
quizá
él presentía,
hoy
yo tendría un tiznajo en la frente,
un hijo
y, casi con toda seguridad,
estaría muerta.


_



Que un hombre me cuente una historia
-suicidio con pastillas,
fábula,
cuento de la lechera,
sus hemorroides
la enfermedad de la mujer con la que vive -
es un sucio regalo.
Inmerecido.

Es mucho más higiénico
que procure
meter
su dedo índice
dentro
de la huella
de mi cordón
umbilical,
y escarbe
mientras yo me acurruco
como una niña
y
desde
mi dentro de mí
alguien le mira
por un agujerito.

Es  gratis.



Fernando Sabido Sánchez y Marta Sanz


Contarle una historia a un niño,
hacer ruidos con la boca,
vestirse de Caperucita,
es correr el riesgo
de la depravación.
Cervatillo huérfano,
abandonado,
en medio del bosque.
Crecido asesino en masa.

Contarle una historia a un niño
es
correr un riesgo.

Mejor será enseñarle
a contener la orina
y a apretar los muslitos,
uno contra el otro,
para derramarse
en un final feliz.

Y que no todos los pubis
están depilados.


__



Salado,
mi lobo feroz,
me gusta
su boca tan grande
que come
mi nariz
mientras los dos sentimos
que estamos haciendo
otra cosa.







Vintage. Madrid; Bartleby editores, 2013.




EN presencia de otros,
siempre,
preferiría
estar
desnuda.


-


EL ir y venir
del líquido interior.
El trasiego del agua.
Y del flujo.

Todo suena
mientras se está amando.
O se fornica.


-


EL poema es un espacio.
Mide cinco por tres centímetros.
Es un piso de protección oficial.


-



SE puede exagerar
ahorrando las palabras.

Estamos en crisis.


-


LA memoria
es
un hilo
frío.

El borde
de una hoja
de papel
que me rasga
las yemas
de los dedos.


-




HE perdido
la capacidad para percibir lo viejo.

No sé
si me puedo poner
esta camisa
‒malva,
añil,
gris‒
color de la nieve que cae
y se ensucia
al rozar
la carbonilla del aire.

Hoy
ya
no sé
cuál es su color.

Tendría que llevar la ropa vieja
al contenedor amarillo.

Y vaciar el armario.
Tirar cosas.


-



TENEMOS
ya más
de cuarenta años
y podríamos
decir
una vulgaridad
portentosa:
aún
ignoramos
quién
nos espera
al fondo del espejo.


-



HACE años
yo pensaba
que crecer
era decrecer.

Gastar:
el egoísmo,
el valor.

Pero crecer
es ‒tan solo‒
quedarse quieto.

No jugar más
a arrojar la pelotita
contra el muro.

No correr ni gritar
alrededor del patio
hasta que
el corazón
se te sale
por la boca.

Quedarse quieto.

Pasar inadvertido
ante los ojos
de la muerte.


-



SÓLO me interesan
las manchas negras del espejo,
la enfermedad de los cristales,
lo que hay detrás.

Ejerzo mi derecho a contar historias
de persona mayor.

Por fortuna,
voy cumpliendo años.


-



DEL muro brota,
como una humedad,
la antigua fachada
de una taberna
que ya no existe.

El lugar
donde libé
trescientas treinta y tres
jarras
de cerveza rubia.

Me he quedado mirando fijamente
porque tengo la sensación de que me oigo reír
dentro del muro.

Aunque en aquellos tiempos
‒es la verdad‒
yo me reía
muy,
muy poco.

Miro ese muro
y, de sus junturas,
nacen
polinizadas flores,
yo misma
en la extática visión
de mis veinte años,
el modo en que me recuerdo
y hablo de mí,
el modo en que soy
y me perpetúo,
mujer sin amasar,
mujer precaria,
campanilla,
un punto justo de virtud,
que no se encuentra.

Veo
lo que recuerdo.
Y lo otro
se diluye.

Un cuadro
se desmorona
‒chorrea, se filtra, cae‒
tras el barrido
del aguarrás.

La imagen antigua
de lo que yo recuerdo
revive
y se espesa,
contra el muro,
impidiéndome ver
que me hago mayor:
tienda de golosinas de petróleo.
Franquicia de pan.
Espacios para no fumadores.
Un montón de oxígeno.



 -



CÓMO calzarse
la palabra mujer
sin que el pie zancajee
dentro del zapatito.

Después,
muy pronto,
los cordones aprietan
y el cuero,
el tafilete,
el charol,
nos hacen rozaduras
y ampollas
que nunca cicatrizan.


-



ESCRIBO
la memoria
del cuerpo
de un hombre
que amé
con una tinta blanca
que se diluye.


-



SOLAMENTE
si estoy apagada,
te podrías acercar.
Para besarme.

Si no,
es muy posible
que sea yo
quien te rete
o te muerda los labios.

El reborde negro
del escroto.

Aunque me gustaría
haber sido
así,
no,
no me recuerdo
de esa forma.

Es una lástima.


-



EL pecho de la madre
recuerda la leche
cuando amamanta al hijo.

El hijo
recuerda la succión
y se aferra a la areola.

Lo mismo ocurre
con las uñas,
con el pelo de los muertos
y con los dedos de los pies.


-


SIEMPRE llega
un segundo en la vida
en que uno deja
de sentirse invulnerable.

Se tuercen
las rayas de la mano.

La memoria,
los aires felices,
los gestos de ternura,
la sal y la playa,
no representan ya
ningún consuelo.

No son de carne.


-


LA memoria se va.
Como el agua.

A través de un sumidero
horadado aposta.


-



NUNCA he probado
una cucharada
de aceite de ricino.

Y, no obstante,
persiste
el miedo a su sabor
en el cielo
de mi paladar.


-


LA memoria del daño
no es una prenda íntima.
Sujetador color carne.
Braguero.
Pétalo de amapola
‒completamente muerta‒
entre las páginas
de un libro.

El miedo es la mosca madura
de la larva
de la repetición.




Cíngulo y estrella. Cancionero. Madrid; Bartleby editores, 2015.



DEBERÍAS contarme
muchísimos más
cuentos
antes de dormir.

Recortes del periódico,
datos científicos,
relatos pornográficos,
confesiones,
cazuelita cuece,
intentos minúsculos
de la autobiografía.

Qué te daba tu madre para merendar.
Pensamientos impuros.
Pecados escolares.

Deberías enseñarme fotos viejas.


-


PERO dices que tu memoria es débil.
Pero dices que nada recuerdas hasta los quince años.
Pero dices que tienes una fecha borrada por efecto del alcohol y las pastillas.
Pero dices que tu vida empieza justo en el momento en que yo entré allí para quedarme.

Es muy posible
que tengas razón.


-


ME gusta que otras mujeres
te encuentren atractivo.
Que te crean
un claro cascabel.

Guardarles el secreto
de tus escoceduras.

El último repliegue
de un animal
muy triste
que solo conozco yo.


-


CON los años parece
que hubiésemos brotado
de la misma bolsa.
Gemelar.
Nido de cuco.

La misma temperatura
del líquido amniótico.

La postura perfecta
para no molestarse.

Y para darse calor.


-

NO se puede hablar
del amor
en abstracto.

Quintaesencia cubista.
Destilación de la cebada
en un castillo escocés.
Santa hostia
entre algodones de azúcar
dentro del sagrario
de una catedral.

El amor solo tiene sentido
entre las cacerolas.

Dentro de las sílabas.

Plumero,
claro de luna
y factura de la luz.


-

CURIOSO, nervioso, tierno.
Con un punto de soberbia
que crece con los años:

A medida
que te haces más hombre
y yo me siento
cada vez
más Campanilla.




Algunos textos de Marta Sanz

Ésta es una historia sobre el adulto que llevan dentro todos los niños. Vuelvo la vista atrás y tengo doce años. Soy una niña que ya tiene dentro de sí a la mujer de cincuenta que será, aunque es muy posible que entonces fuese más vieja que ahora. Los viejos guardan dentro de la tripa al niño que fueron, es más, lo ponen a menudo encima de la mesa porque, a cierta edad, uno sólo se acuerda de su niñez, del calor del escote de su madre, de su perfume a leche hervida o a rositas tempranas. Yo, a mis doce años, tengo dentro de mí a la señora de casi cincuenta que soy ahora o, más exactamente, a otra mujer que ya no conozco pero que, a los doce años, me susurraba al oído lo que debía hacer.

Nunca me he sentido en mi esplendor o plenitud. En el cenit de mi vida. Siempre he tenido doce años o cincuenta, y las elecciones nunca han sido fáciles. No es como cuando le das vueltas al rabito de una manzana, repitiendo en cada giro las letras del abecedario, para conocer la inicial del hombre con quien te vas a casar. Una vuelta, a de Alberto; dos, b de Benito; tres, c de Claudio… En el último giro, cuando por fin el rabito se desprende, nada ha tenido que ver la suerte o la predestinación, sino una presión mal disimulada, un tironcito de los dedos cuando se llega a la d de Daniel que es la persona con la que quieres compartir tus días y tus noches de ratita presumida. ¿Y por las noches qué harás? Dormir y callar, dormir y callar.

Pero hoy vuelvo la vista atrás, tengo doce años, y estoy en la cocina de nuestro piso en un barrio de clase media de la ciudad de Madrid. Me llamo Catalina Hernández, pero sólo me llamo así cuando estoy en la cocina o en el pupitre. No de noche, no a la caída del sol, cuando Angélica y yo cerramos la puerta del cuarto de juegos. La leonera.

Ahora soy Catalina o Cata o Cati y mi madre analiza una foto del periódico mientras fríe trocitos de pescado a la romana en una sartén de aceite hirviendo.

-Qué guarra, la tía.

Mi madre sabe hacer muchas cosas a la vez. Empana filetes y lee. Cose y canta. Prepara el café y fuma un cigarrillo. Mi madre siempre me hace la comida y por la tarde se va a trabajar. Es enfermera en la consulta de un odontólogo. A veces me deja su uniforme para disfrazarme y juego con Angélica en la leonera con la puerta cerrada a cal y canto. Allí Angélica se quita las gafas de miope que le achican los ojos y ya no es ella, sino una mujer de ojos inmensos, apabullantes, que, después de sufrir muchas desventuras, se va a comerse el mundo. Angélica suele ponerse el rostro de Blanca Estrada. Como una capucha cuando llueve o como la máscara con que los ladrones se cubren para robar los bancos. Angélica se la pide: “Yo me pido a Blanca Estrada.” Y a mí no me parece mal, porque tengo otras preferencias. Angélica y yo no discutimos nunca.

Siempre que mi madre me hace la comida, me imagino sus dedos dentro de la boca de un paciente con las muelas picadas. Entonces el estómago se me da la vuelta y me curo penando en las manos de mi madre que se frotan, se enjabonan, se aclaran debajo del grifo. Mi madre dice que la sangre no me llega a la cabeza porque como poco. Me baja la glucosa y tengo visiones extraterrestres. “Extravagantes”, me corrige mi padre. Después añade: “Insólitas, extraordinarias, inverosímiles.” Luego, coge el coche y se marcha a trabajar. Extravagantes o extraterrestres, mis visiones están provocadas por la falta de alimento. “Catalina está chaladita”, dice mi madre. Le gusta gastarme bromas. Sin embargo, hoy no me presta mucha atención. Está hipnotizada por la fotografía del periódico. No se pierde ni un detalle a la vez que pasa mecánicamente la carne blancuzca de un bacalao o de yo qué sé primero por el plato de harina y después por el huevo batido.

-¿No le dará vergüenza?

Tierno Galván y Susana Estrada, 14 de febrero de 1978.


Los trozos de pescado, al sacarlos del aceite, están doraditos, doraditos, y el oro del pez me distrae y oigo las voces de mamá y de la abuela Rosaura que son viejas y de pueblo o de campo, uno del derecho y otro del revés, cuarto y mitad, lavativa, emplasto, corchete, cuete en vez de cohete, coger el dobladillo, la que cose sin dedal cose poco y cose mal, me voy a tomar un otalidón, vuelta y vuelta, doraditos, doraditos, y me tapo las orejas de soplillo para dejar de oír, pero sigo teniendo bien abiertos los ojos y veo a mamá mientras coloca el pescado sobre una bandeja. Grumos harinosos flotan sobre el huevo, la punta del tenedor está pegajosa de engrudo.

-Pero ¿cómo puede atreverse una mujer a hacer estas cosas?

Me apetece meter el dedo en el huevo, pasar la palma de la mano por la punta sucia del tenedor. Palpar la textura del engrudo. Metérmelo en la boca. Hoy a mi madre le ha dado una arcada al freír el pescado. A ella, que suele comer los boquerones crudos mientras los limpia. Así que la náusea será consecuencia del olor del aceite. A mí también me harta el olor del aceite frito. Me llena la barriga antes de comer. Olisqueo.

-Catalina, te vas a comer el pescado. Quieras o no.

Me sorprendo al oír mi nombre en boca de mi madre. Catalina. Catalina. Catalina. Catalina es un nombre horroroso. De vieja. De pueblo. De mohína Catalina. De aspirina y de pepina. De monja y de quina. De gente con la nariz aquilina. Medicina, tetitna, estricnina. Cuando Angélica y yo nos encerramos en leonera me llamo Daniela, que suena a Italia y a abrigos de piel y a pastelería. Incluso suena a aviones que sobrevuelan el océano Atlántico. Mi madre, que me vigila continuamente incluso cuando creo que no lo hace, ahora vuelve a olvidarse de mí y, mientras corta tomates, ladea la cabeza para evaluar otro aspecto de esa foto que la tiene obsesionada:

-Qué pecho más feo. Hay que joderse.

Joderse, jiñarse, amolarse… Pueblo, pueblo y pueblo. Ordinariez. Mi madre se llama Sonia, que es un nombre bastante más bonito que el mío. Mamá le debería dar gracias a la abuela Rosaura. Pero a Sonia no le sirve de nada llamarse así, con un nombre que suena a Rusia y a nieve y a manguitos de marta y a María Silva, que hace de Anna Karénina – estricnina, aquilina, Catalina- en la novela de la televisión que vi con mi abuela hace tres años, porque, aunque mi madre fume cigarrillos mientras bebe café, huele a campo. Mi madre no se pinta y, cuando lo hace, se mancha con el rímel. Está muy rara mi madre cuando se pinta un rabillo negro. No parece ella. Mi madre aliña la ensalada y se limpia la mano en el delantal.

-Un pecho caído. Blandurrio. Tristón.

Mi madre ahora ha hablado como mi padre. Al hacerlo, palpa su propio pecho, que vive y que colea. Que aún no se ha caído y que me mira – me vigila incluso más atento y erguido que de costumbre – cada vez que ella se quita el sostén: en un probador de los grandes almacenes, para hacerse la cera en los sobacos par aponerse otro sujetador de color carne porque el negro se le transparenta por debajo de la blusa. El pecho de mi madre está relleno de pompas jabonosas, compuesto de una sustancia que es como saliva bajo la ente del microscopio o como el papel burbuja que sirve para proteger los objetos frágiles. Yo no daré nunca de mamar, aunque mi madre me diga que alimentarme con su propio cuerpo fue una satisfacción. Incluso a veces un placer que habría prologado durante meses y años. Ella es de campo como los vacas y las terneras. A mí, mi cuerpo me da grima – no me paso el dedo por las piernas para no presentir las varices que vendrán – y no me gusta que me pongan inyecciones. Inauguro en España el concepto de “distancia de seguridad”. Mi madre, como tuvo que ponerse a trabajar, empezó a dejarme preparados biberones que me daba con amor la abuela Rosaura. Pese a todo, mi madre siempre huele a leche a punto de romper a hervir.

-¡Neeeeeeeeela!

Aprovecho que mi madre se asoma un momento a la ventana para hablar con una vecina – a voz en grito por el agujero del patio- y me palpo con aprensión los abultados botones de mis dos tetitas que duelen. A veces noto un escozor como si la carne se abriera para dejar paso a la floración de una patata. Mi madre dice que como muy mal, pero como mucho pollo. “Es bueno por las hormonas y la grasa”, me dice mi amiga Gloria, mientras fuma su falso cigarrillo emboquillado. Gloria se llama Angélica, que es un nombre mucho más bonito que Catalina, Cata, Cati, Lina. Pero a Angélica no le gusta su nombre. Sus padres son intelectuales y ella viene a mi colegio, aunque podía ir a uno de pago, porque sus padres piensan que es mejor así. Esta idea me viene a menudo a la cabeza porque no la entiendo bien. A veces pienso que, igual que nosotras nos avergonzamos de nuestros padres –sí, nos avergonzamos- y yo querría para mí a los padres de Angélica y a Angélica le gustaría que mi madre fuera la suya le friese pescado al volver del colegio porque Angélica come en el puto comedor escolar – macarrones, lentejas con arroz, paella, flanes, naranjas y plátanos, de igual forma, los padres de Angélica se avergüenzan de ella porque no es tan lista como yo. No tendría nada que hacer en un colegio de pago, bilingüe y con campos de deportes. A Angélica no le gusta la gimnasia y se le da mal el inglés. “Jauduyudú”, así habla Angélica el inglés. Deberíamos practicar el cambio de parejas.

Mientras tanto, yo como pollo y miga de pan. Mucha, mucha miga de pan. Angélica lleva gafas de culo de vaso. Yo voy a ser una mujer hermosa. Un cisne que ya apunta manera en la exquisita delgadez de sus clavículas. Aunque, de momento, como miga de pan y soy una carpa del estanque. Con la piel babosa y del color del barro. El anzuelo, que aún lleva prendido un migote de pan húmedo, me sale por una de las agallas. Deslizante. Si alguien me hinca el diente, sabré a tierra y a excremento de caracol. Mi madre, que acaba de cerrar la ventana, quiere que cometa un acto de canibalismo.

-¿Por qué pones esa cara? Te vas a comer el pescado. Y punto, Catalina.
Con la cabeza le digo que sí mientras observo la foto del periódico. Como a mi madre, Susana Estrada me da repelús. Prefiero a su prima Blanca Estrada, que es como una princesa nórdica de ojos azules, pelo rubio, sonrisa dulce. Susana es angulosa y Blanca redondita. A mi madre Blanca Estrada tampoco le parece hermosa. No sabe que es un hada o una holandesa con su típico gorrito tan similar a unos cuernos de encaje, a una toca antigua de monja o al tricornio blanco de un guardia civil. Blanca Estrada es Angélica, que no tiene mucha imaginación, y aunque en la leonera yo no me la pido nunca, cuando le digo a mi madre que Blanca es una mujer hermosa, ella salta como si la pinchasen con tenedores, tridentes y espinas de rosal:

-¿Ésa? Pero si tiene cara de pan. ¡Por favor!

El aceite salpica la foto de la teta de Susana Estrada. El pescado salta mucho. Es por el agua que le queda entre la carne blancuzca. De bacalao, de japuta, de gallo, de lo que sea. Ahora yo tampoco puedo dejar de mirar la fotografía. Mi madre no le echa vinagre a la ensalada porque a mí el vinagre me pone los dientes largos.

-¿Y ese pobre hombre? Lo que tendría que aguantar…

Mi madre señala con la cabeza la imagen del viejo que aparece en primer plano junto a Susana Estrada. Cuando Angélica y yo jugamos en la leonera, Susana Estrada es la mala de todas las películas. También es la mujer más inteligente en oposición a Blanca, angelical y estúpida. Tal vez, Susana siempre es la mala porque mi madre le tiene manía. Me gusta cómo se indigna mi madre, las palabras que emplea cuando ya no puede contenerse y se sulfura como el pitorro de la olla. Mi madre es una mujer de verdad, con ese carácter que tienen que tener las mujeres, esa determinación, ese arrojo, esa capacidad para aguantar el dolor físico. Mi madre agarra las ollas calientes sin quemarse. Su cuerpo y el metal al rojo están a la misma temperatura. No hace falta que el agua alcance los cien grados centígrados para que ella llegue a su punto de ebullición. El agua de mi madre, Sonia Griñán – y Griñán suena a piedra, monasterio, puente, excursiones, campo, Cid Campeador, viñedos, y por eso yo me llamo sencillamente Daniela Astor como la sofisticada marca de un pintauñas-, el agua de mi madre se pone a hervir a diez o quince grados, estalla, se evapora, se olvida, vuelve a hervir. Cada vez que mi madre estalla, sufro una quemadura. Entonces superpongo el rostro de Susana Estrada al de mi madre y recupero uno de los dichos preferidos de Sonia Griñán, “Dios nos libre del agua mansa, que de la brava ya me libro yo”, y me anticipo a la indemostrable posibilidad de que las mujeres dulces como Blanca Estrada se conviertan en viudas negras. A la posibilidad de que todas seamos malas de corazón: también las mejores.

Quizá mi madre odia a Susana Estrada porque a mi padre le gusta. Mi padre es maestro, pero no en mi escuela. Cuando discute con mi madre, a mi padre la cara se le borra de la cara. No me confundo. La cara se le borra de la cara y no parece él, sino un hombre muchísimo más tonto. Un subnormal. Mis padres siempre se reconcilian, y después, otro día cualquiera, mi madre vuelve a su punto de ebullición. Discuten por el dinero y, pese a que mi madre es muy temperamental, no se enzarzan muy frecuentemente. Cuando lo hacen, yo, como todas las niñas del mundo, me tapo las orejas. Y no entiendo por qué mi padre no le calla la boca a mi madre, que chilla y chilla. Si mi madre no me quisiera tanto, la estrangularía con una almohada. No sé si mi padre estaría de acuerdo.

Mis padres tienen vida sexual porque yo oigo ruidos a través de la pared. Y casi sé en que consiste el sexo. Casi.

-¿Y ahora qué te pasa, Catalina? Cómete el pescado…

He debido de poner cara de asquito. Pero mi madre siempre me vigila y, porque negarlo, es graciosa.

-… no vaya a ser que él se te coma a ti.

Mi madre me hace chistes continuamente. Quizá se cree que soy más niña de lo que soy: “No vaya a ser que él se te coma a ti.” Hace poco, en una clase de historia sagrada, me contaron el episodio de Jonás y la ballena. No me pareció una historia muy interesante. Me interesan más los amores de Blanca y de Susana Estrada. El romance de Bárbara Rey con Alain Delon. La muerte de Sandra Mozarowsky.

Vuelvo la vida atrás. Tengo doce años. Estoy en la cocina. Me gusta acompañar a mi madre a la peluquería para leer revistas viejas. Para que me pongan los rulos y me claven horquillas en el cuerpo cabelludo. Soy una niña que ve la televisión mientras engulle trozos de pescado par no tenerlos que paladear.

Marta Sanz, Daniela Astor y la caja negra. Barcelona: Anagrama, 2013. 21-28





Pola ha pegado un salto de la cama. Se lava los dientes. Usa el bidé. Mientras, en la cama, Max recupera la imagen de la axila tensa de Pola, del sobaco estirado de Clara. Pola tiene senos y Clara tetas, Pola tiene vientre, Clara tripa, Pola tiene rostro, Clara, cara, Pola tiene cabello, Clara, pelo, Pola tiene pubis, Clara, potra, Pola tiene vagina, labios menores y mayores, una enorme complejidad de tejidos y fibras replegados, Clara tiene chocho, Pola tiene durezas, Clara, callos, Pola, cutículas, Clara padrastros, Pola, marcas de expresión, Clara, arrugas, Pola, una boca fina, Clara una boca de culo. Por eso, Max yace con Pola. Por eso, le dan miedo las asistentas y las torres de los siete jorobados. Y, sin embargo, Max está convencido de que, de no ser por esos mínimos detalles, por fuera, Clara y Pola son la misma persona, hermanas siamesas, productos de la misma bolsa gemelar, identidades que en la duplicación se excluyen, se anulan, se desintegran hasta convertirse en nada. Hermanas tan iguales que no está seguro de con quién acaba de follar.

Marta Sanz, Susana y los viejos, 2006






Marta Sanz, “Literatura y tiempo libre”
No tan incendiario (Periférica, 2014)

La literatura, y muy especialmente las novelas, son mercancías en las sociedades de consumo: objetos de entretenimiento como la wi o el deuvedé de la última película de Angelina Jolie, como un yo-yo o un telefilme, como un graciosísimo vídeo de You Tube. El tiempo libre, identificado con el ocio, es la reserva – y hablo de reserva en el sentido de las reservas de apaches y semínolas en Estados Unidos - , el espacio acotado para el consumo de este tipo de bienes culturales. En esta reserva de tranquilidad, diversión, montañas rusas y esparcimiento, el lector asume el papel de consumidor cultural, de cliente que debe quedar satisfecho con su compra. De modo que no es el lector quien se debe alzar a la altura de un texto, sino el texto –y, por ende, su autor- el que debe prever las expectativas de sus compradores potenciales.

Partiendo de esta premisa, el empobrecimiento de las propuestas culturales es ostensible y se produce la paradoja de que en los tiempos de la libertad – una libertad que se confunde con liberalismo y que es esgrimida, cada vez más, como argumento de grupos de ultraderecha – se ejercen sofisticadísimas estrategias de censura basadas en palabras como comercialidad, rentabilidad, legibilidad e, incluso, en expresiones complejas como corrección política. Los escritores -sobre todo, los novelistas- renuncian a los rasgos que los han definido y le san dado un lugar a lo largo de la Historia de la literatura –lucidez, sentido crítico, intrepidez, riesgo…- y ejercen la autocensura porque saben muy bien lo que deben o no deben escribir para ser acogidos en el seno del mercado: novelas negras con tintes aceptables de crítica social; historias sentimentales que rescatan el pasado con benevolencia; aventuras metaliterarias con leves toques de género fantástico y de ciencia-ficción; por no hablar de esos exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena salud.

En los tiempos que corren, quizá los famosísimos novelistas del boom tendrían problemas para hacerse un hueco en los catálogos de las editoriales: su experimentalismo, su margen de ilegibilidad, la resistencia que el texto pueda ofrecer al lector, jugarían en su contra, los dejarían en los márgenes, incluso quizá en el limbo, de un núcleo literario y editorial copado por autores de una narrativa vampírica o “templaria”, concebida para un lector peter-pan con mentalidad de eterno adolescente.

En la época de esta libertad liberalista nos encontramos que, ante la pérdida progresiva del sentido crítico de los lectores, desde los ministerios se plantea incluso la posibilidad de eliminar ciertos cuentos infantiles para sustituirlos por otros que respondan a un modelo de género más igualitario. Cortar por lo sano. Eliminar del imaginario los cuentos de hadas. Una sociedad cada vez más infantilizada está indefensa ante el paradigma discriminatorio de La bella durmiente, pero no ante el modelo belicista de las historietas de los videojuegos. Vivimos en una pecera llena de contradicciones.

Anselm Jappe, en su artículo “El gato, el ratón, la cultura y la economía” lo expresa con claridad: “Ya no hay muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Sólo hay clientes.” Jappe se plantea hasta qué punto el arte y/o las narraciones pueden permanecer al margen de la lógica de la inversión y la ganacia; hasta qué punto pueden constituir una “excepción cultural” como reclamaban los intelectuales franceses; habla de la “industria del entretenimiento” y denuncia que la cultura se ha convertido en una herramienta de “pacificación social y de creación de consenso”: un falso consenso que nada tiene que ver con los conflictos y las contradicciones del mundo, con la desigualdad, la exploración, la alienación, la soledad, la imposibilidad de crecer, la deshumanización de las relaciones afectivas, la edulcoración de las pasiones, las utopías muertas.

La cultura del consenso, filtrada por la túrmix del mercado, camufla la realidad manteniendo un discurso único, que a menudo coincide con la corrección política. Es una cultura que no incomoda a nadie – lejos quedaron esos espectadores burgueses a los que Buñuel mostró cómo se rebanaba una pupila con una navaja de barbero – y que se reduce a su acepción espectacular, sentimental o anestésica: la cultura constituye el placebo, el elixir del olvido, la fast food cultura – lo uso y lo tiro, lo como y lo… - que necesitan hombres y mujeres atenazados por una vida cotidiana que prefieren no ver y de la que necesitan descansar a través de las ficciones. En este sentido, la literatura – y especialmente, las narraciones – no sería muy distinta del pan y circo, del pan y toros, del pan y fútbol o del pan y telenovelas que caracterizó a multitud de regímenes totalitarios y que, hoy, caracteriza a democracias liberales que fomentan el concepto de una cultura de prestigio donde la cantidad – el número de ventas – es el criterio para establecer la calidad de una obra.

En definitiva, el concepto de la democracia en el ámbito cultural – un tema sobre el que habría mucho que pensar y que decir- se rompe en los añicos de una demagogia que banaliza la idea misma de cultura y repercute negativamente en la enseñanza y en la educación de unos niños que, cuando les preguntas qué quieren ser de mayores, asumen muy bien la ley del mínimo esfuerzo, la idea de que el que no roba es tonto y el eslogan del todo vale – tres de las consignas más populares de nuestra ideología invisible – y responden que su sueño es convertirse en personaje de las revistas del cotilleo o en estrella de un reality show.




Marta Sanz, No tan incendiario (fragmentos)

Quiero escuchar a los que tienen algo que decir. Porque lo han pensado dos veces. Porque han sudado tinta. Porque no basan su conocimiento en la maldad o en la ocurrencia. Siento nostalgia del antiguo catedrático de griego y de la profesora que, en 1ro de BUP, se ensuciaba la pechera de tiza dibujando un cuadro sinóptico – las llaves eran casi perfectas caligráficamente hablando -, de las escuelas presocráticas. Siento nostalgia del oráculo de Delfos, de las brujas de Macbeth y de las viejas, ciegas y caníbales, que luchan por la posesión de su ojo de cristal, de la versión de Furia de titanes que rodó Desmond Davis en 1981 con efectos especiales y producción de Ray Harryhausen. Quiero que vuelvan los eruditos: contradigo el buenrollismo de Ignacio Sánchez-Cuenca que se felicita por la desaparición, propiciada por el acceso al dato en internet, de la ancestral especie de los eruditos. Me parece mucho más temible la proliferación de colonias de alumnos copiones y quiero que vuelvan los intelectuales, los empollones, los sacerdotes laicos, los científicos darwinistas, los intérpretes de la realidad y del origen de las especies, los que se toman en serio su colección de sellos del mundo, los divertidísimos iluminados, las maestras ciruela, los que descubren las vacunas y escriben libros que cuentan cosas que no queremos saber; como Alberto Luna en Una puta recorre Europa (Caballo de Troya, 2008), que en la contraportada de esta primera novela, recoge algunos puntos fundamentales de su poética: su intención de “buscar las zonas oscuras del presunto lustre de las democracias occidentales”, de “hacer visible lo invisible” y, sobre todo, de poner al servicio de tales propósitos las estrategias de la literatura de masas. O sea, luchar contra el poder utilizando sus armas y convirtiendo al autor en una especie de buen terrorista de la literatura. Pero todos esos se están convirtiendo en una manada trémula de escritores melancólicos o en niños hiperactivos que buscan un bote salvavidas – salvarse de la muerte – con la excusa de la hipertecnologización. Quiero escuchar a alguien que tenga algo que decirme. Mientras tanto, desconfío de la escritura colectiva y de las performances. Mueven mucho dinero.

[…]

En realidad, esta última modalidad de escritor es la más común, pese a la generalizada creencia de que el escritor es un ser mítico que vive gracias a anticipos millonarios, tiene caprichos de diva – J-Lo sólo se aloja en lugares entelados de blanco escrupuloso – y se hospeda en hoteles de siete estrellas. A la mayoría de los escritores – a la masa, al  proletariado de los escritores que ya ni siquiera se desclasan con la escritura porque el prestigio del artista está muy mermado – nunca se les paga lo que de verdad cuesta su libro: el precio oscila entre nada y menos de un euro por hora. Hagamos el cálculo: si por un libro en el que se ha trabajado dos años – setecientos treinta días por ocho horas de trabajo al día son cinco mil ochocientos cuarenta horas trabajadas -, se da un anticipo de seis mil euros brutos, eso significa que cada hora de trabajo de alguien que escribe se paga a poco más de un euro. Imaginemos que el anticipo es doble, el precio por hora trabajada sigue siendo miserable. El escritor no es un minero y no se le permite hablar en términos de trabajo y de salario: será que la escritura no es un oficio, sino un don de Dios. Será que los escritores caminan sobre las aguas y mastican éter. Será que los escritores para pagar la hipoteca se deben buscar un trabajo decente: profesor de instituto, camarero o tornero fresador. Actividades con una verdadera utilidad social. Porque al fin y al cabo, la escritura es un placer para quien la practica. Porque, al fin y al cabo, nadie se juega nada escribiendo y la escritura – literaria – no sirve para nada. Absolutamente. Todo eso se lee y se escucha. Yo reivindico para los escritores o bien el espacio sagrado perdido, o bien el beneficio que les corresponde por producir “ocio de calidad” – bienes suntuarios, bisutería, analgésicos – en la sociedad el mercado.

[…]

Propongo que escribamos textos, no sólo “historias”. Que sorteemos la trampa posmoderna de la idolatría del entretenimiento sin caer en el polo contrario de la “cultura erudita”, de la cultura ladrillo, endogámica y endoliteraria, la cultura de círculos viciosos que, hablando de ella misma, evita hablar de cualquier cosa – la vida, la realidad, el mundo -, esa cultura tan reconocible en las poéticas actuales. Propongo escribir textos que duelan. Frente a las visiones edulcoradas de la realidad, toda la literatura tendría que doler y alejarse de esas bonitas perspectivas irónicas que no son más que un tupido velo para tomar distancia y para separar “inteligentemente” los labios sin causar muchas molestias practicando el ejercicio de la corrección política. La autocensura. La actitud que garantiza un lugar en el mundo.







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