domingo, 7 de marzo de 2010

DOLORS ALBEROLA [005]


Dolors Alberola

Dolors Alberola nació en Sueca (Valencia), el 14 de enero de 1952. Pasa toda su infancia junto al Mediterráneo, que ha influido en su vida y en su poesía. Cursa en la capital estudios de Medicina, que abandona para obtener el título de Procurador de los Tribunales, siendo la primera mujer de aquella comunidad que ejerció dicha profesión. Desde finales de los setenta reside en Andalucía, donde ha trabajado como periodista. Vive actualmente en Jerez de la Frontera, dedicada de pleno a la literatura.

Entre los numerosos premios con que ha sido reconocida su obra destacan los siguientes: Carmen Conde (1998), Premio Internacional Ciudad de Miranda (2000), Premio Bahía de Algeciras (2002), Premio Villa de Peligros (2002), Premio de Poesía Vila de Martorell (2003), Premio Cálamo de Poesía Erótica (2003), Premio Victoria Kent (2005), Premio José Luis Núñez (2005), Premio de Poesía Ernestina de Champourcin (2005), Premio Ciudad de San Fernando (2005), Premio María Luisa Sierra (2005), Premio Vicente Martín (2007) y Premio de Poesía Pastora Marcela (2007). En dos ocasiones (2000 y 2007) ha sido finalista del Premio Andaluz de la Crítica y en una del Premio de la Crítica Valenciana (2000).

BIBLIOGRAFÍA

Obra poética:

Ha publicado los siguientes títulos de poesía: Trizas (Sueca, 1982); La quejumbrosa vida de John Stemberg (Puerto de Santa María, El Ermitaño, 1997); Cementerio de Nadas (Madrid, Torremozas, 1998), premio Carmen Conde; El medidor de cosas (Ayuntamiento de Miranda de Ebro, 1999, 1ª ed. y 2000, 2ª ed.), premio internacional Ciudad de Miranda y finalista del Premio Andaluz de la Crítica; Historias de snack bar (Jerez de la Frontera, EJE, 2000), finalista del Premio de la Crítica Valenciana; Ire(né) Lanuit (Valladolid, Editorial El gato gris, 2000); Conversaciones con Uriel, el pacificador de cosas (Cádiz, Excma. Diputación Provincial, 2001); Una nena que porta al cap un ganivet (Córdoba, Aristas de Cobre, 2001); El vagabundo de la calle Algarve (Algeciras, Fundación José Luis Cano), premio Bahía 2002;  Apocalipsis Sur (Granada, Excma. Diputación Provincial, 2003), premio Villa de Peligros 2002; El último tren (Chiclana, Fundación Vipren, 2003). Cementerio de arena (Cuadernos de Orpheu, Brasil, 2003), El monte trémulo (premio Vila de Martorell, 2003), Decomo (premio Cálamo de poesía erótica, 2003), en colaboración con Domingo F. Faílde, Esa mujer de Lot (Els Plecs d’Alfons el Magnànim, 2004); Juego de Damas (Sevilla, Instituto Andaluz de la Mujer, 2004); Ciudad contra la lluvia (premio Victoria Kent, 2005); Acaso más allá (premio José Luis Núñez, Sevilla, 2006); El don del unicornio (premio Ernestina de Champourcín, Álava, 2006): El libro negro (Madrid, Huerga & Fierro, 2006), premio Ciudad de San Fernando; Ángel oblicuo (premio María Luisa Sierra, Bornos, 2006), Arte de perros (Jerez, EH, 2006),  El ojo y el tiempo (Madrid, Vitruvio, 2007) premio Ciudad de Torrejón, De donde son las voces (Campo de Criptana 2008), Premio Pastora Marcela; Del lugar de las piedras (Gijón 2009) Premio Alonso de Ercilla; Sobre la oscuridad (Ed. Rumorvisual, Cáceres 2011), Todos los trenes mueren en línea recta (Ed. Origami, Jerez 2012), La escopeta de Lily Mae (Compañía de Versos Anónimos, Granada 2012), Máquina (Premio César Simón, Un. de Valencia, 2012), Dasein ( Dip. Soria 2012) Premio Leonor y Juego de imanes (Navia 2013) Premio Ramón de Campoamor. En prensas, Biblioteca nocturna (Tau Editores, 2016) 

Una amplia selección de su obra figura en De piedra y sombra. Antología poética (1982-2006). Barcelona, Atenas, 2006.

Traducida al gallego, catalán, portugués, francés, italiano, árabe, serbio y ruso, su obra ha sido recogida en diversas antologías: La palabra debida (Sevilla, Instituto Andaluz de la Mujer, 2000); Mujeres de carne y verso, antología poética femenina en lengua española del siglo XX, sel. de Manuel Francisco Reina (Madrid, Esfera Literaria, 2001); Poetisas españolas, antología general, de Luzmaría Jiménez Faro, tomo IV: de 1976 a 2001 (Madrid, Torremozas, 2002); Ilimitada voz, Antología de Poetas Españolas (1940-2002), sel. y estudio de José Mª. Balcells (Cádiz, UCA, 2003); Reinas de Tairfa. Poesía Femenina Gaditana (1982-2002), sel. y estudio de Manuel Moya (Fundación Caja Rural del Sur, Huelva, 2004) y El placer de la escritura o nuevo retablo de maese Pedro (Cádiz, UCA, 2005) ); El poder del cuerpo. Antología de poesía femenina contemporánea, de Meri Torras (Madrid, Castalia, 2009) y Trato preferente. Voces esenciales de la poesía actual en español, de Balbina Prior (Madrid, SIAL, 2010). Ha colaborado en la prensa literaria, revistas especializadas y numerosas publicaciones colectivas.


La quejumbrosa vida de John Stemberg
en Del soneto al cómic
El Puerto de Santa María, El Ermitaño, 1997


Hubiera sido Wagner

A mi padre muerto


                    como si hubiese dicho sólo:
                    Lázaro, sal fuera,
                    y nos volvimos luego, ya caída la tarde...
                           José Ángel Valente

Hubiera sido Wagner
cerrara bien los ojos
parecieran las manos
cristal almidonado u oro puro.
Su cuerpo se extendiera desde el marfil al frío
lentamente.
Estallara su boca como una rosa a fuego
lentamente.
Su voz como otra voz en el silencio fúnebre.
Hubiera sido Wagner.
Hubiera sido él
de no ser porque nada llegara a despertarle.
Hubiera sido así
pero asimismo no era sino una ausencia exacta.
Hubiérase parado mirándome y un beso
perfilara en mi sien aún lentamente.
Extendióse una caja
y no logró escapar de aquellas lindes.
Su párpado era voz,
el frío de su piel llameaba la vida.
Era su cara un día de otoños imprevistos.
Yo le llamaba aún:
Padre eh padre Juan
invencible despierta.
Me alargaran la mano
detrás de alguna infancia de cristales punzantes.
Recordé viejas horas,
calendarios de miedo
anidaban sus ojos tal vez más polvorientos.
Me alargaran la mano y esa ausencia
se aferrara a mi sangre.
Padre eh padre Juan
entrañable despierta.

La caja fríamente le cerrara las puertas.




Cementerio de nadas
Madrid, Torremozas, 1998

I

Ya hemos vuelto de nuevo al invierno de la lluvia.
Tocamos la gran piedra y su alquimia
nos redujo a cenizas.
De nada sirve, pues, la espesa tundra
de pensamientos firmes que tuvimos.
Hemos bajado al cálculo, nosotros,
los que erigimos torres
y fingimos silencios previamente.
Nuestras manos comienzan a diluirse, empero,
no quedó ningún verso capaz de pervivirnos.
Hemos vuelto al silencio,
al oscuro exactísimo que nadie deseamos.
Las gacelas no vierten sus más ligeros pasos
y hace un frío de vidrio que penetra los huesos.
De regreso al lugar donde nos sobra el nombre,
nosotros, los oscuros, no tenemos ya tiempo.
Los hijos, espantados, huyeron tercamente
y sólo somos miedo en las horas nocturnas.
Hemos vuelto a verter, entre la falda
pútrida de la tierra, nuestras viejas pasiones.
Aquí yacen ahora los más deseados pechos,
las narices perfectas de algún actor de moda,
los pinceles secretos que guardara el pintor
más dentro de sus ojos,
la moral predilecta de algún hijo de Dios
cuyo hábito podrido nos muestra los jirones
de la ambigua materia.
Aquí se desparraman niños,
vaginas no tocadas convierten en caminos
de larvas su pureza,
se desafora el pánico de no ser más besado,
se diluye la fe
como en un territorio de dioses pequeñísimos
que corroen la carne, impunemente.
Hemos vuelto de nuevo al jardín del invierno
a convertirnos tercos en suicidas rosales.
Si existe el jardinero que cuide nuestros tallos
habrá llegado tarde,
la nieve de la duda ahogó todos los cálices
y en el lugar secreto de la corola muerta
flotan lágrimas frías.


II

Le singulier aspect de cette solitude
Et d´un grand portrait langoureux,
Aux yeux provocateurs comme son attitude,
Révèle un amour ténébreux,

Une coupable joie et des fêtes étranges
Pleines de baisers infernaux,
Dont se réjouissait l’essaim des mauvais anges
Nageant dans les plis des rideaux.

La muerte de la paz o la paloma abierta.
La historia derramada o el silencio.
El chico que murió, aplastado en el Yemen,
cuando el civil surgía de otro pánico.

El parricida austero que matara a la madre,
la idea de la madre, truculenta,
en un charco de sangre.
Esa columba livia del destino.

Aalto, Alvar
En la Maison Carrée, tras el espejo.
Diego Abad de Santillán
Rebelado y final contra el gobierno de la muerte.

Joaquín Abarca
Desterrado a los cielos en mil ochocientos cuarenta y
cuatro.
Abd el-Kader
Derrotado en Damasco.

Cementerios de arena, los nombres confundidos,
intercalados, puestos ante las flores,
tenebrosos y oscuros de los muertos.
Incontables, putrefactos, los sueños.
Extrañas sementeras donde crece
la flor bilis del pánico.
Los cuerpos, macerados, disueltos en vitrales,
con la vida mirando hacia el azogue.

Ordóñez de Montalvo
Cabalga hacia la muerte como Amadís de Gaula.
Periandro de Corinto
Balbuceando, tirano, entre lo oculto.

Pericles de Jantipo
Arrasado por fuegos interiores.
Harrison Salisbury
Contradiciendo aún la guerra fría...

Und plötzlich in diesem mühsamen Nirgends, plötzlich
die unsägliche Stelle, wo sich das reine Zuwenig
unbegreiflich verwandelt-, umspringt
in jenes leere Zuviel.
Wo die vielstellige Rechnung
zahlenlos aufgeth.



En el principio fue el número

Creárase la soledad,
el doble de ella misma,
e incluso el triple y llegárase al siete de la nota,
al lugar del descanso, al punto geométrico,
al triángulo exacto de la transmigración perenne
-el alma que se escapa entre los brazos quietos
y el triángulo -viejo- con sus catetos rotos-.
Y de nuevo hacia el uno,
hacia la sola agua. Consonancia perfecta
el uno con el dos y cada nota, fija, en esa vibración,
exactamente el doble en las octavas altas.
Creárase la soledad, el infinito nunca de la música,
el punto equidistante entre la nada.
La piel del hombre, un árbol.
En su interior, lo solo y el dos y el tres en su costado
y el cuatro y nuevamente el cinco con sus dedos correctos
y el seis (como de hombre) y el siete del retorno.
El ser, así, girando en desmesura, como un sonido ciego
y un estuche, desnudo en cada muerte.


Pitágoras
Metaponte, h. 500 a.C.

Cosi fan tutte

Le dijeron, la música,
la música que es dios y un pequeño peldaño
la eleva hacia la gloria.
Ella que se hace ubicua en oscuras catedrales
y entre un arco ojival tiene puesto su grito.
La música es el vals y el trueno es esa música
donde vive la lluvia sus mojadas cavernas.
Le dijeron, la música,
tejiendo entre sus dedos un diapasón sagrado.

Wolfgang Amadeus Mozart
Viena-1791




El medidor de cosas
Miranda de Ebro, Ayuntamiento de, 1999


No hubiera amor más grande

He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos
por la locura, famélicos, histéricos, desnudos...
Allen Ginsberg


Ese de cuya sangre emerge la condena,
el que veis, ahí, muriendo, casi deshecho y frágil,
es mi padre.
Me niego a confesaros que lo fue
porque su carne vieja,
su mirada podrida, es la de un hombre.
Y es su muerte mi muerte, es mi condena.
Él, que apilaba imperios de sonrisas,
que acariciaba el mar y agarraba en la noche
pedazos de fantasmas que le amaban,
ahora, es sólo un fantasma.
Mi padre es el fantasma que recuerda
que sí existe la muerte, que es un cáliz,
que es un pozo fatal, que es otra cosa
distinta a esta desgracia de ser hombres
condenados a esto. Este que veis aquí,
tendido ante la sangre de mi sangre,
este cristo llagado que, sin nombre,
babea y nada puedo a su costado,
es un muerto de amor, es otro muerto.
No toquéis esos ojos de mi padre,
no enturbiéis su presencia,
dejad que en su crueldad ame la muerte
como me amara a mí,
encendida de pus en la mañana.



Hijos de la locura


 Si Esta es Su obra, no os quejéis a mí,
 yo no tengo nada que ver...
 Jaime Jaramillo Escobar


Hoy me he puesto la ropa del loco que no he sido.
Hoy soy ese filósofo que nunca se creyó sus premisas.
Hoy soy el sacerdote que adora todo, al fin, menos lo cierto.
Hoy soy el talismán, el imán que no supo mantener su palabra,
el profeta que adivinó el pasado,
el dios de cuya cruz arrancaba otra cruz y, así, hasta agruparse miles.
De clavos que no pinchan soy fakir, soy neón que no alumbra.
Soy el átomo que fusionó su cuerpo contra el miedo.
No soy exactamente yo, sino otro yo que -austero- me persigue.
Soy el diablo mismo de mí mismo,
soy crimen y alabanza, soy estero donde vuelan los ángeles.
Soy el pez que se muerde la cola, el envés del espejo,
el puñal que no mata,
las palabras que incendian las palabras.
Soy un nido de cuervos. Soy el ojo de un ciego que no sueña.
Hoy me he puesto hasta la piel del loco y he creado.
Mirad mis criaturas que se mueven, que retozan y brincan entre lágrimas.
Acercadles la mano y acariciad sus hojas, no tienen más infierno que este verso,
condenadas a mí, soportan mi dolor. Terriblemente solas, ya paridas,
se acercan titubeando hasta vosotros, como si fueseis dioses.
Y os adoran.




Canto a los dioses de Micenas


IGNER
REGIN INGER

IGNI

INRI
INGER REGIN

J. E. Cirlot


Si vinieron los dioses, si caminaron juntos,
si nosotros no somos exacta descendencia de la tierra,
si soñamos, porque alguien nos obligó a soñar,
tennos en cuenta, tierra, nuestra propia miseria,
nuestras alas que pudieron volar, nuestro silencio
de abandonados previos, nuestra propia locura,
fruto de la locura de los dioses,
y ofrécenos jacintos que inauguren
esos rincones ciegos de las ingles.
Nos dieron la manzana por juguete,
nos hicieron pequeños y, a pesar,
pudimos alcanzar tanta locura.
Cúbrenos ya, señor, señores que vinisteis
a conquistar la tierra cual piratas,
que enseñasteis la luz a los indígenas
que no querían morir.
Cúbrenos ya de lodo y haz que el hombre
derive por un día de ese fango,
porque pesa la casta y es muy triste
abandonar la nada en que vivimos.



Historias de snack bar
Jerez de la Frontera, EJE, 2000

Colección Ejepoesía, núm. 1



A modo de tertulia

Dijo él: un jinete de oro es la poesía.

Pero mata, aseveró el poeta.
La mujer que cantaba inició un heptasílabo, mientras
con sus zapatos de charol agrietado zapateaba.
Agregó el camarero: la poesía es eso
de que no come nadie;
y el cliente que comía garbanzos
arrojó uno al suelo, a modo de metáfora.
Un poema es un poema, indicó un catalán
en un idioma antiguo que sonaba más bien a arameo.
Pero un poema no es sino la esencia exacta de la estética,
teorizó un filósofo.
Si elevamos catorce al cuadrado nos daría un soneto,
evidentemente alejandrino, gritó, alejado, el matemático.
Pero él continuó: un caballo de mirra es la poesía.
Y nadie le hizo caso, porque todos
defendían tan sólo un teorema.




Pensando en ti


Sencillo homenaje a Goytisolo


I

Ya está en el vacío. Pero dime ahora:
¿Es acaso el vacío ese desorden de huesos y de labios,
esa árida constelación de sangre,
todo ese negro tráfico,
ese ir y venir de familiares, ambulancias,
vehículos varados o esa niña,
paralizada siempre en esa hora en que tú la pensaste?
Ya estás en ese litio del destiempo.
Pero duele aún la no existencia,
se perforan los ojos con la pena
(después de perforarse contra el pánico).
Se es poeta aún detrás de la palabra,
cuando suena, tan sólo, esa triste guitarra de la muerte
y es la tierra un laúd, un terrible laúd que no acompaña.
Ya estás, de nuevo, en el alcohol del viento,
en el negro cansino de la noche,
en el silencio eterno de ese público
que escuchó para ti.
¿De qué sirve morir en una tarde
de casi primavera atropellada?
¿De qué sirve volar hasta ese mar
de pavimento duro, si no hay
contestación a esto, entre tu idea?

Pensando en ti escribo, no sé decirte nada más,
pensando en ti, pensando en ti.
Por eso siempre...


II

Como vuela el Aleph hacia la nada,
hacia esa mancha gris de Buenos Aires,
hacia esa ceguera de los árboles,
secos ya en la memoria de las cosas,
hacia ese océano.
Como canta el Aleph con voz de cíngaro,
pretensión de poeta, antimateria,
oscuridad eterna en la palabra.
Murió en Alejandría, va diciendo.
Va gritando: murió. (Pero no muere).

           pensando en ti, pensando en ti,
como ahora pienso...



That bloody poniard of the love

Me hablaron del amor, mas qué era eso.
Las mañanas llevaban el color del amor
y no se percibían sus dedos amarillos.
Buscamos el amor.
Arduamente buscamos el amor.
En millones de tiendas encontramos
objetos muy preciados. Abanicos antiguos,
ajados abalorios de reinas y princesas,
relojes que, aún muertos,
conservaban las horas por estética.
Preguntamos: ¿Eh, Sir,
conoce usted el peso del amor,
sabe de aquel entonces cuando existía puro
y podía obtenerse, tal vez, a poco precio?
Oh, no, mí no saber el precio del amor,
pregunte usted otro comercio,
mí no tener amor, señor,
ser very difícil encontrar el amor,
pero no sufra:
mí tengo sucedáneos del amor,
slips muy atractivos, orquídeas muy baratas,
preservativos verdes con sabor a café.
No se puede, señor, pedir caviar
en ciertas ocasiones.

Entré en una taberna y allí encontré el amor.
Tomamos otro tinto de verano.



Colofón

Estaba ahí
-les veía pasar-, sentado en la mamoria,
frente a un snack bar del centro. Federico
recogía los versos, los doblaba.
Había un rascacielos en sus sueños de muerto.
Con alegres bermudas recorría New York.
en un papel de lujo de una revista nueva.
Sólo este fotograma le acercaba hasta mí
en un rincón del mundo. El gran Dalí,
una chuleta sola frente a la piel del tiempo, los relojes,
desprendiendo las horas blandamente,
los ojos de Mae West reblandecidos.
La sonata de Parsifal oída, tarareada por Wagner, Nibelungos,
Mathilde Wesendonck lavándose las sayas. Baudelaire
rimando flores agrias de amor para sus gatos. Alfonsina
con un barco en las ingles. Juana de Ibarbourou
columpiándose terca en una higuera
que el tiempo iba creciendo y, en su rama,
el cuervo de Edgar Poe emitiendo graznidos.
La vida era una noria y giraba, giraba,
giraba, giraba, giraba...



 Ire(né) Lanuit
Ilustraciones de Clara Calvo
Valladolid, El Gato Gris, 2000

[2]

No debiste hacerlo gritaba acalorada utilizando el tú como ulterior refugio. Irene. Ire. Femme de nuit. Poupée ou papier. Sotte ou imbécile. Galeriste a regorge museau. Debiera imaginar que el arte igual como el papel como un incendio neto lo mismo que la voz al declinar la voz como el tono del cielo en el día de agosto justamente en el día en que perdiera airosa la falda azul de gasa las gasas a jirones que mostraran el sexo lo mismo que ahora el fuego lo mismo que ahora el arte lo mismo que el incendio incendiando los ojos del muchacho desnudo en la pared de enfrente.

[3]

No debiste hacerlo. Era frío París. Tampoco el Sena se deslizaba limpio. No debiste hacerlo. El sur es más ardiente más ardiente es el seno de la mujer que ama. El incendio que cubre a Maurice Ravel dejándole a retales la oreja y la chaqueta las notas cercenadas de La Valse la firma entrecortada de Henri Charles Manquin son más fugaces más más fríos que la vida. El sur es más ardiente que la vida. Más ardiente que el vino. Más ardiente que el mar cuando se vuelve infierno. Más ardiente quizás que este fuego imposible en mi mente de enferma. No debiste quemar todos estos recortes.

[5]

Para así infringir la muerte del periódico. Ire(né) Lanuit sentada en la butaca rememora algún cuadro de Édouard Vuillard. Afuera es el otoño. Más afuera aún. Más allá de las rayas de la coqueta silla más allá del cristal más allá de ese frío que le entumece el cuerpo más allá de aprender a rechazar bocetos más allá del pastel de unos labios ajados del fuerte claroscuro del vientre en la penumbra más allá de este juego –color en la paleta amarga- más allá incluso más allá de alguna soledad es otoño en París y caen como gotas los recuerdos del sur.

[7]

Ha intentado cortar pero la otra Frida mantiene la tijera. Las dos Fridas dos iras que se mantienen juntas cortando solo una cogidas de la mano atormentadas miran. Espesos nubarrones que a Ire(né) Lanuit le dieron siempre pánico. La tijera está inerte en la mano derecha que la sujeta en México. Qué difícil cortar. La falda se ha llenado de flores se ha llenado de arrugas y las Fridas silentes discuten a la par.

[10]

Los besos de Lanuit son invisibles. La amargura de Ire(né) tiene color de rosa. Ire(né) se desliza virtual en su cubículo como un personaje de Teniers. El fuego aún arde pleno del color de Matisse. La Odalisca ha muerto. Baudelaire ha salido a tomarse una cipa y Joyce y Mallarmé aún tosen sofocados.

[11]

No debiste hacerlo. Debiste comprender que el arte lo mismo que la vida más fuerte que el color igual como un papel... ahora tu mente grita se estampa fuertemente como maculatura en ningún lado.



Conversaciones con Uriel, el pacificador de cosas
Cádiz, Diputación Provincial de, Serv. de Publicaciones, 2001
Colección Libros de bolsillo de la Diputación de Cádiz. Poesía, núm. 12



A modo de caddis

La res o la res rei: cosa.
La cosa es que esta cosa es otra cosa
y tú lo sabes, Ángel.
Sabes que la cultura es escultura.
Que la escultura es y no la dejan ser.
Que la cosa es el coso que me embarga.
Que el embargo está hecho y no los echan.
Ten la piedad de mí -aunque no sea tallada por M. Ángel,
aunque no sea preciosa mi silueta,
aunque sepa leer y no sea lectura lo que leo,
aunque te quiera, amor, contra todas las cosas de la cosa,
de la casa del dios que se nos cae entera,
del caso del acoso y del derribo en que viven las letras-.
Por tu misericordia cierta,
por mi placer incierto y por mi furia
y la furia del Ángel Rafael, o del Ángel Miguel,
o el innombrado mío. Por tu mano.



Acafoth alrededor de mí

Nunca he entrado en el miedo a la verdad.
Nunca he entrado en la boca del arcángel.
Nunca he sido una cosa que no ha sido.
Nunca he sentido frío de lo frío.
Nunca he vomitado los poemas.
Nunca he sido nunca.
Siempre te he hablado a ti. A pesar de la muerte, sigo hablándote.



Elegía en el metro de Madrid

Sería tan sencillo
que la carne pidiese sólo carne,
que la ausencia llamase a otra ausencia,
que el beso derramase sus pinceles
y se dejase asir. Pero el viento domina las constantes
-la contaminación asida-,
una bomba en Madrid es poco fuego,
un etarra en mi alma es poca guerra,
un boquete en mi acera es como un libro
que nos abre sus páginas al gris
de una espera cansada en cada puerta
de una ciudad consumo que nos crece.
¿Recuerdas, Uriel, aquel paseo
por la guerra que era catedral y luego aquel palacio de los Médicis?
-se me han liado el tiempo y el espacio-,
el palacio real, el que era de verdad y nadie lo habitaba,
el de la realeza ida a vivir a otro lado diferente,
como hacemos nosotros, a un unifamiliar perfecto,
a una ciudad callada en este clima frío de Madrid,
cuando, a veces, el sur vuelve a ser en la llama.
Aquí es agosto aún y me persigue
un viento que no existe en ese sur,
un sol que cuando araña allá en mi sur
me muestra tu sonrisa. Unas alas,
plegadas como barcas en la ciudad del sur,
se han abierto unas horas en vaguadas,
como se abrieron antes en la cervecería chica de mi sur
al hablar de las cosas que no eran ningún tema anunciado
-la amistad reconvertida en todo en la presencia-.
La llamada atendida. Dijo alguien
llamado, en ti, Ibn Hazn
que si todo acudía era el dolor.
Y acudía completa, era el dolor
por cambiar constante las tres letras
convertidas en letra primigenia
plegada ante tus alas, Uriel,
y mi literatura amplia
dispuesta ante tus manos, Uriel,
y mi autenticidad y mano
abierta ante tu sombra, Uriel.
Yo, desnuda de mí,
ante el río de un día, Uriel,
en la ciudad dormida, que se llamó Toledo
en tu presencia,
en el candor de ti en cada ojo,
como el buey, Uriel, de Picasso otro día,
como el amor, Uriel, en su constancia verde
o en esa camiseta refractada
con sus rostros de gato en cada pena,
cada segundo exacto de la contemplación.
Oh Ángel, si fuera esta condena tan precisa
para llamarla agua, o cañería rota,
o zulo preventivo al atentado. Pero no,
no tiene nombre fijo y la esclava
¿podrá querer un día prolongar
tanto lienzo en la pena, tanta calle,
tanta ciudad y metros
que la llevan de un lado hacia otro lado
con un poema fijo a cada instante
hasta clavar sus manos en los muros...?



Canto de al-hayba

Ángel mío que amaneces el sur después de ser el sur.
Antes de ser el sur, que ahora es sur, tú lo conoces.
Tú sabes de la historia de la historia,
pues antes fuiste hecho sola constelación de ti.
Sola aura de ti, la noche que fue hecha en tu cintura.
Sola luz, esta mano que repasa las hojas de otro tiempo.
Desnuda me presento a tu presencia, que es la sola presencia.
Desnuda yo me oculto en tu sonrisa sola.
Desnuda yo aprendo la vida de mi pueblo, como cosa de ti
-de ti la he recibido-, oh Ángel con sandalias de verano,
Ángel que poda rosas y mantiene la vida en los hogares de la dicha.
Ángel de incomprensión que lo comprende todo en su mirada.
Si miraras el pueblo que te tuvo en tu mirada previa,
cuando tu nombre era pura constelación del nombre,
candelabro, siete formas de ti, Arcángel mío,
siete formas de mí, arrodilladas en forma de heptasílabo,
en forma de acafoth para ahuyentar la muerte a mis espaldas,
en forma de amistad, para lavar tus dedos
en una ceremonia tan ansiada
de Magdalena vuelta hacia la luz,
de Magdalena vuelta hacia la carne, reconvertida en sal
-la Magdalena que antes se llamara Judith, o Eva, nunca Sara,
la Magdalena impura, no obediente al kashrut,
la Magdalena frágil inmersa en el niddah-,
de Magdalena que ama sin esperar el miqveh,
de Magdalena sola, siempre sola, perpetuamente niña.
Ángel mío, Uriel, si me pudiera así reconquistada
con la llave en la estrella de mi cuello,
con el amor herido. Como corza.



Paisaje con memoria

Madrid es una nube de casas que descienden
y pasean las formas de la piedra.
Pasean el color de la roca arrancada del gris de las montañas.
De las arterias fijas de Madrid emerge el movimiento en la mañana.
Me he levantado austera y he comprobado el clima.
Una ciudad, ausente para mí, ha tomado mi pulso y mi ventana
se abre nuevamente hacia la luz
porque amaneces todo. Porque gracias a ti, en las esquinas
puedo leer los nombres de los bares,
inauguro fachadas -como arcos de primeras
victorias contra el tiempo-,
dibujo, sinuosas, estas calles, con mis pies hechos alas.
Y tu rostro es de piedra. Tu rostro es cada piedra que yo miro.
Cada trozo de ti se desprende a pedazos y se inunda en mi pecho
donde crece mi alma y me da miedo. Tengo miedo de ti,
ya lo escribí un día: todo el amor es miedo.
Y Madrid despereza sus parques y pregunta
de qué retiro exacto estás formado,
de qué barca sin forma tienes hecha tu tienda,
de qué constelación bajaste tu mano hasta mi vientre,
inseguro y tenaz de parir todo amor.
De qué puñal tus ojos se esconden levemente en artilugios
como gafas de sol que me atraviesan.
De qué pasión total eres el cristo, la cruz y la madera
cuando la hembra Madrid va dispersando
su figura en la sombra de los grises
para elevar, Juan Gris,
la sola dependencia de tu forma.
Madrid ahora mismo, en la mañana,
después de un desayuno de naranjas,
de madroños y osos que dormían,
está resucitando y duele mucho.
Madrid es un trasunto de campanas
que buscan locamente otra ciudad
para acallar sus gritos.
Madrid no existirá si ya no existe
el ala de un arcángel con maletas
dibujando sus huellas en la niebla
de un hotel que es el alma, el coche,
o una jarra muy fría de cerveza.

Madrid es un Van Thyssen, un Sofía Picasso,
un PradoTheotocópuli y un abismo.



Una nena que porta al cap un ganivet
(Una niña que lleva en la cabeza un cuchillo)
Edición bilingüe; traducción de Dolors Alberola
Córdoba, Aristas de Cobre, 2002

Rosa alejandrina
o de cien hojas.
Rosa silvestre
o de perro o jazmín.
Rosa verdadera, fina o de viña
o de la Madre de Dios.
Rosa náutica o de los vientos.
Rosa de maíz.
Albardera o de montaña,
balaustra. Rosa basta.
Purísima de bosque.
Rosa de Jericó o de Semana Santa.
De seto, del viento.
De mar o Navidad.
Rosa mística.
Poesía total. La transparencia.



El poema

cuando no sabía que yo era poeta
Marina Zvetaieva


Primero fue el agua.
Mi madre me lavó entre esas cosas,
esos perfiles dulces de las cosas:
la margarita triste,
el perro adormecido que quería lamer,
el pensamiento de algo, ignoto todavía.
No sabía qué hacer con esas notas.
Me gustaba palpar el lomo de la tarde, escribir las palabras hasta verlas brincar,
resquebrajar el libro, convertirse en la nada.
No sabía qué hacer entre las pompas.
No conocía versos, ignoraba a Petrarca
y entonces un soneto
era parte de Dios o algún milagro.
Tenía una libreta en cuya azul cuadrícula
iba anotando todo.
Muchos años después reconocí el poema.



De aquel ángel oscuro

A Faelo Poullet y a Manuel Francisco


puede que ahora me toque nombraros a los ángeles, conocí a uno de ellos, un ángel joven que venía a mi lecho, se sentaba a mi lado y me leía libros, el ángel me decía que la pluma le servía de poco, que estaba amargo el tiempo y los hombres querían otros cuerpos, era un ángel pequeño, oscuro y tierno, lo recibía desnuda, intangible, con la serenidad que da el saber que no iba a tocarme, y el ángel me hablaba y me iba contando su agonía, cuando daba la una, el ángel se largaba por la misma pared que había venido y me quedaba sola, solitaria y desnuda en esa sala, sabiendo que la criatura volvía a lo profundo. Posiblemente no tuve suerte y mis ángeles no fueron excelsos y valientes, pero aprendí a escuchar y ahora sé de memoria toda la inmensa obra de petrarca.




El vagabundo de la calle Algarve
Prólogo de Domingo F. Faílde
Algeciras, FMC José Luis Cano, 2002
Colección Bahía, núm. 36




Fotografía de calle: mi yo se ha pintado los ojos

El vagabundo de la calle Algarve tiene el cuerpo quemado.
No es preciso París.
No necesito un puente para divisar sus calles,
la miseria ha llegado hasta esta puerta, a tientas.
Calzados Agustín, qué nos importa el nombre,
las botas de charol que demoiselles bourgeoises se ponen en las noches:
ella enseña sus botas y se le ve otro cuero de pisar por la carne.

En el retrato ácido de García Alix, cuando la criatura
se convierte en puttana de las zonas nocturnas y se dice:
en las fábulas ilustradas los bosques al oscurecer se
alargan en pinchudos fantasmas de ojos enormes que
aterran a los niños
que deben atravesarlos de parte a parte en comisiones
absurdas y con cestas de víveres ajenos; pero mis árboles
son así de día,
(y el vagabundo de la calle Algarve, ahí, sentado en
París, dentro de un negativo en blanco y negro,
tiene el cuerpo quemado),
la criatura cruza la arboleda y se parece a mí,
la criatura es mía. La dejaron envuelta en una caja
de zapatos del treinta y nueve escaso. Lleva un ojo
pintado para atravesar la noche.

Me prodigo en abrazos, antes de que aquel cuerpo se me
muera en el sueño. ¿De qué será el incendio
de este cuerpo?
¿Pide la mermelada o el ácido voraz de las estrellas cáusticas?
He salido de tiendas invisibles y el hombre me
pregunta: “¿Siente su piel ajada, como yo?”
He venido a caer en una calle estrecha donde
apenas el tráfico no fue nunca posible. Peatonal,
acaso, delante de esta céntrica zapatería: Calzados
no sé qué, o Herrero S.A. en las páginas amarillas. Publicidad al día.
Y yo pregunto a otro transeúnte que cruzo: ¿no ve
usted, en mí, el pecho lacerado de una cría de loba
que transita la noche?
No me responde nadie.

Mais oui, monsieur, c´est ça la vie, c’est suffisant.
Il n’ a pas de souliers pour manger chaque jour. Il
mange ses souliers pour retrouver la vie.
“¿Y ezo qué lo qué é?”, me increpa el chaval
que me pidió un talego pa sus cosas.
No es preciso París, la calle, mon amour, es un Ganges
de pétalos. Ici, a Jerez. Fotografía en blanco y negro
del cromo hasta el cinabrio, o de la luz a sombra,
una fiesta taurina donde nos pica alguien,
para ver si existimos.



Fotografía con veladura (Mujer ahogada en la playa de Tarifa)

Si hubiera llegado hoy en un tren.
Si hubiera llegado esta mañana, temprano, muy temprano, en un tren.
Si hubiera llegado, cargada, muy, muy cargada,
extraviada casi, en un terrible tren de pasajeros.
De pasajeros chinos o blancos como yo. De terribles pateras amputadas.
De aviones caídos, de coches, pasajeros de coches con airbag
y os hubiera dicho -casualmente-:
“Yo soy la hija de la hija de la hija de alguien
descendiente directo de Averroes
-panteísta también mi bisabuelo-,
o la tataraalgo del mismo ascendiente de Qahtan Muhammad al-Shaaabi”.

Pero no. “No decir. No pronunciar acaso”.
No podría contaros que mi nombre es normal
descendencia del sur,
descendencia de carne con hilachas,
de tapices hilados con el sudor del sur,
de tiempo de tampones de grasa de camello,
de cubrirme la cara blanca oscura, con dos espejos negros como lunas
aflorando del lienzo, sendas lágrimas como perlas de alcófar,
de escupir un cordero de aromas emblemáticos
contra el viento del norte,
de escupir las palabras al bajar de este tren,
de escupir el silencio de viajeros blancos, oscuros tal la noche
cuando devoran mar,
de escupir tantos pueblos, tantas demarcaciones
pestilentes, con moscas en los labios -sin agua- de los niños,
con oasis de miedo encendidos de rabia,
de escupir en el tren.

Si hubiera llegado esta mañana fría
envuelta en algún tren de madrugada.
Si hubiera llegado sin ropa a esa otra orilla
o
con la ropa mojada de creer
en el señor del norte o en Al-andalus.



I love you, Fernando (Fotografía realizada bajo Torre Tavira)

La capital es blanca y tiene enormes ojos por arriba.
Blancas torres vigías se distienden para observar el mar.
La calle Plocia, en cambio, desliza ciegamente su trazado hacia abajo
y, en la panadería, aún puedes encontrar ciertos picos,
con sal de blanco Cádiz -taza-, para roer un rato.

I love you, Fernando. Los dos huesos tan blancos de corvina descolgados del cuello que mantuvo la estrecha relación con la mujer castiza que me abrió el universo de lectura. Esto es divertido, me dije aquella noche y me puse a soñar. Los escritores son un mundo de magia, pero, dentro, la magia se convierte en un mundo de dimes y diretes. I love you Fernando con tu muñeca a cuestas, importada por tí de la Chiclana eterna.
Muñecas de Chiclana pasean por Nueva York con peinetas y chanclas.
“Esto es la modernez”, me dijo un cierto escritor de Jerez. “O la osadez” -nos dijo-, en tanto presentaba su revista de nadie, pero siempre de alguien, vaya a ver: de nadie nunca es nada.
Luego llegó ese otro que presentaba todo, y todo era
suyo o pretendía así.

I love you, Fernando, con tus sandalias vivas de andar por la bahía de los vientos y yo, como una loca, releyendo a la Hortensia de la sal que guarda todo Cái en su entrepierna. I love you y bendito, mucho bendito you y very well lo tuyo, y lo de tantos que mueren
asfixiados sin que nadie los suba hasta el rellano que siempre merecieron.
Las calles de este Cádiz van a morir al mar: el amplio océano que se acerca hasta el ficus, se detiene mirando a ese balcón que mira y se miran constantes, se comentan sobre aquella mojarra, el pescaíto, el mosto de narices, las sardinas.

Bujarrones de Cádiz alzan nidos, bailaoras gaviotas que, al pasar, arrastran crisantemos tras su sombra, cristales de la sal contra la sal del mar, los risueños sarasas, maricones, de lo mejor de España.
Las mujeres de Cádiz son más blancas contra la sal del mar,
sus cuerdos cuerpos van tostando en la tarde,
hasta tocar -a dedo- el festivo color del chocolate.

La catedral, al vuelo, va alzando su cúpula hacia terribles cielos bizantinos. Un ambiente de España de Colón se abre, en la mañana, contra muros de noche que
recorres frente al Francia París.
En la mañana incluso, Raimundo va ofertando libros de dos, de saldo,
poemas que tocaron los existencialistas.
Retales de Oscar Wilde, complicidades griegas de Odysseo Elytis.
Blanco es Cádiz, esa ciudad tan próxima al estrecho, tan valiente.

La verdadera valentía
hay que bautizarla en el mar
que traiga el rumor del efecio
a las enormes viviendas de vecinos
que abandone los campos de batalla
que crezca entre el amor y entre los libros
que aparezca con un nombre más hermoso
y se detenga allí
para expulsarla e insultarla
para atarla firmemente y juzgarla.

I love you, Fernando.


Desayuno en la plaza con Pilar, aparcado Platero en las esquirlas de un viento de levante que nos come.




Apocalipsis Sur
Peligros, Ayuntamiento de, 2002



Anatomía


Mi sexo ya está roto
como una bombilla de papel
o un vaso de palabras
o un decirte por fin lo que no dije nunca.
Mi sexo, que tú buscas
en el bajo angular de mi silueta
y yo lo tengo arriba:
donde el flujo, la luz de estos poemas.



Lugar común de la materia

No me digas mujer. Ven y recoge
cada palabra o boca, cada sílaba,
cada voraz sentencia, cada hálito,
cada temor exacto a la no forma.
Llévalos en tu mano hasta ese sitio
en donde haya luz y mira,
mira cada lujuria que no viste,
cada sueño voraz que te royó la mano,
cada ánfora, cada vestigio cierto del ayer:
no existe nada diferente.

No me llames mujer, siente ese frío.



Palabras para ti

Qué haría muerta yo,
sabedora de un dios entre la nada
pero sin manos, pechos, ojos de amar y labios
masticando la sed de cada tierra.

A qué lugar de ti acudiría yerta,
fría yo y mineral,
cautiva y gravitada como hembra,
desnuda tal planeta
que no sabe su nombre de planeta
y descompuesta, rota,
palpitante de barro y sin lujuria,
sin margaritas, pájaros,
puñales que clavar contra tu carne
que atrevida me abrías
y yo veía, amargas,
recrecer mis dos manos y caerse
como un nido de aves
ante los ojos, noche, de algún cuerpo.

De qué lugar de ti
me compondría muerta mi otra muerte.
Esa que vive, azul, cuando mueren los besos.



El mar, noche y distancia

Qué decir de la noche,
de la lona que cae a borbotones,
de ese mar donde el cielo nos enclaustra
como una sola gota de futuro.

Des navío donde te espero aún,
desnuda en la palabr4a y aun sabiendo
que tu cuerpo es un buque que se aleja
a través de sñi mismo. Que no existe
otro lugar más justo que esta tela,
este refugio seco de la sed,
este ardiente no ver de algunas barcas
-bocas que se descubren en abrazos,
en nuevos centinelas de lo dulce,
en arrecifes calmos o en planetas
donde sólo es el mar un cuerpo de hombre,
rompiente, ola a ola, en la esperanza,
transportando tu nombre, siempre a popa,
hasta mojar la luz, el tiempo, la distancia-.

Qué decir de la noche, cuando el agua
sirve para encender la sed de ésta –mi sombra-
que se sabe de arena solamente.



El último tren
Chiclana de la Frontera, Fundación Viprén, 2003



El último tren


Escucho cada noche cómo una voz purísima,
el muchacho tristísimo que cada tarde muere,
me invita a huir, señalando
con la mirada el mar, el mar, el mar.
Domingo F. Faílde


Cojo el tren.
Cojo el tren de la tarde con la mano,
con la mirada sola.
Sola, yo,
cojo ese tren vacío que me acerca.
Que me derrama y grita en cada vía.
Que me aleja de ti sin la distancia.
Te veo en la ventana de la sombra
de este tren que ahora pasa y se lleva mi cuerpo
y solamente yo, la que no existe, grito.
Y me quedo sentada en la penumbra
-la verde cristalera de este tren
que oscuro me conduce, me zarandea, dice,
va gritando tu nombre y sus palabras
son el último humo de la tarde-.
El paisaje,
este último y verde y armonioso
paisaje de la tarde
-paisaje como un río de la nada-,
paisaje, en la ventana de invisibles ventalles
donde me alojo sola. Estoy flotando
contra tu nombre solo que repite:

- Yo soy la sola tarde de tu vida.

Y, ahora, te amaría
-cuando me veo sola en este tren
y mi cuerpo es el cuerpo que te busca
y no sé ya de mí, porque te supe
y nada ha vuelto ya a ser de otra manera-.
Y ahora dejaría mis manos en tus ojos
y ese tren viajero que llevo entre mis dedos
junto a tus labios verdes de paisaje.
Y ahora, yo, la sola, la deseante en ti
-esa mujer que mira en tu ventana
y tu paisaje vuelve, blanco, hasta hacerle sombra-,
esa mujer de ayer –con el pelo más negro-,
la mirada encendida como casa,
la boca a dos vertientes, como un techado ardiendo,
deja su rosa ahí, en medio del paisaje.
Y ese tren
que la acerca y la aleja y no es el cuerpo,
el que tiene rendido contra un árbol,
que ahora es un árbol solo donde ha escrito tu nombre
-con palabras de sangre, solamente,
está escrito tu nombre-, ese tren que la lleva
a tu recuerdo solo y la destruye,
ese tren que ahora ella va dejando en tus manos
como un viejo juguete de hojalata
-para que tú te rías,
le enciendas tus dos ojos y la beses-,
ahora mismo, ese tren, está abriendo sus puertas;
se para de repente y se detiene
y te invita a subir, y se detiene
y ahora ya ella está adentro y se detiene
y se posa en tus labios, se detiene,
te dice que es el tren y se detiene,
es el último árbol de la tarde –detenido-,
la última ventana de la vida.
Y se detiene
hasta que tú la tomes,
la apreses en tis brazos. Se detiene
y no quiere más vida. Se detiene
sin más rostro que el tuyo. Se detiene
y se sabe parada en tu sonrisa.
Se detiene
porque sabe que, al fin, es ella el tren
y te lleva a su cuerpo. Se detiene
ese cuerpo desnudo
que abandonó hace tiempo. Se detiene,
y ahora te abre sus puertas detenidas.



El mito de Bronwyn


Eran las eras grises mensajeras,
eran las mensajeras de las eras,
eran las mensajeras de las horas,
eran ya sin mensajelas auroras.
J. E. Cirlot

¿No veis esa mujer que vuelve de las aguas,
que rebrota del mar y nada tiene
sino un verso de luz, posado en las dos manos?
¿Y no sabéis del mito de ella, purificada,
descompuesta en el fuego de la vida,
dando a beber al hombre de su boca,
navegando en el círculo, donde las aves son
pensamientos del otro que descansa?

Ya a nada tendrá miedo.
Ha regresado, muerta, del silencio,
ha venido a la vida de las algas,
envuelta de naufragios, oxidada,
con los corales rotos y la faz toda blanca
-lleva un verso en sus manos, no lo olvides-.

Descalza, va bajando las corrientes,
olvidando ese agua que la deshizo, vuelve
con la mirada fija en un bramante
territorio de amor. Retorna enarenada,
con su velamen yerto,
su cabellera espesa y sus jardines
rebrotados de cieno y violetas.

Con la cabeza erguida cruza por la ciudad,
que es ahora naufragio
del mar que la devuelve. Sabe que ella, la sola,
la muchacha palmípeda, la gris alada, siempre,
conquistará la luz de la mañana
para tornarla –azul- en noche amanecida
y amarrar en la quilla de ese buque
y elevar, contra él, su mascarón
de terrible madera que lo abrase,
lo detenga en el mar
de la corriente sorda de las cosas
y le haga brotar
un magma incandescente y el amor
vaya siempre a deriva de sus horas.

Ella, la tan sumisa al miedo,
se libera de él,
porque el amor la vuelca y la contiene,
porque el amor la incendia y ya no hay mar
donde apagar el fuego,
porque el amor le dona un nombre diferente
y ya no es Alfonsina,
sino María, viva –muerta, en otro, de amor-:
María Celeste.
María enaltecida entre la sombra,
María en esa casa
donde Pablo guardara sus mil llaves
-transformadas en una, que la abre-,
María de la furia ya entregada,
disminuida, rota,
desnuda ante los pies de ese marino
que dejara Cernuda en su silencio,
buscando, tal Leonor, la pluma del poeta,
irrumpiendo en la sal de la sorpresa,
no mirando hacia atrás, sino hacia él, sólo,
con esa ventolera
descabellada y loca del amor.
Girando, locamente, como brújula
y el tiempo ya hechizado en su quietud:
porque todo retorna, con él, a ser posible.

Todo renace así,
debajo de las aguas de las nubes.




Los amantes


Como una blanca rosa
cuyo halo en lo oscuro los ojos no perciben,
como unblanco deseo
que ante el amor caído invisible se alzara...
Luís Cernuda


No dejaré ya nunca que la tarde
separe nuestros cuerpos.

He inventado otro mundo tras el mundo,
un cuerpo que no sigue
la dejadez corriente de las formas,
un amor ya varado en tu existencia,
inmóvil como un dios –en cuyas manos todo,
condenado a la muerte, ya no teme
regresar a morir-, de ti ya muerto,
tendido en un yo-ambos
-nadie separa ya la ceniza del viento,
ni los versos del agua, ni el deseo del labio,
ni mi mano, ya rota, de tu mano;
porque la gente teme la quietud del yacente
y el frío de la rosa que sabiendo que es tuya
se ha fundido en mi boca-,
y con la noche encima, violenta y voraz
como una blanca túnica de luz
cubriendo a los dos. Muertos.



Memoria de Quevedo

Ahora (que, renacida, miro todo
y espero de tu cuerpo la esperanza
-la mano que se abisma en la labranza
de renacer del agua tanto lodo-.
Y ahora que el labio, en luz, yo desenlodo
y en furor y revierto la templanza
aferrada a tu sino, que es mi lanza
-ese morir en muerte que acomodo
a ser río y puñal, camino, fuente,
mercurio, sal, misterio renacido,
infinitud en ti, panal que, recrecido,
sea caudal oscuro, no invidente
sino de luz herido y aplacado:
de agua, polvo eterno enamorado-)...




El monte trémulo
Ilustraciones de Magdalena Murciano
Barcelona, Seuba, 2004
Colección El juglar y la luna, núm. 190


Lapidación de la adúltera

Arrójame tu mano y pálpame aquí,
pues te di de beber. Toma mi carne
y lánzame la piedra de tu sexo
-como una losa seca- y no me dejes
recuperar ya nunca de este cáncer.
Luego, deja tus pies -muy quietos-
sobre mi vientre quieto
-como otra piedra hecha de roca-,
y haz que mi flujo brote en tu presencia
-ala de piedra sorda-
y me deje llevar, nuevamente, al martirio.

Arrójame tus labios
y muerde, justo, aquí
donde mi boca, ardida, te contuvo.




La hija de Jairo

Ella ya estaba muerta.
Violetas sembradas en sus ojos
y amor en sus pupilas
-esos cuchillos graves del amor
rompiendo su visión, dejando sola
la figura deseada y aún erguida-,
sus dos manos, ya frías
de haber palpado poco y sus pies
tan desandadas rosas.

Y estaba, ahí,
tendida en esa tumba
con sábanas bordadas e iniciales
de haber tenido dueño y haber muerto.

Y llegaste desnudo. Recuerdo que te abrió
un ángel invidente esa otra puerta
y te acercaste a ella
-mujer de cuyo mármol nada
fructificara en agua-
y miraste su rostro sumergido
en un sueño que ahora debía ser de fuego.
Sí, aún pudiera ser
de suficiente amor y, en ti, elevarla
-devolverle a la carne su estructura-.

Y la besaste, empero
le quitaste la ropa tras hacerlo
y la sentiste tibia y ardiendo y encendida
al escuchar tu ruego:

-Niña, levántate y anda,
acércate a mi vida y seamos uno.

Las flores, que cuajadas envolvían las sombras
derramaban sus pétalos y un pájaro
izó su nido, envuelto en sarmientos tan negros.
Había regresado y era tuya
y exhalaba un perfume, adormeciendo
toda su nieve antigua y su cintura
comenzó a cimbrearse y a ser fuente,
a ser gota de cal que te llagara
encima de tu espada. Ya dispuesta.



Las bodas


Derretía la tarde sus fronteras de luz
y estaba el mar hirviéndose
en una lontananza de silencios y pájaros.
Me cubrías el rostro con los besos
y me decías:

                          -Esa tremolante ladera sobre el mar
es solamente sombra,
pero también camino hacia el ocaso.

Cruzóse ante mis ojos
la irisada gaviota de la vida,
como señal de muerte en otro invierno
de colinas de luz, argénteas, planas.
El dibujado grito de un albatros
gemido de distancia, el hilo breve
de ese terrible amor que me curtía
tras aullidos de sal y de quererte.
Rompió el mar todas sus olas en silencio,
calmó todas las horas de sus playas,
renunció a sus corales y de azul
se vistió para hablarnos.

Yo me encendí de ti.
Me hice primavera entre tus labios.
Me sometí a tu estirpe y te hice vino
-allá donde tu agua se vertiera
para darme a beber-. Te di mis pechos
que manaran la hiel más dulce, el blanco
deseo de la cal
y su alba lujuria detenida.
Y te grité:
                       -Sí quiero.

                                                Y nuestra sombra
recubrió la tersura de esa playa,
la roca derretida en ese acantilado donde peces
portaban los anillos y las arras.
Y, si fui tu mujer aquella tarde,
la noche me cediera todo un cuerpo
de oscuridad y frío y de angostura,
templándose en el mío. Para siempre.

Y el mejor de los frutos de sus uvas.




Apocalipsis

Llovía. Cada noche llovía en el amor
y cada día, nuevo, una paloma
se posaba, mojada, en la ventana.
Los coches, cada día, iban tomando, fuera,
velocidad y pánico
y la terrible fábrica exhalaba
sus humos. Cada día, la gente iba extendiéndose
de un continente a otro y los niños morían
con sus manos resecas,
deshidratados, víctimas de su dolor constante.

Cada día el amor se hacía más intenso,
delirante quizás. Era como una daga
tenerte en el costado, derramándote
igual que una gaviota, humedecida y negra,
por tantas malas lenguas -de fuego-. Me querías.
Nuestro lecho giraba,
en tornasol de aguas y palabras.
Llovía,
toda una lluvia fina
de irisados carmines y de rosas.

Pero los coches iban, cruzando roncas calles,
cada vez más deprisa
y Argentina lloraba.
No llores más por mí.
-Gritabas en correos que eran sólo de luz-.
Llovía en la mañana y, sin paraguas,
debías regresar hasta el trabajo.
Cruzaban tras de ti las ambulancias.
Aullaban los pájaros. Cendales
de duda te inundaban al pensar en tus cosas.

Mis hijos aún crecían,
solitarios y lejos. La ciudad
se inundaba de luces y sus faros
iban a dar al mar
donde lentas pateras eran crónicas
de muertes hechas vidrio, cubriendo el vasto estrecho.
Un cielo atempestado
se disponía, lento, a devorarnos.
Pero tú me querías.
Izabas tus dos velas en mis pechos
y devorabas todo
-el tálamo girando enloquecido-.

(Una mujer tendiendo,
agriamente, la ropa y se mojaba
esa turbia esperanza de cubrirse.)

En el azul del mar
se habitaba una lámina de aceites.
Los muchachos gritaban en orgías
nocturnas por las calles y New York
recitaba un poema, carmín, a Federico.
Aviones de fuego se instalaban
en pupilas pequeñas y hasta el dios
de la moneda, ebrio, caía contra el mundo.

Todo estaba dispuesto. Y me querías.
La tierra se agrietaba. Y me querías.
El sol rugía manchas. Me querías,
y un pueblo de miseria -me querías-
intentando sajar. Sí, me querías.
Hubiera dado yo
mis ojos capitales por silencio
cuando la playa entera
arrojaba sus lavas infernales.

Me querías
y yo te amaba a ti, desenfrenando
y cosiendo tus llagas. Me querías
y tu sexo, en el mío, era ya un cataclismo
-me querías-.

Poseer aún tu risa, un imposible.
Te quería rehacer,
tronar en mí tus labios radicales y ansiosos,
llevarte a sonreír, y no era dado
ese milagro aún entre la herrumbre.

Me querías,
mientras del firmamento, en luz,
se escuchaban trompetas. Cada noche
llovía en nuestro lecho. Me querías.

Frente a la hiel extraña de los otros,
un amor hecho cruz y sangre y rabia. Y vida.




Magdalena

Yo me solté el cabello y cubrí el mar.
Detrás del mar, tu pecho, y lo llenaba
de algas virginales y de hierros.
Como un enorme cristo te extendías
y tus manos de amor eran de arena.
A lo lejos, un barco,
con las constantes secas y aparejos,
cernía sobre mí caminos, peces,
y una tela tan blanca, el horizonte en luna,
te servía de paño de pureza.

Yo, oscura y decrecida, esa amante o mujer,
la magdalena ciega que tendía
suavemente las velas de sus manos.

Oreaba la brisa, hasta dejar
caer, rota, la sangre.
El viento era una lanza
que alzaba aquel peñón y lo lanzaba
en una violenta y azul lapidación.

Eran gaviotas.
Los ángeles del sur eran gaviotas
que, cegadas de ti, confundían sus rumbos.
Eran letras volando,
porque así, en la mañana prima del amor,
existió la palabra.

El mar, allá en tu talle, se encallaba
y te hacía brotar, sinuoso, el esperma.
Yo, ay de mí, oh pecadora ardiente,
te tomaba esa sal
y enjugaba mi rostro y te decía:

—Tengo sed.
Urgentemente, tengo sed
y dame de beber, porque en tus brazos
ya he dejado mi espíritu.

Se escuchaba el murmullo de la plebe.
Coches enfurecidos que cruzaban
augustas avenidas
y un niño, en cuyos ojos
se enmarcaba la tarde, que aullaba:

—Padre.

Padre tú, tan hermoso, tumbado y de cabeza
sobre aquella colina de mis pechos.
Y, al lado, en la bahía,
una concha con óleo y con perfumes.

Y me soltaba el pelo, recubriendo
la sombra de tu herida
y dejaba que el mar
penetrara en mi vientre y me cernía
como sola y confesa paloma entre la tarde.




Juego de damas
Sevilla, Instituto Andaluz de la mujer, 2004



Contemplando una fotografía de Alma Mahler

Atardece en la estancia. Tras los cristales, Viena.
La elegante mesilla que sujeta la botella vacía.
Alma está recostada y su cabello
deja volar al aire unas ligeras mechas,
en sus labios el dulcísimo encanto del licor
que le consume el tedio. Su música está muerta.
Mahler tiene en sus manos una carta.
Yo la miro de lejos, sus dos ojos
compiten con el mar. Su cuello esbelto
parece estar tallado entre la roca.
Cuando sueña, repite los cálidos abrazos con que Walter
le arranca su agonía.
Miro enfrente de Gustav, de su impotencia justa, de su trato.
Alma, amor mío,
siento cómo tus notas
inundan este cuarto donde te sueño. Alma,
esa música y tu y el sufrimiento amargo de los hijos,
esas calles de Viena con viandantes ocultos
debajo de sombrillas. Sigo escribiendo el libro,
tu rostro en el estante donde el tiempo se anula
y la palabra es sola,
como sola es la música y el viento
que mueve tu vestido, y tú agitas las manos
como si fuese falso el espacio y el poema
fusión, deseo inmóvil,
para arrancar tu cuerpo de la muerte.



En cuentro en Cádiz con la Monja Alférez

Nos vemos en el puerto,
caminamos tranquilas hasta llegar al amplio
balcón donde el océano se mira con la tierra.
Catalina se sienta en una roca,
cruza ambas piernas y suspira
—un respirar adusto, casi el fuerte
susurro de una ola cuando rompe—.
Me cuenta que su pecho no ha crecido,
que mató a varios hombres,
que en días de menstruar
se retira a los montes y se azota
para no usar el cuerpo.
Va narrando la forma en que las indiscretas
comprueban su virtud y queda libre
de las cargas que hubieran de pesarle.

Es amplia, pero sus manos fuertes
revuelan cual pañuelos al señalar el mar:

—Ves -me dice—, lo he cruzado mil veces.
En la tarde, el olor del salitre es más intenso.

La miro, esa mujer
atravesó la muerte en el designio
de romper ese canon para siempre.
Se acercó a mi memoria y, en un rictus
de placer y violencia,
cuidando del jubón y el lustre de sus calzas,
arrojó un salivazo contra el suelo.

Luego, suavemente, se acarició el mentón
—tal vez fuera un detalle o la memoria
de la niña que fue en aquel convento—
y prosiguió contándome:

—Lo supe desde entonces.
Preferí pelear a una vida de hastío.



La memoria desnuda de Hypatia

Bajo un perfil perfecto, matemática,
cada día embellece sus formas y su anhelo.
La filósofa es bella,
Teón la quiso hacer como una diosa.

Sentada ante sus ojos, desde pequeña aprende
los más grandes saberes. La aritmética
de Diofanto no impide ser hija de Plotino.
Mas es necio saber, es cosa de paganos
aprender como griego.

Escolástico cuenta que la amable muchacha,
que dejaba acercarse a quien quisiera
filosofar un tiempo, iba en su carruaje,
cuando torpes borrachos de la fe
la tiraron al suelo, la dejaron desnuda,
laceraron su piel con caracolas,
hasta hacerla morir.

Así paga la vida a los que sueñan.



Esa mujer de Lot
Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2004

Col.lecció Els plecs del Magnànim, núm. 89


Encrucijada

La ciudad calcinada, un bombardeo.
American boys altos, con dos alas
de metal, esa herrumbre
donde se lee: Bush Co.
Busco un muerto en la paz, un sólo hombre,
o cinco prostitutas que no vendan
sus ideas a nadie. Busco un circo
donde me crezcan todos los enanos,
busco un dios, debajo de las sayas y sayones.
La ciudad, río abajo, como arriba,
aguas sucias y fuego, fuego, fuego.
Busco el ala de un tiempo que no existe
y encuentro que, al mirar, nada me mira.
Yo sola me condeno a este fracaso
de no saber adónde me conducen las cosas.




Playa de las Palmeras

En la playa lejana de la infancia
hay una roca erguida;
y, ella, saliendo al mar. Caminando en las aguas.
Ella, impura,
con su pequeña concha, donde caben las sombras.
Ella, ágil, como terca gaviota izando pechos,
tocando la verdad, la forma de ese toro,
el minotauro joven que la mira.
Ella, creciendo al par
de las mareas altas y tornados.
Ella, haciéndose hombre,
con pulseras de plata en los tobillos
y las rejas de un velo que no podrá rasgarse.




Guerra Santa

No sabe cuántos iban,
no contaba las sombras de los muertos,
no llegaba al repaso: Federico,
presente en la ignominia; Alfonsina,
virando entre las aguas
como patera alquímica; Luis,
en un destierro absurdo
y ni vivo ni muerto; Jezabel,
podrida desde lejos con un perro en la espalda.
No sabe cuántos fueron: Juana de Arco
llevaba la bandera. Mariana le guiñaba los ojos;
detrás de ella, un muchacho leía:
«En una noche oscura...».
Si miraba hacia atrás,
estaba, nuevamente, el enemigo.
Iban Sartre y Virgilio discutiendo,
absortos en la nada.
No sabía quién era, al contemplarse
veía sólo un rostro. Iba Neruda
con un álbum de cisnes y materia.
Borges y Altolaguirre,
enumeraba uno, el otro, serio,
describía el exilio. Iba, desnuda,
el pecho salpicado de napalm.
Detrás, aún iban miles
de soldados con versos en las manos.
No sabe cuántos forman
esas rosas de suelo que se pudren.




Retrato de mujer

Ella había crecido
bajo el pilar del templo y la armadura.
Sabía de las eras que no eran,
de las brujas quemadas en Salem,
de Galileo ardiendo como un sol gravitado,
de Servet con la sangre vertida en la quietud.
Ella había cantado
al sol, como quien tiende un brazo.
Sabía de mujeres en mezquitas de higiene,
lavando su colada y de las cosas
que una guerra dejaba calcinadas.
Sabía de caer –cada peldaño, un rictus
de pecado en el rostro,
en la falda naciente de belleza,
en el encaje hostil de los pezones,
en los labios que gritan por poseer más labios–.
Sabía de esplendores
en las yerbas marchitas de los cines.
Sabía de esa escena en que Sacco y Vanzetti
cruzaban el vacío de la historia.
De lo que nunca debe tocarse con los dedos.
Ella había crecido y añoraba
poder plegar sus alas contra un cuerpo.




Regreso de Sodoma

Como el perro que gime al contemplar al amo
y ladea la cola y husmea en la vertiente;
como el perro que sabe que está escondido el hueso
y escarba, escarba, escarba en el pasado,
intentando mirar hacia las cosas
que ya no tienen fechas.
Lo mismo que ese perro
que se muere de frío en un camino
y los hombres suceden y lo miran,
pero no ven el daño. Lo mismo que ese can,
veo pasar la muerte, es una niña
que viene de Sodoma, como si aún tuviera
una antorcha encendida; la ciudad
tiene ya un nuevo nombre y otras casas
que se vienen cayendo como antaño.
Lo mismo que el lebrel
que persigue a la niña y va lamiendo
esa mano pequeña capaz de reventarlo,
lo mismo que esa fiera reducida,
que ese torpe animal, ya sin memoria,
que ese que fuera lobo y ahora, dócil,
se tumba sin comer y mira, miro,
y la muerte, la niña,
me tiende una sonrisa mientras palpa
mi testuz con la mano que pudiera ser de ángel.
La muerte, esa chiquilla que aún viene de Sodoma
como si nunca el dios quisiera perdonarnos.



Camino de Segor


No sé si eran trenes.
Salían desde el fuego, carreteras
con gente como antorchas, inundando la tarde.
Mirabas hacia atrás, veías charcos,
miradas que mostraban lobos dulces,
lobos locos aullando, lobos desheredados,
lentos lobos muriéndose de amor.
Había niños, como puzzles bellísimos,
rasgados por el odio. Unas muchachas
agarrándose al miedo, con las túnicas
rasgadas y asomándose
los delicados pechos contra el fuego.
Delgadísimos viejos renqueando
entre el polvo y el aire enfurecido.
La ciudad diluyéndose,
Sodoma o Madrid. Mathaussen o Manhattan.
No sé si eran trenes,
ni en qué lugar el dios, ni a qué creencia,
ni por qué tanto pánico. Y el cielo
era una hoguera rosa que caía
a láminas de sal. Ella, desnuda,
no sé si descendiendo de un vagón
que saliera temprano hacia el infierno.



Esa mujer de Lot

La casa estaba abierta.
No tuvo tiempo, apenas, de coger esa caja
que rematara, estático, un pájaro de loza.
Tampoco de mirar
aquel viejo retrato de su padre.
La casa estaba abierta y en el zaguán oscuro
un gato que, de lejos, maullaba. Lo quería.
La ropa zigzagueando como bandera extraña
que no perteneciera a ese absurdo país.
La silla que, de niña –la mecedora rota
que guardara memoria de la abuela–,
usara a cada instante,
dormitaba silente en la buhardilla
y el triciclo oxidado
iba arrojando herrumbre por el muro.
La casa estaba abierta, no podía cerrarla.
Tuvo que abandonar las escasas libretas,
amontonar los poemas y olvidar en la estancia
las cartas con que Lot la llevara a su vida.
Tuvo que dejar todo y con la túnica,
esa túnica blanca
que se arrancara un día para mostrarle el cuerpo,
salir, casi descalza, ante el bramido fiero
de aquellas dentelladas de fuego. Iba cantando,
tarareando tiernas
las canciones que antaño le abrieran tantos sueños.
No podía cerrarla, era como una caja
donde Pandora, oculta,
dejara la esperanza de volver.
Y se giró, en los ojos
la memoria de un tiempo tan sencillo
que no quiso zanjar. Giró, de pronto,
y comenzó una armónica carrera.
Sin temer que algún dios
pudiera allí negarle el paraíso,
retornó hasta la casa de su amado.




Ciudad contra la lluvia
Algeciras, AMP Victoria Kent, 2005



Definición

Amándote en el fuego,
como hábil carroña que esperara
una boca infernal que todo lo encendiera.

Ya ves de cuánto amor te hago la víctima.



Ciudad contra la lluvia

Levanto la tristeza de mis ojos.

Acá tienes, enhiesta, a la mujer
de vidrio herido y roto.
Por amor es ciudad, y eleva chimeneas
-versos que son gaviotas- por el aire.

Sabe que existe un hombre
que siembra sus cimientos y le traza
sus plazuelas y calles,
arrogantes, sus fuentes, y balcones.
Un arquitecto sordo de su carne.
Un dios cierto y menor,
como todos los dioses que perduran.




Paseo vespertino en el Reina Cristina

Es tarde y los jardines aún mantienen la luz.
Mantienen esos ojos con que miro
sus victorianas casas, sus palacios.
Mantienen el amor, como si fuera un águila
que, al no querer morir, se ahorque del ocaso.
Mantienen esos dedos,
hechos como gavillas, que me aferran
-como blancos manojos de ceniza-
y el trigo de tu cuerpo
que me dora las sombras de la boca.

Un viento te levanta y eres como una fuente
que en mi espalda salpica todo el tacto.
Un viento que secciona
y me dibuja, en sueños, torbellinos,
donde erizas mis pechos, tan sólo con tocarlos.
No es todavía noche y ya es la noche,
la linde que separa nuestros cuerpos,
como un margen de río, sin contener sus aguas.

Caminamos; camino
hacia dentro de ti. Tú te aventuras
en la selva ruidosa de mi lengua.
Desandas todo paso,
hasta llegar al nido donde todo
se levanta de nuevo. Te he ofrendado mi reino
en esta tarde antigua donde el rito
retorna a la niñez. Y ahora, yo, más pequeña,
con el amor más grande colgando de mi peso
que, ingrave, voy dejando en tus mejillas,
llevo en mis manos rotas un barco vegetal
y una delgada flauta, los mismos, que recuerdo,
juguetes de mi infancia-.

                                                              Y ahora
-cuando miro la tarde y aún no es tarde,
no es tarde, aún, amor-, cuando las rosas
se expanden de silencio y se esconde la lluvia
y todo el firmamento
parece estar dispuesto a su mutismo,
suena, empero, una música
y un corazón se saja de mis labios
y se derrama en ti,
tal si fuera una hiedra. Y te posee.

Trepa como una fiera el corazón
que no quiere morir
y se despeña ardiente y en tu roca
se queda acurrucado y ya no busca
latir en más caricia que tu herencia.
Y esa niña retorna,
tal vez, a ser mujer y a devorarte
y a derribar sus plazas y tus fuentes
y a dejarse rehacer, nuevamente, a tu modo.
Y aún a gritarte, dócil,
-en el silencio ya de, este, su nuevo tiempo-
que la poseas, ames, destruyas, hagas nido
de todas sus alcobas desoladas.

La tarde va cediendo sus matices
y la noche, que sabe
de ese dolor amargo del amor
contra el largo meandro de las horas lejanas,
se rinde clamorosa y sus banderas
nos cubren con la sombra. El firmamento en ónices
ha guardado el paisaje hasta la aurora.

Suena un beso en las ramas y dos cuerpos
se han dejado morir. Se abre la noche.

Los jardines, ardiendo, destruyen ese hotel
y Federico vuelve
a recitar sus versos más oscuros.



Él escucha los versos que le leo

Desnudo de ilusión se tumbaba en el lecho.
La triste prostituta del dolor lo poseía y, luego,
lo dejaba morir en lentísimas notas.

Abrí sólo una página, y un poema
le arrancó toda losa y el olvido
le devolvió las alas.

Yo pronuncio, desnuda:

Sólo vive quien besa
Aquel cuerpo de ángel que el amor levantara.



Acaso más allá
Sevilla, Diputación Provincial, 2006


Paisaje inmóvil

Veo a esa mujer
sentada en las aceras de la vida,
esa mujer que tiene el frío entre sus brazos,
esa enjuta mujer que es una sombra oscura
que se ajusta a mi forma, y tengo miedo
de que el viento la lleve hacia otro sitio.
Tengo miedo de verla
alejarse del tiempo, ser la misma
que ayer miraba atrás y me veía
sentada en las aceras del delirio,
en los golpes de mar contra los pechos,
en el fuego que se alza entre los ojos
cuando vuela el amor. Sí, tengo miedo,
y la miro con pánico y me digo
qué quedará de mí cuando se vaya
disolviendo en su bruma y nada quede.



El vuelo de la lechuza

Como un copo de luz se alza la vieja iglesia.
El cielo está manchado de negras alas rotas,
los arbustos, ya ralos, donde, oscuros,
los ángeles se esfuman. Miro todo
igual que una lechuza, centinela
del instante de vida en que vivimos.
Atrás las luengas piedras
que quedarán cansinas tras la noche
en que el silencio ocupe cada sombra,
cada beso, el silencio, cada deseo un sordo
griterío de cieno. Sobre el oro
que enmarca la portada, ya encendiéndose,
una cúpula bruna señala hacia el vacío,
los arbotantes abren, arcos de luz, sus arcos
y el óxido desciende
hasta opacar la sed de esa sonajería
que seguirá doblando, después, bajo la lluvia.




Del continuo retorno de las cosas

Todo empieza de nuevo.
El día se levanta y se enjuga los ojos
con el azul tejido de las horas.
Pienso en ti.
Ya sé que te marchaste, la mañana
como hábil doncella te reclama.
Quedo sola con todas las cosas que me observan.
Un lupanar de cosas recogidas.
Entre todos los bellos objetos de la casa
miro tu rostro antiguo colgado en la pared.
Miro las horas muertas que se fueron,
las que no fueron nuestras
y espero, cadenciosa, tu regreso.
Todo está consumado. Es el presente
el único terreno, el más posible
recuento, el más sincero
lugar donde existimos. Ya, mañana,
levantarán las sombras su guarida
y volverá a ser hoy.
Ojalá que los dioses esperen para luego,
detengan ese baile y nos quitemos,
tras un largo viaje, nuestras túnicas.
Yo volveré a buscarte cada día
y no habrá más infierno que tu ausencia.




Mirador

Todo lo que no es tierra se dibuja en el aire.
Así, como las nubes, haciendo y deshaciéndose,
como el sol, sempiterno en espacios de sombra,
como raudos caballos procreados en cúmulos.
Igual, como el vapor;
igual, como las gotas de la lluvia;
como líneas de luz en las que flotan sueños,
vemos por las ventanas de los siglos
calladas multitudes, acaso ya invencibles
a los ojos de piedra de los dioses.



Gnosis

Ya nada sé de ti, y lo sé todo.
Nada tienes de mí, después de poseerme.
La vida es esa cárcel que mutila,
que separa las muertes y, uno a uno,
deshacemos lo hecho. Dame ahora
la mano que me toca y nada digas.
Lo mejor de lo oculto es el silencio.




Acaso más allá

Acaso más allá, cuando llegue la noche.
Más allá, junto al próximo beso.
Más allá, cuando el calor decaiga.
Más allá, cuando ya nada diga.
Más allá, cuando pase la muerte.
Más allá. Acaso, más allá.




Las lágrimas de Orfeo

Lloran las hojas secas de los árboles
y el sol las atraviesa como un puñal ardiendo.
El universo entero se ha secado;
el mar, un hervidero de galeones, islas;
las montañas retumban,
deslizan secos ríos por sus faldas
y yo cierro los ojos. Si no vuelves
se morirá la vida, todo esto
se apagará y un libro muy oscuro
recogerá mis versos ya borrados.




Tocata y fuga

Si me dices ahora:
                                         Ven al mar,
huyamos hasta el puerto,
caminemos desnudos sobre el agua,
crucemos desde el día hasta la noche,
dejémonos morir.
                                          Si tú me dices
que la vida existió antes de oírte
pronunciar con dulzura estas palabras,
antes de que la sangre nos uniera,
de que el puñal del beso
atravesara, cruel, nuestras dos carnes,
de contemplarme muerta, como estoy, en tus brazos,
verás, frente a tu rostro, el rostro incrédulo
de una mujer que, ciega, va siguiendo tus pasos.



El don del unicornio
Ilustraciones de Magdalena Bachiller
Vitoria/ Gasteiz, Diputación Foral de Álava, 2006


Paisaje

Todo es bello en el mar,
mas cuando el mar transmite sus morfemas,
cuando la mar conserva en su yacija
las formas ya no forma, cosas rotas,
las alas del metal que se deshace
como oxida la vida sus fronteras;
cuando la mar, la bestia,
se transforma en corcel,
cuando las olas vuelven sin el ser en sus lomos,
cuando ya estalla rota esa mujer
que espera en cada véspero al marino,
cuando el hombre que espera al navegante
vuelve, ya deshonrado, a su miseria,
todo es negro en el mar. Brillan las olas
en cada despertar y en sus abismos
ciegos peces perlados se pasean.

Todo es bello en la mar y bello todo mundo
y son bellas las guerras, sí, muy lejos.



Ante la imagen

Te tengo ahí delante, oh mi mujer desnuda,
y te miro los muslos sin pudor
-no está hecho el pudor para la forma humana-,
te miro sin sorpresa,
porque nada en el hombre me es ajeno.
Te miro desde el atrio de los dioses,
de los que fuimos hechos tras el primer delirio,
y veo la caverna de Platón,
rodeada de voces y de labios,
veo la noche oscura,
cuando la casa nunca descansa sosegada,
el pensamiento veo,
extraño y creacional, en su vagina,
elevándose mundos que, quizás al antojo,
me hagan llegar al fuego de la alquimia.

Miro y veo y me siento
entre tus piernas, mías
-porque a imagen, vestal desconocida, sueño-
y analizo, tal vez, un matriarcado
semejante a algún huevo y su gallina.
Veo rodar la tierra de los muslos
en su constelación de hondos
agujeros, sabidos, de lombriz
y me acerco hasta el parto primigenio,
oh mujer, tan desnuda de ecuaciones.

Te tengo ahí, constante,
ante un resquebrajado espejo. Nada sé
ni me permito nunca esa cicuta,
ni entrego a Boabdil el paraíso
que levanto en ensueños mientras veo,
como en arena alzadas, tantas formas
de elevar esta Alhambra prometida.

Desnuda, siempre ahí, de la certeza,
me tengo aquí,
ante la santa pluma que me dicte,
tal vez con tinta sacra, o con veneno,
unos versos que apenas
me retornan más dudas y más dudas.





Unicornio en Manhattan

A través de las líneas verticales,
como una raya muerta de luz del mediodía,
cae un hombre al vacío.
El estertor callado de una mujer tan negra
que le arranca la vida. Es sólo un punto,
un punto que zozobra como un barco varado
a través de las nubes.

Al punto, Federico, mira, muerto,
y otro puñal se clava en sus versos oscuros.
Paralelas de luto
y aviones de sangre que transitan
a través de cadáveres y niños.
Rugen los hospitales y New York es la sombra,
el panal que avispea con metales y máquinas.

Fuera, el fuego en el aire, un fuego que arrasara
como una inquisición del viento.
Aviones con pompas de metal
y rostros calcinados,
y versos calcinados y aquelarres malditos,
creencias de cemento, nubes, nubes
articulando el grito del almuédano.

Cantan fragatas lentas que no existen.
Cruzan leves veleros las distancias.
El río va llagándose y la estatua
mata la libertad.
Brotan alas de sangre, son colmenas,
portalones de muerte, son estoques,
escaleras girantes de un infierno
hacia el nombre del dios. Rompen los niños
dibujos de unicornios y sus labios
dan de beber al mundo que calcina
los cánticos que amarran las creencias.
Las ballestas son signos. Las cruces son hogueras.
Los trenes se detienen y el ojo abre sus cauces.

Fuera, la multitud corre arrasada.
Las ventanas ventilan el absurdo.
Se escuchan las sirenas
que anuncian que ahora Ulises no encontrará la Ítaca.
Un cuervo cruza, raudo, la estela de ataúdes
que vuelan por la sombra.
Sombra sólo de sombra. Día sólo de agudos
y horrísonos clamores. Un muchacho
se arrodilla y redobla su imagen contra el suelo.
Se esparcen como secos preludios de los árboles
las hojas de un Corán que no contiene salmos
-un Corán de silencio
con banderas de pánico y masacre-.
Enfundados artífices del dólar ponen orden.
Todo está consumado, grita
la mujer bajo un burka.
Y en el jardín más álgido del oro
todo es humo y son lágrimas
las piedras que, rodando, van a parar al mar.

Sólo queda en el suelo
la mano cercenada de un infante
con un cuerno pequeño
tiñendo de color el largo abrazo.



Unicornio en Mathaussen

Yo, Lía Hermann, he encontrado un papel.
Miro con sobresalto ese dibujo
que encerré entre mi ropa esta mañana.

Anochecía ayer cuando a esas mujeres las llevaron
entre gritos y niños con ojeras, cerúleas.
Se abrió en par el pabellón y alguna
dejó caer la hoja, cuarteada de miedo.
Un extraño animal y, debajo, un versículo
sobre el nombre de Job.
Es un esbozo apenas,
unas líneas apenas, unos signos
de una mano que, apenas, supo trazar la forma.

Yo, Lía Hermann, creo
que la otra noche oí cómo bramaba un hombre
sobre una joven virgen delgada como un sauce,
y lo escuché toser entre el plural agobio
y entremezclar su júbilo con llantos.

Miro con amargura ese caballo,
tal si fuera un juguete de lujo, una sorpresa
con un tornado gélido en su frente.

Y escuché unas palabras y una respuesta rota
y una voz que parecía seda, ya ultimándose.
Luego, la vi llegar
-el pabellón estaba ya en la noche-
y sentarse encogida en un rincón.
Una extraña silueta fue acercándose
hasta quedar dormida en su regazo.



Unicornio en Bagdad

Miran negras mujeres con niños en sus brazos,
enjutísimos rostros con la pena,
con la sonrisa estática,
mas todavía aprietan en sus manos
el clavo del amor. Miran, tal viudas
de una guerra perenne. Hoy, en Bagdad,
saquean los ladrones la alegría.

Cementerios de cosas destrozadas,
fuegos que nunca nadie robara. Prometeos
absurdos amarrados
a un delirio, y ciegos, muchos ciegos.

La criatura, rota,
igual que un vil cadáver, que un guiñapo
-una niña doliente que ya no es ni niña-,
la muerte, abierta en cruz, con sondas en sus manos,
y al lado una muchacha, camiseta y vaqueros
-fruto de una costumbre del progreso-
donde se lee “Unicorn , made in U.S.A.”.

La niña con los rostros de otros niños muriendo.
La niña, sin futuro, la ciudad calcinada.
Estrechos corredores de hospital,
vertederos insólitos,
guerra, no más que guerra, guerra, guerra,
y la sangre corriendo por las calles,
la multitud corriendo por las calles,
los ladrones haciendo de Bagdad
una noche de fuegos impertérritos.

Las mujeres, de negro, con muertos en sus faldas,
muertos que aún respiran,
con cuerpos que ya nunca podrán tener seis años,
ni amor en sus caderas ni abalorios
sobre esos pechos jóvenes que nunca
florecerán. Los pubis de esas madres vertieron
cadáveres a un mundo miserable.

Negras mujeres, rosas
con pétalos sangrientos en sus brazos,
y la joven que lleva el unicornio,
y el terror en sus ojos, nada dice,
porque, a veces, las guerras
no son cosa de nadie. Los ladrones
se alejan con las vidas y en el suelo
quedan sacos de yute con letreros
rezando “Made in U.S.A.” y sangre, mucha sangre,
corriendo por los ojos y los labios.




El unicornio fósil

Desierta la ciudad, con las primeras luces,
el hombre que atraviesa lentamente la calle,
a trompicones, ve, como un lento exudar
de alcohol enmohecido,
el cadáver lentísimo de un jardín
donde, a un lado, las máquinas
esperan, lentamente, sus oficios.

Desparramadas, duermen un sueño de metal,
con sus fauces de hierro, aún a la espera,
mordiendo en la vigilia enormes sauces,
troncos donde los pájaros se secan
al caer como muertos contra el suelo.
Enredaderas rotas
entre los cangilones y los tubos
que cruzan la ciudad y muertos rotos,
amanecidos muertos de otras calles,
otros jardines yertos, otros siglos
de los que sólo el lodo
es testigo del sueño bajo el suelo.

Y se para el borracho -casi muerto de nubes,
casi raído, casi, tal la máquina enorme,
casi ebrio de tierra, casi vidente- y mira,
y revuelve en el polvo su mirada,
y finge que no sabe que una ley lo prohíbe
-una ley que levanta, bajo un jardín, un agrio
aparcadero o nido de vehículos-,
finge contra la ley y escarba y palpa
memoria, largos húmeros, falanges
de distintos infantes y hombres, puzzles
en posición fetal contra la historia.

Caen bajo sus dedos y deshuesa
margaritas humanas que existieron,
vasijas que no pueden contener ya más vino,
cimientos de edificios que ya no habita nadie,
pedazos que ya nunca completarán la vida.

Allá, bajo la sombra de un enebro silente,
donde los arqueólogos dejan
un toldo a ras de suelo,
donde yace el botijo del capataz que, ciego,
dirige el movimiento de las máquinas,
donde, al alzarse el alba,
ya no podrá, ese hombre que rasguea
los últimos sonidos de la noche,
mirar qué cosa hay -qué verdad escondida,
qué no metal al uso, qué extraña floración,
qué rosa que no fuera la rosa acostumbrada,
qué lejana memoria de lo increíble y cierto,
de lo nunca posible y evidente,
qué tangente de Dios, factible e inmutable-,
queda un seco esqueleto, ya visible en la arena.
Unas cuencas enormes, sus dos ojos
de color ya borrado. Un manojo de crines,
estropajo invisible de los sueños,
y un cuerno, casi frágil, que, otrora, tal la vida,
alzara su jardín contra este tiempo
donde metales alzan los imperios de nadie.




El libro negro
Madrid, Huerga y Fierro, 2006


La luz en la ventana

Cruza un hombre que canta siempre la misma estrofa.
También yo misma escucho,
hace días, la música -me arranca
de un mundo de miseria, para llevarme, exhausta,
a la miseria propia de la vida,
al asco de saberme en el instante
que hace girar la rueca-.

Cruza ese hombre, solo,
en la sola vorágine de un tiempo.
La soledad y el tiempo, el tiempo en soledad,
cruza la voz, el canto,
la incertidumbre cruza. Es una fecha,
es una cifra sola la existencia.



Resurrección de Alfonsina

Venida de la sombra, envuelta en sombra,
sombreados mis ojos, emerjo de las aguas.
Desconocida yo y desnombrándome,
intento eternidades.
Camino sobre el flujo del recuerdo.
Resucito la carne en tanta noche.
Doy de comer al pobre, al miserable
acuno entre mis pechos,
al ladrón dono el himen y en mi vientre
se multiplican ella y su guadaña.

No me cerréis los brazos,
no me blindéis las puertas,
no me arranquéis el clavo de los versos.




Encrucijada

Me cruzo con el tiempo. Cada edad
convive a la distancia del olvido.
No recuerdo el perfume de las cosas.
Es agria la mañana y las aceras
se llenan de gentío; cada uno
aprende las palabras nuevamente.
La gravedad del verbo es una losa,
un silencio de losas, un escándalo
que toma nuevas formas. Si te encuentro,
no me arrojes la piedra de saberme
en un mundo distante y huero y falso.
Convivimos sin tiempo y todo tiempo
se une en derredor. Todo es penumbra.



Carpe diem

Pasean la mañana y el jardín
es un campo de luces; tornasoles,
las delgadas caléndulas, jazmines,
rayos verdes de hiedra. Todo crece.
Las muchachas tan blancas con sus alegres cofias,
los muchachos, quebrándose de amor,
un perro pasa
inadvertido al tiempo y el rocío
parece ser encaje de lentejuela y plata.

Nada queda mañana. En las aceras,
los pechos que transcurren vertiéndose a los pies,
los rostros mustios,
y una esquela y dos cirios y las flores
sobre pequeñas tumbas, y los niños.

Ay, si los niños viesen
sus rostros cuarteados por la tierra,
el sudario deshecho con organdí y con blondas,
las áridas muñecas de la muerte
bailando sobre ellos y sus madres
dándoles de mamar
para esa nodriza que les coge
en sus brazos de nieve y les ahoga.



Testamento

Y tengo que morir
después de haber amado al hijo,
al que me hinchara el vientre,
y a la niña pequeña, repudiada en la China,
llorada por los árabes
y obligada en su tribu a cercenarse el clítoris.

Y he de olvidar sus rostros, no queriendo,
agradeciendo al hombre su tristeza de hombre,
siendo feliz pensando,
a pesar de las llagas de la vida.
Creyendo ver un cielo
en esta tierra móvil, que se abre
enterrando a los vivos de la India,
recomiendo las manos de los niños
que escarban en la mina locamente,
descomponiendo grandes edificios,
rompiendo las ciudades y las formas.

Y he de callar sus nombres, olvidar las palabras,
no componer más versos en la muerte.
He de saber rendirme.
Por eso vierto, lenta, el testamento
de lo mucho que os quise, hermanos míos,
diminutos arcángeles de carne,
animales de dioses más perfectos,
criaturas del lodo, con las alas
elevadas de viento y hasta henchidas
de amar tanta inmundicia y ser felices.




Ladrón de sueños

Le estoy robando al tiempo cada imagen.
Cada día perfilo la línea de una torre,
el enigma del vuelo de los pájaros,
el olor de las rocas, cuando caen al mar,
las faldas amarillas de la luna.
Observo, lentamente,
cómo se aman los perros, las orugas,
los tercos moscardones de la tarde,
los muchachos de barrio en las esquinas
de esta vida que acaba cuando nadie
quiere ponerle el punto de remate.

Le estoy robando a Dios su arquitectura
por si acaso no hay nada tras la muerte.




Presencia

La calle a media luz.
Una mujer transporta ciegamente
su vieja mecedora de rejilla.
La deja ahí, en la acera, y vuelve a entrar en casa.
Reaparece pálida,
con su blanca silueta perfilada
a la luz de la luna.
Se sienta indiferente y va meciéndose
hasta que el sol, de nuevo,
devuelva los matices a las cosas,
y entonces llegue él,
montado en algún carro de madera
cuyos metales, rancios,
conservan esa herrumbre de la muerte.

Les pondría sus nombres, si no fuera
porque sé que no existen más que el tiempo
fugaz de recordarles. Mis palabras
irían a parar junto al vacío
que dejaron sus cuerpos hace años.



Lesbia ante el espejo

Yo también he amado a quien no existe
y he mirado, sin ver, esos dos ojos
y esas manos de algo, que no eran dos manos
sino las delictivas pieles de un deseo
que tampoco existía en ningún sitio.

A veces, yo -un yo que era yo sola,
frente al rostro de alguien que no era-
he amado con tanta servidumbre
que el corazón se ha roto, y ya no puedo
querer saber quién fue
esa sombra de mí a quien miraba.




Oración en el supermercado

Qué inmensa gratitud. Qué bello el día
con su cielo de ira atempestado,
los coches que deslizan sus siluetas
de hierro y no son nada,
periódicos que aúllan, mentira tras mentira,
terremotos y guerras y matanzas.

Qué bello respirar
en medio de una plaga de bovinos,
acercarse hasta el mar inalcanzable,
o hacia esa intermitencia de la arena,
escuchar cuatro frases
sin más significado que ninguno,
poder coger un taxi a ningún sitio
para seguir viviendo,
seguir dilucidando para nada,
absorber el paisaje,
ver un rayo de luz, poder gritar: vivimos;
aunque existan las manos de un marine,
las catanas de jóvenes oscuros,
los ojos de criaturas que desean
gozar, sólo gozar
el mejor de los mundos que se hizo posible.




Confesión

Siempre el último miedo
a decir las palabras plenamente,
a que la vida viera mi desnudo
como un espejo vela la pena que se mira.

Siempre andando en el verso,
en la verdad que es doble -si es medida y metáfora-.

Siempre ocultándote,
por miedo a no decirte que jamás exististe.

Siempre andando despacio,
con la luz de lo oscuro encendida en los ojos,
con miedo a recaer en otra gran locura.

Y el animal del alma llagándose,
luchando contra un cuerpo irreverente
que deseara todo. Y el animal del cuerpo
languideciéndose,
cayéndose a pedazos por escuchar al alma.

Siempre la misma lucha
de un mí que, contra mí, se extiende.
Esa misma memoria del olvido.
Ese puro deseo, por jamás ser tocado.

Pero jamás un verso que dijera los nombres,
el dolor en hilera de abandonar la casa,
los celos por los gestos que no tuve jamás,
ni jamás una carta que gritara:
me muero por un verso,
un abrazo de alguien que es ausencia,
qué te pasó; una rosa
que pusiera remedio a tanta muerte.

Solamente poemas, y libros, y poemas,
hasta asfixiarme entera
                                                              y quemarme la vida.


Arte de perros
Prólogo de Luisa Futoransky
Jerez de la Frontera, EH Editores, 2006
Colección Hojas de bohemia, núm. 3




Cuarta conversación [con Cancerbero]
(acerca del perro de la noche)

Hay un perro en la noche, alarga negros
tentáculos, es sombra,
entra por las ventanas de los pueblos
y empequeñece todo. Un alarido
denota su presencia, tiene ojos
de papel y figuras impresas en el blanco.
Es un perro ambicioso que aprisiona a los hombres.
Donde tú estás no existe, no existe ahí, en la muerte.
Tú paseas tranquilo, como un hombre que tiene
su casa ya dormida, su habitación abierta,
su mujer a la espera. Como un hombre que sueña
con dioses y misterios, tal vez inalcanzables.
Como un hombre que juega a descubrir la vida
sin normas que le atrapen. Donde tú estás, no existe
ese animal bravío, el funesto sabueso
que juega al gran hermano. Donde tú estás, tú solo
le lames las enaguas a la muerte,
le traes hombres muertos,
agarrados a ti por su cansancio,
por su lucha baldía, por su angustia.
Donde tú estás, quién sabe qué inflorido
jardín entre las aguas o entre el fuego.
Dond tú estás, no hay dinero ni aquelarres
para pagar la sangre de los pobres
condenados a ti, a tu ladrido,
a tu beso infernal. Donde tú estás,
sólo nos libra Dios de lo de abajo.

Dime tú, Cancerbero, ¿vive ahí,
irremediablemente muerta, la poesía?



Cave canem

Aprendí a hablar temprano, con el primer hueso.
Despertó mi penuria,
casi al tiempo, de amar la libertad.
Cuidado con el perro –CAVE CANEM-,
porque es animal carente de conciencia;
sólo él es capaz
de arrojarse a la tumba de su dueño
cuando éste fenece. Sólo él,
al pie de los amantes esculpido
por nobleza y lealtad. Cuidado,
sus palabras no son edificantes,
puede morder, replica
al sentir que le allanan territorios.
Vierte mordacidad, es un poeta,
está loco de luz, es noble, si lo pisas
suele lamer los pies. Ninguneado,
habita las cavernas de la sombra,
suele andar con Platón, lee a Plotino,
su caseta está siempre sosegada.
                                                                       Cuidado,
¿no leéis el letrero que grita CAVE CANEM
al entrar en la casa de la Literatura?



Asistente virtual

Se sienta sobre el folio. Es un perro virtual. El poema también existe y no existe. El perro alza el cuello, mueve el rabo, husmea. Me mira de repente, porque ahora yo, también, soy virtual. No sé de dónde vengo. No sé qué tiempo queda. No sé qué mano empuja estas sordas palabras que se leen sin papel, sin sonido, apenas sin materia. Todo es hueco. La realidad es hueca y no existe, como tampoco el pero tiene piel, ni sabe a dónde mira. Yo tampoco comprendo qué compongo, qué extraña lasitud me convierte en poema.



Los perros de Jezabel

Estaban las murallas, esa tarde de campo estaban las murallas. Caminaba desnuda. La ciudad era otra, cambiante, más al sur, más antigua en el tiempo, quién sabe, o acaso más profunda. Ella estaba desnuda. Los perros la seguían por las viejas ruinas de una ciudad grandiosa. Las teselas brillaban bajo sus pies descalzos. Un perro se acercaba lamiéndole los pies, el viento hacía lo mismo con las hojas de acanto que, moviéndose, jugaban con la sombra. El mar era una llaga palpitando a lo lejos. Su silueta emergía detrás de la muralla como un copo de escándalo. Los perros aullaban. A su llegada todos acudían en ruedo. Desnuda y confiada se sentaba en el centro y vibraba en sus labios la canción que había aprendido de boca de unas lobas, más adentro, mar adentro quizás, en lo profundo de algún sueño de brujas. Cada perro, ordenado su gesto, se tumbaba. La ciudad, más moderna, o acaso menos dada a la belleza, seguía su trajín, llena de coches, vehículos ruidosos que cruzaban la tarde. Un humo espeso desprendía sus gasas sobre las ruinosas escalas de aquel templo. Ella, desnuda, en medio de unos canes que nunca morderían sus huesos. La muralla, sólo era, a pedazos, un marco diferente. Jezabel, no era ése su nombre.



Ángel oblicuo
Bornos, Ayuntamiento, 2006
Colección de Poesía Villa de Bornos


Ángel del paraíso de la carne

De perfil en la noche lo veía
como arcángel en llamas, señalándome,
y una rosa ya ardida de lujuria
era mi donación, mi ofrenda abierta
que pedía el alfanje en sus adentros.

De luz, todo su rostro en arrebol,
y de tormento y agua su cintura.
El umbral de mis pechos anegándose
y una palabra sola
ordenando ese fiat de la carne.

Tal llamarada, el tiempo -un lecho blanco-.

De cal enfebrecida eran las sábanas
que cubrieran la rosa más negra del origen.




Flash


Desfloró y deshojé. Sus manos, abanicos.
Mis manos, dos argollas, y un silencio
penetrando la estancia y, ahí, la noche.



Transmutación

Lo tenía desnudo y ya dispuesto
a penetrar mi cuerpo, igual tendido,
cuando la musa vino y un poema
depositó en mis ingles, tremolando.

Él, se acercó, despacio, y con saliva
borró toda palabra y en su sitio
una huella sembró de sal ardiendo.




Ascensión precipitada del arcángel

Se irguiera tan deprisa que las alas
se enredaran del pubis de la rosa.
La sonrisa formando un arco-iris
sobre el pecho de ella, que gemía.

Los dos ojos dejaran
un velo de memoria sobre el tálamo.




Peau d’ange

Tan blanca era su piel que mi deseo
lo manchó con el humo de los sueños.
Mis dedos se le anclaron en el rostro
y mi lengua sorbió todas sus dudas.

Tan blanca era su piel que mis dos labios
encendieron el día de su carne.

Tan blanca era su piel que un ave pura
se me escapó del vientre hacia su boca.



Petición de milagro

Ponme la mano aquí y vierte ahí tu lengua
y desliza tu rama de almendro casi en flor
y vuelca tu ceniza, nuevamente, en mis piernas
y recoge el rocío que derramo
como un collar de perlas enroscado en tu aliento.
Cambia, después, el orden y ponme, ahí, ese pétreo
instrumento de fuego que florece.



Ofertorio del ángel

El ángel puso el pan sobre la mesa
y yo puse la mano y lo tomara,
lo llevara a mi boca y fui cerrando
los ojos y perdiéndome en la lluvia.

El ángel me ofrendó, con su lascivia,
la última pureza de la tarde.



Duda

Pasa la vida, cruza
como un bajel de humo. Cada pájaro
se asienta en una rama, ya exhausto
de su volar de pájaro. Vuelo en ti
cuando cada pestaña abre sus alas
y las manos se inclinan al vacío
y mi lengua se alarga, hasta tocar la tuya.
Ardida nuevamente y desolada,
pongo mi rostro aleve sobre el mástil dormido
y transito las horas que destino al descanso.

Aún no sé distinguir
en qué lado del día están los sueños.



El ojo y el tiempo
Madrid, Vitruvio, 2007
Colección Baños del Carmen, núm. 138

Mirando un cuadro de Alma Tadema

Yo estaba entre las flores. Solamente pulseras en mis brazos
y, entre las flores, tú, una rosa de enigmas, tu cabello.
Frente a nosotros dos un pebetero y humo
y otra mujer danzando entre sus sombras.
Lienzos de luz cayendo del abismo,
lienzos de soledad, preciosos lienzos
con el color turgente de las aguas.
Debía estar el mundo alzándose en su mesa;
igual que comensales siempre ávidos
brindando con sus copas, los amigos.
Tú y yo nada veíamos sino un ardor de pétalos y mirra.
Altísimas columnas de mármol de Carrara
y mesas de lapislázuli
eran pequeña ofrenda a tu hermosura,
tampoco suficientes las almohadas níveas
que dentro contuvieran las pavonadas plumas
de un cormorán altivo.

Estábamos ahí, realmente tu mano en mi cintura,
tus ojos como astillas clavándose en mis ojos,
tus labios, la sonrisa más alta y unos libros
encima de la mesa. Sobre el montón, un álbum
con las reproducciones de unos cuadros
de Alma Tadema. El mundo
se abría ante la noche. Yo miraba
aquella plenitud de tu cuerpo hermosísimo.




Sobre una fotografía de Lewis Carroll

Me acercaría a ti
con un brincar de corzas en los ojos,
las manos, sólo pétalos, abriéndose a tu cuerpo,
un jardín diminuto en mis dos labios
para que tú libaras. Me acercaría a ti
con un cántaro de agua en mi palabra
y, si no tienes sed,
me acercaría a ti, con mi silencio,
aguardando la noche en tu costado.
Porque de ti tan sólo soy la niña
que creció para ti
con una llama azul entre sus pechos.

Mi cuerpo es un marfil tallado por tu ausencia.
Con mi mirada rompo los caminos
y siembro girasoles. Yo rotaré en ellos
buscando esa caricia
que un día abandonaste sin más tiempo.

Siempre supe de ti, pero estabas distante.
Siempre volé hacia ti aunque no hubiera puerta.
Guardé siempre tu nombre
dentro de esa cajita en que la música
lanzaba bailarines al amor.

Me acercaré esta vez
cuando la sombra cubra mi silueta
y ponga ante tus ojos lo que fui
cuando de mis caderas frágiles
arrancó, en soledad, esa primera luna.

Más oscura será la noche aún,
si tú no acudes nunca.



Acerca de la ciudad imaginaria de María Zambrano

Llevo ya tantas horas sabiendo tu presencia,
tantas palabras bellas se han ido edificando
sin yo saberlo. Solas, elevando las líneas
mientras yo contemplaba este vacío,
y crecía tu imagen -ciudad imaginaria,
como dijo Zambrano-.
En ese trazo siempre intangible o la nada
que envuelve cada cosa que no está, a nuestra idea
vamos alzando el cielo, el único posible, del amor,
el único durable de los sueños.
Llevo ya tantas horas sabiendo tu presencia
que el resto es un silencio
y estas palabras mías, espejismos.





La mano de Ibn Zaydun

Yo siempre tuve miedo.
El miedo es como un cráter que se funde en los ojos,
como una rosa oscura que se cuaja en las sombras,
igual que una ventana donde no asoma nadie
y es la propia ventana que refleja la vaciedad, el duelo.
Yo siempre tuve miedo y me aferré a las manos,
me aferré a las palabras que guardaban la luz,
me fui desenvolviendo entre los versos hasta llegar a ti.

Ya no preciso ahora las pálidas muñecas de la infancia
ni preciso los números sino para contar lo frágil,
lo que no tiene nombre; por ejemplo, yo cuento
la leve sinfonía de tu respiración distante,
el grado de color que la tristeza tiene en la palabra,
la medida invisible de tus manos batiendo,
como un cendal de seda, mis últimos minutos.

Cuando aún no sabía nombrar todas las sombras
yo contaba las sombras, fui inventando los números
hasta llegar al número de tus sílabas,
hasta saber el tiempo de tu encuentro,
hasta poder contarte todas estas pequeñas
historias de mi vida. Ya no preciso el número.
Me basta solamente con mirarte a los ojos
y reflejarme muda, hierática, invisible,
disuelta en tu interior como una corza frágil
a la que el viento mueve, cada día, a su antojo.

Ya no preciso nada, no preciso llamarte
ni decir cuánto añoro ni qué deseo, nada
sino tan sólo eso que me arrancó del pánico otras veces:
tu mano. Solamente tu mano sobre mi mano fría,
delgada, tan pequeña
que se caigan los pájaros terribles
y no quepa el espacio. Solamente tu mano
sobre mi mano llena de silencios.




Contemplando Lilith, de Dante Gabriel Rosetti

Lánguidamente mesa sus cabellos,
la mirada perdida, el corazón un alto
campanario elevando hacia el cielo su grito.
Se contempla al espejo y, en vez de verse, ve
lo que sueña, en el vidrio perlado que ilumina
más que los blancos cirios del candelabro muerto.
Una corona blanca sobre el blanco telar
donde sus muslos duermen. Duerme toda la estancia
y acaso está dormido su sueño entre los sueños.
Blanca piel de vigilia, blanca mano palpando
la suavidad sedosa que flota con las flores.

Lánguidamente espera, espera cada tarde su retorno,
espera cada verso su silueta, espera entre la oscura
estampa de la noche. Tal vez duerma la noche
y, más allá, su dueño, más allá de ese sueño
que ahora sueña despierta. Flota la rosa, en aire
se deshacen sus pétalos y el viento
que no inunda la estancia lleva en él
el silenciado nombre. Lánguidamente posa
sus vidrios en el vidrio, su mente en la presencia
que la tiene cautiva.

Ante ella se extiende una espesa arboleda
que va tiñendo el tiempo de color, la mañana
entregará a sus ojos tanta luz
que incendiará su rostro. Ella espera, despierta
el sueño que, sin ver, se mira ahí en sus ojos
a través de las horas de la noche.

Sólo la luna yerta
le prohíbe mirar su amor dormido.



La belleza dormida
(Burne Jones)

Los cortinajes no, no son del hondo sueño,
ni lo son las alfombras, ni el metal
que adorna con su euforia nuestros cuerpos insomnes.
Ya ves que cada noche se ilumina la sombra,
se apartan los telones de la inmortalidad,
las pulseras descansan
sobre los recios cofres de madera
y, tan sólo, desnudos, emprendemos el vuelo
a través de un espacio sin límites ni horas.

Asómate ahí, cuando la carne es
del delicado tacto de los mármoles
y los pies, cera quieta, tienen sed de tu fuego.
Acércate a esa lánguida irrealidad de mí,
a tanta dejadez que no pronuncia nada
y atraviesa la esfera del deseo
como la pluma vuela sin saber su materia.

Asómate, amor mío, donde todo se esparce
y nada arrastra luego cuando se abren los ojos.
No son de ese lugar sino las raras flores
que no sembramos nunca,
los vinos que jamás rozaron nuestros labios,
el perfume que apenas
nos atrevimos, juntos, a verter
en el más intangible de los cálices
y esa cadencia vítrea de mi cuerpo
que se convierte en agua cada vez que te llamo.

Asómate, yo duermo. Despiértame en tu rostro. 




De donde son las voces
Campo de Criptana, Edición del Ayuntamiento de, 2007
Colección Pastora Marcela, núm. 11


En el principio fue

Cómo, madre,
esa primera vez que tú me viste
buscando y enhebrando lo que no fue tejido,
hilando en la memoria, cargada con el peso
de lo que eran las cosas, agobiada de luz,
mordiendo la manzana, todavía desnuda bajo el árbol,
dando pequeños saltos hacia un idioma altivo
que parecía al vuelo. Cómo y por qué, tú, madre,
me dejaste hacer,
me viste las dos manos manchadas de palabras,
la boca en el silencio,
en ese no decir, los ojos tan turbados
al contemplar hileras de diminutas voces,
hileras deslumbradas, como de niños,
de amargos niños solos vagando hacia el poema,
como si fueran niños al borde de la muerte,
judíos esqueléticos entre amargas metáforas;
y entonces tú, tú, madre, me cerraste las manos,
apretaste con fuerza este destino
y me sangraste, ebria de mi saber hacer.

Por qué tú, madre –yo, una pobre paloma,
una pequeña hormiga, un sauce diminuto,
un no ser viendo todo-, dejándome cargar,
deglutir, vomitar todo este largo pánico.

Por qué me permitiste, entonces,
conjugar tanto verbo.




Un mundo de papel

La luz en la ventana, oscureciendo
la terrible cuartilla de papel,
hasta dejar, agónicos
unos versos; temblando, una mano ya fría;
desnuda, una verdad; silente, un canto;
como si fuera el mundo
ese sutil retablo y la palabra
la sola creación, plana, perfecta,
sin precisar más tiempo, más lugar,
más dimensiones. Nadie
se ve y, sin embargo, todo
parece levantarse de sus líneas.




Anaqueles

Cuánto dolor se encierra
detrás de un lomo estricto,
un color que va ajándose en el tiempo,
los títulos alegres o sombríos,
las páginas que se abren cuando el hombre
sabe que va a morir,
que es un mendigo triste, un triste reo,
un caminante efímero. O murió.
Cuánta amargura; pienso
si el dios podrá acercarse, sutilmente, a los libros,
podrá leer, escritos, los nombres de sus muertos,
dejar cansadamente contra el polvo
el polvo del olvido
o habrá de revivir, por siempre,
cada verso y sangrar,
sangrar por ambas manos. Cuánto miedo
se encierra en estas líneas
que contemplan los ojos de una muerta.



Pizarnikismo azul

Y ella, nuevamente, levantara sus ojos
en esa habitación donde sus manos
tecleaban palabras que le abrieran
las puertas de casitas, delante de las cuales
bichofeos montaban bicicletas. Cleopatra
tenía un gran ejército de ellos
y la loc consumab
ese metsac eterno. Alejandra
volvía a despertar a la condesa,
a hablar de las fronteras tan inútiles,
a extraer otra piedra de locura,
porque sí, porque no, sí, no,
no cesa de morar en este bosque
ningún hombre cautivo que soñara.



Inventario

También en esto inmóvil se desarrolla todo,
pero querrán talar el paisaje invisible,
querrán dejar desnudos a los árboles
y hacer de todo corcho un sumidero.

Cuido adjetivos graves,
pronombres que me son tan necesarios;
riego altivas metáforas, como si fueran pájaros
comiendo en el no ser, bebiendo, austeras,
del cuenco de mi mano.
Guardo en lugar umbrío las aliteraciones
que mugen como espadas musitando su música.

También, entre lo inmóvil, esa guerra infinita,
la absurda inquisición del aire,
la censura de un tiempo
que no sabe siquiera que no existe.



Dedos del aire

Por qué acaricio el polvo que yace en los estantes.
Mañana, cuando duerma,
apilada también -porque en el suelo
se arrancan mil arpegios de geranios,
mil sonetos aúllan
por la boca impertérrita del agua,
raras nomenclaturas vienen
a tu mente ya muerta y te delatan
que ya no tienes modo de escribir el poema-,
mañana, cuando el tiempo
sea ya un cofre abierto de cenizas,
me tocarán los dedos del aire. Yo no sé
si esa criatura amarga se pregunte
qué hacemos tantos hombres en blanquísimas
estanterías llenas de coronas y olvido.



La llamada

Qué será de la voz, de la palabra afónica,
del verso sin columnas que se nos cae encima
y no existe Sansón. Qué será de nosotros,
en esta taxidermia intempestiva.
Seguiremos muriendo y algún verso
quedará sin final. Todo se fue una tarde
en que alguien llamó
y no había ni un taxi en la parada.



Escribir es orar

Acostumbrada al verso, busco signos,
indago con qué letra crece, altivo, el ciprés,
por qué de su cadencia aflora algo
que lo distingue. Algo
igual a cuando el verso se imprime entre la sangre
y te dices que es el verso que buscabas.
Algo como una recta
que no fuera sumisa sino recta.

Acostumbrada al rezo,
a ese rezo sin dioses, sólo rezo
-contemplación del todo, del que somos poema-,
busco ahora en tus ojos. Esa luz,
tamizada de invierno, habla del frío,
de la enorme quietud, la fuerte desazón
de ver correr el libro, haber leído ya
que se acerca la dársena
del último poema, que la cosa
está por terminar y no se ve la firma
ni se sabe a qué sombra nos dirige el ciprés
cuando intuimos –dicen- que ellos creen en Dios.

Ojalá sea ese el puerto
y el colofón bendiga cada cosa
que quedó abandonada.









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