viernes, 5 de noviembre de 2010

1743.- BASILIO SÁNCHEZ


Basilio Sánchez nació en Cáceres en 1958. Licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Extremadura, posteriormente se especializó en Medicina Intensiva, actividad que ejerce actualmente en su ciudad natal. Con su primer libro, A este lado del alba, consiguió un accésit del premio Adonais de Poesía en 1983, publicado al año siguiente. Después de un periodo de silencio de nueve años, en 1993 edita su segundo libro, Los bosques interiores, en el que se perfilan ya nítidamente el tono y los rasgos que singularizan su obra de madurez: una escritura que configura el territorio poético de la mirada interior y que hace de la contemplación un ejercicio de conocimiento. Este libro, revisado en profundidad, fue reeditado en 2002.
Ha sido incluido en diversas antologías poéticas y colabora asiduamente en revistas literarias nacionales y extranjeras. Entre los años 2000 y 2003 fue codirector del Aula de Poesía José María Valverde de Cáceres. Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas.


Poesía:
1984: A este lado del alba.
1993: Los bosques interiores.
1996: La mirada apacible.
1998: Al final de la tarde.
2000: El cielo de las cosas.
2002: Los bosques interiores, (2ª Edición revisada)
2003: Para guardar el sueño.
2006: Entre una sombra y otra.
2008: Las estaciones lentas.

Narrativa:
2002: “El cuenco de la mano” en Relatos al atardecer.






LAS BAYAS

Presiento tus palabras a través de los muros
de una habitación que será eterna.

Hay un país que crece
con la sustancia de los sueños
y una casa cerrada
en la que se acumulan los escombros
de una luz suficiente.

Quizá no fuera ésta la vida que esperábamos,
pero sí es el lugar.

Aquí donde se alzan
contra un cielo de piedra
una pared caída y luego otra,
serán nuestras palabras las que nos den cobijo.

Lo poco que tenemos,
lo mucho que tenemos está aquí, delante de nosotros.

Yo pongo la ventana,
tú los tallos, los zarcillos azules,
las silenciosas bayas transparentes.








EL PUENTE DE PIEDRA

Estás en el silencio de los puentes.

Sobre el agua que miras
se reflejan, lejanos, los matices
interiores del cielo.

Sobre el agua que miras,
las hileras de flores aplastadas
en el camino de los bueyes,
bajo los ojos lentos de los hombres que cruzan el paisaje
simplificados por la luz.

Más allá de los juncos,
la casa abandonada con su viga de plata
y una iglesia en lo alto con la campana de las preces.

A uno y otro lado, la nube del pastor,
el hombre que pasea
con su sombra de grava y su sombrero negro;
la mujer que se acerca con su ruina,
con su flor moribunda, que ha inclinado
despacio su cabeza junto al árbol de la necesidad
y ahora se repliega, se adelanta al invierno.

Estás en el silencio de los puentes, sobre el río
en el que cada una de sus piedras
es un deseo imposible.

El alma de la tarde es una sombra en una valla amarilla.








ENTRE NOSOTROS

Añoro la ceguera que es un punto de luz.

Bebo de la memoria como otros
del agua de las fuentes, de los vasos
de la antigua liturgia.

Después de mucho tiempo,
ahora vivo despacio, sin intimidaciones,
sin que pueda la noche ganarme en sutileza
ni la muerte en sigilo.

Soy el hombre que no ha salido nunca
de los alrededores de su mano, el que se ha hecho
perdonar por la nieve
y el que anda por las habitaciones
preservando en silencio la sustancia
de su felicidad.

Quien para guarecerse
necesita los nombres de todos los que ha sido,
recordar las palabras con las que cada día
ha vivido o ha muerto.

(De Para guardar el sueño, 2003)








UNA CASA EN EL AGUA

El mediodía es tan alto como nosotros.

La luz hace visibles las raíces del agua,
el oro de las flores en la víspera de las abejas.

En el recogimiento de las frutas
hay un silencio roto: su alma es una gota
suspendida en lo alto.

El tejado que oscila,
la luz que va dejando en los cristales
su claridad azul, la puerta que se abre
hacia un silencio extremo, devastador.

Aún hay alguien que vive en esta casa
reflejada en el agua,
alguien ensordecido por el lento gotear de las hojas.

(De Entre una sombra y otra, 2006)







LA MUJER QUE CAMINA


La mujer que camina delante de su sombra.
Aquella a quien precede la luz como las aves
a las celebraciones del solsticio.

La que nada ha guardado para sí
salvo su juventud
y la piedra engarzada de las lágrimas.

Aquella que ha extendido su pelo sobre el árbol
que florece en otoño, la que es dócil
a las insinuaciones de sus hojas.

La mujer cuyas manos son las manos de un niño.

La que es visible ahora en el silencio,
la que ofrece sus ojos
al animal oscuro que mira mansamente.

La que ha estado conmigo en el principio,
la mujer que ha trazado
la forma de las cosas con el agua que oculta.








EL LUGAR DE LOS HECHOS

Todo lo que ahora abarca la mirada,
la memoria, los momentos perdidos,
todo aquello
que ignoré de la vida,
que apenas reconozco, bajo su lentitud, en este hueco
que conforman mis manos.

Ese rumor que intuyo cuando escribo esta página,
este presentimiento, esta insistencia
que después me conduce, más allá de mí mismo,
hasta un lugar cercano
al de mi nacimiento, al de mi muerte.

Nada a mi alrededor, sólo la leve
respiración pausada
de un animal que mira con la cabeza vuelta.
Bastará con mis ojos,
con esta mano antigua que aproximo a su boca,
para que se levante y huya.






LA HABITACIÓN CERRADA

No hay azar esta vez,
sólo fidelidad, sólo constancia
en un lugar que intuyo
entre lo conocido y lo desconocido.

Mientras crecen los gatos del crepúsculo
y el jardín se oscurece, me doy cuenta
de que estamos allí,
uno al lado del otro en la penumbra
de una habitación en la que todo
nos parece cercano: las paredes, los cuadros,
el silencioso círculo de la madera.

Allí, en el desamparo de las casas
habitadas del mundo,
vivos en el sigilo de los muebles
y en los cielos abiertos por la imaginación de un hombre,
compartimos
la caída en el sueño de tu mano
sobre la inmensidad de otro vacío
que de pronto se colma.

Allí, mientras la noche
se arrastra lentamente debajo de la mesa
y los muros se enfrían,
alumbrados apenas por las cosas,
por su estremecimiento, por su reflejo último,
sólo estamos nosotros.

A la hora en que un hombre y una mujer descienden
por la única calle de dos gritos,
sólo el tiempo, el murmullo
de unas cuantas palabras en las profundidades
del agua de los labios.



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