viernes, 20 de agosto de 2010

JAMES MERRILL [549]



James Merrill 

Poeta norteamericano. Nació en Nueva York, en 1926 y murió en Tucson, Arizona, en 1995. Autor de una infinidad de volúmenes de poesía, uno de ensayos, dos novelas, dos obras de teatro y unas memorias, Merrill es uno de los grandes poetas que ha dado la lengua inglesa en el siglo XX. En los últimos años recibió dos National Awards por sus libros Nights and Days (1967), y Mirabell: Books of Number (1978); el Bollingen Price in Poetry por Braving the Elemente (1972); el Pulitzer Prize por Divine Comedies (1976), y el National Book Critics Circle Award por The Changing Light at Sandover (1982).




CHARLES SE INCENDIA

Otra noche nos arrellanamos discutiendo
las apariencias. Y el consenso fue
que mientras una desusada, buena apariencia física
continuaba, como antes, botando a uno en la vida
(entre sus vaporosos remolinos y falsas calmas),
aun así, como dijo uno de nosotros, hablando hacia su barba,
"sin tus valores intelectuales y espirituales,
hombre, no haces más que hundirte". Todos cuadramos
los hombros ante nuestra propia falta de encanto.
El muy sufrido Charles, que cocinara y sirviera la comida,
ahora trajo unas copitas bellamente talladas
que llenó de un licor ambarino y luego repartió.
"Mira, dijo el mismo joven, en París de Francia
lo hacen de esta manera" -poniéndose de pie
y acercando un fósforo a la copa llena de nuestro anfitrión.
Una llama azul, mansa, hermosa, subió, cubrió
la superficie. En un silencio que cayó
oímos que se agrietaba el recipiente. El contenido se vació
como alguien debería descender de un coche de cristal.
Camarera de espirituosidad, la brillosa mano de Charles
de repente se cubrió como con un guante de misterio.
El momento pasó. Dio dos barridas rápidas
y volvió a ser de carne. "No importa en absoluto",
dijo, pero lanzó una mirada escandalizada, inconsciente,
hacia el espejo. Al no encontrar nada cambiado,
volvió a servirse otra copa y se hundió entre nosotros.

(Versión de Rolando Costa Picazo)






ESCENAS DE LA INFANCIA

Ya extinta la lámpara de mi madre
Aprieto un interruptor diferente:
Una luz dentro de la delicada
Pantalla blanca de pronto se enciende,
Vibrando al rapto
Del chirrido mecánico
De mosquitos y grillos
De un campo real a las doce del día.

Hacia su corazón veraz me muevo
Con el corazón entreabierto,
Con los ojos que escuecen menos
Por el calor o el polen
Que por el día sepultado,
Ahora elevándose como la luna,
Brillante, que despliega
Su tirante sábana blanca.

Dos o tres insectos que más temprano
Alumbraron con su brillo el espacio,
En la apacible inestabilidad,
Duermen como ella y yo
No podemos hacerlo,
Bajo la inundación
Suscitada hace treinta años
—Un árbol, una casa,
Que tuvimos entonces, un crepúsculo,
Una puerta de donde salen
Personajes centrales, imprecisos
Y espasmódicos como insectos
Encendidos que emiten las linternas,
Fácilmente tomados por estrellas,
O por destinos. Con sonrisas cómplices
Y los hombros encogidos en óvalo

Mi madre y mis dos tías
En la pantalla aparecen. Sus cejas
Fruncidas y depiladas, sus brazos
Cruzados. Sus pálidos labios
En movimiento.
Desde la penumbra del canapé
A mi madre con el pelo ya blanco
Se le escapa una risita callada

Cuando ve, en aquella luz final
La sombra de un hombre que sube sobre
Su vestido. Y ahora ella
Avanza, sin su hermana,
Seguida por un niño
Hermoso, o enfadado.
Soy yo, a los cuatro años,
En lágrimas. Levanto el puño,
Golpeo, ella se arrodilla.
La sombra del hombre nos entristece
A ambos. Su voz atrás de mí me dice
Que eso podría ir más despacio.
Me ocupo de los controles. La película
Se atasca. Nuestro viejo proyector
Violentamente ilumina la escena
Que enseguida se incendia.

Perplejos, vemos cómo nos volvemos
Rojos y negros y nos elevamos
Convertidos en humo
Que ahora serpentea a través de intensos
Rayos de luz. Los apago. Silencio.
Tu padre, observa ella,
Tomó esas fotos. Y enseguida dice,
Muy dulces sueños,

Y se levanta y se va. Poco a poco
Me desvanezco y empiezo a sentir
Frío. La noche me dispersa
Con verdes susurros, finos lamentos.
Allá fuera, entre los pinos
Han empezado los brillantes hechos,
Algunos bajos, inconstantes (esas
Podrían ser luciérnagas),

Otras, como en un viento fuerte,
Parpadeantes, siguen iluminadas.
Hay noches que parece
Que cabalgamos con cruz y corona,
Por debajo de ellos, a través de humos,
Espirales, toda una épica rápida
—Únicamente para dar el salto
Clarividente desde el edredón,

Desde el sueño a lo que hemos visto.
Papá poco a poco desaparece.
—Fue él quien enfocó tu vida entera
En pequeñas monturas;
En su microscopio, ahora hundido
En terciopelo morado, primero
Me enseñó los cráneos de las moscas,
La piel, las llamas

Que graban las mandíbulas— papá
Reducido a nuestro tamaño auténtico.
Cada mañana, detrás de nosotros
Los campos se lamentan y relucen.
Salir fuera es caer en hechizos
Frescos, heladas telas, y en el canto
Mordaz de la trama nueva de cada
Día, todo el verano

La pequeña galaxia
Cerca de mi cabeza
Me obliga a regresar.
Con la maldición con la que empezamos
El día me puse a correr,
Tontamente, como ellos,
Pero aspirando y espirando el sol
Y el aire que yo soy.

¡El hijo y heredero!
En la oscuridad que me quita
La respiración y me hace escuchar,
Escaleras arriba,
La suya —ese silbido débil
Que se escapa, como lo hace la vida,
Hacia el espacio,
Habiendo llevado sus personajes
Hacia el abismo de la noche.

Inmensamente inmóviles los cielos
Relucen. Un camino ancho de vagas
Estrellas flota a la deriva,
La piel desollada de todos
Aquellos cuyos ojos fríos
Primero nos dijeron, encerrados
En los nuestros: vosotros sois los héroes
Sin nombre o sin origen.

Traducción de Manuel Viada





EL VASO ROTO

Decir que alguna vez contuvo margaritas y campánulas
Es ignorar, si no otra cosa,
Su indeleble resplandor que, estrellado contra el piso,
Yace en añicos, como si acogiera la luz,
De verdes hojas orladas, su resplandor siempre deshecho,
Su vidriada integridad esparcida en todas partes;
Espectros, liberados hablarán
De un florecer más frío donde roto quedó el frío cristal.

Astillas se desplomaron de la plenitud al caos
Aun así retiene cada arista
La nota opalina de la imperfección
Cuyos rayos, aunque en desorden, emitirán
Más de una red de ángulos de luz
Cuando al anochecer apunten hacia intactas direcciones
Y tracen en la estancia
Las posibilidades del fuego y su aceptación.

Las generosas curvas de vidriado artificio
Dan fe de su pureza
En unidades lúcidas. Libre de éstas,
Como el amor triunfa sobre la irrelevancia
Y construye armonía en disonancias
Y de algún modo vive entre nosotros roto, como si
El tiempo fuera un vaso roto
Y nuestra última alegría asumir que no se puede remediar.

Las astillas, iridiscente ruina en el suelo,
Cortan estructuras en el aire,
Delimitan, ojos o brújulas, un rostro
De matemática fijeza, reflector
Bajo cuyos límites podemos acomodar
Todas las soledades del amor, espacio para el rostro del amor,
Los proyectos del amor verdes de hojas,
Los monumentos del amor como lápidas en nuestras vidas. -

(Traducción: Jeannette L. Clariond)





El rompecabezas no es rompecabezas

En la biblioteca, una mesa de juego se alista
Para recibir el rompecabezas que nunca llega.
Brilla la luz del día o desde la lámpara
Se posa sobre el tenso oasis de fieltro verde.
Llena de insatisfacción, la vida sigue,
Espejismo surgido de las arenas goteantes del tiempo
O caído poco a poco en el lugar preciso:
Lección de alemán, picnic, sube y baja, paseo
Con el collie que hacía de todo menos hablar.
Frutos agrios, caídos del huerto detrás de nosotros.
Un verano sin padres es el rompecabezas,
O debería serlo. Pero el muchacho, día tras día,
Escribe en su agenda “No hay rompecabezas”.

Cuando el rompecabezas por fin llega, después de días
De espera, es descrito a detalle:

Como por arte de magia, según lo prometido, de una tienda
de alquiler de rompecabezas en Nueva York, éste llega.
Uno supremo, de mil piezas recortadas a mano
Con aroma a sándalo. Muchas adquieren 
formas conocidas —la variedad del artesano
en su cuidada limitación— de otros rompecabezas:
bruja sobre el palo de escoba, avestruz, reloj de arena,
Incluso (por cierto, no nada más en retrospectiva)
Una corazonada, una palma inocentemente ramificada. 

[Traducción: Santiago Matías]




The Puzzle is no Puzzle

A card table in the library stands ready 
To receive the puzzle which keeps never coming. 
Daylight shines in or lamplight down 
Upon the tense oasis of green felt. 
Full of unfulfillment, life goes on, 
Mirage arisen from time’s trickling sands 
Or fallen piecemeal into place: 
German lesson, picnic, see-saw, walk 
With the collie who ‘did everything but talk’ — 
Sour windfalls of the orchard back of us. 
A summer without parents is the puzzle, 
Or should be. But the boy, day after day, 
Writes in his Line-a-Day No puzzle. 

When the puzzle finally arrives, after days of waiting, 
it is described in detail:

Out of the blue, as promised, of a New York
Puzzle-rental shop the puzzle comes — 
A superior one, containing a thousand hand-sawn, 
Sandal-scented pieces. Many take 
shapes known already — the craftsman’s repertoire 
nice in its limitation — from other puzzles: 
Witch on broomstick, ostrich, hourglass, 
Even (not surely just in retrospect) 
An inkling, innocently-branching palm.



Muy medidas meditaciones
Por Ángel RUPÉREZ 

James Merrill compara la vida con un rompecabezas que se arma y se desploma

Publicado en 1976 y ganador del Premio Pulitzer, Divinas comedias marca un paso adelante en la poesía del poeta estadounidense James Merrill (Nueva York, 1926-Tucson, 1995), autor más tarde de títulos decisivos como The changing light at Sandover. De una poesía que podríamos llamar preciosista a otra que podríamos llamar, a falta de mejor nombre, autobiográfica, donde lo que predomina es la introspección y el autoanálisis, sin olvidar la atención a las cosas, protagonistas en sus poemas de ráfagas llenas de plenitud existencial. Una cosa, sin embargo, permanece: el predominio de la métrica y la rima, de las que Merrill se muestra un consumado dominador, a la manera de Auden, cuyo eco resuena fortísimamente en su poesía.
Lógicamente, ese aspecto regulador de sus poemas se pierde por completo en esta buena y competente traducción, pero, a cambio, permanece el lado que siempre permanece si la poesía no tiene los pies de barro: permanece un determinado abordaje de la existencia, en este caso marcada por un permanente tira y afloja entre la tentación de tirar la vida a la basura o rescatarla y darle algún tipo de sentido, sea el que sea. Esta ambivalencia está plenamente representada en el mejor poema de este libro, el titulado Perdido en la traducción.

En él se propone la idea de la vida como un rompecabezas que llegamos a armar, pero que, al final, se desploma, como la vida misma. A esa idea central se añade otra propuesta simbólica: la vida es como una traducción de una lengua a otra —Rainer Maria Rilke traduciendo a Paul Valéry—, llena de pérdidas. Por tanto, todo es pérdida: el rompecabezas se desploma; el poema original se pierde en la traducción. Sin embargo, Merrill se salva y nos salva: “Pero nada se pierde”, dice al final del poema, como también afirma: la traducción transforma “lo perdido… en leche y memoria”, es decir, en garantía de vida.

Para llegar a ese puerto, Merrill construye sus poemas con continuos saltos temporales, poniendo en práctica un proustianismo radical, donde la infancia actúa como soporte y cimiento, al que siempre se vuelve. En ocasiones, las atmósferas viciadas, llenas de calamidad y sangre —véase el buenísimo poema Yánina—, hacen pensar en Baudelaire, pero hay siempre en Merrill una cierta sensación de rescate, a través de huidas, retornos llenos de memoria, o una naturaleza que vuelve con sus cánticos, como en el poema Últimavoluntad, después de una compleja peripecia donde la pérdida vuelve a amenazar: “Ya hay pequeños soles insensibles / que empiezan a volver, y bocanadas de intensa colonia —limoneros con frutos y en flor al mismo tiempo—… / … las palomas y los pinzones / en su hogar entre el ramaje / bajo el resplandeciente calor…”.

La gran tradición inglesa en medio de las suculentas filigranas constructivas, pasadas por escenarios griegos —James Merrill vivió largas temporadas en Grecia—, más Marcel Proust, más Wystan Hugh Auden, más Wallace Stevens… A no olvidar el excelente prólogo de la también poeta Jeannette L. Clariond, muy útil para orientarse por entre estas densas meditaciones.

Divinas comedias. James Merrill. Traducción de Jeannette L. Clariond y Andrés Catalán. Vaso Roto. Madrid-México, 2013. 117 páginas. 16 euros



El kimono1

Al regresar del callejón de los amantes
mi cabello estaba blanco como la nieve.
Alegría, incomprensión, dolor
habían pasado por mi vida como las estaciones.
De cómo llegué a casa
medio muerto y helado, tal vez lo sepas.

Ocultas una sonrisa y citas un texto:
Los deseos insatisfechos
persisten de una vida a la siguiente.
Hace tiempo nos apartamos de los hogares
que nos acogieron, hace tiempo eran marcas
sobre un plano de «orgullo abrasador».

Tiempo sin cordura, el brillo de la burbuja
sobre el nivel carbonizado anuncia
la vuelta de abril. Un fulgor repentino...
Sigue hablando mientras me convierto en
el diseño de un arroyo
bordeado por juncos blancos sobre azul.




Cataratas de McKane

Enormes cunetas desnudas y frías,
los últimos mástiles enmohecidos, los pilotes
resistiendo la caída, acopios de una naturaleza

conservadoramente misteriosa. Solo Balzac
podría haber «creado» esta vieja estancia,
su atmósfera, su tedio. Tanto más sorprendente, pues,

ser conducido por la risa al balcón soleado
donde alguien bastante elegante para variar
hablaba sin cesar de orillas rotas y pesos que se levantaban,

dorsales, laterales, puras y sencillas
ondulaciones del alma.
–¿Perdido, mon père? Bueno... salvable, ¿quién sabe?

Ellos lo sabían. Dos buscadores de oro cubiertos de tierra
se frotan los ojos y se acuclillan al alcance del oído:
un yanqui irascible y malhumorado consulta

valores que no fluctúan, y el rebelde
sumiso, el soñador amargado
digno de un libro de Balzac. Por lo que sé, Dios los amaba.

Su trucha arco iris de 12 onzas crepitando en la sartén;
la mañana siguiente, una primera pepita.
El arroyo, como tendón de cristal tensado,

tendido sobre el diván, sin poder asociar libremente
halcón y trucha, o nube con guijarro color nube.
Su boca empieza a elaborar. La historia comienza.



 1

Desde que fui privado de mi oro
me invaden humores grises, humores negros.
¿Dónde ha quedado mi antigua chispa? Últimamente
me he sentido tan agitado, tan frío.

¿Acaso me encamino hacia otra caída?
¿Terminaré en la central eléctrica
recibiendo descargas, ya sin energía?
¿Con mi espíritu abatido en una celda?

¿Debo hacerme de una mente sucia y amplia
sirviendo a una comunidad, a una nación
que ha sobrepasado más que ninguna otra la potencia del shock?

Doctor de esclusas y presas, el delta está cegado,
la locha sonríe, ¿cómo puedo llegar al mar?
Ayudadme. ¡No! ¡No me toquéis! ¡Dejadme ser!


2

Hubo un tiempo en que el tiempo era un puñado de oro molido
por el cual se luchaba hasta el final, aunque solo fuera tiempo.
Cayendo grano a grano hasta volverse, inevitablemente,
una cintura estrecha, el escalador se
rinde en esas pendientes tan verticales que parecen cóncavas.

Aquí abajo, el campamento; reverdecido,
vigas carbonizadas, el fondo de la sartén raído por la humedad.
De nuestros dos actores, ¿cuál resurgió
en los espejos del casino de Cheyenne?
¿Por qué no estaba su pareja? Adivina.

Oye. Debemos estar cerca. Y mira cómo
el escarlata de las grosellas deja caer sus gotas
en la clara conciencia desde la punta de los dedos,
o se marchitan, brotes rojos, donde la próxima primavera
hará nacer enormes violetas sin olor, blancas como fantasmas.

¡Inútil violencia! Nuestras peleas, amigo,
fueron, cómo decirlo,
mortales como las de ellos, pero no materiales.
Tú interpretaste tu papel en un teatro del Lejano Oriente.
Yo me quedé en casa con Balzac, y medité.

Rojo refugio de un pensamiento tormentoso, derramamiento de
[sangre...
no hay manos que se laven dos veces en el mismo arroyo.
Y en la novela que debía terminar la Comèdie,
el pequeño Hanno Nucingen se extravía en el mar,
imagen angelical del sacrificio.


3

Ven a morar dentro de mí, dijo la cascada.
Hay un recinto de piedra negra
alto y seco detrás de mi deslumbrante vida.
Quédate aquí un año o dos, un año o diez,
hasta que lo hayas oído todo,
la historia interior ensordecedora aunque verdadera.

O falsa. No soy ningún tonto.
Los momentos de verdad son solo momentos,
Ojos que arden al borde de camas vacías.
En un parpadeo pasan los años, la corriente cambia de curso.
Arruinada por la nostalgia azul del aluminio
la dorada voz se torna grave y áspera.

Ahora has visto a través de mí, cantó la catarata,
una lánguida fuerza, aunque valiente,
se zambulle en mi bañera de ganancias y pérdidas,
ácida y alcalina,
la mente que refleja y las manos que actúan.
Entra en este espacio íntimo

que sus más tenues iluminaciones descomponen.
La luz rosada del sol baña el muro,
la luna cuelga como los Peligros de Paulina,6
¡Dios sabe que aún no he fallado!
y sin embargo qué lejanas parecen, qué pequeñas.
Llévame en tu memoria, amigo mío.

Y luego olvida. Perdona
el extremo vacío de mis huesos, este amuleto,
expía a quien lo usa.
Con el tiempo todas las cosas se hacen música.
¿Cómo puedes vivir sin mí? Mientras yo viva
ven a vivir dentro de mí, dijo la cascada.


Articulo :  http://cultura.elpais.com 16/08/2014





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