Sylvia Plath
Sylvia Plath (Boston, 27 de octubre de 1932 - Londres, 11 de febrero de 1963) fue una escritora estadounidense especialmente conocida como poeta. También fue autora de obras en prosa, la novela semiautobiográfica La campana de cristal (bajo el seudónimo de «Victoria Lucas»), relatos y ensayos.
Junto con Anne Sexton, Plath es reconocida como uno de los principales cultivadoras del género de la poesía confesional iniciado por Robert Lowell y W. D. Snodgrass.
Estuvo casada con el escritor Ted Hughes, quien tras su muerte se encargó de la edición de su poesía completa.
Nacida en el barrio de Jamaica Plain de Boston, Plath mostró gran talento a una edad temprana, al publicar su primer poema con 8 años. Su padre, Otto, que era profesor de universidad y una autoridad en el campo del estudio de la entomología, murió en esa época, el 5 de octubre de 1940. Ella intentó seguir publicando poemas y cuentos en revistas estadounidenses y consiguió cierto éxito.
En su primer año en la universidad de Smith College, Plath realizó el primero de sus intentos de suicidio. Esto lo detalló más tarde en su novela semiautobiográfica La campana de cristal (The Bell Jar). Fue tratada en una institución psiquiátrica (Hospital McLean) y pareció recuperarse aceptablemente, tras lo que se graduó con honores, en 1955.
Plath obtuvo una beca Fulbright (que permite estudiar o colaborar en universidades extranjeras), por lo que fue a la Universidad de Cambridge, donde continuó escribiendo poesía y ocasionalmente publicaba su trabajo en el periódico universitario Varsity. Fue en Cambridge donde conoció al poeta inglés Ted Hughes. Se casaron el 16 de junio de 1956. Plath y Hughes vivieron y trabajaron en Estados Unidos desde julio de 1957 hasta octubre de 1959, periodo durante el cual Plath daba clases en Smith College. Posteriormente se mudaron a Boston, donde Plath asistió a seminarios con Robert Lowell. Este curso tuvo una gran influencia en sus obras. También participaba en los seminarios Anne Sexton. Fue en este periodo cuando Plath y Hughes conocieron, por primera vez, a W. S. Merwin, quien admiraba su trabajo y llegó a ser un gran amigo. Al enterarse de que Plath estaba embarazada, volvieron al Reino Unido.
Vivió junto con Hughes en Londres durante un tiempo, y después se asentaron en North Tawton, un pequeño pueblo en Devon. Publicó su primera recopilación de poesía, El coloso (The Colossus) en Inglaterra en 1960. En febrero de 1961 tuvo un aborto. Algunos de sus poemas hacen referencia a este hecho. Tuvieron problemas con su matrimonio y se separaron menos de dos años después del nacimiento de su primer hijo. Su separación se debió sobre todo a la aventura amorosa que Hughes tenía con la poetisa Assia Wevill, pero hay quienes especulan que Olwyn Hughes, hermana del poeta, interfirió de manera decisiva en su relación.
Plath retornó a Londres con sus hijos, Frieda y Nicholas. Alquiló un piso donde había vivido W. B. Yeats; esto le encantaba a Plath y lo consideró un buen presagio cuando comenzaba el proceso de su separación. El invierno de 1962/1963 fue muy duro. El 11 de febrero de 1963, enferma y con poco dinero, Plath se suicidó asfixiándose con gas. Está enterrada en el cementerio de Heptonstall, West Yorkshire.
Aunque durante mucho tiempo se consideró que sus repetidas depresiones e intentos de suicidio se debieron a la muerte de su padre cuando ella contaba con nueve años, pérdida que nunca logró superar, hoy se cree que padecía trastorno bipolar, trastorno psicológico que actualmente se trata con medicación.
Su hijo Nicholas Hughes Plath fue un hombre solitario; se refugió en la privacidad de Alaska como profesor en la Universidad de Alaska Fairbanks. Maníaco depresivo y solitario, nunca se casó ni tuvo hijos, y el 16 de marzo de 2009 se suicidó en Alaska.
Obras
Su viudo, Hughes, se convirtió en el editor del legado personal y literario de Plath. Supervisó y editó la publicación de sus manuscritos. También destruyó el último volumen del diario de Plath, que trataba del tiempo que pasaron juntos. En 1982, Plath fue la primera poeta en ganar un premio Pulitzer póstumo (por Poemas completos -The Collected Poems)
Muchos críticos, sobre todo del ámbito feminista, han acusado a Hughes de intentar controlar las publicaciones para su propio beneficio. Por su parte, Hughes lo ha negado enérgicamente, aunque llegó a un acuerdo con la madre de Plath, Aurelia, cuando ésta intentó evitar la publicación de las obras más controvertidas de su hija en Estados Unidos, lo cual para muchos fue muy egoísta por parte de Hughes. En su última recopilación, Cartas de cumpleaños (Birthday Letters), Hughes rompió su silencio acerca de Plath. En esta obra es extremadamente franco, aunque no pide disculpas. El diseño de la tapa del libro fue hecho por Frieda.
Los primeros poemas de Plath fueron recopilados en su primer libro, El coloso (The Colossus); aunque bien recibido por la crítica, ha sido a menudo descrito como convencional y carente del drama de sus obras posteriores. Ha habido mucho debate sobre cuánto se vio Sylvia Plath influenciada por el trabajo de Hughes. La propia poetisa admite, en sus diarios de vida, sus propios intentos por explorar la animalidad y salvajismo que distinguen la obra de Hughes. De hecho, el poema Pursuit fue escrito poco tiempo después de conocer a Hughes, y está dedicado a él. Muchísimos artículos, ensayos y libros han surgido acerca de este tema. De todos modos está claro, por sus diarios y cartas, que admiraba mucho el talento de Hughes y le mostró respeto incluso tras su divorcio.
A pesar de esto sus obras son genuinas y las similitudes entre ambos poetas son mínimas. Debemos recordar también que toda creación artística cuenta con influencias visibles, en ocasiones incluso explícitas, y la presencia de éstas no determina o niega la originalidad de una obra de arte.
En Tres mujeres, poema narrado para la BBC en 1962, Sylvia dota de una nueva visión a su poesía. A partir de ese momento concibe los poemas para ser leídos en voz alta. Además, se plantea como un poema feminista y antibelicista, que narra la maternidad desde el punto de vista de tres mujeres. Se trata de uno de sus últimos escritos junto con los recogidos en Ariel.
Los poemas en Ariel marcan el punto de inflexión de sus primeras obras hacia un área de poesía más confesional. Es probable que las enseñanzas de Lowell, quien enfatizaba lo confesional, hayan tenido mucha importancia en este cambio. El impacto de la publicación de Ariel fue muy dramático, con sus francas descripciones del descenso hacia la locura. Las obras de Plath también han sido asociadas con Sexton. Ambas sufrieron de enfermedades mentales y se suicidaron, por lo que las comparaciones son, quizás, inevitables.
A pesar de las numerosas críticas y biografías tras su muerte, el debate acerca de las obras de Plath a menudo deja ver la lucha entre aquellos que están de su parte y aquellos que están del lado de Hughes. Una prueba del nivel de crispación son las repetidas acciones contra la palabra Hughes cincelada sobre la lápida de la tumba de Plath.
Durante los años 70 predominaban las interpretaciones biográfico-psicoanalíticas de la obra de Plath, mientras que ya en los 80 y 90 se prefiere un estudio crítico feminista y de género. Esta diferencia se percibe sobre todo en la comparación entre las biografías de Plath que ha tenido lugar desde entonces, así como en la obra crítica que se ha dedicado a esta autora.
La publicación casi completa (excluyendo los ejemplares destruidos) de sus diarios de vida, tras la muerte de Hughes en 1998, ha servido para aclarar muchos puntos de especulación, y para dirigir el interés de los lectores hacia una comprensión más profunda del método y la sensibilidad en el genio creativo de Plath.
La campana de cristal
Su obra más representativa y novela semiautobiográfica - reflejo de las características psicológicas de la autora - narra la vida de la joven Esther Greenwood, alter ego de Sylvia Plath. A través del monólogo interior asistimos a la inestabilidad emocional siempre colindando con la depresión de la protagonista, la cual mantendrá una lucha continua en su intento por adaptarse. Visión no exenta de cinismo y calidad estilística, con ritmo propio de la poesía.
Poesía
El coloso (The Colossus) (1960)
Ariel (1965)
Cruzando el agua
Tres mujeres (1968)
Árboles de invierno (1971)
Poemas completos (The Collected Poems) (1981)
Prosa
La campana de cristal (The Bell Jar) (1963) con el pseudónimo de "Victoria Lucas".
Cartas a casa (Letters home) (1975), enviadas a y editadas por su madre.
Johnny Panic y la Biblia de sueños (Johnny Panic and the Bible of Dreams) (1977)
Los diarios de Sylvia Plath (The Journals of Sylvia Plath) (1982)
The Magic Mirror (1989), la tesis para Smith College.
The Unabridged Journals of Sylvia Plath (2000)
Obras para niños
The Bed Book (1976)
The It-Doesn't-Matter-Suit (1996)
Collected Children's Stories (2001)
Mrs. Cherry's Kitchen (2001)
Traducciones al español
Ariel, Hiperión, Madrid, 1985 (ed. bilingüe). Traducción de Ramón Buenaventura.
Poesía completa, Bartleby Editores, Madrid, 2008 (ed. bilingüe). Edición de Ted Hughes y traducción y notas de Xoán Abeleira.
La campana de cristal, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1973. Trad. Miryam McGee.
La campana de cristal, Editorial Edhasa. Traducción de Elena Rius.
Abejas, Cuadro de tiza ediciones, Santiago - Chile, 2010 (ed. bilingüe). Traducción de Rodrigo Olavarria.
Tres mujeres, Editorial Nórdica Libros, 2013 (ed. bilingüe e ilustrada). Traducción de María Ramos. Ilustraciones de Anuska Allepuz.
De "El Coloso" 1960
Versiones de Jesús Pardo
Canción putesca
La blanca helada se acabó,
los sueños verdes nada valen,
tras un mal día de trabajo
llega el momento de la sucia puta:
su simple fama llena nuestra calle.
Todos los hombres:
blancos, rubicundos, negros
derivan hacia su forma desmañanada.
Fijaos, os pido, en esa boca
hecha para bofetadas
en ese rostro costuroso
sesgado a fuerza de pintarrajos, hondones, marcas,
violado por cada hosco año.
Ningún hombre se le acerca
que sea capaz de concentrar aliento
con que corcusir fuego de amor en tan fétida mueca
como apuntan
mis castísimos ojos
saliendo de charco, zanja, trago.
El jardín solariego
Las fuentes resecas, las rosas terminan.
Incienso de muerte. Tu día se acerca.
Las peras engordan como Budas mínimos.
Una azul neblina, rémora del lago.
Y tú vas cruzando la hora de los peces,
los siglos altivos del cerdo:
dedo, testuz, pata
surgen de la sombra. La historia alimenta
esas derrotadas acanaladuras,
aquellas coronas de acanto,
y el cuervo apacigua su ropa.
Brezo hirsuto heredas, élitros de abeja,
dos suicidios, lobos penates,
horas negras. Estrellas duras
que amarilleando van ya cielo arriba.
La araña sobre su maroma
el lago cruza. Los gusanos
dejan sus sólitas estancias.
Las pequeñas aves convergen, convergen
con sus dones hacia difíciles lindes.
Hongos
De noche, muy
blancos, discretos,
muy silenciosos
nuestros pies, nuestras
narices captan
la tierra, el aire.
Nadie nos ve,
para, traiciona;
los granos abren
paso, los puños
púas apartan
y hojas tupidas,
incluso alfombras.
Mallos, arrietes,
sordos y ciegos,
del todo mudos,
agrandan grietas,
sondean huecos.
De agua vivimos,
de migas de aire,
suaves pedimos:
o todo o nada.
¡Somos tantísimos!
¡Somos tantísimos!
Somos estantes,
mesas, muy dóciles
y comestibles,
entrometidos
involuntarios.
Somos fecundos:
mañana el mundo
será ya nuestro:
ya os avisamos.
Lorelei
No es noche ésta de ahogarse:
luna llena, reacio
río bajo luz suave,
acuosas nieblas bajan
tupidas como redes
cuyos dueños reposan,
traduciéndose en vidrio
lúcido mientras flotan
las torres del castillo
hacia mí hiriendo el rostro
del silencio. Ascienden
sus miembros poderosos
y álgidos, pelo grave
más que mármol, y cantan
de un mundo más amable
que ninguno. Estos cantos,
hermanas, sobrepasan
al oído gastado
que aquí, en el campo, escucha
bajo el orden impuesto.
La armonía caduca
el orden que vosotras
sitiáis con vuestras voces.
Vivís entre las rocas
de oníricas promesas
de refugio. De día
bajáis de la pereza,
de altas ventanas. Peor
que vuestro enloquecido
canto o mudez. La voz
de vuestro fondo llama:
embriaguez del abismo.
Oh río, veo tu larga
y honda línea argentina,
esas diosas de paz.
Piedra, piedra, me abismas.
Otoño de ranas
El verano envejece, madre fría,
y los insectos son raros y escuálidos.
En este hogar palustre solamente
graznamos, nos ajamos.
Las mañanas se van en somnolencia.
El sol tardíamente nos alumbra
entre cañas sin nervio. Moscas fáltanos.
El helecho se muere.
La helada hasta la araña envuelve.
Cierto que el dios de la abundancia
por aquí anda. Nuestra gente
adelgaza, da pena.
Metáforas
Adivíname: nueve sílabas
tengo, elefante, casa grande,
melón con sólo dos tentáculos.
¡Oh fruta, marfil, leño fino!
Dinero nuevo en este bolso.
Soy medio, escena, vaca grávida.
Comí muchas manzanas verdes.
Del tren en que voy nadie baja.
Solterona
Esta chica de quien hablamos
en un paseo de abril ceremonioso
con su último pretendiente
súbitamente se asombró muchísimo
del charlar de los pájaros
y las hojas caídas.
Así, afligida, ella
vio que los ademanes de su amante
agitaban el aire y se irritó
entre el caos de flores y de helechos
acres. Juzgó los pétalos
confusos, la estación ajada.
¡Cómo deseó el invierno!
Austeramente, en orden minucioso
de blanco y negro
de hielo y roca, todo deslindado,
de corazón a fría disciplina
sometió, exacto cual copo de nieve.
Pero he aquí: un capullo
de sus cinco sentidos de gran dama
una grosera confusión deduce:
traición intolerable. Que el idiota
se rinda al caos de la primavera:
prefirió retirarse.
Y rodeó su casa
de alambradas y muros impasables
contra el tiempo rebelde
tanto que nadie lo rompiera
con maldiciones, puños, amenazas,
ni con amor tampoco.
De "Cruzando el océano" 1971
Versiones de Jesús Pardo
Carta de amor
No es fácil expresar lo que has cambiado.
Si ahora estoy viva entonces muerta he estado,
aunque, como una piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice, tampoco
me dejaste hacia el cielo alzar los ojos
en paz, sin esperanza, por supuesto,
de asir los astros o el azul con ellos.
No fue eso. Dormí: una serpiente
como una roca entre las rocas hiende
el intervalo del invierno blanco,
cual mis vecinos, nunca disfrutando
del millón de mejillas cinceladas
que a cada instante para fundir se alzan
las mías de basalto. Como ángeles
que lloran por la gente tonta hacen
lágrimas que se congelan. Los muertos
tenían yelmos helados. No les creo.
Me dormí como un dedo curvo yace.
Lo primero que vi fue puro aire
y gotas que se alzaban de un rocío
límpidas como espíritus. y miro
densas y mudas piedras en tomo a mí,
sin comprender. Reluzco y me deshojo
como mica que a sí misma se escancie,
igual que un líquido entre patas de ave,
entre tallos de planta. Mas no pienses
que me engañaste, eras transparente.
Árbol y piedra nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual cristal de luz sonora.
Yo florecía como rama en marzo:
una pierna y un brazo y otro brazo.
De piedra a nube iba yo ascendiendo.
A una especie de dios ya me asemejo,
hiende el aire la veste de mi alma
cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.
Escayola
¡Nunca me liberaré de esto! Ahora soy dos personas:
ésta, completamente blanca, y la antigua, amarilla,
y la blanca es, sin duda, la más importante.
No necesita alimentos, es, ciertamente, uno de los santos
indudables. Al principio la odiaba, carecía de lógica propia.
Se pasaba los días en la cama conmigo, igual que un cadáver,
y yo me asustaba, pues su forma era idéntica a la mía,
aunque mucho más blanca, e irrompible, y jamás se quejaba.
Era tan fría que me tuvo despierta una semana.
Yo le echaba la culpa de todo, pero ella jamás respondía.
¡Qué ridícula conducta, yo no la entendía! Pero ella
guardaba silencio. La pegaba, pero no se movía,
pacifista sincera, y entonces me dije que deseaba mi amor:
comenzó a ser más cálida, y vi entonces sus muchas virtudes.
Sin mí no existiría, por eso me mostraba cariño.
Yo le daba alma, florecía de ella cual rosa
florece de un jarrón de porcelana barata,
era yo quien brillaba, no ella con su pulcra blancura,
como había pensado al principio. Yo entonces
la protegía un poco y ella estaba encantada, era claro
que su mente de esclava la regía.
Yo aceptaba su culto y a ella le encantaba.
Matinal, despertábame del sol al reflejo. En su torso
sorprendentemente albo lucía su pulcra
nitidez, y su calma y su dura paciencia:
mimaba mis debilidades como experta enfermera,
poniendo mis huesos en su sitio, para que se curasen.
Y, así, nuestro vínculo se volvió más firme.
Fue dejando de venirme tan justa, empezó a separárseme.
Yo notaba sus críticas a pesar de mí misma,
como si mis costumbres la ofendiesen de alguna manera.
Dejaba pasar las corrientes y volvióse distraída y lejana.
Y la piel me escocía y se me iba pedazo a pedazo
sólo porque ella me cuidaba con tanto desvío.
Vi por fin el misterio: se creía inmortal.
Quería dejarme, se pensaba superior a mí en todo.
¡Y yo que la tenía a oscuras, apilando rencores,
malgastando sus días al servicio de un semicadáver!
En secreto empezó a desearme la muerte. Y entonces
podría cubrirme la boca y los ojos, del todo cubrirme,
y llevar mi rostro pintado como funda de momia
con la faz faraónica, aunque fuera de barro y de agua.
Y yo no podía arrojarla de mí, se apoyaba
en mí tanto tiempo que me estaba volviendo inmóvil,
habiendo olvidado la manera de andar o sentarme,
por eso cuidaba yo mucho de nunca ofenderla
o jactarme imprudente de mi cierta venganza.
Esta convivencia era igual que vivir con mi tumba:
yo dependía de ella, aunque muy contra mi voluntad.
Solía pensar que podríamos vivir muy bien juntas,
tan unidas estábamos que pudieran pensarnos casadas.
Pero ahora comprendo que no compatíamos, que ella
sería una santa y yo fea e hirsuta, más tarde o temprano
tales diferencias caerían inanes, pues yo recobraba mi fuerza
y un día podría vivir sin su apoyo y entonces
su cáscara huera y muriente lloraría mi ausencia.
Espejo
Soy de plata y exacto. Sin prejuicios.
Y cuanto veo trago sin tardanza
tal y como es, intacto de amor u odio.
No soy cruel, solamente veraz:
ojo cuadrangular de un diosecillo.
En la pared opuesta paso el tiempo
meditando: rosa, moteada. Tanto ha que la miro
que es parte de mi corazón. Pero se mueve.
Rostros y oscuridad nos separan
sin cesar. Ahora soy un lago. Ciérnese
sobre mí una mujer, busca mi alcance.
Vuélvese a esos falaces, las luciérnagas
de la luna. Su espalda veo, fielmente
la reflejo. Ella me paga con lágrimas
y ademanes. Le importa. Ella va y viene.
Su rostro con la noche sustituye
las mañanas. Me ahogó niña y vieja
Soy vertical
Mejor querría ser horizontal.
No soy un árbol con raíces hondas
en tierra, sorbiendo minerales y amor materno,
refloreciendo así de marzo en marzo,
reluciente, ni orgullo de parterre
blanco de admirativos gritos, muy repintado,
y a punto, ignaro, de perder sus pétalos.
Comparado conmigo es inmortal
el árbol, y las flores más audaces:
querría la edad del uno, la temeridad de las otras.
Esta noche, en luz infinitésima
de estrellas, árboles y flores
han esparcido su frescura aulente.
Yo entre ellos me paseo, no me ven, cuando duermo
a veces pienso que me les hermano
más que nunca: mi mente descaece.
Resulta más normal, echada. El cielo
y yo trabamos conversación abierta, así seré
más útil cuando por fin me una con la tierra.
Árbol y flor me tocarán, veránme.
Suceso
¡Cómo los elementos se endurecen!
La luz lunar, la peña como tiza,
en cuyo seno blanco ahora yacemos
espalda contra espalda. Oigo un búho
chillar desde su frío añil vocales
que en mi corazón entran insufribles.
El niño, en cuna blanca, se estremece,
suspira, abre la boca, pide algo.
Su rostro está esculpido en rojo y pena.
Y luego las estrellas: duras, arduas
de arrancar. Toco: duéleme y me quema.
No puedo ver tus ojos. Donde enfría
la noche la manzana en flor yo ando,
circular, en mi cauce hondo y amargo
de errores viejos. El amor no puede
venir aquí. Se muestra un negro abismo
en el opuesto labio.
Un alma blanca
y pequeña me llama, un blanco, mínimo
gusano. Abandonáronme mis miembros,
¿quién nos ha desmembrado? Nos tocamos
como tullidos. La oscuridad fúndese.
Últimas palabras
No quiero una caja sencilla, quiero un sarcófago
de atigradas listas y un rostro pintado, redondo
como la luna, que mire, quiero
estar mirándolo cuando lleguen, escogiendo
entre minerales mudos, raíces. Véolos
ya: los pálidos, astralmente distantes rostros.
Ahora no son nada, no son siquiera criaturas.
Imagínolos huérfanos, como los primeros dioses,
de padre y madre, se preguntarán si tuve importancia
¡Debí haber preservado mis días, como frutos, en azúcar!
Mi espejo se empaña:
unos pocos hálitos, y no reflejará ya nada.
Las flores y los rostros blanqueantes cual sábanas.
No confío en el espíritu. Huye como vapor en mis sueños,
por la boca o los ojos. No puedo impedírselo.
Un día se irá para no volver. Así no son las cosas.
Permanecen, sus luces idóneas se calientan
en mis manos frecuentes. Ronronean casi.
Cuando se enfrían las suelas de mis pies, los ojos azules,
mi turquesa, me darán solaz. Déjame
mis cacharros de cobre, déjame los cacharros de afeites,
que florezcan en torno a mí como flores nocturnas, aulentes.
Me envolverán en vendas, almacenarán mi corazón
bajo mis pies, bien envuelto.
Conoceréme a mí misma. Seré noche
y el relucir de tantas cosas será más dulce que el rostro de Istar.
Una vida
Tócala: no se encogerá como pupila
esta rareza oviforme, clara como una lágrima.
He aquí ayer, el año pasado: palmiforme lanza,
azucena, como flora distinta
de un tapiz en la quieta urdimbre vasta.
Toca este vaso con los dedos: sonará
como campana china al mínimo temblor del aire
aunque nadie lo note o se anime a contestar.
Los indígenas, como el corcho graves,
todos ocupadísimos para siempre jamás.
A sus pies las olas, en fila india,
no reventando nunca de irritación, se inclinan:
en el aire se atascan,
frenan, caracolean como caballos en plaza de armas.
Las nubes enarboladas y orondas, encima.
Como almohadones victorianos. Esta familia
de rostros habituales, a un coleccionista,
por auténtica, como porcelana buena, gustaría.
En otros lugares el paisaje es más franco.
Las luces mueren súbitas, cegadoramente.
Una mujer arrastra, circular, su sombra, de un calvo
platillo de hospital en torno, parece
la luna o una cuartilla de papel intacto.
Se diría que ha sufrido una particular guerra relámpago.
Vive silente.
Y sin vínculos, cual feto en frasco, la casa
anticuada, el mar, plano como una postal,
que una dimensión de más le impide penetrar.
Dolor y cólera neutralizadas,
ahora dejad la en paz.
El porvenir es una gaviota gris, charla
con voz felina de adioses, partida.
Edad y miedo, como enfermeras, la cuidan,
y un ahogado, quejándose del frío, se agazapa
saliendo a la orilla.
Viuda
Viuda. Palabra que se autoconsume:
cuerpo, hoja de periódico en el fuego,
por el aire un instante sostenida
sobre la geografía roja y cálida
que arrancará su corazón cual ojo.
Viuda. Sílaba muerta, con su sombra
de un eco, abre el resorte en el tabique
del pasado secreto: aire gastado,
recuerdos fétidos, escalinatas
mecánicas que a ningún sitio conducen...
Viuda. La amarga araña se sienta
en el centro de sus ejes resecos.
La muerte es su vestido, gorro, cuello.
El rostro del marido, blanco, inválido,
la cerca como a presa que con gusto
de nuevo mataría, verle cerca
cual rostro de papel contra su pecho,
como sus cartas conservar solía
tornándolas piel nueva, viva y cálida,
pero ahora ella es papel, y fría siempre.
Viuda: ¡estado vacío y grande! Llena
de aire traidor está la voz divina,
los arduos astros fáciles promete,
y el espacio inmortal entre los astros,
no cadáveres, flechas hacia el cielo.
Viuda, inclínanse árboles piadosos,
árboles de dolor y soledades.
Como sombras en torno al verde campo
o incluso como bocas negras ciérnense.
La viuda les semeja, es una sombra.
Las manos bien cogidas, nada en ellas.
Alma sin cuerpo que otra alma pide
en este aire sereno y no lo nota:
un alma frágil como el humo entra
en otra sin saber por dónde pasa.
Es éste su temor: es el temor
de que su alma late aún y late sorda
como el ángel mariano, cual paloma
contra un cristal a todo ciega, menos
al hueco hoyo que mira y mirar debe.
De "Árboles de Invierno" 1971
Versiones de Jesús Pardo
Aparición
La sonrisa de las neveras me aniquila.
¡Qué corrientes por las venas de mi amada!
Oigo ronronear su gran corazón.
Conjunciones y signos de porcentaje
exhalan sus labios, como besos.
En su mente hoy es lunes: la moral
se lava y se presenta ante mis ojos.
¿Cómo interpretar tales contradicciones?
Llevo puños blancos, me inclino.
O sea: ¿es amor esta roja tela
que fluye de la acerina aguja y vuela tan cegadoramente?
Con ella haré vestiditos y abrigos,
y vestiré a una dinastía entera.
Cómo se abre y ciérrase su cuerpo:
¡un reloj suizo, y con rubíes en los goznes!
¡Ay, corazón, qué desbarajuste!
Las estrellas pasan centelleantes como agoreros números.
ABC, dicen sus párpados.
Gigolo
Reloj de bolsillo, bien tictaqueo.
Las calles, reptíleas rendijas,
a plomo, con huecos donde esconderse.
La mejor cita, un callejón sin salida,
un palacio de terciopelo
con ventanas de espejos.
Allí se está segura,
sin fotos familiares,
sin anillos nasales, sin gritos.
Relucientes anzuelos, sonrisas de mujeres
hambrean mi volumen
y yo, elegantona con mis calzas negras,
desmenuzo pechos como medusas.
Para nutrir
violonchélicos gemidos como huevos:
huevos y pescado, lo básico,
el calamar afrodisíaco.
Mi boca ríndese,
la boca de Cristo
cuando mi motor llegue a su fin.
El charloteo de mis articulaciones
doradas, mi forma de convertir
perras en pizzicatos argentinos
desenrolla una alfombra, un silencio.
Y no hay fin, no tiene fin.
Nunca envejeceré. Ostras nuevas
estriden en el mar y yo
reluzco como Fontainebleau
contenta,
toda la cascada un ojo
sobre cuya agua tiernamente
inclínome y véome.
La otra
Llegas tarde, lamiéndote los labios.
¿Qué dejé intacto en el umbral:
blanca Niké,
aullando entre mis muros?
Sonrientemente, azul relámpago
aceptas, como escarpia, el gravamen de sus partes;
Favorecido de la Policía, lo confiesas todo.
Cabello lúcido, limpiabotas, plástico viejo,
¿tan intrigante es mi vida?
¿Por eso agrandas tus ojeras?
¿Es por eso por lo que se alejan l~ motas de aire?
No son motas de aire, sino corpúsculos.
Abre tu bolso. ¿Qué es ese hedor?
Es tu calceta, asiéndose
asiduamente a sí misma,
son tus dulces pegajosos.
Tengo tu cabeza contra mi pared.
Cordones umbilicales, azulrojizos, lácidos,
chillan desde mi vientre, cual flechas, y cabálgolas.
O luz lunar, o enferma,
los caballos robados, las fornicaciones
circulan útero marmóreo.
¿A dónde vas
sorbiendo aire como kilómetros?
Lloran oníricos adulterios
sulfúricos. Cristal frío, ¿cómo
te introduces entre yo misma
y yo misma? Araño como un gato.
La sangre que fluye es fruta mate:
un efecto, un cosmético.
Sonríes.
No, no es mortal.
Místico
El aire, remolino de ganchos:
preguntas sin respuesta,
relucientes, ebrias como moscas
cuyo beso punge insosteniblemente
en los úteros fétidos de aire negro bajo estivos pinares.
Recuerdo
el olor a muerto del sol contra chozas de leño,
la rigidez de velas, las largas sábanas curvas salinas.
Una vez visto Dios, ¿cuál es el remedio?
Ya aquilatado uno de pies a cabeza,
ni un dedo omitido, una vez usado,
totalmente usado en las conflagraciones solares, las manchas
que se alargan partiendo de catedrales antiguas,
¿cuál es el remedio?
¿La píldora comulgatoria,
la marcha junto al agua quieta, el recuerdo?
¿O ir recogiendo fragmentos lúcidos
de Cristo en los rostros de los roedores,
de los mansos mascaflores cuya esperanza
es tan nimia que no tiene inquietudes:
gibosa en su choza mínima, limpia,
bajo los tallos de la clemátide?
¿Es que no hay amor, sólo ternura?
¿Es que la mar recuerda
a quien la camina?
Goteras de moléculas. Las chimeneas
de la ciudad respiran, la ventana suda,
los niños saltan en sus cunas.
El sol florece, es un geranio.
El corazón no se ha parado.
Temores
Esta pared blanca sobre la que el cielo hácese a sí mismo:
infinita, verdad, intocablemente intocable.
Los ángeles se bañan en ella, y las estrellas igualmente, en indiferencia también.
Mi medio son.
El sol se disuelve contra esa pared, desangrándose de sus luces.
Gris es la pared ahora, desgarrada y sangrienta.
¿C6mo salir de la mente?
Los pasos a mi zaga concéntranse en un pozo.
Este mundo carece de árboles y de pájaros,
solo hay agrura en él.
La pared roja no hace más que sobresaltarse:
un puño rojo se abre y se cierra,
dos papelosas bolsas grises:
he aquí mi materia, bueno: y terror también
a que llévenme entre cruces y una lluvia de lástimas.
Irreconocibles pájaros en una pared negra:
torciendo el cuello.
¡Esos sí que no hablan de inmortalidad!
Dos frías balas muertas se nos aproximan:
con mucha prisa vienen.
Above the Oxbow
Here in this valley of discrete academies
We have not mountains, but mounts, truncated hillocks
To the Adirondacks, to northern Monadnock,
Themselves mere rocky hillocks to an Everest.
Still, they're out best mustering of height: by
Comparison with the sunnken silver-grizzled
Back of the Connecticut, the river-level
Flats of Hadley farms, they're lofty enough
Elevations to be called something more than hills.
Green, wholly green, they stand their knobby spine
Against our sky: they are what we look southward to
Up Pleasant Street at Main. Poising their shapes
Between the snuff and red tar-paper apartments,
They mound a summer coolness in our view.
To people who live in the bottom of valleys
A rise in the landscape, hummock or hogback, looks
To be meant for climbing. A peculiar logic
In going up for the coming down if the post
We start at's the same post we finish by,
But it's the clear conversion at the top can hold
Us to the oblique road, in spite of a fitful
Wish for even ground, and it's the last cliff
Ledge will dislodge out cramped concept of space, unwall
Horizons beyond vision, spill vision
After the horizons, stretching the narrowed eye
To full capacity. We climb to hopes
Of such seeing up the leaf-shuttered escarpments,
Blindered by green, under a green-grained sky
Into the blue. Tops define themselves as places
Where nothing higher's to be looked to. Downward looks
Follow the black arrow-backs of swifts on their track
Of the air eddies' loop and arc though air's at rest
To us, since we see no leaf edge stir high
Here on a mount overlaid with leaves. The paint-peeled
Hundred-year-old hotel sustains its ramshackle
Four-way veranda, view-keeping above
The fallen timbers of its once remarkable
Funicular railway, witness to gone
Time, and to graces gone with the time. A state view-
Keeper collects half-dollars for the slopes
Of state scenery, sells soda, shows off viewpoints.
A ruffy skylight oaints the gray oxbow
And paints the river's pale circumfluent stillness.
As roses broach their carmine in a mirror. Flux
Of the desultory currents --- all that unique
Stripple of shifting wave-tips is ironed out, lost
In the simplified orderings of sky-
Lorded perspectives. Maplike, the far fields are ruled
By correct green lines and no seedy free-for-all
Of asparagus heads. Cars run their suave
Colored beads on the strung roads, and the people stroll
Straightforwardly across the springing green.
All's peace and discipline down there. Till lately we
Lived under the shadow of hot rooftops
And never saw how coolly we might move. For once
A high hush quietens the crickets' cry.
Aftermath
Compelled by calamity's magnet
They loiter and stare as if the house
Burnt-out were theirs, or as if they thought
Some scandal might any minute ooze
From a smoke-choked closet into light;
No deaths, no prodigious injuries
Glut these hunters after an old meat,
Blood-spoor of the austere tragedies.
Mother Medea in a green smock
Moves humbly as any housewife through
Her ruined apartments, taking stock
Of charred shoes, the sodden upholstery:
Cheated of the pyre and the rack,
The crowd sucks her last tear and turns away.
Gigolo
Pocket watch, I tick well.
The streets are lizardy crevices
Sheer-sided, with holes where to hide.
It is best to meet in a cul-de-sac,
A palace of velvet
With windows of mirrors.
There one is safe,
There are no family photographs,
No rings through the nose, no cries.
Bright fish hooks, the smiles of women
Gulp at my bulk
And I, in my snazzy blacks,
Mill a litter of breasts like jellyfish.
To nourish
The cellos of moans I eat eggs -
Eggs and fish, the essentials,
The aphrodisiac squid.
My mouth sags,
The mouth of Christ
When my engine reaches the end of it.
The tattle of my
Gold joints, my way of turning
Bitches to ripples of silver
Rolls out a carpet, a hush.
And there is no end, no end of it.
I shall never grow old. New oysters
Shriek in the sea and I
Glitter like Fontainebleau
Gratified,
All the fall of water and eye
Over whose pool I tenderly
Lean and see me.
Finisterre
This was the land's end: the last fingers, knuckled and rheumatic,
Cramped on nothing. Black
Admonitory cliffs, and the sea exploding
With no bottom, or anything on the other side of it,
Whitened by the faces of the drowned.
Now it is only gloomy, a dump of rocks ---
Leftover soldiers from old, messy wars.
The sea cannons into their ear, but they don't budge.
Other rocks hide their grudges under the water.
The cliffs are edged with trefoils, stars and bells
Such as fingers might embroider, close to death,
Almost too small for the mists to bother with.
The mists are part of the ancient paraphernalia ---
Souls, rolled in the doom-noise of the sea.
They bruise the rocks out of existence, then resurrect them.
They go up without hope, like sighs.
I walk among them, and they stuff my mouth with cotton.
When they free me, I am beaded with tears.
Our Lady of the Shipwrecked is striding toward the horizon,
Her marble skirts blown back in two pink wings.
A marble sailor kneels at her foot distractedly, and at his foot
A peasant woman in black
Is praying to the monument of the sailor praying.
Our Lady of the Shipwrecked is three times life size,
Her lips sweet with divinity.
She does not hear what the sailor or the peasant is saying ---
She is in love with the beautiful formlessness of the sea.
Gull-colored laces flap in the sea drafts
Beside the postcard stalls.
The peasants anchor them with conches. One is told:
"These are the pretty trinkets the sea hides,
Little shells made up into necklaces and toy ladies.
They do not come from with Bay of the Dead down there,
But from another place, tropical and blue,
We have never been to.
These are our cr?pes. Eat them before they blow cold."
Departure
The figs on the fig tree in the yard are green;
Green, also, the grapes on the green vine
Shading the brickred porch tiles.
The money's run out.
How nature, sensing this, compounds her bitters.
Ungifted, ungrieved, our leavetaking.
The sun shines on unripe corn.
Cats play in the stalks.
Retrospect shall not often such penury-
Sun's brass, the moon's steely patinas,
The leaden slag of the world-
But always expose
The scraggy rock spit shielding the town's blue bay
Against which the brunt of outer sea
Beats, is brutal endlessly.
Gull-fouled, a stone hut
Bares its low lintel to corroding weathers:
Across the jut of ochreous rock
Goats shamble, morose, rank-haired,
To lick the sea-salt.
The Everlasting Monday
Thou shalt have an everlasting
Monday and stand in the moon.
The moon's man stands in his shell,
Bent under a bundle
Of sticks. The light falls chalk and cold
Upon our bedspread.
His teeth are chattering among the leprous
Peaks and craters of those extinct volcanoes.
He also against black frost
Would pick sticks, would not rest
Until his own lit room outshone
Sunday's ghost of sun;
Now works his hell of Mondays in the moon's ball,
Fireless, seven chill seas chained to his ankle.
Female Author
All day she plays at chess with the bones of the world:
Favored (while suddenly the rains begin
Beyond the window) she lies on cushions curled
And nibbles an occasional bonbon of sin.
Prim, pink-breasted, feminine, she nurses
Chocolate fancies in rose-papered rooms
Where polished higboys whisper creaking curses
And hothouse roses shed immortal blooms.
The garnets on her fingers twinkle quick
And blood reflects across the manuscript;
She muses on the odor, sweet and sick,
Of festering gardenias in a crypt,
And lost in subtle metaphor, retreats
From gray child faces crying in the streets.
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