jueves, 3 de marzo de 2011

3233.- SERGIO BIZZIO

SERGIO BIZZIO.
Escritor argentino. Nació en Villa Ramallo, provincia de Buenos Aires. Ha publicado las novelas El divino convertible (1990), Infierno albino (1992), Son del África (1993), Más allá del bien y lentamente (1995) y las colecciones de poemas Gran salón con piano (1982), Mínimo figurado (1988) y Paraguay (1991). En el campo teatral, adaptó el Fausto de Estanislao del Campo, estrenada con el título Un Fausto criollo, y los Entremeses de Miguel de Cervantes, representada como El hospital de los podridos y otras maravillas. En colaboración con Daniel Guebel ha escrito La China, El amor y Carnicerías argentinas. Entre otras actividades, destaca la de productor y guionista de televisión.
Escritor argentino. Nació en Villa Ramallo, provincia de Buenos Aires. Ha publicado las novelas El divino convertible (1990), Infierno albino (1992), Son del África (1993), Más allá del bien y lentamente (1995) y las colecciones de poemas Gran salón con piano (1982), Mínimo figurado (1988) y Paraguay (1991). En el campo teatral, adaptó el Fausto de Estanislao del Campo, estrenada con el título Un Fausto criollo, y los Entremeses de Miguel de Cervantes, representada como El hospital de los podridos y otras maravillas. En colaboración con Daniel Guebel ha escrito La China, El amor y Carnicerías argentinas. Entre otras actividades, destaca la de productor y guionista de televisión.




Qué barbaro!

Me venía cogiendo bichos de lo lindo,
lo confieso (¿o no soy un escritor?).
La vaca, la gallina, la oveja, la casera
(el marido, mire usted, nos espiaba,
desnudo y temblando con la capa
de la esposa en la espalda transpirada).
Estas cosas, mal o bien, tienen su tamaño...
Pero anoche, haciéndome el boludo,
llego al colmo, al alambrado...
No había luna (con tanto cielo,
qué raro). Mordía un pasto y me rascaba
amparado el ojete en la oscuridad...
La perdiz estaba en su hueco.
Yo mismo, hacía un rato, en el mío,
le daba al marote y ella aparecía
con las alitas quietas y la mirada
perdida, como envasada.
Me le senté al lado y (por supuesto)
se hizo un silencio, dos,
hasta que, sabiéndose perdida
–acaso yo vibraba y ella me leyó–,
se puso de rodillas. Le vi la espaldita y
“Bueno, permiso”, pensé
haciendo a un lado la bragueta.
Tuve enseguida un momento de razón...
Mi poronga, su sombra, la cubría y le sacaba
una larga cabeza de ventaja.
Me importó, sí, pero bueno:
se la puse igual. ¿Vio cuando usté apoya
la mano húmeda en un poste y después la saca,
el ruido que hace lo sutil que es?
Ponérsela fue igual que resumir:
un solo pijazo le bastó.
(A mí no, yo sinceramente
hubiera querido un poco más...)
¡Qué loco es verse en la punta
del choto un pico abierto de perdiz!
(y los huevos cagados emplumados
mientras late distinto el corazón).
Prendí después una tuca
(“ñaruso” le digo yo, en clave)
y enseguida me dormí y me desperté.
¡Para qué! Todo el campo estaba ahí.
Una fila con los bichos ya culeados
y otra más, adelante, con la gente.
Me saqué del choto la perdiz con un revés,
me paré de un salto, los miré ofendido,
como violado, y ahí nomás, por tierra,
empecé a volver. ¿Qué sentía? No sé.
Calor. En eso pasó Domínguez en primera
fumando un Jockey Club. “¡Chau, qué hacés!”,
me saludó. Yo levanté la mano
pensando en otra cosa (“qué lástima, se va a saber”)
y dejé que me tapara el polvo del tractor.






Subir es más viejo que bajar

Hay que reconocer que subir es más viejo que bajar,
pienso mientras me hundo
en el recuerdo de algo feliz y tan menor
que podría dedicarle la vida a su veneno:
escribir, leer, abandonarse, bebiendo, y ocasionalmente
girar la cabeza sobre un hombro y preguntar “¿qué?”
con los ojos apenas entreabiertos.
La casa es linda, hay tiempo para todo.
El equipo suena bien.
Hacemos lo que nos gusta hacer.
Y de pronto no pasa nada.
Ninguna garra se apoya sobre mi hombro.
Por más que lo intento
no puedo decir que alguien me sacude,
ni que abro los ojos y la veo a ella,
la que me odia, la que me amó.

Te desafío a correr como un idiota por el jardín,
Ed. Mansalva, Buenos Aires, 2008





Arte de mí

Me levanto en la cara más visible del día, la noche.
Salgo. Paso la mano por el pasto que plantamos la semana
pasada mi hijo y yo y vuelvo a entrar.

"Estrellas, un evento masivo
para que el desolado adquiera más importancia que al aire".
(¿Yo escribí eso? No, fui yo.)

Con un libro cualquiera apoyado como una carpa
en mi rodilla, se hacen las tres de la mañana, las cuatro,
de nuevo las tres...
¿Y si vuelvo a salir?
Todo lo que es débil en este momento alza la vista, me mira.
Todo lo que es débil en este momento
siente la obligación de atacar.

Aleteos, picoteos en las ramas, en el suelo...

Te desafío a correr como un idiota por el jardín,
Editorial Mansalva, Buenos Aires, 2008






Lloraría

¡Por el vasto territorio de la manija, marchemos!
¡Por los radios de lo que es liso, por la espiral
de los que no serán hombres ni aunque los castren,
marchemos, marcianos!

¡…!

¿La verdad?
No quiero escribir más.
(No vivo).

¡Lo bien que haría!

¿Pasarme el día encerrado
escribiendo,
riéndome de a ratos como un loco,
encerrado como un loco,
solo como un loco?

¡Si me va tan bien cada vez que salgo!

La gente es feliz “por momentos”
y con “pequeñas cosas cotidianas”.
¿No es para llorar?
Les das algo y te agradecen,
les das más y hacen silencio.
El mismo desconcierto
siento yo
cuando pienso
en el tiempo
que pasé
escribiendo.

¡Y lo poco que guarda uno!
¿Ven esa montaña?
Es lo que escribí.
Al pie de la montaña hay un hombre.
Soy yo. Es lo único que queda.

Y eso que yo era un niño quemado por el cielo
(¡marchemos!),
brillante de vanidad…

(No es para llorar
pero lloraría).

Lloraría por el tiempo que pasé escribiendo.
A los gritos,
cubriéndome la cara,
en medio del living,
en tu baño,
en un baño cualquiera,
en el asiento reclinado del auto de un amigo
-si es que se acuerda de mí,
si es que me lleva-
lloraría,
lloraría como un hongo,
como un remo,
como un vidrio.

Lloraría acostado,
dormido,
pálido,
inactivo.
Pero me levanto y escribo.
Pongo un pie en el suelo y voy y escribo.

La gente sale a buscar trabajo,
a comer,
a bailar,
a gastar,
a ver un eclipse mientras yo escribo.
Mi hijo juega solo mientras escribo.
Mientras escribo se encuentran los amigos,
se hacen negocios,
política,
dinero,
sexo,
trampas,
guerras,
matrimonios,
puentes,
atentados,
juicios,
“relaciones”.
¿Qué es lo que no se hace mientras escribo?
¿Qué es lo que se hace
aparte de no escribir?

Lloraría
y lloraría
y lloraría, cómo que no.
Lloraría por lo que perdí
(¿vos no?)
pero más por lo que evité.
¿Por qué lo perdí, por qué lo evité?
¿Qué estaba haciendo?
¡Escribía!

Ahora mismo, en lugar de llorar, escribo.
Pero llorar no es lo mismo que llorar.
(¡Ya ni escribir es lo mismo que escribir!)
Escribo en lugar de cualquier otra cosa.
Escribo en lugar de todo
menos de…

También voy a comprar pescado para la cena.
El vendedor pone los filetes en una bolsita de nylon y,
mientras la hace girar en sus manos enguantadas,
me pregunta si quiero algo más –“¿Algo más?”-,
lo pregunta tan amablemente que lloraría.

¡Eh, no!
Sí, también.
También lloraría por eso.
Lloraría por las palabras compuestas
-superhéroe, ciberespacio-
¿cómo no voy a llorar por la amabilidad?

Lloraría cuando bebo (pero no lloro).
Descorcho una botella “con frialdad calculada”,
es cierto, pero cualquier otra cosa que diga
sería exagerar.
Qué feo es no ver, no saber
¡y encima exagerar y no beber!

—¿Por qué te vas?
—¿Holá?
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué te vas?
—Porque no como desde temprano: estoy muerta de
hambre.
—¿Me cortás para ir a comer con otro?
—¡Voy a comer con una amiga!
(Siempre hay una china
en la gran llanura de la excusa).

¿Lloraría?
Y, sí.
Lloraría por la que está,
por la que no está,
por la que estuvo,
por el que fui cuando estuvo y por el que no seré con la
que no estará.

¡Marchemos!

¿Llueve?
Llovizna.
Lloraría.

Me hace llorar la luz,
pero igual lloraría.
Lloraría siempre, pero también a veces.
¡Qué lastima me da!
Matan a un joven y veo una foto de su madre llorando.
Lloraría con ella.
Un chico me pide una moneda.
Lloraría.
Una anciana cruza la avenida con pasitos de hormiga.
Lloraría.

Leo la frase “un provocador de la política posmoderna” y
lloraría.
Lloraría cuando leo que “una invasión de bibliotecarios
disparó las ventas”.
Lloraría cuando leo en el diario el título “tres para soñar”,
o “una mirada sin prejuicios”, o “el destino de occidente”.

Cuando se apuesta a la claridad o a la oscuridad,
cuando es diferente pero igual
también:
lloraría.

¿Te agredo?
Lloraría.
¿Te hago falta?
Lloraría.
¿Llorás?
Lloraría.
¿Me querés?
Sí, te juro: lloraría.

-Papi ¿los bebés piensan?
(Digo que sí con la cabeza).
-¿Y entonces por qué ese bebé llora en vez de pensar?

¿Lloraría de qué?
¿De tristeza, de furia, de amor, de arisco, de miedo, de
enfermo, de genio, de vivo, de muerto, helado y ardiente,
rabiosamente,
verdaderamente,
lloraría mentalmente?

¿Y con qué?
¿Con los ojos, el alma, los dedos, el paso, la obra, la voz,
la ropa, con qué
marcharía?

¿Y por qué?
¿Y por qué, si escribo, lloraría?
¿Y si ya no escribo?

¿Y si son los otros los que no escriben más?
No quiero que ella sea algún día una señora
que de joven publicó una novela.
¡No!
Quiero que sepa, que sienta, que siga.
(Saber, sensibilidad y continuidad).
Pero si yo no estoy
no está mi fe.
¿Y quién es ella?
¡No sé, qué se yo, la Mujer!
¿Lloraría?

Ay, mi Dios, qué difícil: a veces, sin quererlo…

Noto, por ejemplo, que no considero
llorar de risa (de la risa)
ni reirme de dolor o de tristeza.
¿Por qué? ¡Porque no!
¿Qué tiene la tristeza que dé risa?
No sé los otros, pero yo no me reiría de la tristeza
y mucho menos hasta llorar.
¿Me reiría de un hombre que medita?
No. Y tampoco de quien descree de lo que piensa.
(Todo lo contrario: si tuviera manos aplaudiría).
Puedo reirme de mi tristeza, de mis aplausos, pero no de la
tristeza de los demás.
(aunque sí de sus aplausos).
Supongo que eso es algo que “no se me da”,
de la misma forma en que no se me da la esgrima.
Si se me diera lloraría.
Lloraría por las cosas que se me dan.
Lloraría por las cosas que no se les dan a los demás:
talento y alimento, principalmente.
Lloraría (de emoción, esta vez) por el talento,
pero también por las zanjas, los atajos y la interminable
espiral de lo menor.

El otro día, sin ir más lejos, una chica, en la calle, me
preguntó:
-¿Vos no sos Bizzio?
Dije que no con la cabeza y terminé en su casa.
Me había leído bien, pero yo fumé y me fui: empezó
a hablar de cine.
Todos los enemigos del arte están en la Industria, dijo.
¿Lloraría por un vendedor de penicilina adulterada?
¿Y por la chica chica que buscaba impresionarme?
Pienso en ella y lloraría:
se desprendió un botón de la camisa,
mi lectora con ojos de almendra bañada en miel
se desprendió un botón de la camisa y dijo, dijo, dijo.
Yo escuchaba lo que ella misma no oía.

Lloraría por los que suben el sonido y enseguida lo bajan.
Lloraría por la gente que ve tres globos y una luz y va.
Lloraría por los que creen que lo que molesta es la ropa.

Es peor estrellarse contra la nada que contra el dolor.
De eso no hay duda.
Así que lloraría por la timidez del tímido,
pero también por la ilusión del iluso.
Lloraría por los que tienen miedo.
Yo mismo tengo miedo.

“No pensé (pensé, pero no sirvió),
“no escribí (escribí, pero me esforcé),
“no amé (amé, pero aquí estoy),
“no fui siempre justo, ni honesto, ni bueno, ni responsable, y ni hablar de cosas como la tolerancia o la humildad”.
¡Lloraría!

¿Lloro?
Quién sabe…

Lloraría, pero escribo.
La pregunta “¿Por qué escribir?” se ha mejorado a sí
misma en su doblez:
“¿Por qué volver a escribir?”

—Volvé, volvé, por favor, vení…

Son las tres de la mañana
aunque el reloj indica que es mucho más…
Amanece.
Escribí.
No lloré.
Y con la misma suficiencia,
con la misma dudosa soberbia,
amigos (chicos),
amanece.





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