viernes, 20 de agosto de 2010

ELIZABETH BISHOP [552]


ELIZABETH BISHOP

Nacida en Worcester, Massachusetts, EE.UU., en 1911, Elizabeth Bishop murió en su país en 1979, mientras se desempeñaba como profesora en Harvard University. Antes de volver a EE.UU., había residido sucesivamente en Francia, México y Brasil.

UNA DE LAS POETAS ESTADOUNIDENSES MENOS CONOCIDAS EN ESPAÑOL

 Introducción, selección y notas de Luis Benítez

Bastante poco difundida en nuestro país, salvo por su esporádica aparición en algunas antologías de poesía norteamericana, Elizabeth Bishop es una de las poetas más importantes de su país. Luego de su muerte, en 1979, su fama no hizo más que acrecentarse. Para cierta crítica, Bishop anticipa el minimalismo con su indagación en los detalles aparentemente menos notables de la existencia, en los que descubre y muestra aspectos significados nuevos. Discutiendo o no esta anticipación de la Bishop a lo que vendría después, es reconocible en ella un estilo superior y una inteligencia poética que la sitúan merecidamente al nivel de de los mayores poetas contemporáneos.

Cuando aún contaba con pocos años de edad, su padre murió y posteriormente su madre fue internada en un asilo para enfermos mentales. La crianza de la pequeña Elizabeth fue confiada a unos parientes cercanos, primero en Nueva Inglaterra y luego en Canadá.

Graduada en Vassar, fijó brevemente su residencia en Nueva York y luego comenzó un extenso recorrido por el extranjero, para volver por un período a Key West, localidad norteamericana que abandonó para trasladarse a Brasil, donde permaneció por 16 años. Recién volvió a  EE.UU. en 1970, donde se estableció definitivamente. En ese mismo año le fue concedido el National Book Award, que se sumó así al Pulitzer Prize que le habían concedido en 1956.

Esta vida de traslados y cambios está recorrida por una obra establecida sobre la constante de trabajar invariablemente en unas mismas direcciones. La obra de Bishop es un prolongado ahondamiento en los detalles menos notables de la vida, que ella redescubre bajo aspectos inesperados, haciendo de lo antes intrascendente un universo de innumerables significados nuevos. De este modo, la autora se erige como un antecedente de los minimalistas. Dotada de una finísima sensibilidad, Bishop progresó desde lo sensitivamente significante hasta lo conceptualmente emocionante, lo cual no es poco mérito si atribuimos a los grandes poetas la cualidad de ganar nuevos territorios para la poesía. Enmarcada en la tradición de Nueva Inglaterra, influida visiblemente por Gerard Manley Hopkins (Stratford, 1844-Dublín, 1889) y, a través de él, por los metafísicos ingleses del siglo XVII, principalmente Johnn Donne (Londres, 1573-1631) y su discípulo George Herbert (Montgomery, 1593-Bemerton, 1633), como por otra parte lo estuvo su compatriota Emily Dickinson (Amherst, 1830-1886) antes que ella, Bishop, como la Dickinson, progresó de las fórmulas clásicas de la poesía de Nueva Inglaterra hacia los constituyentes de la poesía moderna. Dando otra vuelta de tuerca al típico ir y venir de lo macrocósmico a lo microcósmico, herencia de los metafísicos ingleses, Bishop se las arregla en su poética para tocar, con un ingenioso estilo, aquellas regiones de la percepción donde se hace visible el punto de encuentro entre ambos universos, algo que parece inabordable hasta que ella llega allí y, para colmo, lo muestra con detalle. Carente de todo exhibicionismo de lo hallado, Bishop además se da el lujo de entrecerrar la puerta, pues sabe que el detalle que ha mostrado, haciendo que parezca como al descuido, está lo suficientemente bien elegido como para demostrar el todo o, lo que es mejor en poesía, para sugerirlo congruente y acabadamente.

Su obra no es demasiado extensa, si hemos de compararla con lo escrito y publicado por sus pares de generación, aunque la maestría de lo que nos ha dejado le aseguró definitivamente un puesto de maestría entre todos ellos.

Bishop publicó en 1946 North and South, seguido en 1955 por A Cold Spring. En 1965, Questions of Travel y en 1969 The Complete Poems, que precedió a Geography III, de 1976. Luego, New Poems, de 1979, el año de su muerte.

Elizabeth Bishop es muy poco conocida en nuestra lengua. Del mismo modo en que no lo son Allen Tate  (Winchester, 1899-1976),  Robert Lowell (1917-1977), Robert Duncan (1919-1988), Richard Wilbur (1921), Theodore Roethke (1908-1983) -de quien hay una excelente versión de Alberto Girri, editada por Fraterna en Buenos Aires, en 1979- o John Ashbery (1927), abarcando así un largo período de la poesía moderna norteamericana. La razón de esta falta de difusión me parece bastante clara. Estos autores devienen de una línea que, zigzagueando por otras influencias menores, ciertamente, llega hasta el mismo Edgar Allan Poe, padre de la corriente de una poesía estadounidense culta, que no dudó jamás en abrevar en el caudal de la cultura grecolatina a través de sus contactos con Europa, mientras se gestaba, paralela a la línea trazada por Poe, otra rama que resulta para nosotros la más conocida, aquella que tiene sus orígenes en Walt Whitman. Esta segunda corriente, a la que con cierta prisa podríamos llamar “vitalista” -sin que ello desmerezca los logros alcanzados en su largo recorrido, por lo menos tan largo como el de la primera- posee elementos de mayor espectacularidad, de golpes de efecto más contundentes sobre el lector, de mejores contactos con la cultura del mass-media que se desarrolló mucho después de Whitman y que permitió, en gran medida, que autores como los enrolados en la poesía beat -el más conspicuo de ellos: Allen Ginsberg- fueran más difundidos y conocidos en nuestra lengua, siendo para los numerosos lectores de traducciones al español casi el único menú posible de la poesía norteamericana del siglo XX. Sin embargo, los autores de esta corriente no son los únicos y la idea es mostrar también a los demás. En este sentido, la poesía de Elizabeth Bishop es un magnífico exponente de lo que ocurría mientras tanto “en la otra orilla” de lo whitmaniano, que desde luego no niega sino que completa lo más difundido, para dar una lectura más real de lo sucedido en la poesía norteamericana del siglo pasado.

Obras de Elizabeth Bishop

North and South (1946)
A Cold Spring (1955)
Questions of Travel (1965)
The Complete Poems (1969
Geography III (1976)
New Poems (1979)



DURMIENDO EN EL TECHO

¡Se encuentra todo tan tranquilo en el techo!
Esa es la Place de la Concorde,
Las luces de la pequeña araña apagadas
y la fuente allá en lo oscuro.
No hay un alma en el parque.

Abajo, donde el empapelado está desprendido,
el Jardin des Plantes ha cerrado sus puertas.
Aquellas fotografías son animales.
Las poderosas flores y el follaje susurran,
bajo las hojas los insectos cavan.
Debemos ir debajo del empapelado,
conocer al insecto gladiador,
combatir con una red y un tridente
y dejar la fuente y la plaza,

pero oh, si pudiésemos dormir allí...



  

DE VISITA EN SAINT. ELIZABETHS[1]

Este es el manicomio.

Este es el hombre trágico
que yace en el manicomio.

Este es el tiempo
del hombre trágico
que yace en el manicomio.

Este es un reloj pulsera
que dice la hora
del charlatán
que yace en el manicomio.

Este un marino
usando el reloj
que dice la hora
del afamado hombre
que yace en el manicomio.

Este es el muelle de madera
adonde arriba el marino
que usa el reloj
que dice la hora
del viejo hombre de coraje
que yace en el manicomio.

Estos son ahora los años y los muros del salón,
los vientos y los nubarrones del mar entablonado
gobernados por el marino
que usa el reloj
que dice la hora
del irritado hombre
que yace en el manicomio.

Este es un judío que bailotea sollozando
con un sombrero de papel de diario por todo el salón,
sobre el crujiente mar de las tablas del piso,
allí... más allá del marino,
que le da cuerda al reloj
del cruel sujeto
que yace en el manicomio.

Este es un mundo de libros derruidos.
Este es un judío con sombrero de diario
que bailotea sollozando por todo el salón,
sobre las tablas del mar crujiente
del piradísimo[2] marino
que le da vueltas y vueltas a las manecillas del reloj
que dice la hora
del muy ocupado sujeto
que yace en el manicomio.

Este es un muchacho que patea el piso
a ver si sigue allí y continúa siendo chato,
para el judío viudo con sombrero de papel
que bailotea sollozando por todo el lugar,
valseando a todo lo largo de un listón que sube y baja,
al lado del silencioso marino
que ahora está atento sólo al tic-tac del reloj
que dice la hora
del hombre aburrido
que yace en el manicomio.

Estos son los años transcurridos y los muros y la salida
que se cierran sobre el muchacho que patea el piso
para comprobar si continúa allí y sigue siendo chato.
Este es un judío con sombrero de papel
que bailotea ya por debajo del salón, con deleite,
atravesando las divididas olas del mar de tablas,
más allá del marino
que sacude su muñeca con la vista fija en el reloj
que dice la hora del poeta y el hombre
que yace en el manicomio.

Este es el soldado que volvió a casa de la guerra,
Estos son los años y los muros y la puerta
que se cierran sobre un muchacho que patea el piso
para comprender si la tierra es redonda o chata
Este es un judío que usa un sombrero de diario
mientras bailotea meticulosamente por todo el salón,
caminando sobre la tapa de un féretro
con el marino chiflado
que exhibe su reloj,
el que dice la hora
del hombre desgraciado
que yace en el asilo de los dementes.





SONETO

Necesito de la música que pueda flotar
Sobre las inquietas puntas de mis dedos,
Sobre mis amargos y manchados, temblorosos labios,
Con melodía profunda, clara y lentamente líquida.
Oh, el curativo balanceo, viejo y humilde,
De alguna canción que sonó para el descanso del alma agotada,
Una canción que se derrama, como agua fría, sobre la cabeza
¡Y sobre estremecidos miembros, los sueños salen a caminar!

Hay algo mágico creado por la melodía:
Un hechizo de tranquilidad, una quieta respiración
Y un corazón fresco que se sumerge atravesando colores marchitos
Hacia la honda, sumergida tranquilidad marina,
Y que flota siempre en un charco, verdoso por la luna,
Alzado en brazos por el sueño y el ritmo.




LA REPRIMENDA

Si tú saboreas lágrimas muy seguidamente, lengua inquisidora,
Encontrarás que ellas tienen algo que tú tomas en cuenta:
Saliendo infantilmente fuera, a tocar el propio fenómeno de los ojos,
Retornan dentro de tu elemento. Las lágrimas
Pertenecen solamente a los ojos; su profundísimo lamento separaron
Del agua. Donde lloraron el agua ha desaparecido.
Ese residuo es la pena, salada y enfermiza,
Tu amarga enemiga, que deja la cara atravesada de palidez.
Las lágrimas, degustadora, tienen una pública dignidad,
Regalan un antídoto a lo desecado.
No son aptas para ser saboreadas a propósito;
Los que fruncen la cara soltándolas terminan gritando.
Oh curiosa, chiflada y agrietada, ¿ahora dirás,
Lengua, “el dolor no es mío“ y doblándote sobre ti misma, suspirarás?





UNA FRÍA PRIMAVERA

Para Jane Dewey, Mary

“Nada es tan hermoso como la primavera”
Manley Hopkins


Una fría primavera:
la violeta fue dañada en el césped.
Por dos semanas o más dudaron los árboles,
las pequeñas hojas aguardaron,
indicando cuidadosamente sus características.
Finalmente un grave polvo verde
se asentó sobre las grandes colinas sin sentido.
Un día, con una efímera ráfaga de sol,
al costado de una de ellas nació un becerro.
La madre se detuvo, mugiendo,
y demoró un largo rato para comerse la placenta
(una bandera miserable)
pero el becerro se levantó inmediatamente
y pareció inclinado a sentirse contento.
El día siguiente
fue mucho más cálido.
Flores de un blanco verdoso aparecieron en el bosque,
cada pétalo, aparentemente quemado por colillas de cigarrillo,
y el desdibujado arbusto permaneció
junto a esto sin moverse, pero siendo casi
más movimiento que dotado de algún placentero color.
Cuatro venados practicaban salto sobre tus cercas,
infantiles hojas de roble nadaban en el sobrio follaje.
El verano dio cuerda a los pájaros cantores,
sobre el árbol de maple el complementario cardenal
chasqueó su látigo y el dormilón despertó
extendiendo millas de verdes ramas hacia el sur.
En su gorra las lilas blanquearon,
la que un día sintieron como nieve.
Ahora, en el atardecer,
viene una nueva luna.
Las colinas crecen suavemente
De a mechones, la hierba alta muestra
dónde yace el ganado.
Las ranas-toro cantan,
descuidadas cuerdas pulsadas por dedos pesados.
Debajo de la luz, contra tu blanca puerta principal,
las pequeñísimas bocas, como abanicos chinos
se aplastan sobre sí mismas, plata y plata-dorado
sobre pálido amarillo, naranja o gris.
Ahora, desde la espesa hiedra, las luciérnagas
comienzan a elevarse:
arriba, luego abajo, de nuevo arriba,
iluminadas en el vuelo ascendente,
moviéndose al unísono hasta la misma altura,
exactamente como burbujas de champaña.
Luego llegan mucho más alto con su vuelo.
Y tus penumbrosos pastos serán capaces de ofrecer
esos tributos particularmente brillantes
cada atardecer, a través del verano.



ARGUMENTO

Los días que no pueden traerte cerca
o no quieren,
la distancia intentando aparecer
como algo más que obstinada,
discuten, discuten, discuten conmigo,
interminablemente,
sin lograr demostrar que eres
menos deseada ni menos querida.
Distancia: recuerda todo ese país
debajo del avión;
esa costa de borrosas playas
profundas en la arena,
estrechándose indistinguiblemente
todo el trayecto,
¿todo el trayecto hacia
donde mis razones terminan?
Días: y piensa
de todos esos confundidos instrumentos
uno al efecto
cancelando cada experiencia de los otros;
cómo fueron,
cómo algún espantoso calendario
“cumplidos de Nunca & Para Siempre, Inc.“.
El intimidante sonido
de esas voces,
nosotros podemos, por separado, encontrar
que pueden y serán vencidas:
Días y Distancia desbandados nuevamente
y arrasados ambos por buenos
y desde el tierno campo de batalla.



CARTA A NUEVA YORK

En tu próxima carta quisiera que me dijeras
a dónde estás yendo y qué estás haciendo.
Cómo son los teatros y después de los teatros
qué otros placeres estás persiguiendo:

tomando taxis en medio de la noche,
manejando como para salvar tu alma,
donde el camino dobla y dobla por el parque
y el parquímetro brilla como una lechuza moralista

y los árboles lucen tan raros y verdes,
parados y solos en grandes cuevas negras
y súbitamente estás en un lugar diferente
donde todo se ve pasar en olas,

y no puedes atrapar la mayoría de los chistes
como palabras sucias borradas de un pizarrón
y las canciones suenan fuerte pero en cierto modo apagadas
y eso nos alcanza tan terriblemente tarde,

y saliendo de la casa cuya puerta está
bajo el nivel de la acera gris, a la mojada calle,
un lado de los edificios se levanta con el sol
como un reluciente campo de trigo.

...Trigo, no avena, querida. Estoy asustada:
si esto es trigo no es nada de tu siembra.
Aún así me gustaría saber
qué estás haciendo y a dónde estás yendo.



UN PRODIGIO PARA DESAYUNAR

Esperábamos el café a las seis en punto,
esperábamos el café y el piadoso mendrugo
que iba a llegar hasta nosotros desde cierto balcón,
como si fuésemos reyes del pasado o como un prodigio.
Estaba oscuro aún. La planta del sol
afirmaba el pie sobre un bucle del río.

Terminaba de cruzar el primer ferry del día.
El frío tan intenso nos hacía aguardar un café
bien caliente, comprendiendo que el sol
no podría abrigarnos, y que el mendrugo
que nos tocara a cada uno fuera un pan entero,
por un prodigio, bien cubierto de manteca.
Un hombre se asomó al balcón a eso de las siete.

Allí permaneció un rato, a solas en el balcón,
la vista tendida hacia el río por encima de nuestras cabezas.
Un sirviente le alcanzó los ingredientes de un prodigio,
constituidos por una sola taza de café
y una factura que empezó a desmigajar,
con el pensamiento perdido entre las nubes y el sol.

¿Se trataba de un loco? ¡Qué intentaba hacer bajo el sol,
allí en su balcón! Cada uno recibió un pedacito bastante seco,
que varios de un manotazo arrojaron desdeñosos al agua,
y también en una taza una gota de café.
Algunos de nosotros permanecimos por los alrededores,
esperando el prodigio.

Puedo hablar de lo que vi después, de aquello que no fue un prodigio.
Una bella propiedad se alzaba bajo el sol
y de su entrada llegaba el aroma del café caliente.
Del frente sobresalía el yeso de un balcón barroco,
decorado con pájaros de los que anidan a orillas del río
-eso lo vi espiando por encima de mi mendrugo-

y vi también galerías y habitaciones de mármol. Mi mendrugo,
mi mansión, operó para mí un prodigio
a través de las épocas, empleando insectos, pájaros y el agua
horadando la roca. Cada día, bajo el sol,
cuando es tiempo del desayuno me siento en mi balcón,
piernas arriba, y me bebo galones de café.
Nos comimos los mendrugos y nos tragamos el café.
Del otro lado del río una ventana recibía el sol,
como si el prodigio estuviera sucediendo en el balcón equivocado.



CRUSOE EN INGLATERRA

Un nuevo volcán hizo erupción,
dicen los diarios, y la semana pasada leí
cómo, desde cierto barco, presenciaron el nacimiento de una isla:
primero una bocanada de vapor, diez millas a lo lejos;
y entonces un punto negro -basalto, probablemente-
subió en el catalejo del compañero
y se presentó en el horizonte como una mosca.
Le dieron un nombre. Pero mi pobre y vieja isla
todavía sigue sin catalogar y sin un nombre.
Ninguna bitácora la tomó jamás en serio.
Bueno, yo tenía cincuenta y dos miserables
y pequeños volcanes, podía subir
con algunas resbaladas y a mal tranco
a esos volcanes muertos como montañas de ceniza.
Acostumbraba sentarme en el borde del más elevado
y contar desde allí los otros,
desnudos y plomizos, con sus cabezas humeando.
Pensaba que si ellos eran la medida
que los volcanes debían tener, entonces
yo tenía que convertirme en un gigante;
y que si yo me transformara en un coloso,
no podría soportar el pensar en qué tamaño
tendrían las cabras y las tortugas
o las gaviotas o aquellos solapados rodillos...
-un relumbrante hexágono de rodillos
cerrándose y cerrándose, sin nunca desaparecer,
brillaba y relumbraba aunque el cielo
estaba habitualmente encapotado.
Mi isla parecía ser una suerte
de vertedero de nubes.
Todas las nubes fugadas del hemisferio
llegaban y se colgaban encima de los cráteres
-las abrasadas gargantas eran
demasiado ardientes para rozarlas.
¿Era por eso que llovía tanto?
¿Y por eso a veces todo en su extensión silbaba?
Las tortugas se desplazaban pesadamente:
altas cúpulas silbando como teteras
(y yo hubiese dado años de mi vida, entonces,
por cualquier clase de tetera, por cierto.)
Las capas de lava, corriendo hacia el mar
podían silbar. Yo volvería. Y entonces
ellas demostrarían ser más y más tortugas.
Las playas eran todas lava, abigarradas,
negras, rojas y blancas y grises;
los marmóreos colores hacían su magnífica ostentación.
Y yo tenía tornados. Oh, media docena
al mismo tiempo, transgresores[3],
ellos venían y se iban, avanzando y retrocediendo,
sus cabezas en las nubes, sus pies
en movedizos terrenos de un blanco removido.
Chimeneas de vidrio, flexibles, de un color atenuado,
criaturas sacerdotales de cristal... yo vi
las espirales del agua subir por ellas como la humareda.
Eran hermosas, sí... pero no demasiada compañía.
Algunas veces tomaba el rumbo de la autocompasión.
“¿Me merezco esto? Yo supongo que sí.
Yo no hubiese podido estar aquí de otra manera.”
“¿Era aquello sólo un momento, cuando hoy elijo esto?
No recuerdo, pero en aquel lugar así pudo haber sido.”
¿Qué hay de malo en la autocompasíón, después de todo?
Con las piernas colgando, confianzudamente,
sobre el borde del cráter, me dije a mí mismo:
“La pena va a comenzar cuando regrese.” Y así fue:
la mayor de las penas que sentí, la sentí en casa.
El crepúsculo sobre el océano; el mismo sol
sin par subiendo de las aguas,
y cada vez había una sola vez de aquello
y para ello una sola vez en mí.
La isla tenía una sola variedad de cada cosa:
un tipo de caracol arborícola, de resplandeciente azul violáceo
sobre un delgado caparazón, deslizándose
sobre cada cosa y sobre la única variedad de árbol,
un hollinoso, refregado asunto.
Conchas de caracoles cruzando sobre éstos como a la deriva,
y desde lejos, podías jurar
que eran un gran banco de ojos en movimiento.
Había también unas bayas de color bermellón.
Las probé. Una y otra vez, en diferentes momentos.
Semiácidas y no tan malas, sin efectos intoxicantes:
entonces hice con ellas cerveza casera. Bebía
la espantosa, burbujeante, escasa cosa
que iba derecho a mi cabeza
y tocaba mi flauta hecha a mano
(estimo que sacaba de ella el más extraño sonido de la Tierra)
y mareado, soltaba alaridos y bailaba entre las cabras.
¡Hecho por mí, todo fabricado por mí mismo!
Pero, ¿somos nosotros todo?
En la isla sentía un profundo afecto
hasta por la más pequeña de mis obras.
No, no tan así realmente, partiendo de que
la más pequeña era una filosofía miserable.
Porque yo no sabía bastante.
¿Por qué no conocía lo suficiente de cada cosa?
¿De dramas clásicos o astronomía? Los libros
que había leído estaban llenos de lagunas;
los poemas -bueno, intenté
recitar uno a mis bancos de ojos:
“Ellos se iluminaron dentro del ojo,
quien es la felicidad....” ¿La felicidad de qué?
Una de las primeras cosas que hice
al volver fue releer esos versos.
La isla olía a cabra y a guano.
Las cabras eran blancas, tanto como las gaviotas,
y ambas tan mansas, que parecían creer
que yo era una cabra o una gaviota.
Bee, bee, bee y shrik, shrik, shrik,
bee, shrik, bee... Todavía no puedo sacármelas
de mis oídos; los están lastimando ahora mismo.
Los preguntones chillidos, las equivocadas réplicas
sobre el suelo de la susurrante lluvia
y las silbantes, vagabundas tortugas
habitan para siempre mi cabeza.
Cuando las gaviotas se alzaban todas de una vez,
sonaban como un enorme árbol bajo un viento poderoso
y dejaban el lugar desierto.
Yo cerraba mis ojos y pensaba en un árbol,
un roble, siempre, con una sombra auténtica en alguna parte.
Hasta oía entonces el mugir del ganado,
enfermo y harto como estaba de la isla.
Pienso que eran las cabras.
Había un gran macho cabrío que aguantaba
permanecer en el volcán que yo había bautizado
Monte de Esperanza o Monte Desesperanza
(entonces yo tenía bastante tiempo
para jugar con las palabras);
balaba y balaba y olfateaba el aire.
Yo lo aferré de la barba y lo miré fijo.
Sus pupilas alargadas no decían nada
o quizá se asomaba en ellas apenas un poco de malicia.
¡Yo estaba tan harto de los mismos colores!
Un día pinté a un cabrito de rojo
con el jugo de las bayas, sólo para ver
algo de un color diferente.
Y desde entonces su madre no lo reconoció.
Lo peor eran los sueños. Por supuesto,
yo soñaba con comida y con sexo, pero ello
era lo más placentero entre tantos otros temas...
Por ejemplo soñar con degollar a un niño,
confundiéndolo con un cordero. En mis pesadillas
otras islas se apretaban contra la mía;
infinidad de islas engendrando otras,
como huevos de sapo conteniendo renacuajos de islas,
creyendo yo que iba a tener que vivir en una tras otra,
por épocas, registrando su flora,
su fauna, todas sus geografías.
Justo cuando pensaba que no podría
permanecer allí un solo minuto más,
fue que Viernes llegó
(los pormenores brindados sobre su arribo
son absolutamente erróneos).
Viernes era lindo.
Viernes era lindo y nos hicimos amigos,
¡pero si él hubiese sido una mujer!
Yo quería propagar mi especie y entonces
lo hubiese hecho, pienso, pobre muchacho.
El adoptaba corderos algunas veces
y corría con ellos y los alzaba en brazos...
algo bonito de ver, pues tenía un bello cuerpo.
Y entonces un día vinieron ellos
y nos llevaron consigo de la isla.
Ahora vivo aquí, en otra isla que no parece
ser una, pero ¿quién decide sobre algo?
Mi sangre estaba llena de islas; mi mente
creó más. Pero aquel, aquel archipiélago
se ha esfumado para siempre. Soy un anciano.
Me aburro, tomando té de verdad,
rodeado de trastos viejos.
Mi cuchillo sobre la repisa
apesta a significados, como un crucifijo.
Estuvo vivo. Cuántos años
le supliqué, le imploré sin pausa.
Conozco cada muesca y rasguño a conciencia,
el azulado filo, la rota punta,
cada veta de madera de la empuñadura.
Ahora él no quiere mirarme,
lo vivo del alma se ha desvanecido.
Mis ojos se posan en él y siguen de largo.
El museo local me solicitó
donarle estas cosas:
la flauta, el cuchillo, las sandalias,
mi traje de piel de cabra
(meses han estado con lo del pellejo)
el parasol... y me tomó un largo tiempo
recordar dónde estarían olvidadas sus varillas.
Todavía podría servir de algo pero, hecho una ruina,
semeja una desplumada, desnuda ave de corral.
¿Cómo alguien puede querer estas cosas?
Y Viernes, mi querido Viernes, muerto de sarampión
hace diecisiete años, llegando marzo.
  
NOTAS

[1] El poema hace referencia al hospital siquiátrico donde la bonhomía del gobierno norteamericano encerró durante más de dos décadas, cuando ya contaba casi sesenta años, a Ezra Pound (1885-1972), acusado de colaborar con el fascismo italiano. Luego de entrar en Italia, los aliados capturaron al poeta y lo exhibieron públicamente, durante algunos meses, en una jaula de hierro diseñada expresamente para que no pudiera ponerse de pie.
[2] La casi siempre refinada Bishop emplea aquí una expresión muy poco usual en su poesía, “batty”, que pertenece al slang de Nueva York. La convierto en este otro vocablo, habitual en el habla coloquial más reciente de la Argentina, creyendo encontrar el mismo tono. Los términos “demente” o “chiflado” estimo que no llegan a él, desde un circunspecto español que no toca las alturas (y las honduras) expresivas de ningún caló, lunfardo o germanía. Mucho menos correcto me parece emplear el adjetivo sustantivado “psicótico”, reservado para las traducciones perpetradas por las almas buenas al tono de nuestra época.
[3] La expresión utilizada por Elizabeth Bishop aquí es “far out” y corresponde al slang neoyorquino, con el significado de “extremadamente anticonvencional”. No tengo un equivalente para dar el tono que sea entendible para todos los giros locales del castellano y por ello empleo este tan vapuleado vocablo, confiando en que el lector, independientemente del lugar donde esté leyendo este poema, sabrá imaginar los matices agregados.



UN ARTE

No es fácil dominar el arte de perder;
hay tantas cosas que parecen colmadas por el deseo
de ser perdidas que su pérdida no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la confusión
de las llaves extraviadas, de la hora desperdiciada.
No es difícil dominar el arte de perder.

Practica después perder más, y más rápido:
lugares, y nombres, y las tierras a las que pretendías
viajar. Ninguna de estas pérdidas será devastadora.

He perdido el reloj de mi madre. ¡Y mira!, la última
o la penúltima de las tres casas que he amado se perdió.
No es difícil dominar el arte de perder.

He perdido dos ciudades, hermosas ciudades. Más aún,
vastos reinos que poseía, y dos ríos, y un continente.
Los añoro, pero no fue un desastre.

Incluso perdiéndote a ti (la voz risueña, un gesto que
amo) no habría mentido. Es evidente
que no es difícil dominar el arte de perder
aunque eso parezca (¡escríbelo!) un desastre




EL ICEBERG IMAGINARIO

"Es mejor tener el iceberg que el barco,
aunque ello signifique el fin del viaje.
Aunque permanezca totalmente inmóvil como una nublada roca
y todo el mar fuera móvil mármol.
Es mejor tener el iceberg que el barco;
poseeríamos más bien esta llanura de nieve
aunque las velas del barco anduvieran por el mar
como la nieve yace no disuelta sobre el agua.
Oh, solemne y flotante campo,
¿Te das cuenta que un iceberg reposa
contigo y cuando despierte puede pacer en sus nieves?

Esta es una escena por la que un marino daría sus ojos.
El barco es ignorado. El iceberg se alza
y se hunde de nuevo; sus vítreas puntas
corrigen las elipses del cielo.
Esta es una escena donde quien pasea por la borda
es incultamente retórico. El telón
es demasiado ligero para alzarse en las más finas cuerdas
que las aéreas torsiones de la nieve provean.
La gracia de estos blancos picos
hace sombras con el sol. El iceberg desafía su peso
sobre un movedizo escenario y se está y observa.

El iceberg corta sus facetas desde dentro.
Como las joyas de una tumba
continuamente se protege y adorna
sólo él mismo, quizás las nieves
que tanto nos sorprenden flotando en el mar.

Adiós, decimos, adiós, el barco se pierde
adonde las olas se entregan a otras olas
y las nubes pasan a un cielo más cálido.
Los iceberg son necesarios al alma
(haciéndose ambos de los elementos menos visibles)
para verlos así: encarnados, bellos, indivisiblemente erigidos. "





EDGAR ALLAN POE & LA ROCOLA

Rutilante en el cuarto oscurecido azul como el gas
se consume la rocola; cae la música: azul como la pupila
Starlight, La Conga, todos los bailes de un ciego
en la cuadra de los bares,
oquedades en nuestra menguante luna,
adornados de botellas y luces azules
y conchas y cocos platinados.
Tan suavemente como cae la música,
caen las monedas por la ranura,
los tragos, como solitarias cataratas,
bajan nocturnos por gargantas separadas
y las manos se cubren mutuamente
en la oscura oscuridad bajo
los manteles y todo se hunde,
se hunde y cae– tal como imaginamos
la impotente caída del amor hacia la tierra,
cayendo de la cabeza y el ojo
hasta las manos y el corazón, y más aún.
La música simula llorar y reir,
mientras se rebaja al trago y al crimen.
La ardiente caja puede marcar el compás,
invariable, siempre, y los tiempos fuertes.

Poe dijo que la poesía era exacta.
Pero los placeres son mecánicos
y saben de antemano lo que buscan
y saben exactamente lo que buscan.
¿Es que pueden lograr el efecto singular
que puede ser medido como el alcohol
o la respuesta a la moneda?
–¿hasta cuándo, pues, arde la música?
¿como la poesía, o todo tu espanto
exacto a medias?

(Versión de Jorge Capriata)





I/ CONVERSACIÓN

El tumulto en el corazón
sigue haciendo preguntas.
Y luego se detiene y se compromete a responder
en el mismo tono de voz.
Nadie puede notar la diferencia.

Sin inocencia, estas conversaciones empiezan,
y luego cautivan los sentidos,
como sin quererlo.
Y luego no hay opción,
y luego no hay sentido;

hasta que un nombre
y toda su connotación son lo mismo.




II / LLUVIA HACIA LA MAÑANA

La gran jaula de luz se ha roto en el aire,
liberando, creo, cerca de un millón de pájaros
cuyas salvajes sombras en ascenso no regresarán,
y todos los cables vienen cayendo.
Sin jaula, sin pájaros que espanten; la lluvia
se abrillanta ahora. Es pálida la cara
que probó el rompecabezas de su prisión
y lo resolvió con un beso inesperado,
cuyas pecosas manos, sin sospechar, plantaron.



III/ MIENTRAS ALGUIEN TELEFONEA

Desperdiciados, desperdiciados minutos que no pueden ser peores,
minutos de una bárbara condescendencia.
-Mira los abetos desde la ventana del baño,
sus oscuras agujas, adiciones sin propósito
maderadamente cristalizadas, y en donde dos luciérnagas
no hacen más que perderse.
Oir nada que no sea el tren que pasa, que debe pasar, como la tensión;
nada. Y esperar:
quizá incluso ahora el anfitrión de estos minutos
emerge, algún relajado extraño que no condesciende,
la liberación del corazón.
Y mientras las luciérnagas
no logran aún iluminar este árbol de pesadillas
no podrían bien ser ellas sus alegres ojos verdes.




IV / OH, ALIENTO

Bajo este amado y celebrado pecho,
callado, en realidad aburrido ciegamente venoso,
llora, quizá vive y deja
vivir, pasa apuesta,
algo que se mueve pero invisiblemente,
y con qué clamor por qué moderado
no entiendo ni siquiera un murmullo.
(Mira el delgado volar de nueve pelos negros
cuatro alrededor de uno cinco el otro pezón,
volando casi intolerablemente en tu propio aliento.)
Equívoco, pero lo que tenemos en común está ahí para quedarse,
equivale a lo que sea que debemos poseer,
algo con lo que quizá yo pueda regatear
y lograr una paz separada bajo
dentro si nunca con.

(Traducción de G. A. Chaves, 2009.)



PEQUEÑO EJERCICIO

Para Thomas Edward Warning

Piensa en la tormenta errando inquieta por el cielo
como un perro buscando un sitio para dormir
escúchala cómo gruñe.

Piensa en cómo deben verse ahora los manglares
inmutables ante los rayos
en familias oscuras, burdamente fibrosas

donde ocasionalmente una garza agita su cabeza,
sacude sus plumas, hace un comentario incierto
cuando el agua a su alrededor brilla.

Piensa en el bulevar y en las pequeñas palmeras enfiladas,
súbitamente convertidas,
en montones de flácidos esqueletos de pescado.

Está lloviendo ahí. El bulevar
y sus banquetas cuarteadas con yerba en cada grieta
aliviados por la humedad, el mar por la frescura.

Ahora la tempestad se aleja en una serie
de pequeñas escenas de batalla mal iluminadas
cada una "en otra parte del campo de contienda".

Piensa en alguien durmiendo al fondo de un bote de remos
atado a la raíz de un manglar o al pilar de un puente,
piénsalo indiferente, apenas perturbado.

(Versión de Verónica Volkow)




AIRE NOCTURNO

De la manga de medianoche de un mago
los cantantes de radio
reparten sus canciones de amor
sobre los céspedes húmedos de rocío.
Y como las de las adivinas,
sus predicciones, penetrantes hasta la médula,
son lo que ustedes quieran creer.

Pero en la antena del astillero encuentro
mejores testigos
del amor en las noches de verano.
Cinco lejanas luces rojas
guardan ahí sus nidos; aves fénix
que arden en silencio, donde no alcanza
el rocío.

(Traducción de de Eli Tolaretxipi)




CUESTIONES DE VIAJE

Hay demasiadas cataratas aquí; las corrientes caudalosas
se apresuran demasiado al mar,
y la presión de tanta nube sobre las montañas
las hace caer hacia los lados en cadenciosa y suave moción,
volverse cataratas ante nuestros propios ojos.
—Pues si esas ráfagas, esas kilométricas y brillantes manchas
[de lágrimas,
no son cataratas aún,
en una o dos eras, tal como transcurren las épocas aquí,
probablemente lo serán.
Pero si las corrientes y las nubes viajan, viajan,
las montañas, en cambio, parecen cascos de barcos encallados,
cubiertos de limo y de barnacla.


Piensa en el largo viaje a casa.
¿Deberíamos habernos quedado allá, pensando en este sitio?
¿Adonde tendríamos que estar hoy?
¿Está bien estar mirando a unos seres extraños que actúan en
el teatro más extraño de todos los teatros?
¿Qué infantilismo es éste que, mientras un soplo de vida hay
en nuestros cuerpos, insistimos en correr
para ver el sol del otro lado?
¿El colibrí más pequeño del mundo?
¿Para observar una antigua obra de piedra incomprensible,
incomprensible y hermética,
o cualquier paisaje,
percibido al instante y siempre, siempre encantador?
Oh, ¿debemos soñar nuestros sueños
y poseerlos, también?
¿Y disponemos de lugar
para un poniente más, doblado, tibio todavía?

Pero, sin duda, hubiera sido una pena
no haber visto los árboles al borde de esta calle,
por cierto exagerados en su belleza,
no haberlos visto gesticular
como arlequines nobles, vestidos de rosa.
—No haber tenido que parar a cargar nafta y oído
la triste melodía de madera y en dos notas
de un par de zuecos dispares
haciendo cloc cloc distraídos sobre
un piso de estación sucio de grasa.
(En otro país la calidad de los zuecos habría sido probada.
Cada par tendría idéntico registro.)
—Una lástima no haber oído
la otra música, menos primitiva, del grueso pájaro marrón
que canta sobre la bomba rota de nafta
en una iglesia jesuita barroca de bambú:
tres torres, cinco cruces de plata.
—Una lástima, sí, no haber meditado,
confusa e interminablemente,
sobre la conexión que puede existir por siglos
entre el más rústico calzado de madera
y, cuidadosas, remilgadas,
fantasías talladas de jaulas de madera.
—Nunca haber estudiado historia en
la débil caligrafía de las jaulas de los pájaros cantores.
—Y nunca haber tenido que escuchar la lluvia
tan similar a los discursos de los políticos:
dos horas de implacable oratoria
y luego un abrupto silencio dorado
en el que la viajera toma un cuaderno, escribe:


«¿Es la falta de imaginación lo que nos hace venir
a sitios imaginados, no tan sólo estar en casa?
¿O pudo Pascal, acaso, equivocarse
al proponer no abandonar el cuarto de uno?


Continente, ciudad, país, sociedad:
elegir nunca es vasto y nunca libre.
Y aquí o allá...No. ¿Deberíamos haber permanecido en casa,
dondequiera que eso esté?»

(Traducción de María Negroni)




EL HOMBRE POLILLA

Aquí, arriba,
las grietas de los edificios se llenan de desmenuzada luz de luna.
La sombra total del Hombre es sólo tan grande como su sombrero,
Yace a sus pies y semeja a un círculo donde puede pararse una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, la imantada punta hacia la luna.
No ve la luna; observa solamente sus infinitas propiedades
sintiendo sobre sus manos la extraña luz, ni tibia ni fría,
una temperatura imposible de registrar en termómetros.

Pero cuando el Hombre Polilla
efectúa sus raras y ocasionales visitas a la superficie,
la luna le parece un tanto distinta. Emerge
por una abertura debajo del borde de una de las aceras
y nerviosamente comienza a escalar los frentes de los edificios.
Piensa que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
demostrando que la protección de! cielo es del todo inútil.
Tiembla, pero debe investigar tan arriba como pueda trepar.

Fachadas arriba,
su sombra se arrastra detrás de él como el paño de un fotógrafo,
y él asciende con temor, pensando que esta vez conseguirá
empujar su cabecita a través de esa redonda, limpia abertura
y, como por un tubo, ser impulsado en negras volutas sobre la luz.
(El Hombre que se yergue debajo de él no tiene tales ilusiones).
Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme,
aunque, por supuesto, fracase, y retroceda espantado, pero ileso.


Luego regresa
a los pálidos subterráneos de cemento que él llama hogar.
Aletea, se agita, pero no consigue subir a los silenciosos trenes
tan de prisa como quisiera. Las puertas se cierran rápidamente.
El Hombre Polilla siempre se sienta en sentido contrario a la marcha
y de inmediato el tren parte a plena, terrible velocidad,
sin cambios en la marcha, ni graduación alguna.
Él no puede calcular la rapidez con que viaja hacia atrás.

Cada noche
tiene que ser llevado por túneles artificiales y soñar los sueños recurrentes
que están debajo de su agolpado cerebro,
así como los durmientes se repiten debajo de su tren.
No se atreve a mirar por la ventanilla,
porque el tercer riel, el intacto trago de veneno,
corre allí, a su lado. Él lo considera como una enfermedad
para la cual ha heredado una predisposición. Tiene que mantener
sus manos en los bolsillos, así como otros usan bufandas.

Si lo sorprendes,
alza tu linterna hasta su ojo. Es todo oscura pupila,
una noche íntegra en si misma cuyo peludo horizonte se estrecha
cuando él devuelve la fija mirada, y cierra el ojo. Entonces, de los párpados
se desliza, como el agujón de una abeja, una lágrima, su única posesión.
Se la enjuga con disimulo, y si no estás atento
se la tragará. Pero, si lo vigilas, te la entregará,
fría como de manantiales subterráneos y lo bastante pura para ser bebida.

(Traducción de William Shand y Alberto Girri)




EL MAPA

La tierra yace en el agua, está
sombreada en verde.
Sombras -¿o son bajíos?- que muestran
en los bordes la línea de largos arrecifes
cubiertos de algas
donde la maleza cuelga desde el verde
hasta el simple azul.
¿O es que la tierra se inclina
para levantar al mar desde abajo,
atrayéndolo imperturbado a su alrededor?
A lo largo de la plataforma de fina arena tostada,
¿es la tierra la que arrastra al mar desde abajo?

La sombra de Terranova yace plana y quieta.
La del Labrador es amarilla, donde el Esquimal soñador
la ha aceitado. Podemos acariciar estas preciosas bahías,
bajo un cristal, como si esperáramos que florecieran,
o como si colocáramos una limpia pecera
para peces invisibles.
Los nombres de los pueblos de la costa
se precipitan hacia el mar,
los nombres de las ciudades
cruzan las montañas vecinas
-aquí el impresor experimenta la misma sensación
que cuando la emoción excede en mucho su causa-.
Estas penínsulas toman el agua entre el dedo pulgar y el índice
como las mujeres al palpar la suavidad de las telas.

Las aguas de los mapas están más quietas que la tierra,
y le prestan a la tierra la propia forma de las olas:
y la liebre de Noruega corre hacia el sur agitada,
los perfiles escudriñan el mar, donde la tierra se encuentra.
¿Están asignados o pueden los países elegir sus colores?
-Lo que mejor vaya con el carácter o las aguas territoriales-
La topografía no muestra favoritos; el Norte
está tan cerca como el Oeste.
Más delicados que los de los historiadores
son los colores de los cartógrafos.

(Traducción de Eli Tolaretxipi)







The Fish

I caught a tremendous fish
and held him beside the boat
half out of water, with my hook
fast in a corner of his mouth.
He didn’t fight.
He hadn’t fought at all.
He hung a grunting weight,
battered and venerable
and homely. Here and there
his brown skin hung in strips
like ancient wallpaper,
and its pattern of darker brown
was like wallpaper:
shapes like full-blown roses
stained and lost through age.
He was speckled with barnacles,
fine rosettes of lime,
and infested
with tiny white sea-lice,
and underneath two or three
rags of green weed hung down.
While his gills were breathing in
the terrible oxygen
—the frightening gills,
fresh and crisp with blood,
that can cut so badly—
I thought of the coarse white flesh
packed in like feathers,
the big bones and the little bones,
the dramatic reds and blacks
of his shiny entrails,
and the pink swim-bladder
like a big peony.
I looked into his eyes
which were far larger than mine
but shallower, and yellowed,
the irises backed and packed
with tarnished tinfoil
seen through the lenses
of old scratched isinglass.
They shifted a little, but not
to return my stare.
—It was more like the tipping
of an object toward the light.
I admired his sullen face,
the mechanism of his jaw,
and then I saw
that from his lower lip
—if you could call it a lip—
grim, wet, and weaponlike,
hung five old pieces of fish-line,
or four and a wire leader
with the swivel still attached,
with all their five big hooks
grown firmly in his mouth.
A green line, frayed at the end
where he broke it, two heavier lines,
and a fine black thread
still crimped from the strain and snap
when it broke and he got away.
Like medals with their ribbons
frayed and wavering,
a five-haired beard of wisdom
trailing from his aching jaw.
I stared and stared
and victory filled up
the little rented boat,
from the pool of bilge
where oil had spread a rainbow
around the rusted engine
to the bailer rusted orange,
the sun-cracked thwarts,
the oarlocks on their strings,
the gunnels—until everything
was rainbow, rainbow, rainbow!
And I let the fish go.




One Art

The art of losing isn't hard to master; 
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster,

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn't hard to master.

Then practice losing farther, losing faster:
places, and names, and where it was you meant
to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother's watch. And look! my last, or
next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn't hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
some realms I owned, two rivers, a continent.
I miss them, but it wasn't a disaster.

- Even losing you (the joking voice, a gesture
I love) I shan't have lied. It's evident
the art of losing's not too hard to master
though it may look like (Write it!) like disaster. 





A Miracle for Breakfast

At six o'clock we were waiting for coffee, 
waiting for coffee and the charitable crumb 
that was going to be served from a certain balcony 
--like kings of old, or like a miracle. 
It was still dark. One foot of the sun 
steadied itself on a long ripple in the river. 

The first ferry of the day had just crossed the river. 
It was so cold we hoped that the coffee 
would be very hot, seeing that the sun 
was not going to warm us; and that the crumb 
would be a loaf each, buttered, by a miracle. 
At seven a man stepped out on the balcony. 

He stood for a minute alone on the balcony 
looking over our heads toward the river. 
A servant handed him the makings of a miracle, 
consisting of one lone cup of coffee 
and one roll, which he proceeded to crumb, 
his head, so to speak, in the clouds--along with the sun. 

Was the man crazy? What under the sun 
was he trying to do, up there on his balcony! 
Each man received one rather hard crumb, 
which some flicked scornfully into the river, 
and, in a cup, one drop of the coffee. 
Some of us stood around, waiting for the miracle. 

I can tell what I saw next; it was not a miracle. 
A beautiful villa stood in the sun 
and from its doors came the smell of hot coffee. 
In front, a baroque white plaster balcony 
added by birds, who nest along the river, 
--I saw it with one eye close to the crumb-- 

and galleries and marble chambers. My crumb 
my mansion, made for me by a miracle, 
through ages, by insects, birds, and the river 
working the stone. Every day, in the sun, 
at breakfast time I sit on my balcony 
with my feet up, and drink gallons of coffee. 

We licked up the crumb and swallowed the coffee. 
A window across the river caught the sun 
as if the miracle were working, on the wrong balcony. 





Anaphora

Each day with so much ceremony
begins, with birds, with bells,
with whistles from a factory; 
such white-gold skies our eyes
first open on, such brilliant walls
that for a moment we wonder
'Where is the music coming from, the energy? 
The day was meant for what ineffable creature
we must have missed? ' Oh promptly he
appears and takes his earthly nature
   instantly, instantly falls
   victim of long intrigue,
   assuming memory and mortal
   mortal fatigue.

More slowly falling into sight
and showering into stippled faces,
darkening, condensing all his light; 
in spite of all the dreaming
squandered upon him with that look,
suffers our uses and abuses,
sinks through the drift of bodies,
sinks through the drift of classes
to evening to the beggar in the park
who, weary, without lamp or book
   prepares stupendous studies:
   the fiery event
   of every day in endless
   endless assent. 





First Death In Nova Scotia

In the cold, cold parlor
my mother laid out Arthur
beneath the chromographs:
Edward, Prince of Wales,
with Princess Alexandra,
and King George with Queen Mary.
Below them on the table
stood a stuffed loon
shot and stuffed by Uncle
Arthur, Arthur's father.

Since Uncle Arthur fired
a bullet into him,
he hadn't said a word.
He kept his own counsel
on his white, frozen lake,
the marble-topped table.
His breast was deep and white,
cold and caressable;
his eyes were red glass,
much to be desired.

"Come," said my mother,
"Come and say good-bye
to your little cousin Arthur."
I was lifted up and given
one lily of the valley
to put in Arthur's hand.
Arthur's coffin was
a little frosted cake,
and the red-eyed loon eyed it
from his white, frozen lake.

Arthur was very small.
He was all white, like a doll
that hadn't been painted yet.
Jack Frost had started to paint him
the way he always painted
the Maple Leaf (Forever).
He had just begun on his hair,
a few red strokes, and then
Jack Frost had dropped the brush
and left him white, forever.

The gracious royal couples
were warm in red and ermine;
their feet were well wrapped up
in the ladies' ermine trains.
They invited Arthur to be
the smallest page at court.
But how could Arthur go,
clutching his tiny lily,
with his eyes shut up so tight
and the roads deep in snow? 








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