domingo, 10 de abril de 2011

3698.- MANUEL RICO


MANUEL RICO


(Madrid, 1952). Poeta, narrador y crítico literario. Es autor, entre otras obras, de las novelas El lento adiós de los tranvías (1992), La mujer muerta (2000), y Trenes en la niebla (2005). Como poeta, son de destacar sus libros Quebrada luz (1997), El muro transparente (1992), La densidad de los espejos (1997), que mereció el Premio Juan Ramón Jiménez, Donde nunca hubo ángeles (2003), accésit del Premio Jaime Gil de Biedma, y De viejas estaciones invernales (2006). Ejerce la crítica de poesía en el suplemento Babelia del diario El País. Es autor de Memoria, deseo y compasión (2001) sobre la poesía de Vázquez Montalbán y de varias ediciones críticas de poetas contemporáneos.


I

Casi un preludio
El viento se deshace
en el bosque que se alza entre los nombres
que dan felicidad o nos asustan.
Es el viento de las habitaciones conocidas.
El de los autobuses de la tarde.
El de las bibliotecas huérfanas y el de los sótanos
de la ciudad que sólo tú conoces.
El de las barcas sin destino, despistadas
por brújulas dementes, soñadoras
en la tarde más sola.
El viento de las chozas y de los pozos y de los hospitales.
El de los desvanes polvorientos de todas las infancias.
El de las tabernas sin memoria, muertas
el mismo día que borraron calle y barrio y años de devociones
y de alondras.
El de las cocinas y el de las alacenas. El viento de la madre
y el de las mujeres que asoman a la lluvia
la mirada infeliz o el labio triste.
El viento
de la orfandad de Benjamin y el viento del exilio,
de nocturnos de hollín en la Francia del sur
del año 39,
el de los túneles de trenes olvidados, el viento de la carne
que con la edad flojea, el de las jaulas
y el de las celdas solas, el de la niebla
sobre estaciones de montaña o en valles solitarios,
el que orea los mimbres en remotas praderas.
El que llora y es ciego. El que ríe y vislumbra
una piel intocada y a la espera.
El viento se deshace
en la orfandad sin tiempo que vive el sustantivo,
en el lugar nombrado o en la tierra
de lo innombrable, de lo deshecho o roto, de lo humillado.


II

Fugitiva ciudad
La voz bebida, la voz acariciada, la voz
llorada.
                                             El ronco terciopelo
de aquellas noches
que nunca terminaban, o el pronombre nosotros
y la niebla y el frío y los bolsillos
vacíos de monedas y repletos de vida,
de crepúsculos de pana o de vaqueros,
de coñac bien caliente y de extrarradios,
de vida irrepetible y de extrañas banderas
compartidas.
                                           Nunca la voz
fue tan propicia, se acopló de este modo
al aire de la calle, al temblor de tu mano,
a la noticia apresurada
de un forzado retorno, cuando ya eran las diez,
a las habitaciones de la infancia.


III

De la orfandad completa
A Águeda Lucía (1920-1998), la madre.

El aire lleva indicios
de los días inestables donde habita
la primavera rota de la madre, la primavera
que nunca llegaría —ella soñaba,
en los pasillos de la muerte
de una casa prestada, jamás suya,
la floración de los frutales y la lluvia de abril—,
los días de aquel marzo de mil novecientos
noventa y ocho
que no llegaron pues la muerte
fue el anticipo del silencio, el olor de los éteres y de la metadona,
el frío de la calle y de la noche
desahuciada.
Estabas solo cuando el silencio negro.
Solo con ella cuando el silencio de afilado cristal
fue definitivo, agrio segundo, hueco
de eterna duración.
Solo con el tiempo desguazado
en la casa que no fue nunca suya ni de nadie.

Hay días que se sueñan y temen, días
que no florecen,
en los que el aire, y la ciudad, y el agua,
se llenan de silencios y de niebla,
te saben a infancias ya prescritas y a bufandas de lana,
a mantas que no sirven, a días casi inmóviles
de pócimas inútiles: como aquel de febrero
de la orfandad completa y de la madre rota
de mil novecientos
noventa y ocho.

(Manuel Rico. Fugitiva ciudad.
Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández.

Madrid, Hiperión, 2012)




Aquel junio maldito

“vive en este mundo
cual si fuera la casa de tu padre”
Nazim Hikmet

Fue una primavera mejor de lo esperado.
Muchos años después, quizá una eternidad
más tarde de tu sueño
-roto, como la juventud, por tiempos de ceniza-,
volvió la claridad: Madrid era una fiesta.
Otra vez era abril y era en mil novecientos
setenta y nueve: yo te supe, padre,
redimido, cercano a la quimera
que fermentó en tu noche de terror y de frío.

Fue un abril diferente sin embargo.
Las esquinas ardían de palabras
ocultas desde antiguo en desvanes en sombra.
Bebiste de su luz. No estabas solo.
Contigo la bebimos los más jóvenes.
Tu mirada de asombro aún puedo contemplarla
en esa latitud, que a la muerte traiciona,
de la fotografía:
la tengo frente a mí.
Es un dolor de piedra contra la madrugada.

Mas huyeron los días de aquella primavera
hasta estancar la luz en un junio maldito.
Fue en la noche, cuando huelen
las madreselvas y los amantes buscan
la oscuridad del descampado, las viejas estaciones solitarias
y el verano prepara su cielo más estricto.

El aire, en un instante, mudó en nieve. Y el abismo
se apropió de tu voz y la hizo suya.
La primera conciencia de la muerte
vino, padre, a traición, a visitarme,
y volvieron el frío y la ceniza,
y viajaste a esa patria
donde las flores muertas nos hablan del vacío.

Han pasado los años, muchos años.
Todavía huelo los algodones
y el aire absorto de la madrugada,
y escucho todavía tu voz quebrada y última, esa voz
que me arrancaba el mundo
que los dos levantamos contra la soledad, contra el silencio
de los días difíciles, que me entregaba
una orfandad adulta tan de pronto,
un desierto de sueños, el llanto seco
frente al absurdo.

Pero hoy, padre, regresas. Sin avisarme, abriendo el toldo
de esta noche penúltima del año,
como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, como
si en este tiempo interminable
se hubiera convertido mi orfandad
en un lugar soñado.

(De La densidad de los espejos. 1997).



El poeta delgado


Fotografía de la propia memoria: Blas de Otero,
en el centro del corro, en un almuerzo colectivo
el 1 de mayo de 1979 en la Casa de Campo.

(De un reportaje biográfico aparecido
en una revista literaria).

Cuentan las crónicas que aquel poeta
de extrema delgadez y cabellos de nieve
jugaba al dominó.
En el bar de las siestas y las tardes de tiza,
con sus dedos exiguos cansados de palabras
tanteaba la urdimbre de los números simples.

Aquel poeta
fumaba con exceso y en el humo
empastaba la historia que nos fue arrebatada
y vivía en la niebla de tabaco y penumbra
la soledad helada del granito, el sueño
delgado de los que nunca sueñan,
la posesión herida del lenguaje.

Hoy lo recobro en este fotograma
de la memoria entusiasta y del deseo intacto:
mayo crepita de claridades rojas: es la Casa
de Campo y el poeta ha acudido
a respirar el sueño, a contemplarse
en el espejo aturdido del nosotros, tú lo ves
en el centro del corro, y él no canta
quizá porque en sus ojos
hoy no navega la canción sino un pabilo
de tristeza: acaso
se piense enfermo, envejecido, y tú lo ves
dolorosamente cano, delgado hasta lo infame,
la piel buscando el hueso
donde tiembla el abismo.

Pero sonríe. El poeta delgado
nos mira ausente y nos sonríe
con la mirada hueca —quién sabe qué palabras
ha advertido en el aire, o tal vez sólo sea
la borrosa luz del Guadarrama, un sueño
de purísimos ríos, de cumbres solitarias y ciervos desbocados
para curar su pecho
severamente roto, o quizá viejas iras
en nuestra voz más joven, tanto como esa fruta
que una mano le ofrece
entre enseñas que el tiempo declarará vencidas—
mientras la luz derrama
oros debilitados en los viejos pinares.

Oyes
su silencio de tierra. Escuchas
su latido de viento en sus ojos de tierra.
¿Por qué
ves tierra en sus ojos y no la crepitación
oscura de su voz de llama?

Recuerdas hoy
aquellos ojos duros, recuerdas
haber adivinado
un resplandor de ausencia en esos ojos duros, una
rara quietud y hoy sabes
que el poeta delgado
no te miraba, sus pupilas
no miraban a nadie,
traspasaban la luz y las banderas,
iban en pos del hueco y la ceniza, acaso
habían entrevisto el territorio
del musgo y del silencio, de las flores exangües,
de la muerte sola.

(De Donde nunca hubo ángeles. 2004)



La casa de los fresnos


A esta casa llega, a veces, el viento.
Llega lo inacabado, llega el tiempo, y la espera,
y el reloj inútil, y el alma de los campos, y llegan
las montañas y el silencio indeciso de la nieve,
y el barro y la madera, llega
la memoria, amada, llega
la memoria.

Esta casa, la de los fresnos
y de las lluvias,
tuvo en su arquitectura, mucho antes
de ser teja y ladrillo,
un padre soñador de sueños rotos,
tuvo
la lectura primera de Madame
Bovary en noches de verano de finales
de los años ochenta, tuvo
novelas inconclusas, poemas
no acabados, pájaros, cemento,
un huerto muy precario
y pequeños erizos sobre la hierba seca
en las noches de agosto en que los hijos
descubrían el mundo y bebían la niebla.
y eran niños y a veces nos hacían
tan niños como ellos.

Esta casa
es la casa de las tormentas y del olor a tierra
mojada y a rastrojo, es la casa
de la memoria enferma de la madre,
la de las moras ennegrecidas
de setiembre. La casa de los caminos
y de los montes ocres, del endrino
cuyos frutos morados
hablaban del invierno
en las puertas de octubre, cuando el frío
era sólo sospecha.

Es la casa
que soñó mermeladas y hortalizas
en veranos remotos, la casa
del níscalo y las lluvias tardías de noviembre,
de las noches al fuego, del fuego
y de las brasas, de la mesa
camilla y del brasero.

Esta casa,
la casa de los fresnos
es la casa de las orugas del color de las hojas,
la del porche vivido
en las noches de julio de mariposas calcinadas
en la vieja bombilla.

La de la leña
cortada, la del aroma
de la arizónica y del cedro, la de los pájaros
que inauguraban
la mañana de abril y los asombros
del hijo que descubre
el aire y sus olores
y la sombra del águila en la altura,

Casa de las celebraciones y de las tardes lentas,
del jardín alfombrado de hojarasca.
Mi casa. La casa. Nuestra casa.



Noticia del río


Una vez tuve un río.
Fue una tarde de abril, cuando el crepúsculo
destilaba en el aire un tardío destello
de crueldad y mis ojos se apropiaban
de la lengua de agua que, entre juncos y sauces,
lamía el precipicio junto a la carretera.
Fue una imagen de paso.
Sospeché que era efímera y temblé.

Después, de vuelta a la ciudad,
me asaltó la certeza: el río
se perdía en el tiempo, era tan sólo
hora truncada y muerte.

Pero el poema, ese lugar extraño
que a veces ilumina la tierra donde fuimos,
hoy lo aviva con ese alto fulgor
que da la truculencia del recuerdo.

Decir que tuve un río es una muestra
de la deformación de la memoria: hoy es mío y no entonces.
Hoy las palabras trazan el río que perdí,
encienden sus orillas, redescubren
la luz que estremeció sus aguas: Es
la dádiva secreta del poema: una deformación de lo vivido,
un relumbre de lo nunca vivido.
Así, la densidad del hombre hurtado
al rí o de la Historia;
o la fiebre con que un adolescente
se empeñó en construir
una noche de carne para espantar el frío;
o la mujer que siempre perseguimos
por parajes de bruma, por domingos
hechos de desamparo y sin crepúsculo.

De: Poetas en blanco y negro. Contemporáneos



Imagen de sarajevo


Alguna vez sabremos por qué en ciertas mañanas
hay un olor a pólvora y a sangre
junto al rosal que crece en el jardín?
¿Por qué con ese olor cuyo origen ignoras
un muro destruido se erige en tu recuerdo
y hay un niño sin ojos en medio de la calle
y postes telegráficos
cruzando, como escombros la calzada?

Si tú eras el más sabio de la infancia,
el que tenía los ojos en su sitio,
no ese niño que huye con espanto y ceguera,
sino el feliz, ¿a qué ese olor a pólvora
en la rosa, esa imagen de luz desbaratada,
ese paisaje muerto de postes derribados
en calzadas inútiles?

De: La densidad de los espejos
Premio Juan Ramón Jiménez 1997


Antigua tierra
En la región perdida que llamamos infancia,
en ese territorio que viejas lluvias hunden
en vagos claroscuros, dicen que desde siempre
nos aguada, con ropa de domingo,
una diosa cruel a quien llamamos
dicha o felicidad, qué importa el nombre.

Mantienes la conciencia de haber sido inquilino
de tan huidiza estancia porque a veces,
cuando el presente aplica sus decretos,
la memoria te vence y te convocan
presencias de aquel tiempo,
rostros que te dejaron
inerme ante el empuje de los años.

Y siempre, cuando intentas
conjurar la orfandad y los reclamas
no tardan en huir al refugio que habita
entre los pliegues de la inexistencia.



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