sábado, 19 de febrero de 2011

JOAQUÍN MÁRQUEZ [3.086]


Joaquín Márquez Ruiz 

Nació en Sevilla (1934), ciudad en la que residió habitualmente hasta que, en 1984, abandonando sus anteriores ocupaciones profesionales, se trasladó a la playa de las Tres Piedras –Chipiona– y, posteriormente, a Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).

Desde 1974 hasta 1979, en que se interrumpió su publicación, dirigió la revista de poesía Cal.

De su obra poética, Carlos Bousoño ha destacado la “originalidad, inteligencia e intensidad”, mientras .Rafael Montesinos asegura: “No es corriente en nuestro tiempo encontrarse con una voz tan clara, auténtica y, a la vez, tan honda y conmovedora”.
Su extensa producción poética ha sido recompensada con numerosos premios (Boscán, Ciudad de Barcelona, Ausias March, Miguel Hernández, Ricardo Molina, Feria del Libro de Madrid, José Hierro, etc)

OBRA PUBLICADA

Poesía:

Hay tiempo de nacer (Col. Angaro. Sevilla, l973). Los pies de las estrellas (Col. Aldebarán. Sevilla, l974). Premio "Aldebarán".La casa navegable (Col. Angaro. Sevilla, l974). Premio "Ciudad de Barcelona".El tren desnudo (Col. Alamo. Salamanca, l974) Premio "Alamo".Pasos en la memoria (Col. Ausias March. Gandía, l976). Premio "Ausias March".Albergue para noctámbulos (Col. Angaro. Sevilla, l978). Accésit Premio "Angaro".Etiqueta para pieles humanas (Col. Leopoldo Panero. Madrid, l978). Solo de caracola para un amor lejano (Col. Premios Boscán. Barcelona, l978).La lluvia traducida (Col. Dulcinea. Madrid, l978) Premio "Ricardo Molina".La aguja sobre la piedra (Col. Adonais. Madrid, l982) Premio "Pérez Embid".Todo mortal (Col. Premios Villa de Rota. Rota -Cádiz-, l983).Substancia fugitiva (Endymion. Madrid, l984). Premio "Miguel Hernández".Cristal de Bohemia (Col. Premios Leonor. Soria, l985).Fe de erratas (C.A. Municipal de Pamplona, l985) Premio "Arga".Plantaciones de lúpulo (Col. Premios Blas de Otero. Majadahonda -Madrid-, l989).Clave de espumas ( Col. Premios "Tiflos". Madrid, l994)De tanto amor eterno (Antología de poemas de amor l973-l99O. (Renacimiento.Sevilla, l992).Libro de familia (Endymion. Madrid, l987) Premio "Feria del Libro de Madrid".Por selva oscura (Endimión. Madrid 2001) Premio Aljabibe. Album de seres perdidos (Diputación Provincial de Soria 2002)Bajo las cúpulas doradas (Libros del Malandar) Sanlúcar de Barrameda 2004)Puente de los suspiros (Colección Melibea) Talavera de la Reina 2005 Dibujado en la nieve (Algaida) Premio Ciudad de Badajoz 2005 Fábulas peregrinas (Universidad Popular) Premio José Hierro 2006)

Novelas:

Reconstrucción de la niebla (Hiperion. Madrid, l984).El jinete del caballo de copas (Espasa Calpe. Madrid, l987). Premio "Andalucía” De un gorro color limón (Col. Premios Castilla-La Mancha. Madrid, 1990)La música de don Juan (Algaida. Sevilla 1999) Finalista Premio Ateneo de Sevilla.


Antología poética
Joaquín Márquez

El tren desnudo



El jarrón

El viajero recuerda
que aquel jarrón azul que se hizo añicos no tuvo sangre.
Cayó como una flor de lluvia, hasta que el suelo
abrió sus gotas en añil, mostrando
las desnudeces del vacío.
Breve
granada de color, y una estampida de ciegos saltamontes.
Después silencio y barro
en estrellas sin norte —igual que antes
de que Dios nos tocara—. No resultó difícil
congregar su pasmado firmamento.
Cuando alguien, al barrer,
se llevó aquellos trozos desahuciados
sin que se descubriera
el embrión de un grito, giró sobre el instante
un tenue escalofrío; como el ala
de algún presentimiento.
(Quién sabe si la prisa
de aquel momento oscuro se llevó a la basura
un hermanastro azul que no tuvimos).


Regreso

Abre los ojos.
Ya está de nuevo en casa
Una hilera de besos
hace guardia a la sombra del manzano
y una sonrisa grande
le ladra conociéndolo.
En la tierra
del jardín, donde antes florecían
los ojos de los niños,
aún le espera la última comunión del pequeño.
Y el jarrón más azul que la desgracia
está entero en el centro de la mesa,
ofreciendo su vientre de payaso
al aire.
Todo sigue en su sitio.
Pero el viajero no comprende.
Trata de entrar. Abre la puerta.
Y está saliendo siempre de su casa.



Albergue para noctámbulos


Encuentro en la oscuridad

El canto matemático del grillo
pone un reloj de ausencias en la estancia
mientras la noche acorta la distancia
recogiendo caminos en su ovillo.

Grita en la cesta el cráneo del membrillo
desde la vanidad de su fragancia,
sumando a mi ignorancia su ignorancia
con un rebuzno triste y amarillo.

No sé si el fruto o yo estamos despiertos,
pero sé que lo miro y que me mira;
Yorik los dos en tiempos diferentes.

Late en el grillo el pulso de los muertos
cuando tomo el membrillo y —¿quién delira?—
visto su calavera con mis dientes.


Pescador

Llego cada mañana cuando acabo
de recoger mis redes, .pongo el viejo
pez-corazón-reloj tras su aparejo
latiendo todavía. Luego, esclavo

de la costumbre, me desdoblo; lavo
mi imagen sobre el agua del espejo
y un mítico naufragio borro y dejo
correr por la riada del lavabo.

Piso firme la orilla. Me despido
del silencioso pescador desnudo
que se queda en las lindes del olvido

Y al sueño vertical que me delata
amarro por el cuello con el nudo
marinero sin mar de la corbata.


La ducha

Hace calor. La ducha. Y apareces
—desnuda claridad— como una espada.
Y me dejas la carne traspasada
cuando a la lluvia, sin rubor, te ofreces.

El agua pone el río y tú los peces.
Yo no sé qué poner. No pongo nada
más que un corvo deseo; una mirada
como un puñal que clavo muchas veces.

Y el agua cesa y se acrecienta el fuego
cuando la piel recorres con cuidado
agotando tu aseo y mi paciencia.

Y miras, y te ríes, y hablas: ¿Luego?
No, luego no, mujer. Ahora el pecado,
que ha sido mucha ya la penitencia.



Etiquetas para pieles humanas


Joven desnuda ante el espejo

No salgas que hace frío.
Deja a la noche donde está. Las fiestas
son un engaño torpe por el que se acostumbran
los cuerpos al cansancio. Quédate en ese aljibe
ahora que eres tan joven, ahora que no hay madrastra
capaz de conminarte a inclinar la sonrisa.
No salgas que han dictado leyes contra la música
de las ondulaciones, y cercenan gladiolos
por todas las esquinas. Que han abierto el olvido
y urgen, con agujeros, la piel de los zapatos.
No salgas. No te asomes al balcón
de ese traje de noche, o se te irán los pechos
a cazar golondrinas por el país del mirto.
Quédate en ese arroyo que se muerde la cola,
que desemboca y nace para ti y tu desnudo.
Deja sola a la noche columpiarse en su miedo.
Deja a los bailarines que desangren sus tangos.
Deja que el whisky archive su pena en los vencidos.
Déjale libre el día a tu ángel de la guarda.
Y sigue duplicándote para engañar al tiempo.
No salgas. No hagas caso de guiños fluorescentes.
Agárrate a ese espejo. Sujétate con clavos.
Si sales esta noche te morirás de prisa.
Que ya están escondidas por todos los rincones
las ancianas que vienen a mustiar los espejos.



Etiqueta para una desconocida que bosteza

El tedio es un aviso. Los ojos tan oscuros
le dicen a la muerte que hay dos puntos y aparte,
y que, aunque luego siga,
la vida se detiene ahora, en este momento.
(El aire halló un estuche donde esconder sus joyas
para escaparse luego, a lomos de un suspiro).
Habla un idioma triste que no es inglés, ni tiene
parecido con otro que sepan las ardillas, las águilas reales,
los cazabombarderos, si acaso los arcángeles
cuando andan de amoríos, o el vientre de la tórtola
cuando empolla capullos rellenos de guitarra.
Todavía no había amanecido la majestad del diente.
Bostezó. Se hizo sueño. Y se perdió de pronto.
Y de pronto aparece soleando el paisaje.
Y habla con las primeras palabras que se encuentra.
Y se toca los ojos por saber si volaron.
Y ya todo en su sitio
y en su lugar la muerte,
me mira y se columpia despacio en mi sonrisa.



La lluvia traducida


Quien inventó el amor

Quien inventó el amor,
creó desnudo el cuerpo
y dio al tacto semillas precursoras.
Imán
para los ojos. Eva lo supo a tiempo;
sólo puede ascender hasta los dioses
lo que perece. Nuca hubiera
servido a la pasión un cuerpo eterno.


Breve viaje al sueño


I

Se muestra nebuloso —torpe niño de arena
concebido en la playa—.
Descubre otro dogal en otra dimensión.
Dejadle. Que otros abran las puertas de las calles.
Que nadie tome un trago de cerveza
hasta saber si nacerá varón
o tristeza de agua o vaso de alfarero.
Ya no encuentra los ojos que tenía.
¿Qué perro le ha comido la mirada?


II

¿Es seguro que el sueño
va a devolver un hombre?
Se marchó confiado.
No extrañó ese camino de cristales oscuros.
La idea, blandamente, la carne, despaciosa,
poco a poco alimentan
claridad de otro espacio. Podría derrumbarse
por una arquitectura vegetal,
por un plinto de garras sucesivas.
¿Un objeto es un sueño que no pudo volver?


III

Abierta la ventana de lo imposible,
una inquietud araña las hormigas
de la mente.
¿Podrá resistir otra noche
esa fría oleada,
lluvia de sensaciones insidiosas?
Hay que esperar paciente,
como cada mañana, que los ojos
vuelvan de nuevo a casa.


IV

Oscuro entró. Ahora gris,
vuelve de un tiempo muerto
—el corazón o pez viscoso, irremediable,
se lo anuncia en el peso y en el fallo cardíaco—.
Ya le tallan las manos. Ya le pintan los ojos.
Ya preparan sus gestos para dejarlo al borde
de aquel naufragio antiguo.
Se despidió de la ciudad dormida
donde reposa el traje —sin condecoraciones—
que lo vistió de célula incolora.
El asombro señala en los relojes
su paso por la magia. Y vuelve.
Pudo llegar por la línea del ángel,
o por la más directa del gusano,
o quedar en el tren gastado de la nada.
Pero vuelve en el hombre.
A toda prisa
se arranca las ortigas de la noche
para que, todavía, no le crezcan
interminablemente.


Un zapato en el suelo entre el orden y el desorden

I

La mirada equivoca;
risas por mueca, besos por carmín,
fuego por luz.
Un punto
visto desde el batracio,
sólo haría aumentar la confusión.
Y seguimos buscando situaciones
definitivas, cuando
ni suelo, ni sillón, ni ropa,
ni zapatos, ni muecas, ni recuerdos,
son más que alguna trampa
en un tiempo, sentido, o mirador, distinto.


II

Una flecha de luz le marca el rumbo
a la mirada.
Ropa
y claridad ocupan el asiento.
Tallado por la mano del ambiente,
el momento se fija, ya infinito.
Una pulsera puede
transformar en su circo los elementos
—sillón con ademanes
de elefante dormido entre las cosas—.
¿Se desordena el mar porque la tierra gira?
Poco a poco, las luces van cubriendo objetivos
hasta alcanzar los límites.
Sobre un zapato olvidado en el suelo ¿quién diría
que pudo alzarse el trono de un cadáver?


III

Cerca de la ventana hay ropa.
Una pulsera
dio santidad al rostro del asiento.
El caos tiene un orden en el instante.
Abrigo
que ya se ha desvestido de nosotros.
Siguen recuerdos telefoneando —¿aquel zapato
de Cenicienta se perdió en la magia?
¿Quién desciende? ¿Quién sube?
Al otro lado viven los murciélagos;
si desnudas un pie, allí lo visten.
Esta duda es vivir. Hay que agarrar
la rama del instinto.


IV

La ropa allí. Ventana
diciéndonos sillón. Por el zapato
¿sabemos que hubo un pie? Al menos tuvo
alguien su referencia. Todo va sobre un punto
y aparte en el espacio.
El túnel se oscurece hasta hacernos perder
el rumbo. Abrir los ojos es igual a cerrarlos;
la duda maestra es de la ignorancia.
¿Decimos, fin? Ya estamos al principio.


V

Una flecha de luz
¿ocultará el camino a la mirada?
Llamad urgentemente a los periecos
el mar se va a caer y no lo saben
¿Tienen allí
su verdadera sombra nuestros cuerpos?
¿Circulará también la sangre por la izquierda?
El zapato es ahora un puntapié de duda.
¿Cómo encontrar el orden entre tanta
confusión y verdades tan distintas?




 La aguja sobre la piedra


Puerta del perdón

Llaman. ¿Quién va?
La sombra
ha posado sus dedos en el amplio
aldabón. Almohades
son los ecos que rizan las piedras y sostienen
tensas las bridas
del siglo XII, aquel terco y ruano.
Amigos son el bronce y el alerce
bajo el anillo que desposa al viento.
¿Quién va? ¿Quién va? La sombra;
un reverso de luz que hace medallas
y escribe y no repite
el nombre de Allah en vano.
Sombras, sombras.
Preguntas sin respuestas; dardos fríos
contra la eternidad.
También es ciego
este alarife que reparte gloria
y se sujeta al muro soportando
la embestida del tiempo y sus achaques.
No vencerá el cristiano. Esta batalla
la ha perdido el rey santo contra Allah.



Virgen de los Reyes

Siglo XIII

Locos, pobres, tunantes,
cornudos, sifilíticos, borrachos
—la Virgen de los Reyes
ya aparece en la puerta de Los Palos—,
mudos, verdugos, viejos,
mendigos, invidentes, maniáticos
—la Virgen de los Reyes
le deja al sol de agosto usar su manto—,
enanos, drogadictos,
negros, negreros, ricos, cojos, mancos
—la Virgen de los Reyes
lleva al hijo de Dios en su regazo—,
tramposos, seducidas,
violadores, violentos, desahuciados
—la Virgen de los Reyes
está enseñando a Dios a abrir los brazos—,
herejes, prostitutas,
blasfemos, judas, inclementes, sátiros
—la Virgen de los Reyes
tiene un hijo que sabe hacer milagros—,
lesbianas, sodomitas,
masoquistas, rufianes,
asesinos, coléricos, ingratos
—la Virgen de los Reyes
va levantando un palomar de aplausos—,
cojos, mudos, mendigos,
viejos, pobres, borrachos,
sordos, blasfemos, ricos,
seducidas, enanos,
herejes, prostitutas,
lesbianas, locos, santos, santos, santos
—la Virgen de los Reyes
vuelve a cruzar la puerta de Los Palos.



Matusalén

Enrique Alemán, 1483

La imagen del anciano en el cristal
cumplió ya cerca de quinientos años
y sigue delicada y transparente.
¿Halló
el maestro vidriero aquí la fórmula
para la eterna juventud? Si fuera
así, escogió un modelo bien probado.
No en vano el patriarca
fue centenario —cuentan— nueve veces.
Pero si acaso el tiempo hubiera decidido
la eternidad para esta imagen,
no os dejéis engañar; sólo estaría
mostrando eternamente, sobre un viejo
reproducido en vidrio,
la condición de todo lo creado
que aún permanece: su
fragilidad.


Llave

Sacristía Mayor

Según la tradición, ésta es la llave
que el rey moro Axataf
entregó al rey Fernando.
El hierro aquí
no es importante;
nunca abrirá una puerta. Y, sin embargo,
si esta llave no hubiera
sido entregada en las reales manos
de Fernando III, ahora las piedras
de la gran catedral serían otras
y estas líneas, un hermoso dibujo
como el que está en las guardas de esa llave.


Inmaculada Concepción

«Piu vale la tua gamba che il mio San Cristoforo»
(M. P. de Alesio a L. de Vargas)                

Mirad cómo la Virgen se levanta
sobre el frondoso árbol genealógico
que, en el Edén, fundaron con caricias
nuestros primeros padres. Contemplad
a los santos patriarcas componiendo
sus ramas firmes,
a Eva
con el pecho desnudo —se presiente
la leche tibia y fértil— junto al cuerpo
musculoso de Adán.
Pero prestad
atención a esa pierna
de Adán que Luis de Vargas modelara
con la delicadeza
de quien sabía adonde nos llevó.
Ved que no está pintada en posición de fuga.
Aparece en el cuadro
para mostrar al mundo, sosteniendo
el edificio de la fe y el arte,
cómo pudo un pecado
ser abuelo de tanta maravilla.

Santiago en la batalla de Clavijo

Juan de Roelas, 1609

Una vez y otra vez alza la espada
Santiago.
Las cabezas
sarracenas, maduras de terror,
ruedan bajo los pies de los caballos.
El tajo ilustre aparta
miembros, divide cuellos. Por la tierra,
la sangre saca moldes a la herradura.
El grito
y el asombro conmueven las filas mahometanas.
¿Quién es este demonio?
Milagrosa es la escena. Respóndeles Allah.



Inmaculada con el retrato de Miguel Cid

Pacheco, 1620

Inmaculadas hay en este templo
de estilos varios. Todas
van sobre otras figuras apoyando
su majestad. Algunas
son de artistas anónimos; sus nombres
pasto de olvido fueron. Otras llevan
firmas egregias: Zurbarán,
Murillo, Luis de Vargas...
Pero hay una
Inmaculada singular. En ella
Miguel Cid —fue poeta, hoy desterrado
de las antologías— aparece
con sus versos camino de la gloria,
adonde ya llegó por mano de Francisco
Pacheco y con la Virgen de intercesora. Así
cualquiera.

Adán y Eva

Duque Cornejo. Armario Sacristía Mayor

De una madera noble.
Había árboles,
sin duda, en el Paraíso
de tan buena madera como ésta,
pero los dioses son
caprichosos; todo lo hacen
porque sí.
Adán y Eva prevalecen
sobre una puerta y son hermosos.
Abrid, dioses, abrid. Probad de nuevo.


Crucificado de marfil

Alonso Cano. Sacristía Mayor

Debió ser una historia de sangre —perseguido,
la jauría detrás, el rastro denso,
la inmensa vida, el corazón buscando
un hueco, el barritar del miedo, la esperanza
de escapar por la fuerza,
el acre olor del hombre, la misión
sagrada de un colmillo incomprendida.
Nadie
consultó su deseo.
Fue
pedestal de milagro, mas lo cierto
es que debió morir como no quiso.
Alguien una mañana o una tarde
puso frente a sus ojos toda la muerte junta.
Y ahora el crucificado
que al mundo vino por salvar al hombre
tallado en su marfil se muestra al mundo.


Sacristía Mayor

Tras el cristal de la vitrina pueden
verse tablas, arquetas, cálices, medallones,
cruces y urnas, en oro, plata y piedras preciosas.
Contienen las reliquias de: San Bartolomé,
San Félix, Santa Bárbara,
San Isidoro, San Leandro,
San Tadeo, San Blas, San Pedro, San Lorenzo,
San Servando, San Agustín, Santiago
el Menor, San Germán,
San Laureano, Santa Rosalía,
Santa Úrsula, San Agapito, San Teodoredo,
San Celestino, una
de las once mil vírgenes y el brazo
diestro del Papa San Clemente.
Todo
es parte del tesoro
que se fue acumulando año tras año
y que un mal día
se ha de perder. El día en que una voz
ordene la reunión de la ceniza.
Si no ocurre un milagro.


Seises

Poniendo gracia en sus pies,
con diez peones de lujo
juega Dios al ajedrez.
Hay alfiles y caballos
en el tapiz que los seises
van tejiéndole al espacio.
El Rey está en todas partes.
Y la Reina vigilando
desde todos los altares.
¿Quién va a ganarle este juego
si es suyo el tablero y suyos
son también los movimientos?
(Al salir, nos vuelve a dar
jaque mate con la torre
que guarda su catedral).


Han llegado los bárbaros

Han llegado los bárbaros.
El grito
recorre la ciudad.
Una corriente eléctrica sacude
el espinazo de diez mil caballos, cuando Ataúlfo
al frente de sus huestes se detiene
ante las piedras que el verdín corea.
Suevos, alanos, vándalos, gente del Norte —todos
de algún norte serán, pues todos hablan
con voz de intensa lluvia—, van dejando
aurigas y caballos, previo golpe
de billete contado receloso,
a la puerta. Desfilan,
renqueantes algunos, tras el jefe
que empuña un yes con filos y señala
la cueva con su inri de cincuenta pesetas.
Beautífules
muros dan acogida al gres de asombros
con que adornan sus rostros. Y, despacio,
la tierra conquistada ya penetran y apartan la penumbra
condescendientes con el siglo XIII.
She is the Virgen de los Reyes. Oh.
She is the Concepción lnmaculada.
Revoloteo —manos que comprueban en el bolso y suspiros
de alivio. No forgotten la píldora—. This is
the Custodia; trescientos
kilogramos de plata nos contemplan. Here's Colón
que fue y volvió cargado de tinieblas
en su quinto viaje. Ah, San Fernando
...quebrantó y destruyó a sus enemigos...
No le temáis, infieles, que hoy descansa.
Volvamos por la puerta de Los Palos.
Si hay suerte, algún suicida
ofrecerá su número excitante.
Y los bárbaros salen deslumbrados por un sol de justicia
que pone precio —en oro— a sus cabezas.



Luna en cuarto menguante

La torre ha vuelto al Islam
hoy que media luna brilla
sobre el viejo pedestal.


Noticia

En los cimientos
de la que fue esplendor de cristiandad,
antes de que viajáramos a lejanas estrellas
y se helara por días el corazón del mundo
XLIII —hace un millón de lustros—.
se han encontrado restos.
Aquel hombre
que preparaba trampas hermosísimas
para atrapar a Dios sin conseguirlo nunca,
el mismo que aún debía soportar
el lastre de su cuerpo, hoy nos ofrece
una enternecedora herencia.
Entre las piedras
de la que fuera excelsa catedral
en el viejo planeta, se han hallado
restos que le pertenecían.
Un sólido antebrazo —ha resistido el curso
de átomos y milenios— se conserva; en él puede
leerse todavía la inscripción
de un nombre, de mujer posiblemente.
Y era un hermoso nombre: MADEINUSA.


Todo mortal

Noticias de Abdelaziz

Alah, mira a este hombre que reza la oración
del alba en la mezquita sevillana.
Hijo de Muza el vencedor y esposo
de la dulce Egilona (oh, viudedad, antes Rodrigo y hoy...).
Mira cómo levanta hasta la frente su mano poderosa,
cómo rinde los labios, que sorbieron placeres
al nocturno yacer, sobre la piedra en homenaje a ti.
Contémplalo, oh, Alah, que Ixbiliah
madre es ya de este príncipe
árabe enamorado. Y está a tus pies.
Admira esa cabeza elegante y altiva,
que, allá en Damasco, será el presente regio
que reciba el califa Suleimán
en tu nombre.

¿Quién podría acusarte?

Ay, doña Juana de Ponthieu, lozana
hembra, de puntiagudas
y repetidas cumbres, manifiestas
bajo el cuidado arte de la seda.
París
te reconocería; talle
santificado el tuyo por la mano
del rey Fernando, muerto y enterrado.
¿Quién podría acusarte
de haber pecado —esbelto el mozo, tañedor
de sutiles bordones, poco dado
al incienso, rampante
cachorrillo real sobre tu falda—?
Alfonso
décimo, hijastro
también mas comedido, se entretiene
con el verso. Y la luna que contempla es tan fría
como el cadáver de tu esposo.

no tienes vocación para el martirio,
ni naciste mujer para ser virgen, pues sabes
que corrupta es tu carne y que mañana
no admitirá contemplación sin lástima.
¿Quién podría culparte
de que ofrezcas tu cuerpo, ahora que puedes,
a la veneración?


Cerco de Granada

Corre el rumor igual que una serpiente,
por un convento de clausura, corre
y tropieza con pasos asustados,
con gestos desmedidos, con revuelos
de faldas.
Federico,
ese que era poeta y nos contaba
cómo puede la sangre desmantelarse, dicen
que ha muerto. Y era tan joven.
Genio
de la palabra, mágico destilador de imágenes.
Y eso qué importa ahora, era tan joven.
(Las huestes católicas ya entraron
en la ciudad. Parece que Boadill
se ha marchado llorando de Granada).


Muerte de Veneno

El trece de diciembre
de aquel mil ochocientos treinta y dos
fue casi martes pues colofón se puso
a las obras completas de los Siete
Niños de Ecija.
Veneno,
en hábito amarillo —como pócima
para ojos inocentes— ascendía
al cadalso; su nombre
mortal sería de necesidad.
El pueblo
arracimado frente a tal solsticio
de invierno, condensaba
la mirada en el rostro —el gualda sólo
se pintaba en el lino, pues su cara
era carbón de Sierra Morena.
Se contaba,
con un siseo tembloroso,
toda la hazañería del bandido. Aquel
era el gran matador, felino augusto
de la comarca.
Bajo
la rápida presión del torniquete,
el cuello se hizo talle de lirio consumado.
Y un suspiro de alivio surcó la multitud
para consuelo del verdugo.
Aquí
se terminó la historia de Veneno,
dijo el memo de siempre.


Substancia fugitiva

Ha pasado

Ha pasado elegante, firme sobre sus piernas,
con un ritmo de jaca tras las riendas del bolso.
Morena como el alma
del mazapán, viste de arco voltaico
y deja con sus huellas catedrales de chispas.
Ha pasado, imantada la cintura, colgando
su sonrisa en la tarde, sin que una sola sombra
le consiguiera el sol componer en la acera.
Qué importa que no hable, que no me ofrezca nada,
si mueve y le maduran las manos en el aire
y hasta mí llega el tacto.
Ha pasado. Ha pasado
como un tren sin viajeros,
fantasmalmente hermosa, las luces encendidas.


Cima de la Tour Eiffel

Debo ser muy estúpido;
estoy al borde
de la inmortalidad —sólo un pequeño
p
a
s
o— y no me decido.



Encuentro

Ibas posiblemente a alguna cita;
el pelo presuroso, los ojos ya llegados
—¿cómo hubieras podido reconocerme?—. Al verte
me sentí duplicada la memoria.
Fueron cuatro estaciones de metro; las que miden
Stalingrado y Chateau d'Eau —en el agua
se me perdió tu imagen, como siempre—. Saliste
de aquel vagón de metro sin mirarme
y tus manos de música siguieron a tu lado
como gemelas tontas.
Comprendí que eras tú porque al instante
reconocí tu ausencia. Pasó todo
como en un mundo ajeno, como en el sueño de otro,
pero qué me importaba. Tú, vestida
de ti, sentada enfrente, en aquel metro de París estabas
repitiendo la historia. Si no me conociste
fue porque eras muy joven para aquellos recuerdos.


Aeropuerto de Orly

Llegabas coronada de presagios
hermosos, bendecida de tarde. Y allí, en medio
de aquel salón, cargada de un maletín y de los ojos,
iniciabas la cuenta atrás de los abrazos.
Venir despacio a mí, fue tu triunfo;
después pude partirte la cintura.
No sé si el maletín, pero tus ojos
los llevé yo. Ese luto
aún me viste de insomnio por las noches.
Aeropuerto de Orly. Mil novecientos
ochenta. Enero. El día importa poco;
no tuvo muchos días ese año.


Sacré Coeur

Nos arañaba el pecho una guitarra,
allá, en aquella cima.
Eran las seis
de la mañana en Sacré Coeur. París,
tendido a nuestros pies, llegó devuelto
por tus ojos de dóberman; sus luces
me miraban.
Herido
por aquella sonora cimitarra,
contigo al lado, contemplé las piedras
que a eternidad llamaban inútilmente. Nadie
quiso abrirnos las puertas.
Era el séptimo día
de tu estancia en París; Dios descansaba.


Cave du Cardinal Paf

Las llamas se burlaron de nosotros
desde los férreos candelabros. Cave
del siglo XVI; mucho era
el alcohol y era mucha la pasión contenida
(estuvimos a punto de hacer arder París).
Anciana cave, donde se detenía el tiempo, a veces,
y nunca el vino, donde fuimos incienso conducido, lúpulo
del tacto, extremaunción constante.
Gestos,
caricias y palabras,
se hundieron en las sombras movedizas,
se nos mezclaron con el polvo antiguo,
y hoy celebran también su cuarto centenario.
Cave del siglo XVI, donde nada
nos podrá conmover, donde seremos
el frío de otras voces, la evidente
indiferencia, el paso de la cera que ardió.
Consumida emoción que he pretendido
resucitar aquí, sin recordar
que aquella noche arrojamos la llave
de la locura al Sena.


Place Pigalle

Aquí, donde desvisten sus cuerpos las muchachas,
he venido a llorar hoy, muy temprano.
Es una forma de decirte adiós
y buscar un consuelo en los desnudos
que nunca amé.
Ya pasan. Van con su maletín
de baratijas mínimas y urgentes,
como quien va a la plaza con su cesta.
Pasan y me sonríen. Echan un anticipo
en mi gorra de pobre; una sonrisa con sedal. Y tiran,
suavemente al principio, luego con
toda su fuerza, que no es mucha.
Tengo
dolorida la boca, porque nada me dicen
sus cuerpos presurosos. Van pasando seguras,
hoy todavía vírgenes
—es tan difícil esa profecía del sexo—.
Y vuelven por la esquina donde sigo esperando.
Y no me dicen nada porque me ven dormido
sobre las azaleas de tu carne marchita,
más anciana que todas sobre el caballo loco
de la distancia.
Aquí donde desvisten
sus cuerpos las muchachas, me quedo
por si acaso también pasara tu cadáver
y, al ir a desnudarlo, me hicieras una seña.
Y aún nos quedara tiempo.

Reloj

No espero nada y sin embargo miro
el reloj;
útil de envejecer que llevo puesto
como una joya.



Déjeuner sur l'herbe

¿Qué haces ahí desnuda sobre la hierba como
una lámpara?
No es de noche,
ni entienden mis amigos de claridades. ¿Sueñas?
Lo hubiera imaginado sin que tú lo dijeras. Ya sabes,
últimamente sólo por el sueño
coincidimos en sitios como éste.
Entra a vestirte; deja caer alguna ropa
sobre tu piel, pues pronto vamos a despertarnos
y hará frío.



Epílogo bajo un chaleco de punto

Ha pasado bastante tiempo, tanto
como para que aquel eterno amor quedara
reducido a cenizas. Y, de pronto, hoy —ya invierno—,
gracias a tus hermosas y diligentes manos,
compruebo que un calor de esa fecha
sigue intacto en mi vida.


Cristal de Bohemia

LLEGABAS CON LA PRISA
de quien socorre a un niño.
De pronto aparecías por un roto de tarde,
igual que si vinieras veinte veces de un golpe.
Y en mí te serenabas. Colgaduras
conspiradoras (delicadas sedas
compradas en bazares somnolientos)
cercaban aquel íntimo jardín de las delicias.
Sobre una silla urgente
tu vestido caía devanando la gracia.
Después llegaban pájaros de sombra
a los almiares cálidos de las sábanas.
Cuerpo
a cuerpo, hasta la muerte —sin saberlo; tal vez,
buscándola— luchábamos. Y heríamos,
saboreando cada dentellada.
Héroes de una venganza consentida,
fanáticos de aquella desmesurada religión, tomábamos
cada debilidad como una fortaleza inexpugnable.
El estremecimiento de tus pleamares piernas infinitas
y una jauría de agonías lentas
anunciaban el doble suicidio consumado.
Después
alguien entre las sombras decretaba
una resurrección que no entendíamos.

ME OFRECÍAS TU CUERPO
como se ofrece pan a un pobre. Yo, temblando
—siempre avaro de ti—,
lo tomaba y lo iba devorando a la sombra.
Y ahora no sé qué gesto fue más torpe.
Tal vez aquella dicha
murió entre mi avaricia y tu largueza.


AbajoEL MAR
luchaba con tu risa.
Levantaba su verde escalinata
y mostraba tu rostro allá en lo alto,
medalla y contrapunto de la espuma. Después
te dejaba venir hasta el abrazo, siempre
con frío,
como si se cobrara aquel paseo
que te hacía reír con la tibieza
de tu cuerpo reciente y me ofreciera
—ya entonces— su memoria.



OH, MAGIA SIMPLE DE LAS COSAS.
¿Recuerdas
las velas que encendimos cuando el cuerpo
también se consumía? Están aquí,
oliendo todavía a carne por besar, a corazón
desenterrado. ¿Aspiras el aire de aquel tiempo
cuando te nombro? Pude haber sacado entonces
un molde a tus caricias. Ahora vive
esta dócil materia sus razones a oscuras.
Y hace frío. La llama aún podría encenderse;
de aquellos días nos sobró esta cera,
¿o nos faltó esa vida?



Fe de erratas

En la agenda de Alfonsina Storni

32 27 18
24 60 31
19 40 27
33 16 54
35 14 23
(Ninguno era el amor)



Tras el último sueño

Igual que si acabara de tropezar, levanta su estatura,
sacude el polvo que su piel excede
y se apresta a saber quién lo convoca.
Todo es de luz, mas no le han secundado
sus anteojos; mira turbiamente
el diamante purísimo en que el cielo
y la tierra se aúnan. Por su nombre
le llaman y él acude,
aun extrañándole el lugar y el hecho
de encontrarse desnudo, a la llamada.
Benvenuto Cellini siente que toda su vida pasa
por el revés borroso de sus ojos
ante el ser de flamígera tizona
que al corazón le apunta, mientras oye
sólo el duro rigor de la sentencia.
Por un instante —ya sin tiempo, eterno—
parece que va a hablar, mas se detiene,
mira al fulgor intenso que lo enfrenta
y, dando un paso atrás, pone distancia
entre él y el doble filo que su pecho
señala, y grita con insensata decisión:
¡Mi espada!


Coincidencias

Aunque rimbaud escribió una temporada
en el infierno y rilke los sonetos a orfeo
aunque los dos fueron inquietos
viajeros y algún tiempo
gastaron al unísono aunque rilke
utilizó el francés en sus poemas
no consta
que se encontraran nunca sin embargo
hoy yacen
sobre la misma página de las enciclopedias
y una palabra los separa
rima.


Un sueño de Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe
soñó que había muerto; asistía con cierta
curiosidad a la incineración de su cadáver.
Vio cómo sus cenizas se arrojaban al río Potomac.
Dentro del mismo sueño, un gran salmón
engulló aquella pasta gris que el río acercaba a la orilla.
Hasta muchos meses más tarde,
cuando invitado por su tío John
almorzaba en el puerto y una espina
de salmón estuvo a punto de ahogarlo,
no vino a su memoria aquel extraño sueño.


La camisa

Cuelga en la percha igual que una bandera
desahuciada; no hay aire
dentro o fuera que mueva esta reliquia.
Quieta como el fantasma de un armónium,
a veces deja oír algún gemido. El miedo
sigue escondido en ella (el mismo miedo
que un día hizo temblar a Federico),
mirando por los ojos transparentes
de los seis Polifemos que la habitan
a la altura del pecho.


Competición apasionada

Se ha hecho un hondo silencio en el estadio.
De la Cruz se santigua presto al vuelo,
Garcilaso, tensada la ballesta
del músculo, dispone el corazón. Quevedo
palpa la pista de ceniza donde
posa los pies —el frío
ha empañado sus anteojos.
Se oye
—¡Preparados!— la voz
de Larra
unos segundos antes del disparo.



Plantaciones de lúpulo

La casa

Hoy te sentías solo y has querido
volver de nuevo a casa,
no a la fotografía ni a su museo de cera,
sino a la casa donde tu madre debe estar
preparando el lentísimo camino
del aceite en el pan y los tazones
de leche frente al alba.
Y has llegado a la puerta y, de pronto, el dolor
se te sube a la boca, porque todos los besos,
con zumbido de avispas,
te los da la memoria. Se ha disuelto
aquel oro en un tiempo de mercurio, y la ausencia
es el más trágico color. Caminas
por la casa temblando; vas como un alma en pena,
como un ladrón que no encuentra las joyas
y lo revuelve todo. Y sabes que es preciso
que insistas, que recorras
la vieja casa hasta llegar al fondo;
deben quedar las voces, el olor
del espliego, la lumbre
de un cigarrillo haciendo madrugada,
una queja siquiera, pues todo hace un instante
estaba ahí. Y caminas
con desesperación —¿quién va engañarte?
Pero no encuentras nada, ni lo más evidente,
ni un suspiro. Y te aterras, y quieres escaparte;
corres por los pasillos, saltas por las ventanas,
sacudes los espejos, pero eres un ladrón
que no encuentra la puerta para salir del sueño,
un ladrón inocente al que han desvalijado.

Jardines de Murillo

Aquí, en estos jardines, me sorprendió el desastre;
aún sigue la montura de cartón asustada
y conserva el fotógrafo luces de aquella tarde.
Las flores no recuerdan aunque andan de puntillas
todavía y columpian disparos en el aire
junto a la cadavérica tez de los fusilados.
Son los mismos jardines donde buscó mi padre
su sombra compañera; de esa otra guerra tengo
una herida que nadie ha podido curarme.
El álbum de familia me contó algunas cosas
pero las más terribles me las contó la sangre.
Algunas veces sueño que vuelve aquella guerra
y corro entre las flores. La mano de mi madre
me conduce segura camino de la casa,
tan segura me lleva que temo despertarme.
Aquí, en estos jardines, me sorprendió la vida
mientras la muerte andaba descalza por las calles.
En los muros cercanos, donde hoy trepa la yedra,
tocaban los fusiles un solo interminable,
y los hombres caían con música en el pecho;
algunos corazones aún se ven en los árboles.
Aquí, en estos jardines, se refugiaba un niño;
él fue de los primeros que cayó en el combate.


Abajo Misioneros

Llegaban
cargados con sus fuegos, trompetas y altavoces,
como barcos de velas enlutadas.
Y el espacio incendiaban frente al ajusticiado
en la cruz. Por un beso el infierno.
Y los huesos de Bécquer temblaban en su tumba.
Me empuja dulcemente la mano de mi madre
—oigo un rumor: sus alas
arcangélicas— hasta el reclinatorio,
ante aquella señora bondadosa en su trono
sin que atreva mis ojos con tanta majestad.
Rejas y rejas guardan misteriosos leones;
sólo el rugido suena desde las catacumbas,
mientras santos y mártires se reparten los vanos
del altar y del lienzo. A través del cristal,
como una primavera de sangre contra el surco,
brilla la tierra prometida. Duerme el alabastro,
se consumen los cirios.
No encontrando enemigo
las voces palidecen. Hilando ausencia y piedra
consumen las orugas unas briznas de gloria.
Nadie arriba. Los ángeles se cuelgan inseguros
de sus pesadas alas y anochece de prisa
mientras el aire tiembla con un brillo de espadas.
La eternidad comulga sobre el reloj parado.
Y salgo del pulmón ajeno que me oprime
a respirar conmigo, buscando el resplandor
de las calles desiertas, dejando solo al hombre
que teje mariposas en un rincón oscuro
girando sobre su eje como un planeta ebrio.
No, no haré penitencia; no la haré hasta que sepa
adónde va la fuerza de los que mueren jóvenes.
Y aún camino con miedo a que pueda caerme
un rayo en la cabeza. Dejo sola a mi madre
con su índice en los labios, con su velo de fiesta,
arrodillada humilde, cierta de hacer diana
con su rezo, entre monjas, como un débil jilguero
rodeado de albatros, vigilándome ya
desde el próximo vuelo.
Llegaban misioneros
cargados de altavoces, con sus fuegos terribles,
con sus ojos pesados, con sus manos movidas,
como hachas de abordaje.
Procesiones de niños temblorosos mirábamos
aquel infierno próximo, aquella lluvia de astas.
Y el cielo estaba siempre donde estaba mi madre.


Una fecha en la agenda

Siempre es invierno en el recuerdo.
Acaso
una antigua sonrisa que apenas da calor
a la estancia, suaviza sus rigores,
mas hoy no aparece su irónico visaje.
Y ya no importa si fue mayo; ahora
duerme aquel tiempo envuelto en su perfume
o cámara sellada del instante
como un indiferente faraón.
En mi agenda
está escrita la fecha como la última cifra
de un epitafio; torpe
anotación que nunca resucita
ni el color de sus ojos ni su voz de melaza.
Aún aguantarán firme la espadaña
del convento cercano,
y la torre, y el cielo. Y puede que
existan su vestido y los zapatos
que llevaba. La cinta
con que anudaba sus cabellos debe
continuar allí, junto al macizo
de azaleas, cumpliendo
con sus deberes de serpiente.
Siguen
las cosas en su sitio, no se alteran
por una herida, a menos que haya sangre,
ni se dejan vencer por un adiós.
(El recuerdo debió ser un ensayo
juvenil; un anciano jamás prescindiría
de las tres dimensiones).
En mi agenda
está aquel día, inútil para otra primavera,
como la última cifra de un teléfono
que nadie marcará.


Retrato de mujer

I

Hoy me resultaría
fácil reconocerla por aquellos
ojos que el fuego volvía inhabitables,
donde el crimen se levantaba estatuas,
o por su paso elástico de domadora en celo.
Pero la juventud
tiene limitaciones por encima
de la cintura, y era
tan hermoso ofrecerle el sacrificio
de las alas.
Su cuerpo era una larga calle
dedicada a mi frente, y ardí en aquella calle
con mi mejor suicidio.
Un murmullo de prendas
interiores y risas apagadas
eran el rezo, el himno
que se elevaba al sol. Aún no comprendo
la indiferencia de los astros, fríos
en sus jaulas de oro
mientras el campanario de mi pecho llamaba
a rebato y ruina.
Extraño caso
aquel; cómo explicarse
mi avaricia cuando ella no lucía
más joya que su cuerpo
desnudo. Es cierto que pagó
bordándome las sábanas
con sus saltos lascivos
e invernando en mi carne ataviada
de relámpagos.
Sobre
la mesa, donde iba su palabra
mezclándose al sabor de la fruta mordida,
aún conservo la cesta de guardar corazones,
y está vacía.
Quise
buscar su más allá, quise la frente
más alta de su frente, la palabra
de su palabra, el polen
de luna candeal que me dejara
enjoyada la piel de eternidad. Bendita
inocencia: ignoraba
cuánto trabajo da luego el olvido.


II

El cielo es un desván de marchas fúnebres.
Arriba, en lo más alto de los límites,
están las alas de los que ascendieron.
Y ella se acerca en la canción del óxido
y en el temblor de los cipreses. Ella
que llenaba de fiesta los espacios
y daba forma al mundo del silencio
cuando miraba al frente. Dónde están
aquellas tibias manos que, cerradas,
eran dos corazones asustados
y, abiertas, le robaban a la luz
las diez constelaciones de la gracia,
cuando las perlas daban sus burbujas
a los redondos mares del champán
y en el breve mantel nos defendían
de las sombras mil lunas infantiles.
¿Dónde quedamos muerto?
¿Quién nos conoce ahora sin que un nombre
identifique al tacto aquella piel
que ampliaba la sonrisa?
Hoy viste mis sentidos de luto con su abrazo
desheredado, hermana de la lluvia.
¿Y fue el pecho un altar donde la hostia
de la emoción temblaba entre las manos?
¿Con qué voz? ¿En qué plata sucesiva
grabar la invocación? ¿Qué maleficio
conjurar si los dioses desertaron?
Qué próximo el infierno cuando se mira atrás.


III

Tú eras para sentirte, para andarte
como un sendero de impacientes pájaros,
no para reclamarle a tus raíces
una verdad sin flores. Fuegos fatuos,
espejos criminales donde el aire
nos fue difuminando (no es la muerte,
sino la decadencia, lo más triste).
Ni siquiera aprendimos a ponerle
cadenas a aquel tiempo, y ya es recuerdo,
es decir, nada. ¿Nada? Un golpe bajo
al que la suerte ha vuelto indiferencia
pues pudo hacerlo odio. Nada nuestro
queda de lo vivido. Y no es posible,
nos dice la razón, esa ramera
que se acuesta con todos los que sufren
por motivos tan nimios.
Son los dioses hostiles
a que los palpen sobre un cuerpo. Acaso
nos debimos quedar allí prendidos,
como dos mariposas traspasadas
por el mismo alfiler, tentando al cielo
a castigar de nuevo, a repetirnos.


Hablo de tres amigos y un poeta de mármol

«Suceden cosas muy quietas»
(A. Fernández Cotta)                

Hablo de tres amigos y de una larga tarde.
La ciudad era entonces más alegre; los años
duraban mucho, y poco duraba la tristeza.
Hoy puedo ver partículas de esas horas vividas
en el calidoscopio de la memoria; gestos
como breves relámpagos, palabras
entrecortadas, pasos que se traga la niebla
como al día siguiente de una gran borrachera.
Y no bebimos tanto, al menos no bebimos
como si acompañáramos a un condenado a muerte.
Hablo de tres amigos y de una larga tarde
propicia a la locura, donde eran los caminos
herencia del azar (pasó junto a nosotros
una mujer con música, el mundo en la cintura,
sin que se deshojaran sus pestañas de seda).
Las copas de champán nos midieron las horas
con alas de clepsidra y no lo comprendíamos.
Hablo de tres amigos, y un poeta de mármol,
profanando el jardín donde el cortometraje
de un suspiro extendía su desmayo a la piedra.
Enfrente el árbol daba su sombra como un fruto,
descifrando en silencio la entraña de los pájaros.
Para saber la edad de un hombre también hay
que derribarlo.
Miro
por la rendija del recuerdo, acudo
a los mismos lugares, desentierro
una sonrisa de metal, un ánfora
que ya no se cimbrea, una moneda
con fecha. Son los únicos vestigios
de aquella raza alegre,
de aquellos pobladores.
Hablo de dos amigos
y de una larga noche.



Retrato de amigo

«Ved la complicidad de las estatuas»
(José Luis Núñez)                

Como los búhos miran; los muertos no preguntan.
Quedan quietos de pronto, pierden el sol. Camino
detrás de un ataúd más asombrado que triste.
Cuéntame alguna cosa que me despierte.
Suena
un corazón, o una campana acaso,
como un tren que circula
en todas direcciones. Voy andando
detrás de un ataúd como quien duerme
atravesando un bosque.
La muerte de los otros
siempre ocurre en domingo.
Alguien me dicta un verso
que no entiendo, aunque aguanto
su sílaba en mi hombro.
Escucho su palabra; su corazón escucho;
sendero, primavera, mano, sollozo, niño.
Voy mirando las cosas con los ojos de un muerto.
Sobre el hombro sus trajes, sus libros, sus corbatas,
sus confidencias llevo.
Cuando voy a llorar
me lo encuentro riéndose. Era sólo una broma;
él viene y me saluda, me pone sobre el hombro
(sobre el hombro) la mano, se ríe como un niño,
me pregunta por éste, por aquél, por mi vida,
y no sé qué decirle porque no me la encuentro.
Voy con un ataúd corriendo por el campo.
Debe ser una herida pequeña este dolor
porque no sangra.
El cielo se ha vuelto tan azul
que temo una desgracia, pero todo está en orden.
Bailan los pardos gorriones su minué descarado,
las mariposas llevan de seda las entrañas,
y en las enredaderas verdean los gemidos.
Todo está en orden. Brillan los rostros sudorosos,
el polvo apenas toca la piel de los zapatos,
y los cipreses cuentan altas nocturnidades.
Con sus ojos abiertos y amarillos contemplo
lo que ocurre: un teatro. Es eso, era un teatro.
Los aplausos se oirán dentro de unos momentos,
cuando acabe esta escena. Y nos iremos juntos
a tomar unas copas, mientras alguien nos cambia
deprisa el decorado.
Por favor, quiten pronto ese ataúd de en medio.


Semblanza crítica

Joaquín Márquez nació en Sevilla en 1934. Allí residió de forma habitual hasta que, en 1984, abandonó sus anteriores ocupaciones profesionales para dedicarse por entero a la literatura, trasladándose a las luminosas costas de Chipiona y, posteriormente, a Sanlúcar de Barrameda, donde ha residido los últimos años.

Desde 1974 hasta 1979, en que se interrumpe su publicación, dirige la revista Cal. Su poesía, hasta la fecha más de veinte libros, ha sido distinguida con relevantes premios, entre ellos el Boscán, el Ausias March, el Ciudad de Barcelona, el Tiflos o el de la Feria del Libro de Madrid. A partir de 1984 ha simultaneado su ocupación como poeta con su tarea como narrador. Es autor de cuatro novelas, la segunda de la cuales –El jinete del caballo de copas– obtuvo el Premio Andalucía.

A pesar de su nutrida producción lírica, y atenidos a la fecha de publicación de sus libros, Joaquín Márquez puede considerarse un autor tardío, dado a conocer una vez alcanzada su madurez vital y literaria, cuando ya lo habían hecho los principales autores de la generación posterior a la suya. Ello ha supuesto que no se aprecien en sus primeros títulos los normales titubeos expresivos del aprendizaje; pero también ha implicado una cierta desubicación en los sistemas historiográficos vigentes, muy compartimentados y rígidos. Desde que en 1973 publicara Hay tiempo de nacer, Joaquín Márquez ha ido entregando a la imprenta sin grandes pausas un libro tras otro, hasta dar cuerpo a una obra que lo sitúa en un lugar relevante entre los poetas de su tiempo.

Su poesía recibe influjos diversos, de Juan Ramón y Antonio Machado a Luis Rosales, y por supuesto la rica corriente de poesía meridional de posguerra que enlaza la dicción simbolista con un culturalismo matizado y vinculado a la experiencia humana. La temática dominante en su obra es muy variada, y responde a los universales humanos de todas las épocas, atravesados por un cierto tono existencial: el discurrir del tiempo y sus efectos, el arte y su correlato existencial, la belleza y sus demonios, la sublimación de la anécdota cotidiana, el desmoronamiento de las ilusiones, la reflexión sobre la muerte. Los motivos concretos de los que arrancan sus poemas son el punto de partida de un proceso de sublimación esencialista, que se presenta literariamente coloreado por un sistema metafórico propio de los mejores poetas de tradición andaluza.

Pedro Rodríguez Pacheco se ha referido a la poesía de Joaquín Márquez como «la vibración de la vida en el color, en la sensualidad de unos sentidos abiertos a todas las incitaciones. Una poesía basada en las facultades, en los dones, en los registros de la voz, nunca de los ecos o las limitaciones que imponen los modelos o las escuelas».

Prueba magnífica de la justeza en el uso del lenguaje y de la capacidad para ascender a consideraciones generales a partir de instancias culturales y artísticas inmediatas es su libro La aguja sobre la piedra (1982), demorado recorrido por las pinturas y motivos de la Catedral de Sevilla. En cuanto a la experiencia de lo cotidiano, las emociones y los paisajes, habríamos de remitirnos a Substancia fugitiva (1984), una original serie de poemas que nos retratan la visión del París que vivió en aquella época.

La intuición poética de Joaquín Márquez, señaló Enrique Molina Campos, allega por el inexcusable camino del lenguaje todo un universo de referencias sensitivas y emocionales que se constituye en genuina poesía. Un sistema de filtros formado por la cultura, el ingenio y la ironía no frena la emoción del poema, pero sí la gesticulación retórica o la exasperación expresiva, ausentes de esta escritura. Y todo ello en un verso fluido, melodioso, con el nervio templado y preciso para transmitir el temblor.

Juan José Vélez Otero



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