domingo, 7 de noviembre de 2010

1765.- GINÉS ANIORTE


GINÉS ANIORTE
Nació en Murcia, España (1960). Poeta y profesor de Educación Secundaria en la Comunidad Autónoma de Murcia. Es un activo participante en conferencias, lecturas y festivales de poesía. Co-dirige la Galería Virtual Tierra (www.galeriatierra.com), dedicada a la promoción de pinturas, dibujos, grabados y esculturas. Ha publicado los libros de poesía: Poemas de amor (1980); Es tiempo de vivir (1986); Fragmentos (1987); Mientras dure el invierno (Los libros de la frontera, 1990); Veinticinco poemas (1997); Adivinaciones (Huerga & Fierro, 2000); y Cuanto quise decir (Editorial Renacimiento, 2004).





Aviso

Si vinieras al sur y hasta aquí te trajeran
el azar y la vida;
si a estas tierras llegaras
guiado por la fuerza
secreta de tu instinto,
o por dejar atrás la lluvia y la memoria
que unen su caudal
al rumor de tus años;
aunque tal vez suceda que te halles de paso
en uno de tus viajes
sin rumbo y sin destino;
o que admitas amor hacia tu patria,
pero quieras huir
del norte de tus sueños...

En cualquier caso, forastero,
si decides seguir la estrella que en tu pecho
señala un paraíso,
y al llegar te abandonas,
y pones, desarmado, tus ojos en mi mundo,
extrema tu cautela:
el sur es un bandido.

Trae la razón despierta,
dispuesto el corazón a los asaltos,
atentos los sentidos.

Porque es muy probable —a otros les pasó—,
que en cualquier alto del camino
una emoción traidora te entretenga
y descuides tus pasos, confiado,
y crecido el asombro en tu mirada,
mientras bebes la luz
que un cielo azul te ofrezca,
te distraiga el milagro del ocaso
vaciando su fuego tras la tarde,
y en un desliz, entonces, cuando respires hondo,
sin que lo adviertas, a traición
y por la espalda, es muy probable —digo—
que este sur te rapte.

Ginés Aniorte y Fernando Sabido Sánchez




Ensoñación

Sucedió todo en la vigilia
callada de la siesta, cuando el calor aturde
el cuerpo y embelesa los sentidos,
y llegas, sin consciencia, a las lindes del sueño.
En ese instante —digo—
en que el tiempo detiene en ti sus pasos,
y tu alma, al fin, queda
suspendida de nada.

Entonces, entregado al abandono
al que no sé si me llevó el delirio,
o si fue un rapto del mañana,
como una ensoñación que brindara el destino,
me fue mostrado el día
postrero de mi vida.

Me supe lejos de esta tierra
a la que ahora entrego
el oro deslucido de mis años.

Parecía habitar en un país
al que recuerdo haber viajado un día.

Me veo sobre un lecho, derrotado.

Lentamente respiro la ausencia de los míos.

Y en esa hora incierta
que cumple mi fortuna,
apenas una luz, reflejo de otro tiempo.

La sombra de mis labios
semejan ya la nada,
esa nada que espera redimirme del mundo.

Junto a mí, una presencia
nueva que aún no se me ha dado,
y su mano avivando
la débil llama de la mía
con inútil calor, pero avivando.

De muy lejos llegaban los sones de una música,
y afuera, bajo un cielo imaginado, el sol
de la tarde caía
tras los muros de un cuarto donde alguien
susurraba, en voz baja,
un idioma ignorado todavía.

Abrí los ojos un momento,
desafiando el peso del mundo y de la vida,
por ver quién compartía allí, conmigo,
ese momento último.

Mas no me fue posible que viera yo su rostro
pues la sombra de su otra mano iba
surcando como un buitre la incendiada penumbra,
y vino hasta mi frente,
para luego posarse, con ternura,
encima de mis ojos,
dispuesto, acaso, porque así
lo intuyera, a cerrarlos
muy pronto con sus alas.










El huerto de mi padre

El huerto está encendido
de olivos y de rosas.
La higuera luce la hermosura
que la habita, y el níspero en sazón
pende del cielo azul y huele.

Hay parras y ciruelos,
y pájaros que cantan y rompen el silencio
de una tarde de luz.

Mi padre está ocupado en antiguos afanes,
y es el alma del huerto que hoy esplende
colmado de sus frutos y sus flores.

Acaricia los árboles como a hijos, y mira,
con ternura indecible, el delicado verde
que esparce su fulgor sobre las hojas.
Sus ojos reconocen, de cuanto brota, el nombre,
y si su mano escarba entre la hierba,
por dirigir hacia lo alto
el talle de las plantas,
se confunde su piel, y es tierra todo,
y en el sutil contacto prende el fuego
en las hondas raíces que nacen de sus pies
con ventura asombrosa.

Vendrá un día en que el alma de mi padre
ofrende al cielo su sabiduría,
y la savia del huerto
que anida en él, secreta y jubilosa.

Ese día no habrá árbol ni flor
capaz de redimirlo.

Y el naranjo oloroso,
la palmera, los pájaros que, entonces,
habiten, silenciosos, la aflicción
de una tarde cifrada en estos versos,
todo se abismará
en la sombra que guardan mis palabras,
para así confundirse con la nada
que habrá de ser el cielo ya caído
y reflejado en el espejo roto
de mi padre y su huerto ya sin vida.







DONDE HABITA EL OLVIDO

Cuando pasen los años
-imagina ese tiempo donde habita el olvido-,
dime qué ha de quedar
de ese minuto en que te abrazo,
del verano flamante que encendemos
tal si de un fuego último
se tratara.

En las noches
de entonces, en belleza iguales y distintas
a ésta que procura su delirio,
la luna que ahora vemos
será otra porque otros serán quienes la miren.
Nadie sabrá de este milagro
que el cielo nos ofrenda
y hoy se inflama en nosotros,
del instante preciso que cumple mi deseo
en la sed de tus labios.
La lluvia habrá borrado de este mundo
el epitafio inútil
que aún no hemos decidido,
y el viento de tu voz, que hoy me lleva en su música,
será el eco inaudible de esta breve fortuna.

Este momento acaso ya se pierde
en el mar vislumbrado de la nada,
ese mar que en su abismo
sepulta la alegría de los otros
que hace tanto soñaran como yo a ti te sueño.

También ellos supieron
que esta luna que hoy vive, asombrada, en lo alto,
no es aquella que ardiera
en el cielo espejado de sus ojos,
aunque sí sea el mismo
este brillo aparente de la falsa moneda
que en mis versos trasluce
la ficción de su plata.



Ginés Aniorte y Fernando Sabido Sánchez






INCITACIÓN

Pasarán estos días en que vivo
contigo, y no me turba nada
porque lo tengo todo, acaso; y otro
tiempo menos propicio negará
esta gloria a que estoy acostumbrado,
por la que vivo.
Y aunque sé muy bien
que estas firmes palabras que revelan
mi condena no pueden evitar
el fin que aquí adivino, me previenen
con su oscuro decir o con su música,
de la dicha tan breve que hoy me asiste.

Luego no es vano el pensamiento
en apariencia inútil,
si el poema ocioso al que ahora me entrego,
al fugaz discurrir de la vida provoco,
por incitarte a ti, lector querido,
que, impasible, contemplas
cómo gira este mundo, y en su vuelo se lleva
los sueños y los días
que son tu único tesoro.










TODAVÍA TÚ

Después de tanto tiempo,
tras de la puerta última
que cerrara el olvido,
cuando el pasado es un proscrito
que habita la memoria,
y la dicha me ofrenda
el mundo en otros labios;
ahora que la paz besa el estigma
secreto de mi pecho,
y la quietud adorna
las estancias que habito,
todavía regresas a mis sueños
para intentar salvar en vano
la exigua luz que hoy
apenas si vislumbra
tu sombra o tu recuerdo.










ELOGIO DE LA MUERTE

Y como antes de nacer
en que jamás fuimos, así después:
un no sentir eterno y dulce,
porque dulce es la paz del no existir.
Así me sé cuando en el sueño,
tal si fuera una muerte
que ensayo cada noche,
me adentro, y en la nada
que conforma la ausencia
de todo lo vivido, allí me entrego
a la quietud perpetua
del tiempo que se agota
en el principio de su fin.










HOMO SAPIENS

Aunque abrace la suerte de habitar esta dicha,
y apenas sí me inquieten los designios del cielo,
-sabedor de la sombra que acecha en mis palabras-
no me dejo cegar por la luz del destino,
pues fácil es saber que el fulgor de esta rosa
que hoy anida en mis ojos durará sólo el tiempo
de soñar una vida.
Y si bien el azar
quiere ahora premiarme con tan gratos favores,
y los astros me brindan la gracia de su lumbre,
desde el mar del olvido el pasado me dice
cuán efímera y frágil es la gloria del mundo.










TESTAMENTO

Lo que tengo no es mío.


Ni siquiera el amor que hoy encumbra mis alas
y es asombro del mundo,
a mí me pertenece.

Cómo legar a nadie
las raras posesiones
que me presta la vida,
si soy el poseído.

Me gustaría, un día, nombraros herederos
de aquello que aprendí
cayendo en el camino,
porque os sirviera de lección,
y procurara dicha, y al fin, no fueran vanos
los años que quemé
burlado por el tiempo.
Mas no queréis mi luz, y agradezco que hoy,
sin rubor, lo digáis,
pues no debiera nadie
regalar su tesoro
si por él no suspiran.

Os digo que es inútil
vuestro afán para nombrar
lo poco que poseo;
como si yo pudiera
libraros de la suerte que ignoráis:
esa otra pobreza
que vosotros no veis,
y es herencia imposible
que para mí quisiera.

Luego así están las cosas.

Mi gratitud exenta de gloria por los días
que a los vuestros, que son míos, cedéis,
es cuanto os lego.

No tendréis otro premio,
aunque al fin celebréis
todo aquello que ciegue
vuestros ojos ilusos porque os brille en las manos.

¿Sabréis advertir en mis tesoros
aquello que en verdad
hace el hombre más digno?

Porque tal vez cojáis,
para adornar vuestras muñecas,
el cobre y el latón.

Si es que algo me queda

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