martes, 10 de mayo de 2011

3824.- JULIO MARISCAL MONTES


JULIO MARISCAL MONTES. Nació en Arcos de la Frontera (Cádiz) un 18 de noviembre de 1922, hijo menor del matrimonio formado por Don Aurelio Mariscal Sandoval, un comerciante de tejidos, y de Doña Josefa Montes Iyázquez. Queda huérfano a los 11 años de edad, siendo desde entonces su gran refugio afectivo su madre, a la cual veneraba.

Tras cursar sus estudios en el colegio Nuestra Señora de las Nieves, en 1949 forma parte del grupo poético Alcaraván, del que está considerado como el más valioso exponente.

En 1950 obtiene el título de Maestro Nacional siendo su primer destino el colegio “Primo de Rivera” de Cádiz, y dos años más tarde es trasladado a la localidad de El Bosque, donde coincide con el también maestro Antonio Luis Baena.

Julio formó parte de la llamada “Generación de los cincuenta”, junto a Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Ángel González, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma y otros.

Fue colaborador o fundador de las revistas, Alcaraván, Platero, Arquero de Poesía, Alcántara, Ágora, La isla de los ratones, Caracola, Cal, Caleta, Capitel, Alor, Ixbilian, El gorrión, Torre Tavira, Alfox, El Cobaya, Rocamador, Anaconda, Bahía, Floresta de varia poesía La Venencia, Liza, Arcilla y Pájaro, Litoral, Güadalquivir, Álamo, Aljibe, Pliego, Pleamar, Madrigal, Llanura, Cumbres, Atzavara, La luna negra, Última poesía religiosa, Punta Europa, Estafeta literaria y varias hispano-americanas.

En 1953 ve la luz su primer libro Corral de muertos. En 1955 aparece el segundo Pasan hombres oscuros, y tras el van apareciendo Poemas de ausencia, Quinta palabra, Tierra de Secanos, Tierra, Ultimo día, Corral de muertos edición ampliada 1972, Poemas a Soledad, y Trébol de cuatro hojas. Años después de su temprano fallecimiento se publicó una recopilación de poemas inéditos creados en 1974, Aún es hoy.

Julio consagró su vida a la enseñanza, la poesía y el flamenco. En sus poemas le canta al amor y a la tierra, a Dios y al hombre, a la madre y a la mujer, al trabajo duro y a la muerte. Poeta triste y melancólico, sus méritos intelectuales y humanos no le fueron reconocidos durante su existencia, sufriendo la marginación de la sociedad de la época.

Muere el 29 de noviembre de 1977. Un día más tarde, "...bajo una lluvia sublime copiada de los ojos de sus amigos", según relata Pedro Sevilla, Julio volvió a la tierra, donde encontró la paz, y descansa en el Cementerio de San Miguel de su pueblo natal.





Ciprés.

(Del libro Corral de muertos)

A Felipe Sordo Lamadrid

AQUÍ, donde los hombres se han tendido
para olvidarse dentro de su muerte,
tú sigues vertical, sin ofrecerte,
limpio y sonoro al último latido.
¿Qué manos que ya fueron se han unido
en tierra cruda para sostenerte?
¿Qué talle de otro abril vino a traerte
ejemplo en las cenizas de su olvido?
Bocas sin risa, senos, cabelleras,
se mezclan en tu sangre, envenenada
por el terrible empeño de la altura.
¡Qué loco derrochar de primaveras
en el tapete verde de la nada
para que se cumpliera tu hermosura!








I

(Del libro Pasan hombres oscuros)

TE nombro fuente, atardecer, locura,
jazmín, recuerdo, corazón o estrella;
y no encuentro palabra que te alcance,
elemental y mía como eres.

Digo entonces mañana, selva, espuela,
horizonte o nostalgia, río, espuma;
y aún no me llegas toda, aún te resbalas
de entre mis manos como agua esquiva.

Y sigo loco: rosa, niña, aurora,
lumbre... ¡Qué vanas todas las palabras, todas!,
y tengo entonces que apretar los labios
y miniar tu figura de silencios.









VII

(Del libro Pasan hombres oscuros)



RECUERDO tus pañuelos de una holanda blanquísima
cautivos en esencias distintas cada día,
y te recuerdo toda volcada en risa abierta
preguntándome: ¿Sabes a qué flores te huelo?

Y yo me devanaba los sesos porque todas
las flores eran una para tu carne esquiva,
me olías a violeta cuaresmal y estrellada,
a rosas de Septiembre con lluvias perezosas,
a salivillas leves de pétalos silvestres...
“¿A qué flores te huelo?...” Y yo te iba contando
torpemente estas cosas, y tú reías siempre,
y luego en el umbral, dulcemente, agitabas
tu pañuelo en un lento “adiós” desdibujado.
Al llegar a mi casa, mi madre, mis hermanos,
la vida recoleta de estancias soleadas,
el pan honrado, el irse muriendo oscuramente
dentro de las pequeñas cosillas inefables.
Después era la noche crecida de silencios,
un galope que cruza, un llanto estrangulado,
y yo, por mi desvelo denso de soledades,
preguntando a qué flores me olerías mañana...








XIII

(Del libro Pasan hombres oscuros)


JUNIO. Trece. Domingo. Una colmena
de sol sobre el estanque de la plaza.
Horas vacías, siesta,
y el “Juan Ramón” y tú por compañeros...
Mi corazón - “Dios mío, ¿cómo era?...-
“Temblor, relumbre, música”...,
va espigando recuerdos, rebuscando
por las treinta cosechas de mi sangre;
años de colegial, mandil y abecedario;
el primer “aprobado”, las palabras
doctorales de “Título académico”;
los primeros trallazos de la vida;
los besos de mi madre
llenándome los días de cánticos azules...
Pero, ¿y la rosa, el río, la alta noche,
la divina tristeza del camino?
¿Y el estarse clavado bobamente
para verte pasar? ¿Y el corazón entonces?
Entonces, dime, es que no tenía
corazón o es que ahora
no lo tengo tampoco y me has prestado
un celemín del tuyo para mirar el mundo,
para que las estrellas
me duelan blandamente y venga el viento
-“temblor, relumbre, música”-
a colmarnos de pájaros las frentes?.








XV

(Del libro Pasan hombres oscuros)


TÚ mirabas el río,
la flor recién abierta,
el pequeño morir de los boyeros...
Yo miraba tus ojos.
¡Y ya eran mías todas estas cosas!
Y me iba preguntando:
¿Cómo es posible
que en esta cabecita de alfiler de tu pupila
quepa todo el baldío que es el mundo?
¿Cómo es posible?... Y me iba preguntando...
Pero volví los ojos hacia fuera,
rompiendo las amarras de los tuyos,
y al ver las vacas con enormes ubres
que rumian lentamente su tristeza,
y el olivar umbrío, y la alta torre
cimbreada por vientos rondadores,
comprendí que sin verlo
prendido, desdoblado en tus pupilas,
era mundo, era un terrible ático vacío,
un polvoriento surco que nos va consumiendo.
Y desde aquí me supe,
abrazado a tus ojos para siempre,
que el quererte era más que una moneda
lanzada al “cara o cruz” del desearte.








XVI

(Del libro Pasan hombres oscuros)


YA el alba con tu ausencia;
no, no era así la rosa, no tenía
esa dulce tristeza la mañana
tan ancha, tan inmóvil, tan redonda,
tan niña casi por la enredadera...
Se llenaba el silencio de ruidos inefables,
la cucharilla
que agitaba el café, los hortelanos
- borriquillo y pregón - o la salmodia
de los primeros pasos por la acera...
Tan vacío de ti, me deshojaba
la frente en el cristal, ya pensativo
el corazón y arcángeles de niebla
surcando en cielo abierto a tu recuerdo.
Y entonces me decía: pero este mismo río,
este rayo de sol, esta hermosura
va también en sus ojos, los estará estrenando
con sus ojos aún huéspedes del sueño...
Y era como si Dios se reposara
de pronto sobre el huerto y el camino;
como si al enlazarnos la mirada
este cielo, este aire, esta gloria de pinos
tendiera entre los dos una maravillosa
bamba de plenitudes
donde se columpiaba la belleza.




XIII

(Del libro Poemas de ausencia)



DIJISTE: ¡Para siempre!...
Y te marchaste, breve, entre los pinos.
Y yo - ¡Dios mío! - me iba preguntando:
¿Qué haré con tanta tarde entre las manos?
¿Qué haré cuando me enrede entre las horas?
¿Cuando la estrella clave en mí su nombre?
¿Qué harás, corazón mío?
Y ahora - ya el tiempo alfanje entre nosotros-
me sigo preguntando:
¿Qué haré con tanta tarde, con tanto corazón,
con tanto barro,
si no tengo tus ojos para alzarme?








XXIV

(Del libro Poemas de ausencia)


SI vinieras ahora
-largo viento de octubre en los cristales-
no sé si te conocería.
No sé, amor mío,
que, a golpes de soñarte,
de hacerte con mis manos a mi modo,
andas en torno a mí, lloras, te exaltas,
me encrespas en tu nueva argentería,
y me has hecho a tu ausencia, tan entero,
tan de ella, que ahora,
no sé si al escoger te prefiriera
a ti, real, de carne y hueso, como eres,
o a esta otra de sueños, de quimeras,
que yo me he ido haciendo
con las horas de ayer y tu vacío.

Ecce Homo.
(Del libro Quinta Palabra - Sonetos)

A Manuel Mantero


ASÍ es como te quiero. Así, Dios mío,
con el dogal de “Hombre” a la garganta.
Hombre que parte el pan y suda y canta
y va y viene a los álamos y al río.
Hombre de carne y hueso para el frío
guiñol que nos combate y nos quebranta.
Arcilla de una vez para la planta
y el látigo del viento y del rocío.
Así, Señor, así es como te espero:
vencido por el fuerte, acorralado,
cara al hombre y al mundo que te hiere.
Carne para los perros del tempero,
piedra en que tropezar, luz y pecado,
hombre que solo nace y solo muere.








XXXII

(Del libro Tierra)


SEÑOR: Esta voz mía
tan lacerada de alacranes,
tan barroca de estiércol,
tan colmada
por los siete arreboles
que traban mi llegar hasta tu mano,
aún se eleva a Ti,
hunde la espuela
en la nada de blanco que aún le espuma
para gusanear hasta tu gracia.
Óyela tú, Dios mío. Que no sea
otro golpe de lanza en tu costado,
sino amapola, roja
sangre viva manando hacia tu pecho.
Óyela Tú, Señor. Por mí que traigo
el viejo corazón entre las manos;
aunque sea
para echarla a tus perros,
aunque sea,
señor, para que el barro sea más barro.
Oye mi voz por ella;
por ella, Cristo, que entre tanta sombra,
entre tanta pisada fugitiva,
aún guarda un nardo, un azahar postrero,
un sorbito de agua
para tu sed de todos los caminos.
Y acéptala por Ti,
Señor, mi voz caliente,
dura como un trallazo en la mejilla;
voz de morderse el alma, de clavarse
las uñas en el alma y regresarse,
y encontrarse y perderse
y otra vez encontrarse
para... Señor, Dios mío, ¿para
perderse una vez más, Señor, Dios mío?








IV

(Del libro Poemas a Soledad)


Me decía mi madre:
“Ahora los libros, que después tendrás tiempo.
Ahora los libros”.
Y yo guardaba el corazón sin estrenar, ileso,
por teoremas y batallas.
Las tres, las cuatro, las cinco en punto,
la merienda: su leche con galletas.
Mis hermanos mayores perdiéndose en sus cosas
y el cartero de azul galoneado.
Pero a las seis cruzabas tú, el crepúsculo
te traía de la mano y ya Pitágoras
se empolvaba en mi olvido, y ya las rosas
clavadas en la página y el río
como un lejano, muerto crisantemo.
Eran las seis, cuando las nostalgias,
cuando el andar primero de las sombras,
y tú cruzabas y contigo el mundo
que mi madre quería para luego,
pero que yo llevaba entre los ojos...

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