viernes, 25 de febrero de 2011

ANTONIO REQUENI [3.147] Poeta de Argentina


Antonio Requeni

Periodista y escritor, nació en Buenos Aires (Argentina) en 1930. Se desempeñó en el diario La Prensa desde 1958 hasta 1994, año en que se jubiló como secretario de redacción. Colaboró en diarios del interior y del exterior; fue corresponsal de Radioprogramas Hemisferio de La Voz de las Américas, Estados Unidos, y dirigió la revista Italpress. Es actualmente crítico bibliográfico de La Nación. Obtuvo una mención especial en ADEPA y los Premios Konex en las categorías Literatura Testimonial y Periodismo Cultural, respectivamente. Publicó una decena de libros de poemas, un libro de cuentos para niños (fue colaborador de Billiken), un volumen de crónicas de viaje y el Cronicón de las peñas de Buenos Aires, que mereció el Primer Premio Municipal de Ensayo. También fue distinguido con el Primer Premio Municipal de Poesía por su libro Línea de sombra. Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Fue condecorado por la República Italiana con la Orden de Cavalliere Ufficiale. En la Academia Nacional de Periodismo coordina la Comisión de Publicaciones.



Los intrusos

Otros recorren tus habitaciones.
Voces nuevas dispersan las cenizas
de lo que ya no existe:
el íntimo jardín, la áspera higuera,
en el cristal los flecos de la lluvia.
Julio Verne y Salgari se habrán ido
del viejo altillo de los trastos
y el reloj familiar dará las horas
quién sabe hasta qué mundos
ateridos de escándalos y muertes.
Eras espacio y tiempo. Eras la casa.
Los muebles, los retratos, los espejos,
y una canción que aún sigue perfumando
los latidos nocturnos de mi sangre.
Otros vienen y van por tus baldosas;
otros pies, otras manos, otros ojos
donde los míos siguen habitándote.
Fuiste la casa de mi infancia.
No serás nunca de ellos, los intrusos.
No aflojarán tus patios sino el eco
de mi rencor y mi melancolía.



Geriátrico

Todo está en orden:
las paredes asépticas,
el puntual almanaque,
los exactos latidos del reloj.
Una mujer de blanco les sonríe
mientras ellos deambulan
entre escarchadas toses y jadeos
o miran desfilar mundos extraños
en la pantalla del televisor.
Uno hace un solitario con los naipes.
Otro, con un pañuelo, frota el vidrio
de sus anteojos, lento, ensimismado.
Alguno se dirige
hacia la habitación en donde, a oscuras,
da de comer a sus recuerdos.
Toman el té a las cuatro.
La cena a las siete.
A las ocho se acuestan.
Ella siempre está allí, los acompaña.
A veces les da un beso,
una caricia helada, maternal,
y ellos se quedan
quietos, dormidos como niños.



Oscuro fuego

¿Quién necesita que yo escriba?
Sin embargo es hermoso
vivir por la belleza, aproximarse
al fuego oscuro en el que arde
la fiesta y el misterio de la vida.
Aunque a nadie le importe.
Brilla en la noche el verso
bello y desamparado
como un cuerpo desnudo.



Roberto Santoro, poeta

La luz, medrosa, se repliega
y las lágrimas ruedan por los pómulos
de la impotencia y la respiración.
Sólo eres un nombre en una lista.
Pero yo creo
en la venganza del poema.
No haya paz en la tumba del verdugo



Sala de espera

Nuestro cuerpo es una sala de espera
donde la muerte se entretiene
leyendo una revista.
Sentada, hojea nuestra alma
(grabados con leyendas neblinosas
y excesivas erratas en el texto)
Extrae luego un lápiz y descifra
las palabras cruzadas. Doble ahora
ya las últimas páginas. Bosteza.
Cruza las piernas. Fuma un cigarrillo.
Hasta que suena el timbre y se levanta.



Kadish por un zapato roto

Entre los testimonios del Museo del Holocausto, en Jerusalén,puede verse un pequeño zapato -recogido en un campo deconcentración- que debió pertenecer a un niño de 6 ó 7 años.

Desde este lado te contemplo.
En tu inocencia, pequeñito náufrago,
el horror y la muerte me hacen señas.
¿Quién te calzó? ¿Dónde esta tu hermano roto?
Todavía en las grietas de tu cuero
las costras del escarnio, las partículas
del humo y el hollín del crematorio.
Fuiste un niño, dabas leves pasos
por la vida, quizás hayas pisado
la blandura del césped en los parques,
la rayuela que lleva al Paraíso.
Hasta que un día sostuviste
el temblor de unas piernas esmirriadas,
las de aquel niño frente al ojo oscuro
de un arma y el aullido del soldado.
Luego el vagón, el hambre, los hedores,
las ropas con el número y la estrella,
la servidumbre menos oprobiosa
que la desamparada soledad
con los piojos por únicos parientes.
Ahora estás allí, breve memoria
de una atroz pesadilla. Te contemplo
lejos del tiempo y de las lágrimas,
en tu inocencia, náufrago.
Y quisiera ponerte de rodillas
y pedirte perdón por estar vivo,
porque en unos instantes saldré al mundo
del sol y de los árboles, y acaso
encuentre a un niño en mi camino,
un niño rubio y sonriente,
con los zapatos nuevos.



Yo fui poeta
I was a poet, I was youngJames Elroy Flecker

Yo fui poeta, yo fui joven.
En mi pecho, hoy vacío, resonaron
los latidos del cosmos, la alegría
de vivir o morir por las palabras.
Recuerdo que una noche, de rodillas,
vi brotar de la tierra un manantial
y oí, extasiado, su secreta música.
El agua es forma de eternidad
y levantarla es detener el tiempo.
Otra vez ante mí se abrió la ofrenda
de un cuerpo tembloroso.
Susurrabadulcemente mi nombre. Era verano.
Y amé con el amor de los amantes.
Aromas de azahar. Lentos ocasos.
Certeza de vivir en el prodigio.
Las palabras crecían, asombradas,
en un jardín borrado por las lluvias.
En mi pecho, hoy vacío, se alojaron
vida, milagro amor, eternidad.
Yo era poeta, yo era joven



Antonio Requeni por Antonio Berni


Las palabras

Nunca sabré decirte que te quiero,un amor
sin palabras es el mío.González Carbalho

La música no miente.
Los árboles no mienten.
Los ojos tristes del animal no mienten.
Únicamente mienten las palabras.
¿Cómo decirte la verdad con ellas?
Quisiera hablarte con los ojos del perro,
dar frutos como el árbol,
llegar a ti con la delicia
y la escondida lágrima de Mozart.
El esplendor de la verdad: belleza
a la que mis palabras, torpemente,
procuran acercarse.
Es imposible.
Nunca sabré decirte que te quiero.



Palabras para el ángel de Cecilia

Ángel, tú que la guardas, yo te pido
que no la dejes un instante sola.
La vida, bien lo sabes, es a veces
un subterfugio, una expiación, un hábito.
Pero ella es inocente,
su edad se mece todavía
entre las flores del almendro
y los compases mágicos de Mozart.

Yo sé que no soy digno,
que no merezco la infinita gracia
de hablar contigo, Ángel,
ni siquiera en la lengua rumorosa del verso.
Pero lo hago por ella que es ahora
lo más cierto de mí, lo único noble
que acaso un día me redima y salve.

Ángel, hazla sensible y dulce,
haz que sus actos no traicionen su alma
y gobierne su amor el equilibrio
que sostiene en la noche a las estrellas.
Da sentido a su vida, dale fuerzas
para volcarla en los demás. Ayúdala
a descifrar el mundo con las armas
de la ternura y el conocimiento.

Ángel, tú que la guardas, yo te pido
lo que no tengo y desearía
poder legarle: un resto de pureza
y de confianza en el milagro.
Porque ella es inocente,
porque ella es tan pequeña que no tiene
sino su propia desnudez, su frágil
modo de estar apenas en la vida.

Yo te lo pido,
no la abandones, Ángel.

Antonio Requeni en Antología poética
(Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1996).



Toledo

Es inútil.
La piedra sigue en pie.
La piedra que se fuga hacia lo alto.
Vanamente los siglos se enardecen
sobre el orgullo de una altiva torre
a la que nada importa.
En vano arañan, muerden, roen. Nada
pueden contra su pecho endurecido
o su frente lunar, tras la que velan
leyendas y recuerdos.

Su nombre es soledad y reciedumbre.

(A sus plantas un río hace memoria
de desdeñosas ninfas y pastores
mientras el aire en los follajes canta
con la melancolía de las églogas).

No, nada puedes, Tiempo.
Sigue imantando la ciudad el mismo
cielo que contemplaron unos ojos
alucinados, místicos, dolientes.
Y está el inquisidor. Triunfa en su oficio
el ángel ciego de la intolerancia.

Pegadas a los muros cruzan sombras;
un árabe camina hacia el recinto
de las sapientes, lánguidas delicias.
Pasa un judío de ojos cautelosos.
Un caballero se arrodilla ahora
ante la muerte, con la mano al pecho.

Tiempo, todo es inútil.
Con catedral de lágrimas, callejas,
mansiones y sepulcros y murallas,
con escudos labrados y aldabones,
toda piedra en pie, Toledo sube,
se desprende del mundo, el cielo gana,
y en un pavor de eternidad se arroja
hacia arriba, más alto.

Antonio Requeni en Umbral del horizonte (1960), incluido en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 1996).




PIEDRA LIBRE

El padre juega con sus criaturas.
La cara vuelta contra la pared
y el brazo levantado hasta los ojos,
está contando como si llorara.
Y mientras cuenta sus criaturas crecen,
van por el mundo, suben escaleras,
se enamoran o estudian geografía.
Cuando termina de contar, el padre
entra en los cuartos y revisa muebles.
Apenas ve. ¿Quién apagó las luces?
Su voz, que ha enronquecido, los invita
a dejar de una vez sus escondites.
Y los hijos regresan, jubilosos.
¡Cómo han crecido! Son casi tan altos
como los sueños que en su juventud
solían desvelarlo dulcemente.
¡A contar! ¡A contar! ―exclama el padre.
(Los grandes siempre vuelven a ser niños).
Y los hijos se apoyan contra el muro,
hunden la frente entre los brazos. Cuentan.
Y mientras cuentan ―once, doce, trece…―
el padre se va haciendo pequeñito.
Cuando terminan de contar lo buscan.
Lo buscan pero el padre no aparece.
Se ha escondido debajo de la tierra.



LIMA

En Lima nunca llueve,
por eso lavan las estatuas
que se alzan, como náufragos, del polvo.
En Lima hay muchos templos con altares
de plata y oro. Y por la calle cholas
llevando un hijo y el destino a cuestas
(nada sueñan o aguardan sino, acaso,
la total indigencia de la muerte).
En Lima aún hay palacios y mansiones
con balcones y rejas voladizas.
Pero todos los pájaros se han ido.
En Lima compran huacos los turistas
y visitan los restos de Pizarro.
Aquí habitó de niña Santa Rosa.
Allá la casquivana Perricholi.
Merodean mendigos
los espesos mercados, las iglesias.
En Lima vivió Arguedas; yo iba a verlo
cuando el Cholo Valencia me detuvo.
“Se suicidó ―me dijo― esta mañana”.




EL CISNE DE TUONELA
          (Sibelius)

Mientras los hombres duermen
como en su cápsula el gusano,
ya sin amor y sin nostalgia, altivo,
su imagen se desliza en las extáticas
ondas nocturnas de la música.
Al frágil resplandor se yergue el tallo
de su cuello, su cuello que aún sostiene
dos encendidos jaspes y una boca
que modula la lúgubre elegía.
Blanco espectro, jazmín de las tinieblas,
lejano y desdeñoso
como un alma que fluye
por las aguas del río de la muerte.
Sólo su estela de misterio
queda temblando en la penumbra.
Lento, profundo, numinoso
silencio de la noche en las orillas.



MARIANA

Mi mano tiembla al escribir tu nombre.
Fue tan breve tu sueño.
Cuerpo que apenas proyectaba sombra
sobre el diurno milagro de la luz,
y de pronto la Noche.
Un insomnio de blancos delantales.
El reptar sigiloso de la fiebre.
Las agujas clavándose en las venas
y unos labios besándote, sombríos,
cuando ignorabas todavía
el roce de los labios del amor,
cuando el cielo ya huía de tus ojos
y el tiempo era una guirnalda seca,
muda fragancia, resplandor amargo,
el fino tallo de una flor cortada.
Hoy, en tu aniversario,
regresa a mí la dolorosa imagen;
tu levedad yacente entre las sábanas,
el frágil peso de la muerte, toda
la inocencia del mundo
sobre una cama de hospital.
Mi mano tiembla cuando, al recordarte,
escribe estas palabras que se inclinan
como tú, aquella noche,
hacia el Silencio.



EL VASO DE AGUA

Cuando me acuesto, desde que era niño,
pongo a mi lado un vaso de agua.
Al apagar la luz, si lo contemplo
brillar en la penumbra, me imagino
que el agua es otro nombre de mi madre
y estoy seguro de que, ya dormido,
alumbrará el acuario de mis sueños.
Sombra, misterio, música nocturna
que bebo a lentos sorbos o me bebe.
¿Eres tú quien me sueña en ese extraño
país donde algún día nos veremos?
¿Dormir es un ensayo de la muerte?
Por las mañanas, cuando me recuerdo,
muchas veces el vaso está vacío.
Y vuelvo, desganado, a la rutina
de calles y de rostros, mientras llega
la oscuridad, el rito silencioso
de llenar nuevamente el vaso de agua
para ponerlo al lado de mis sueños
y saber que allí estás, que me proteges,
que hay algo puro en medio de la noche.




ROMA ― AMOR

Yo palpé tu misterio aquella tarde
de Roma, junto a mármoles vetustos
y abiertos como labios de una fuente.
Tu palabra fue allí esa nota líquida
que alzábase y caía, resbalando
entre murmullos y salpicaduras.
Lo recuerdo: la luz se desnudaba
detrás de las columnas, lentamente.
Sonreía, sutil, la Primavera
y era en la cruz el Cristo igual a una
pálida mariposa con las alas pinchadas.
Entonces, en el cuenco de mis manos,
retuve unos instantes el prodigio.
Y vi en su fondo un titilar de estrellas.
Bebí, gozoso, su secreta música.
En la emoción de Roma, de unas calles
vencidas de memorias y hermosura,
ante el cristal de eternidad del agua,
yo rescaté la gracia de sentirme
enamorado del amor, el huésped
de unos viejos espacios donde flota
ese ciego perfume que es el tiempo,
la inmortal juventud de la poesía.




CARTA A JORGE CALVETTI

Querido Jorge:
                         Ya no estás, es cierto,
pero hoy quisiera conversar contigo
como en aquellas noches del diario,
entre galeras, cables y la música
de los viejos pianitos de escribir.
Mucho ha cambiado todo, sin embargo
yo sigo amando la poesía, aquella
que nos hizo vibrar y sentir juntos
el misterio sutil, la delicada
revelación de los inefable. Ahora
los poetas no cantan, sus palabras
ya no conmueven, niegan o desprecian
melodía, belleza y emoción.
Mucho ha cambiado la poesía, el mundo,
y yo estoy solo, náufrago en la isla
de una ciudad que alguna vez fue nuestra,
“esa ciudad ―como dijera Borges―
que también se llamaba Buenos Aires”.
Yo aquí en la tierra, vos en otro cielo,
el de Jujuy tal vez, junto a paisanos
que fueron tus amigos, recorriendo
celestiales laderas y quebradas
en tu yegua “la Loca”, recitando
poemas de Virgilio o Mastronardi.

Quiero decirte, Jorge, cuánto añoro
tu palabra de hermano y de maestro,
tu permanente ejemplo de poeta,
la lección de tu clara honestidad.
Es probable que el tiempo nos olvide
y vos y yo seamos algún día
como el soldado aquel, desconocido,
de la columna de Trajano en Roma
(en la poesía que me dedicaste).
¿Pero qué importa? Fuimos unos años
compañeros, hermanos, nos unieron
el fervor del poema y la amistad.
Eso consuela, al fin, de la distancia,
la incomprensión, el tedio, la impotencia.
Quería hablarte de estas cosas, Jorge,
vaciar el corazón, dar testimonio
de lo que acaso un día, de estar vivo,
me habrías reprochado. ¿Quién lo sabe?

Adiós. Te envío un fuerte abrazo,
                                  Antonio.


OCTOGENARIO

No quiero, no quisiera despedirme
de todo lo que amé, pero es preciso
decirle adiós a la felicidad,
al sol entre las hojas del verano,
a unos versos queridos, a la música,
a aquel niño que fui, a aquel muchacho
que anhelaba el amor y los viajes,
el milagro del arte y la belleza.
Estoy viejo, lo sé. ¿Pero estoy viejo?
Los errores del cuerpo lo confirman,
pero mi corazón herido se rebela,
se resiste a pensar que todo acaba,
que está cerca la noche y su misterio,
la nada horizontal, toda la nada,
eso que llaman muerte.
No quiero, no quisiera despedirme
del diario despertar, de la costumbre
del beso de los hijos de mis hijos,
del ser y estar entre la maravilla
y la inconsciencia de vivir. Es cierto,
estoy viejo, lo sé, pero aún me quedan
las palabras que escribo y que me escriben
para decir ahora lo que quiero;
estas tal vez efímeras señales
de un hombre que pasó por este mundo.



LA POESÍA

Temblorosa, como una flor desnuda,
te descubrí en la infancia. Simplemente
un susurro, un aroma por la frente,
tu luz en mi palabra ciega y muda.

Como quien ama y con su amor se escuda
de la monotonía de la gente,
conmigo te llevé secretamente,
razón del sueño entre mi fe y mi duda.

Fuiste el misterio y la belleza, todo
lo que en tu nombre amé y hoy es el modo
de una nostalgia que a vivir me ayuda

cuando abro un libro y vuelves, temblorosa
―susurro, aroma, luz, desnuda rosa―,
con Garcilaso, Rilke, Banchs, Cernuda.

[De: Antonio Requeni, Poesía reunida, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, 2014]






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