domingo, 27 de febrero de 2011

3174.- WELDON KEES



Harry Weldon Kees, Bebraska (Estados Unidos). Nació en Febrero 24, 1914 - Murió en Julio 18, 1955), fue pintor, poeta, critico y novelista.
Obras:
The Last Man (1943) poems
The Fall of Magicians (1947) poems
Nonverbal Communication: Notes On The Visual Perception Of Human Relations (1953) with Jurgen Ruesch
Poems 1947-1954 (1954)
Reviews and Essays, 1936-55 (1988) edited by James Reidel
The Collected Poems of Weldon Kees (1960 and later editions) edited by Donald Justice
The Ceremony and Other Stories (1984) selected by Dana Gioia
Weldon Kees and the Midcentury Generation (1986) letters, edited by Robert E. Knoll
Fall Quarter (1990) novel





Poema en vez de una carta


Aferrado a la nada en un revuelo de hojas,
aquí en esta ciudad en ruinas, llena de humo,
pienso en vos, en la otra punta del continente,
probando tu sonrisa que maduró en catástrofe,
maravillosamente lista para la muerte ahora.

La raída promesa de nuestra herencia es hábito
ahora; ese otro año se convirtió en invierno
mientras que contemplábamos los fragmentos de un mundo
cayéndose a pedazos igual que un ramo ajado;
nos faltaba el olor, si bien supimos darle
un nombre a aquella época. Ahora conocemos
ese olor, me parece, hasta donde es posible.
E incluso mientras subo los peldaños, deseándote
suerte, llena los porches y las calles, y un viento
fétido sopla por tu habitación desierta.

No se puede saber qué vientos aun más fétidos
podrían soplar. El de esta noche sopla en la mente
y es falsa cada sílaba, y está marchita. Adiós,
adiós. A los extraños, a una calle vacía.






Los embajadores

Ni ojos. Ni luz. La mano helada e imperfecta
se aferra al lugar donde había un pasamanos,
o encuentra, eventualmente, la tersura de un muro.
Suda como una frente en la que un quiromántico
dijo haber entrevisto la salud de un turista;
pasa una negra página. Es ésta la manera
en que creemos que volvemos aprender.
Es ésta la manera en que aprendemos algo.
Sonrisa sin espejo en un punto definido
por un paisaje nítido, perfecto, de la mente,
que se enfoca un instante, luego se borronea,
y que probablemente no vuelva a verse claro.

Pasa una negra página… Vos aprendé la luz
del sol, si sos capaz: el fondo de la fosa
se arremolina en este silencio, y es oscuro,
es frío, es todos los lugares que no viste,
todo lo que los médicos no te dijeron nunca,
es frío, con el agua que corre a los costados.

Cadenas que se arrastran por la gravilla. Nada
queda, más que el deseo de ser lo que no sos,
de haber sido completamente malvado, o menos
malvado de lo que eras, de haber vuelto tal como
eras cuando te fuiste, antes de que empezaran
con los preparativos para esta oscuridad.
De que encuentren tus labios la forma de decir:
“Al menos era vida”. Por las veredas pasan
apurados los hombres sin piernas, sobre ruedas
o en patines; y aquello que saben les arruga
las flores de papel que hay cerca de sus sexos.

Una mañana cálida. Esto es parte del mundo.
Hay triunfos y derrotas que habría que volver
a distinguir. ¿Es todo? ¿Es ésta la manera
en que aprendemos algo? Así es como aprendemos.





1926

La luz del porche una vez más se enciende.
Principios de noviembre: hay hojas secas
apiladas, la hamaca de ratán
suelta un crujido. Llega, desde el patio,
el lejano sonido de un fonógrafo.

Una luna naranja. Veo las vidas
de mis vecinos, truncas, ante mí,
como las guerras que vendrán, y a R.
loco, a B. con un tajo en la garganta,
en Omaha, dentro de quince años.

Yo no los conocía en ese entonces.
Mi perro está rascando ahora la puerta.
Recién vuelvo de ver a Milton Sills
y a Doris Kenyon. Tengo doce años.
La luz del porche una vez más se enciende.








El Club del Crimen

No hay ningún mayordomo, ni mucama suplente,
ni sangre en la escalera. Ninguna tía excéntrica,
tampoco un jardinero, ni siquiera un amigo
de la familia, sonriente entre los adornos
y la escena del crimen. Solamente una casa
suburbana, que tiene la puerta abierta. El perro
les ladra a unas ardillas mientras pasan los autos.
El cadáver, bien muerto. La mujer, en Florida.

Revisemos las pistas: ese pisapuré
adentro de un florero; los pedazos de foto
de un equipo de básquet, tirados en el hall
con los restos de un cheque; la carta a Shirley Temple
aún sin enviar; el prendedor de Hoover
en el saco del muerto; la nota: “Que te maten
así, debo decirles, no está del todo mal”.

Sorprende que aún el caso no haya sido resuelto,
y que haya enloquecido Le Roux, el detective,
que ahora se la pasa en una habitación
blanca, con una bata, también blanca, gritando
que todos están locos, y que ninguna pista
lleva a ninguna parte, o que, si no, conduce
a una pared tan alta que impide divisar
dónde termina; grita acerca de la guerra,
y que nada jamás se podrá resolver.




Lejos del mar

Para Ernest Brace


“Cuando los siete truenos hubieron emitido sus voces, yo iba a escribir; pero oí una voz del cielo que me decía: Sella las cosas que los siete truenos han dicho, y no las escribas”. Apocalipsis 10:4

La balsa que instalamos, por debajo del agua, funcionó
de maravilla: al caminar con la túnica al viento, recortándose 

oscuro contra el cielo
parecía que las olas sin sustancia sostenían
sus pies esbeltos e inviolados. Las gaviotas rondaban,
zambulléndose, chillando en soledad; unos hilos de nubes 

andrajosas pasaban sobre el sol como listones. Allí, en la orilla
la reacción de la gente fue instantánea. Me pareció que él
lo manejaba bien: la manera de andar, la inclinación de la cabeza, 

todo fue perfecto.
Largas franjas de luz encandilaban encima de las olas.
Y supimos entonces que el esfuerzo no había sido en vano:
tantos días cosiendo, haciendo ajustes, todos esos clavos,
los ensayos sin pausa, las deliberaciones sobre la ejecución.
Si querés un milagro, tenés que trabajar para obtenerlo,
trazar tus planes cuidadosamente y siempre estar un paso
delante de los otros. Denunciar un milagro
es un placer sublime; pero fabricar uno exige
tacto, imaginación, y un talento especial
que no cualquiera tiene. Un milagro, en efecto, da trabajo.
Y resulta que ahora nos vienen a decir
que lo que perseguíamos no eran milagros. ¿Pero qué más hay?
¿Qué otra esperanza hay en la vida, sino
la del milagro, la hábil ejecución paciente,
el trabajo en equipo, los esfuerzos y las preocupaciones
que presuponen todos los milagros?

Los visionarios que dan vueltas en la cama, atormentados 

hasta la obsesión por cuestiones de mesianismo y escatología
son como la neblina que se levanta cuando cae la noche, y quizás, 

al final, incluso menos. Los solemnes sobrenaturalistas, 
los creyentes devotos, viven el éxtasis (tal como es), pero no
nuestro éxtasis. Fue nuestra obra. Y sin embargo, a veces,
cuando el torrente de aquel tiempo
vuelve a raudales, me sorprendo de nuestro coraje
y nuestra iniciativa. Era como si el mundo
fuera un pasillo oscuro, abandonado,
en donde hubiera filas de velas apagadas;
y nosotros, no tanto por amor, o esperanza, ni devoción siquiera,
sino por miedo de la muerte, trajimos nuestras lámparas
y miramos las velas encenderse una a una, llamas
contra la larga noche de nuestro miedo. Pensábamos
que nunca moriríamos. Ahora ya no estoy tan convencido:
el viajero que va por la llanura divisa las montañas
desde lejos; las pierde de vista al avanzar. Sigue un camino
que atraviesa los valles serpenteando; después, tras una súbita
bifurcación, las cumbres se levantan desnudas ante él: son algo 

diferente de lo que había visto desde abajo. Ahora pienso en la balsa
(que para mí fue, de algún modo, el clímax de toda la experiencia)
y en las expectativas de aquel día, y también en la gruta
que llenamos de pan, las reuniones secretas
en las colinas y los falsos asesinos que contratamos para el último 

objetivo, las curas orquestadas con cuidado, los funcionarios 
que hubo que sobornar,
las ropas de los ángeles, confeccionadas impecablemente,
los remedios que dimos detrás de aquella piedra,
y esa nube final, perfecta y oportuna.
De dónde habrá salido toda esa sangre nunca me enteré.

Los días van haciéndose más largos. Fue hace ya mucho tiempo.
Y he llegado a ese punto en la bifurcación de mi camino
en que las cumbres se hacen infinitas: tienen forma de cuernos, 

son escamosas y llenas de espinos.
Pero de todos modos, yo sé que la labor valió la pena.
Eso que provocamos nadie lo puede deshacer ahora.
La vida, por desgracia, no regala milagros, y necesita ayuda.
Nada va a ser igual que como era antes,
me repito: está oscuro aquí en la cumbre, y cada vez se vuelve 

más oscuro.
Creo que estoy teniendo algún tipo de éxtasis.
¿Era la luz del sol sobre las olas aquel día? Cae la noche.
Y ahora el agua parece muy lejana, irreal, y a lo mejor lo sea.





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