domingo, 22 de diciembre de 2013

XITLALLY RIVERO ROMERO [10.770]



Xitlally Rivero Romero 

(Tizayuca, Hidalgo, MÉXICO   1985) se graduó con honores de la licenciatura en Letras Españolas por el Tecnológico de Monterrey. Fue Coordinadora de la Fábrica Literaria, donde impartió talleres de creación literaria para niños y adolescentes. Es autora de De mareas y otros versos (ALPHA Editores, 2007), Matilda (Editorial Acero, 2008) y Hormiguero (UANL, 2012). Cuentos y poemas de su autoría han sido publicados en diversas revistas y periódicos de Hidalgo y Nuevo León. Su poesía está incluída en: El Sueño y el Sol, Poetas jóvenes de Nuevo León nacidos entre 1985-1993 (Ediciones Itempestivas, Monterrey, 2011), Del silencio hacia la luz. Mapa Poético de México (Ediciones Zur Catarsis Literaria El Drenaje. Yucatán, 2008), Bitácora de voces: Verso Norte (Posdata Ediciones y UANL, 2008 y 2012) y Carne pa’llevar (Rojo3es Editores. Monterrey, 2010). En 2003 recibió el premio de Literatura Instantánea “A vuelo de pájaro” organizado por el gobierno de Nuevo León. Actualmente coordina la dirección editorial del Grupo Fractal Editores y dirige el sello Acero de novela contemporánea.




de mareas y otros versos


Poesía. Un poeta me dijo alguna vez que hay tres aspectos indispensables si se quiere abordar la profesión de escritor: leer, vivir y escribir. Un músico me dijo alguna vez que el arte no es arte hasta que se muestra.





Los soldados

Hace frío.
Llego a la universidad y me detienen.
Moños negros.
Pero no lloro ni retrocedo.
No retrocedo.
Las puertas de mi universidad.
Moños negros.
No retrocedo.
–Buenos días.
–Buenos.
–Buenos días.
Pero no lloro ni retrocedo.
No retrocedo.
–Buenos días.
–¿Cómo estás?
–Bien. Muchas gracias. ¿Y tú?
–Muy bien. Gracias.
Gracias.
–Qué gusto verte.
Qué gusto.
Bandera a media asta.
Buenos días.
Qué gusto verte.
Qué gusto.
Ramón y un chico de arquitectura están en esa esquina. Fumando.
Ramón dice:
–Dla, Dle, Dlu. Dludl dla.
Y ambos empiezan a hablar: dla, dle, dlu, dludl dla.
Sergio suelta a Mou y mira a Ramón.
–¿Alguien habla japonés?
Pero no retrocedo.
Es medio día.
Y pudo ser cualquiera.
Con los pies fríos, subo las escaleras de Aulas Dos.
Con los pies fríos.
Si algo conservo de mi tierra, es eso. Me gusta la comida bien caliente.
A menos, claro, que el plato que se sirva sea frío.
Me hubiera traído las botas grises.
Pero eso de que te sirvan unos tamales que prometen mucho en su vapor, y con el primer bocado se mezcle un algo tibio con algo húmedo de tan frío nomás no.
Nomás no.
Serrano no ha llegado y espero frente a su puerta.
Por eso comprendo muy bien cuando Tanya entra al pasillo que da a la oficina del doctor Serrano, se detiene frente a mí y dice:
–Quiero un café bien caliente.
–Pero que esté bien caliente –empuño y marco.
–Sí –dice Tanya–. Bien caliente.
–¿Cómo estás?
–Por favor ábreme.
Salgo del edificio.
Tengo frío.
Y pudo ser cualquiera.
Cristal enciende una veladora.
Y otra.
–Afuera hay tantas cosas –me dice–. Tantas.
Pero ya se acerca la boda de Rodolfo y allá vamos.
A Tampico.
Es de noche.
Llegamos.
Bajamos del auto y, como en Oaxaca, hemos llegado al hotel con el nombre que nos anotó Carlos pero la reservación se hizo en otro sitio.
El teléfono que nos dieron es de otro hotel.
En fin, me dices. Prefieres quedarte aquí. Ya lo conocemos y, además, ya es de noche.
Es el mismo hotel donde nos quedamos para la otra boda, ¿te acuerdas?
Hay tantas cosas.
Tantas.
Pues aquí nos quedamos.
Nos quedamos.
Nos dan una habitación en el primer piso, a la altura de la recepción. Pero está muy bien porque desde la ventana puedo ver el Zócalo Capitalino.
Y me encanta la vista. Madres con las manos en niños y bolsas repletas, hombres de traje rumbo a la oficina, vendedores, el tránsito, turista en pantaloncillos como si no hiciera frío.
Hace frío, ya me doy cuenta, y toso.
Y todavía tengo los pies fríos.
Y ahora las manos, la nariz.
Y el turista en pantaloncillos.
Traigo una toalla en la cabeza, para que se me seque el cabello, y ropa cómoda.
Miro el Zócalo.
Paty y Dulce vienen por esa esquina.
Suena un tiro.
Todos al piso.
– Ante el menor ruido –te digo–.
Pero no me escuchas, estás en el baño.
–Ante el menor ruido.
La gente se percata de la falsa alarma y se levanta. También se levantan Dulce y Patricia. Vuelven a su conversación y siguen.
Atrás viene Selene.
La saludo.
Ella alza un poco los ojos y asiente, no muy convencida.
Me quedo pensando si ella pensará que soy una presuntuosa.
En eso me doy cuenta de que allá viene un camión lleno de militares.
Y el sonido de un helicóptero.
Que aterriza en el Zócalo.
Cerca del hotel.
Los militares.
El camión se detiene también frente al hotel y los soldados bajan. Unos se pierden a mi derecha y otros van a la izquierda. Parece que van a entrar.
Estarán buscando a alguien.
Otros más se colocan en el Zócalo, mirando al hotel. Así que me oculto tras un sillón para cubrirme. En ese momento sales del baño y te digo que te tires al piso.
Los que están afuera pueden estar dentro en cualquier momento.
Un soldado se coloca frente a nuestra ventana y te apunta.
Pongo las manos en alto para que tú lo hagas.
Pero no lo haces.
Un tipo se me acerca y le digo que piense con calma las cosas, que a lo mejor le somos útiles, y él me lanza un puñetazo en la cara que me lleva al piso.
Pero no lloro ni retrocedo.
Veo cómo te someten los soldados y te llevan fuera del cuarto.
Ojos afuera de sus cuencas.
Uñas crispadas.
Piel reseca.
No se lo lleven.
No, por favor, no se lo lleven.
No nos separen.
Necesito verlo. Necesito verlo.
Sillón rojo.
Paredes marrón.
Uñas crispadas.
Necesito verlo.
Cortinas blancas.
Sillón rojo, cojín grisáceo.
Necesito verlo.
Entra otro grupo de soldados.
Piel reseca.
Pero necesito verlo.
Un soldado del nuevo grupo se adelanta un paso, apunta y dispara contra mi agresor y, antes de que termine de pensar que quizá vienen a salvarnos, me dispara entre los ojos y me lleva al piso.
Ábreme.
Por favor, ábreme.






Hombre rodeado de silencio

Puedo sentir el silencio
que rodea tus pasos cuando llegas,
cuando bajas del carro
y cuando abres mi puerta.
Te rodea el silencio, amado.
Puedo sentirlo.
Y yo prefiero tu silencio.
Prefiero tu silencio que se rompe en fisuras deliciosas que no ocultas,
que no temes.
Te acompaña el silencio, amado,
puedo sentirlo.
Y yo prefiero tu silencio.






Los nombres


I

Te llamé mar,
pero tus límites se hicieron inhóspitos y, siendo ola, me ahogaba.
Te llamé río,
Pero tu juguetona inconstancia me quebró entre rocas
y terminé confusa.
Te llamé arena,
y por buscarte me hice a la orilla hasta secarme.
Pero no bastó.


II

Mar extendido a cuestas
en la marea taciturna y vespertina.
Río sin nombre, escurridizo, que llora a veces.
Arena...
y, por buscarte, me hice a la orilla
hasta secarme.
Pero no basta.


III

Hoy te llamo desierto
(alguna vez fuiste mar, dices)
y te llamo ráfaga,
torbellino, borrasca
(¿cómo llegarías hasta mí?
¿cómo llegaste?).
Pero ninguno basta.





Una voz

Una voz.
Un eco.
Un chillido insistente que tiembla e insiste.
Una fragilidad hiere en las uñas y no estalla
estando ahí.
Una voz,
un eco
que desnuda.
Y una lágrima rasga
me adelgaza
me consume
agota el aire.
Una voz.
Un ojo un ojo un ojo
Un ojo un ojo tantos ojos.
No se puede llorar una culpa aprendida
desde el encierro
y la negación,
desmentidos ambos.
Por eso el frío de mis brazos que te llama,
por eso la ingenua humedad absorbida en tus labios,
el temblor de mis dedos en tus manos
la ansiedad recurrente y vespertina.
Una voz.
Un eco.
Un zumbido incitante que tiembla e insiste.
Dos ojos: tus ojos.
Hace frío esta noche que se cierra en tus brazos.







Un pretexto

De un párpado colgado en cualquier parte
se desprende una imagen que me llama,
que me agolpa a la entrada de una noche
y se cuela en el dolor que hay en mi espalda.
De ese cosquilleo que da la búsqueda,
que apabulla ante la idea del viaje,
se desprende un no sé que da la llama
y me atisba a no ceder.
Pero el vaivén abruma,
a veces, sólo a veces,
a voces insistentes
a golpes imprecisos
a sorbos diminutos,
y retorna la imagen de mi párpado
colgado en cualquier parte
que da espacio al respiro acompasado
de risa escurridiza en el silencio.






Declaración de amor a un hombre


A mi hombre

Yo no podré decirte, niña,
de tus cabellos amarrados a mis manos
de la grandeza de tus ojos en mis ojos,
de la dulzura de tus manos en mis manos.

Yo no podré decirte, niña, de tus labios
el calor de los besos que no has dado,
el fulgor de caricias que prometes,
el caudal que se pierde en tu cintura.

Y no podré cantarte, niña, en mis excesos
la tibieza de tus senos por las tardes,
la insondable oscuridad de tus abrazos,
la ternura exquisita de tu sexo.

Amado:
te descubro infinito en el orgasmo.
Anúlame tú en el espacio de tus manos,
anúlame tú, el de delicias imposibles,
anúlame tú, el de temblores absolutos,
descárgame en ti al filo de mi grito,
grito de ti y tu nombre en la demencia
de tenerte en mi boca y abrirme en tu regazo.

Amado,
agota el giro.
Te abro la puerta:






Los desaparecidos

Eran muchos rostros incrustadados,
y era un olor cenizo y agrietante.
Yo me senté en medio:
Una mujer callosa, labios rotos.
Un hombre, sus esposas y el custodio.
Eran muchos rostros incrustados.
No recuerdo ninguno.
Los miré uno a uno.
Uno a uno.
Pero el olor era cenizo y agrietante.
Y ya no recuerdo ninguno.







De la llaga (Sonetos lúdicos, 2006)

Este viento del mar que me conduce
por ánimos ignotos del deseo
es un cristal que apenas se trasluce
en cada amanecer que no te veo.
Esta marea del viento que no luce,
opacada por un apenas creo,
es un caudal varado en pleno cruce
de ajeno imaginar grato esperpento;
un cálido reflejo apasionado,
fuerza imposible que me niega el hado
que hará estallar regiones ignoradas.
Y acaso por las noches te imagines
una marea en los brazos que te imprime
vientos de mi quimérica alborada.






Soy heredera del huapango

Soy heredera del huapango
de la lluvia de lagartijas.
Nací en el son del viento que llora la plata 
entre empedradas y cerros.
Mi voz
falsete
guitarra barroca
sueños bordados al cuello y a los pies.
Me arrullaba el pespunteo
en noches frías que abrían conejos
Agua miel
flor de campo
nostalgias de un pastor y cantos rojos
pintados de octosílabos que hablan 
de manos curtidas por el sol
polvo de minas y atlantes anónimos.








Se abre, en el cielo

Se abre, en el cielo,
esta ciudad que inunda,
este caminar de pasos en la orilla,
esta dádiva limpia de caramelos y arrullos.
Se abre, en el cielo,
esta ciudad que inunda,
que desquebraja, que aglutina,
que desparrama hasta el hastío del perro
que se va
a otra habitación
a mirar las aspas.
Se abre, en el aire,
esta humedad deprisa,
este anhelo brillante de moldura
que se queda en ascuas y amenaza,
rutilante,
hacia el paso de abril.







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