miércoles, 1 de septiembre de 2010

DEREK WALCOTT [799]


Derek Walcott

Derek Alton Walcott (Nació en Castries, Isla de Santa Lucía, 23 de enero de 1930 - Falleció el 17 de marzo de 2017) fue un poeta, dramaturgo y artista visual santaluciano. En 1992 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Su obra se encuentra intensamente relacionada con el simbolismo de los mitos y su relación con la cultura, sin embargo, la misma fue desarrollada en forma independiente a las escuelas del realismo mágico que emergían por esa misma época en Sudamérica y Europa. Es especialmente conocido por su poema épico Omeros, una historia alusiva, y reescrita de la historia y tradición Homérica, sobre la tradición de un viaje por el Mar Caribe y más allá hasta África, Nueva Inglaterra, el Oeste Norteamericano, Canadá, y Londres (con abundantes referencias a las Islas Griegas).

Walcott fue hijo de una mujer afrodescendiente, profesora que amaba las artes y a menudo recitaba poesía en casa y de un pintor británico blanco, nacido en Santa Lucía, país insular ubicado en las Antillas Menores, en el Mar Caribe.

Cursó sus estudios de licenciatura en la Universidad de las Indias Occidentales en Jamaica. En 1953 se mudó a Trinidad y Tobago, lugar donde fundaría el Taller Trinitario de Teatro y produciría sus primeras obras. En 1981 comenzó a vivir en los Estados Unidos y a trabajar en la Universidad de Harvard.

Durante un tiempo alternó sus estancias entre Trinidad y Tobago, y la ciudad de Boston, en donde fue catedrático de literatura y composición de la Universidad de Boston.

Obra

Omeros en Leiden

Midsummer, Tobago en La Haya
Walcott ha publicado más de veinte dramas, que en su mayoría han sido montados por la Taller de Teatro de Trinidad, así como en un gran número de otros escenarios. Muchas tratan sobre la liminalidad de las Indias Orientales durante el período poscolonial. Algunos temas recurrentes en sus obras son la epistemología, la ontología, la economía, la política, y lo social.

Su obra presenta una gran riqueza verbal, visual y conceptual que refleja las costumbres, las tensiones y la historia de una región colonizada. En ella son evidentes los aportes amerindios, europeos (en particular ingleses y holandeses) y africanos, los cuales son para el autor la base de la riqueza cultural del Caribe; dentro de este contexto, cabe resaltar la importancia que tienen para el autor el simbolismo de los mitos y su relación con la cultura.

Walcott es autor de una vasta obra que incluye más de quince libros de poesía y alrededor de treinta obras de teatro. Dentro de sus textos destacan Otra vida (1973), El reino del caimito (1979), El testamento de Arkansas (1987) y, en 1990 su principal texto hasta la fecha, Omeros, un poema épico basado en la Odisea.

Sueño en la montaña del mono 1970 es la más famosa de sus obras de teatro.

En 2006 recibió el Premio Grinzane Cavour.

Principales publicaciones

Sueño en la montaña del mono (teatro, 1970).
El burlador de Sevilla (1974). Trad. de Keith Ellis. Madrid: Vaso Roto, 2014.
Otra vida (1973).
Uvas de mar negro en la Tierra húmeda seca-transparente (1976)
El reino del caimito (1979).
El viajero afortunado (1981). Trad. de Vicente Araguas. Madrid: Huerga y Fierro, 2003. ed. inglés-castellano.
Verano. Midsummer (1984). Trad. de Vicente Araguas. Madrid: Huerga y Fierro,1999, ed. inglés-castellano.
El testamento de Arkansas (1987). Trad. de Antonio Resines y Herminia Beviá. Madrid: Visor, 1994.
Omeros (1990). Trad. de Ferran Estellés. Valencia: Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, 1993, ed. inglés-catalán. Trad. de José Luis Rivas: Barcelona: Círculo de Lectores, 1995, y Barcelona: Anagrama, 2002.
Islas. Trad. de José Carlos Llop. Granada: Comares, 1993. Antología; ed. inglés-español.
La voz del crepúsculo. Trad. de Catalina Martínez Muñoz. Madrid: Alianza, 2000.
La abundancia. Trad. de Jenaro Talens. Madrid: Visor, 2001.
La odisea. Trad. de Jenaro Talens. Madrid: Visor, 2005.
Poemas escogidos. Trad. de José Luis Rivas. Madrid: Vaso Roto, 2009.
Poemas. Trad. de José Carlos Llop. Granada: Festival Internacional de Poesía de Granada, 2010.
Garcetas blancas (2010).
Pleno verano. Poesía selecta. Trad. de José Luis Rivas. Madrid: Vaso Roto, 2012.
La luz del mundo. Trad. de Mariano Antolín Rato. Granada: Valparaíso, 2017.



Desenlace

Yo vivo solo
al borde del agua sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:

una pequeña casa a la orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.

Mas somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad

de cargar con algo. El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a

la poesía sino buenos sentimientos,
ni misericordia, ni fama, ni Curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,

y en una vida inmaculada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.

Voy a olvidar la sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.




El amor después del amor

El tiempo vendrá
cuando, con gran alegría,
tú saludarás al tú mismo que llega
a tu puerta, en tu espejo,
y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.
Seguirás amando al extraño que fue tú mismo.
Ofrece vino. Ofrece pan. Devuelve tu amor
a ti mismo, al extraño que te amó
toda tu vida, a quien no has conocido
para conocer a otro corazón,
que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del escritorio,
las fotografías, las desesperadas líneas,
despega tu imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.



El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive...

El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive, esta
hierba, estas chozas que me hicieron,
jungla y cuchilla siembran hierba brillando tenuemente junto a la cuneta, el filo del arte;
las cochinillas bullen en el bosque sagrado,
nada puede hacerlas salir con fuego, están en la sangre;
sus bocas rosas, como querubes, cantan de la lenta ciencia
del morir -todo cabezas, con, en cada oreja, un ala diáfana.
Arriba, en la Reserva Forestal, antes de que las ramas irrumpan en el mar,
miré por la ventana móvil y herbosa y pensé «pinos»
o coníferas de algún tipo. Pensé, deben de sufrir
en este calor tropical con su idea infantil de Rusia.
Entonces, de pronto, de sus troncos pudriéndose, signos perturbadores
de la fe que traicioné, o la fe que me traicionó-
mariposas amarillas alzándose en la carretera a Valencia
balbuciendo «sí« ante la resurrección: «sí, sí es nuestra respuesta»,
El Nunc Dimittis de su coro verdadero.
¿Dónde está mi libro de himnos de niño, los poemas ribeteados
con hoja de oro, el cielo que adoro sin fe en el cielo,
mientras el Verbo, apenado, se volvió hacia la poesía?
¡Ah, pan de vida que sólo el amor sabe leudar!
Ah, Joseph, aunque ningún hombre muera jamás en su propio país,
la hierba agradecida brotará espesa de su corazón.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



En los otros ochenta, cien veranos que marcharon...

En los otros ochenta, cien veranos que marcharon
como la luz de un paraíso doméstico, la idea del cielo
de un hedonista era el aparador de una cocina francesa,
manzanas y garrafas de arcilla de Chardin a los Impresionistas,
el arte era une tranche de vie, queso o pan horneado en casa-
la luz, en su opinión, era lo mejor que el tiempo ofrecía.
El ojo era la única verdad, y aquello que atraviesa
la retina se desvanece al amanecer; la profundidad de nature morte
era que la propia muerte es sólo otra superficie
como el lienzo, pues pintar no puede capturar el pensamiento.
Cien veranos que se fueron, con el acordeón que hace olas,
faldas almohadilladas, grupos en botes, golpes blancos como zinc en el agua,
muchachas cuyas mejillas ruborizadas no sobrevivieron a sus rosas.
Entonces, como tubos desecados, los soldados retorcidos
se amontonaron en el Somme y Verdun. Y los muertos
menos reales que una explosión fatal de crisantemos,
idéntico carmesí para la naturaleza muerta y la matanza
de jóvenes. Tenían razón -todo le vale
al pintor con su caballete puesto como un fusil en los hombros.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



Fama

Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,

callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón

al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto

en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos

marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro

interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo

de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.

Versión de Antonio Rasines




Has olvidado el calor. Podría venir ardiendo de una cerca de zinc...

Has olvidado el calor. Podría venir ardiendo de una cerca de zinc.
Ni siquiera las palmeras de la orilla del mar se agitan en paz.
El Imperio se mofa de todos los pensamientos en futuro.
Sólo los bajíos de este océano interior murmuran
versos de otro mar, al que éste recuerda-
mitos de islas análogas de olivo y mirto,
el sueño del Golfo adormilado. Aunque sus templos,
bloques blancos contra el verde, sean hoteles, y sus pórticos
centros comerciales, con el tiempo harán buenas ruinas;
por lo tanto ¿qué más da si la mano del Imperio es tan lenta como
una tortuga firmando el oleaje en lo que se refiere a tratados?
El genio llegará a contradecir la historia,
y está ahí en sus cuerpos tostados, en las olivas de los ojos,
como cuando los chulos de la Atenas demótica entretejieron el caos
de Asia, y las chicas de las aldeas de estacas, putas teñidas de alheña,
eran las hetairas. La marea vespertina baja, y el hedor
de imperios ulteriores -alzándose de bayas que orlan
los dobladillos de tiranos y playas- alcanza un tribunal
donde las nubes descienden sus escalones como senados que pasan,
no diferentes de cuando, bajo hojas de mirto que canturrean,
compartieron una sombra, el poeta y el asesino.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



Las gaviotas discuten con el rocío de las olas...

Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los rabihorcados
hacen círculos durante horas, en un batir de alas, alrededor del arrecife
donde un pontón se oxida. Un año ha finalizado sus tormentas, y los hombres llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras, o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La mar,
que se precia de que ningún hombre la marque,
aún ofrece tales lugares para la pluma egoísta,
y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la república
del pólipo fue construida para nosotros -cuevas hipnotizadas
que se agitan con la luz de la ola, jaras que blanquean
con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.
Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción
de los bancos de arena cañoneados por las olas,
y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí
porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos
escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



Me detengo a oír un estrepitoso triunfo de cigarras...

Me detengo a oír un estrepitoso triunfo de cigarras
ajustando el tono de la vida, pero vivir a su tono
de alegría es insoportable. Que apaguen
ese sonido. Después de la inmersión del silencio,
el ojo se acostumbra a las formas de los muebles, y la mente
a la oscuridad. Las cigarras son frenéticas como los pies
de mi madre, pisando las agujas de la lluvia que se aproxima.
Días espesos como hojas entonces, próximos los unos a los otros como
horas y un olor quemado por el sol se alzó de la carretera lloviznada.
Punteo sus líneas a las mías ahora con la misma máquina.
¡Qué trabajo ante nosotros, qué luz solar para generaciones!-
La luz corteza de limón en Vermeer, saber que esperará allí
por otros, la hoja de eucalipto
rota, aún oliendo fuertemente a trementina,
el follaje del árbol del pan, de contorno oxidado como en van Ruysdael.
La sangre holandesa que hay en mí se dibuja con detalle.
Una vez quise limpiar una gota de agua de un bodegón flamenco
en un libro de estampas, creyendo que era real.
Reflejaba el mundo en su cristal, temblando con el peso.
¡Qué alegría en esa gota de sudor, sabiendo que otros perseverarán!
Que escriban: «A los cincuenta invirtió las estaciones,
la carretera de su sangre cantó con las cigarras parlantes»,
como cuando emprendí el camino para pintar en mi decimoctavo año.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso...

Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso,
o que esas vírgenes fueran virginales; en sus bandejas de madera
están los frutos de mi conocimiento, radiante de morbo,
y te ofrecen esto, en sus ojos de almendras marinas maduras,
los pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno.
No, lo que he chapado en ámbar no es un ideal, tal como
Puvis de Chavannes lo deseaba, sino algo corrupto-
la mancha en la vulva de la azucena amarillenta, los falos del llantén,
el volcán que irrita como un chancro, el humo de la lava
que trepa con su siseo hacia la diosa sibilante.
He horneado el oro de sus cuerpos en esa aleación;
decidle a los evangelistas que el paraíso huele a sulfuro,
que he sentido las cuentas del rosario en mi erupción sanguínea
mientras mi pincel les daba en la espalda, la cerviz
de un jesuita secularizado llevándole el rosario.
Coloqué una mascarilla mortuoria azul en mi Libro de Horas
para que aquellos que sueñan con un paraíso terrenal puedan leerlo
en tanto que hombres. Mis frescos en arpillera a la diosa Maya.
Los mangos enrojecen como carbones en un hoyo para asados,
paciente como las palmeras del Atlas, la papaya.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores




Puedo sentirla viniendo de lejos...

Puedo sentirla viniendo de lejos, también, Mamá, la marea
desde el día ha pasado su vez, pero aún noto
que como una gaviota blanca relampaguea sobre el mar, su lado inferior
atrapa el verde, y yo prometo usarlo después.
La imaginación ya no se aleja con el horizonte,
mas no hace sino volver. En el borde del agua
devuelve cosas limpias y fregadas que el mar, a modo
de basura, ha blanqueado, casto. Escenas dispares.
Las casas de los esclavos, azul y rosa, en las Vírgenes
bajo los vientos alisios. Mi nombre atrapado en
la almendra de la garganta de la abuela.
Un patio, un viejo bronceado con bigote
como el de un general, un chico dibujando hojas de aceite de castor
con mucho detalle, esperando ser otro Alberto Durero.
Los he mimado más que a la coherencia
mientras la misma marea para los dos, Mamá, se aproxima -
las hojas de parra poniendo medallas a una vieja cerca de alambre
y, en el patio pecoso de sombras, un anciano como un coronel
bajo las verdes balas de cañón de la calabaza.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



Si estuviese aquí, en este cuarto blanco, en este hotel...

Si estuviese aquí, en este cuarto blanco, en este hotel,
cuyas bisagras permanecen calientes, incluso bajo el viento marino,
te repanchigarías, dejado inconsciente por la hora de siesta;
no podría levantarte la campana de la resurrección
ni el gong del mar con su retintín plateado, seguirías echado.
Si te tocaran sólo cambiarías esa posición por la de un corredor en el
maratón del sonámbulo. Y te dejaría dormir. Las cosas se
desploman gradualmente
cuando el despertador, con su batuta de director,
empieza a la una: las reses doblan las rodillas
en los pastos tranquilos, sólo el rabo de la yegua se menea,
dándole con el plumero alas moscas, melones borrachos caen rodando
a las cunetas, y los mosquitos siguen volando en espiral a su paraíso.
Ahora el primer jardinero, bajo el árbol de la sabiduría,
olvida que es Adán. En el aire acostillado
cada parche de sombra se dilata como un oasis
por la fatigada mariposa, una laguna verde para fondear.
Playa blanca abajo, calmada como una frente
que ha sentido el viento, un estatismo sacramental
te traería el sueño, que es la corona del verano,
el sueño que divide sin rencor a sus amantes,
el sudor sin pecado, el horno sin fuego,
el sosiego sin el auto, el agonizante sin miedo,
mientras la tarde retira esas barras de la ventana
que rayaron tu sueño como el de un gatito, o el de un prisionero.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores




Un pensamiento que tiembla...

Un pensamiento que tiembla, no mayor que un reyezuelo
herido, se hincha al pulso de mi alma redondeada,
punza mientras su arañazo señala semejante a un montón de porquería,
alas ovales sonando monótonamente como un corazón apanelado.
Me das pena, reyezuelo; más de la que tú das al gusano
He visto ese pico sin piedad golpeando suave al gusano
como una aguja de calcetar a la lana, el temblor que das
tragando ese flácido fideo, su meneo de consumación
semejante al de una semilla tragada por la raja de una tumba,
después tu guiño de rectitud ante la religión de un reyezuelo;
pero si murieses en mi mano, ese pico sería la aguja
en la que el mundo negro siguió girando en silencio,
tu música tan medida en surcos como lo era la de mi pluma.
Sigue picando en esta vena y verás lo que pasa:
las madejas rojas se partirán en dos como lo hace la calceta.
Se acanala en mi palma, como el latido, baqueteando para irse,
como si compartiera el conocimiento de un reyezuelo en otra parte,
más allá del mundo anillado en su ojo, estación y zona,
en el iris radial, la mirada fija, apuntada, apuntando.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



Una vez les di a mis hijas, por separado, dos caracolas...

Una vez les di a mis hijas, por separado, dos caracolas
extraídas del arrecife, o vendidas en la playa, no me acuerdo.
Las usan como topes de puerta o reposalibros, pero sus paladares,
húmedos y rosados, son el canto insonoro de ángeles.
Una vez escribí un poema llamado «El Cementerio Amarillo»
cuando tenía diecinueve. La edad de Lizzie. Tengo cincuenta y tres.
Esos poemas que he alzado no se vinculan a traducción alguna
como si fueran hitos musgosos; cada uno baja como una piedra
al fondo del mar, asentándose, pero déjalos yacer, con suerte,
donde las piedras están profundas, en la memoria marina.
Déjalos estar, en agua, como mi padre, que hacía acuarelas
se adentraba en su trabajo. Llegó a ser una de sus sombras,
dubitante y difícil de ver bajo la luz solar del verano.
Se llamaba Warwick Walcott. A veces creo
que su padre, por amor o bendición amarga
lo llamó así en honor de Warwickshire. Las ironías
se mueven. Ahora, cuando reescribo un verso,
o esbozo en el papel que se seca rápido las frondas de cocos
que él hizo tan tenuemente, las manos de mi hija se mueven en las mías.
Las caracolas se mueven por el fondo marino. Acostumbraba a mudar
la tumba de mi padre de las ennegrecidas lápidas anglicanas
en Castries adonde pudiera amar a los dos a la vez-
el mar y su ausencia. La juventud es más fuerte que la ficción.

Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores



LA LUZ DEL MUNDO

Kaya ahora, , necesito kaya ahora,
Necesito Kaya ahora,
Porque cae la lluvia.

—Bob Marley



Marley cantaba rock en el estéreo del autobús
y aquella belleza le hacía en voz baja los coros.
Yo veía dónde las luces realzaban, definían,
los planos de sus mejillas; si esto fuera un retrato
se dejarían los claroscuros para el final, esas luces
transformaban en seda su negra piel; yo habría añadido un pendiente,
algo sencillo, en otro bueno, por el contraste, pero ella
no llevaba joyas. Imaginé su aroma poderoso y
dulce, como el de una pantera en reposo,
y su cabeza era como mínimo un blasón.
Cuando me miró, apartando luego la mirada educadamente
porque mirar fijamente a los desconocdios no es de buen gusto,
era como una estatua, como un Delacroix negro
La Libertad guiando al pueblo, la suave curva
del blanco de sus ojos, la boca en caoba tallada,
su torso sólido, y femenino,
pero gradualmente hasta eso fue desapareciendo en el
atardecer, excepto la línea
de su perfil, y su mejilla realzada por la luz,
y pensé, ¡Oh belleza, eres la luz del mundo!
No fue la única vez que se me vino a la cabeza la frase
en el autobús de dieciséis asientos que traqueteaba entre
Gros-Islet y el Mercado, con su crujido de carbón
y la alfombra de basura vegetal tras las ventas del sábado,
y los ruidosos bares de ron, ante cuyas puertas de brillantes colores
se veían mujeres borrachas en las aceras, lo más triste del mundo,
recorriendo a tumbos su semana arriba, a tumbos su semana abajo.

El mercado, al cerrar aquella noche del Sábado,
me recordaba una infancia de errantes faroles
colgados de pértigas en las esquinas de las calles, y el viejo estruendo
de los vendedores y el tráfico, cuando el farolero trepaba,
enganchaba una lámpara en su poste y pasaba a otra,
y los niños volvían el rostro hacia su polilla, sus
ojos blancos como sus ropas de noche; el propio mercado
estaba encerrado en su oscuridad ensimismada
y las sombras peleaban por el pan en las tiendas,
o peleaban por el hábito de pelear
en los eléctricos bares de ron. Recuerdo las sombras.

El autobús se llenaba lentamente mientras oscurecía en la estación.
Yo estaba sentado en el asiento delantero, me sobraba tiempo.
Miré a dos muchachas, una con un corpiño
y pantalones cortos amarillos, una flor en el cabello,
y sentí una pacífica lujuria; la otra era menos interesante.
Aquel anochecer había recorrido las calles de la ciudad
donde había nacido y crecido, pensando en mi madre
con su pelo blanco teñido por la luz del atardecer,
y las inclinadas casas de madera que parecían perversas
en su retorcimiento; había fisgado salones
con celosías a medio cerrar, muebles a oscuras,
poltronas, una mesa central con flores de cera,
y la litografía del Sagrado Corazón
buhoneros vendiendo aún a las calles vacías:
dulces, frutos secos, chocolates reblandecidos, pasteles de
nuez, caramelos.
Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañuelo
se nos acercó cojeando con una cesta; en algún lugar,
a cierta distancia, había otra cesta más pesada
que no podía acarrear. Estaba aterrada.
Le dijo al conductor: «Pas quittez moi a terre»,
Qué significa, en su patois: «No me deje aquí tirada»,
Qué es, en su historia y en la de su pueblo:
«No me deje en la tierra» o, con un cambio de acento:
«No me deje la tierra» [como herencia];
«Pas quittez moi a terre, transporte celestial,
No me dejes en tierra, ya he tenido bastante».
El autobús se llenó en la oscuridad de pesadas sombras
que no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas
en la tierra y tendrían que buscarse la vida.
El abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.
Y yo les había abandonado, lo supe allí,
sentado en el autobús, en la media luz tranquila como el mar,
con hombres inclinados sobre canoas, y las luces naranjas
de la punta de Vigie, negras barcas en el agua;
yo, que nunca pude dar consistencia a mi sombra
para convertirla en una de sus sombras, les había dejado su tierra,
sus peleas de ron blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los capataces, a toda autoridad.
Me sentía profundamente enamorado de la mujer junto a la ventana.
Quería marcharme a casa con ella aquella noche.
Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña
junto a la playa en GrosIlet; quería que se pusiese
un camisón liso y blanco que se vertiera como agua
sobre las negras rocas de sus pechos, yacer
simplemente a su lado junto al círculo de luz de un quinqué de latón
con mecha de queroseno, y decirle en silencio
que su cabello era como el bosque de una colina en la noche,
que un goteo de ríos recorría sus axilas,
que le compraría Benin si así lo deseaba,
y que jamás la dejaría en la tierra. Y decírselo también a los otros.

Porque me embargaba un gran amor capaz de hacerme
romper en llanto,
y una pena que irritaba mis ojos como una ortiga,
temía ponerme a sollozar de repente
en el transporte público con Marley sonando,
y un niño mirando sobre los hombros
del conductor y los míos hacia las luces que se aproximaban,
hacia el paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,
las luces en las casas de las pequeñas colinas,
y la espesura de estrellas; les había abandonado,
les había dejado en la tierra, les dejé para que cantaran
las canciones de Marley sobre una tristeza real como el olor
de la lluvia sobre el suelo seco, o el olor de la arena mojada,
y el autobús resultaba acogedor gracias a su amabilidad,
su cortesía, y sus educadas despedidas

a la luz de los faros. En el fragor,
en la música rítmica y plañidera, el exigente aroma
que procedía de sus cuerpos. Yo quería que el autobús
siquiera su camino para siempre, que nadie se bajara
y dijera buenas noches a la luz de los faros
y tomara el tortuoso camino hacia la puerta iluminada,
guiado por las luciérnagas; quería que la belleza de ella
penetrara en la calidez de la acogedora madera,
ante el aliviado repiquetear de platos esmaltados
en la cocina, y el árbol en el patio,
pero llegué a mi parada. Delante del Hotel Halcyon.
El vestíbulo estaría lleno de transeúntes como yo.
Luego pasearía con las olas playa arriba.
Me bajé del autobús sin decir buenas noches.
Ese buenas noches estaría lleno de amor inexpresable.
Siguieron adelante en su autobús, me dejaron en la tierra.
Entonces, un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un hombre
gritó mi nombre desde la ventanilla.
Caminé hasta él. Me tendió algo.
Se me había caído del bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
Me la devolvió. Me di la vuelta para ocultar mis lágrimas.
No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles
salvo esta cosa que he llamado «La Luz del Mundo».




The Light of the World

Kaya now, got to have kaya now,
Got to have kaya now,
For the rain is falling.

—Bob Marley


Marley was rocking on the transport’s stereo
and the beauty was humming the choruses quietly.
I could see where the lights on the planes of her cheek
streaked and defined them; if this were a portrait
you’d leave the highlights for last, these lights
silkened her black skin; I’d have put in an earring,
something simple, in good gold, for contrast, but she
wore no jewelry. I imagined a powerful and sweet
odour coming from her, as from a still panther,
and the head was nothing else but heraldic.
When she looked at me, then away from me politely
because any staring at strangers is impolite,
it was like a statue, like a black Delacroix’s
Liberty Leading the People , the gently bulging
whites of her eyes, the carved ebony mouth,
the heft of the torso solid, and a woman’s,
but gradually even that was going in the dusk,
except the line of her profile, and the highlit cheek,
and I thought, O Beauty, you are the light of the world!
It was not the only time I would think of that phrase
in the sixteen-seater transport that hummed between
Gros-Islet and the Market, with its grit of charcoal
and the litter of vegetables after Saturday’s sales,
and the roaring rum shops, outside whose bright doors
you saw drunk women on pavements, the saddest of all things,
winding up their week, winding down their week.
The Market, as it closed on this Saturday night,
remembered a childhood of wandering gas lanterns
hung on poles at street corners, and the old roar
of vendors and traffic, when the lamplighter climbed,
hooked the lantern on its pole and moved on to another,
and the children turned their faces to its moth, their
eyes white as their nighties; the Market
itself was closed in its involved darkness
and the shadows quarrelled for bread in the shops,
or quarrelled for the formal custom of quarrelling
in the electric rum shops. I remember the shadows.
The van was slowly filling in the darkening depot.
I sat in the front seat, I had no need for time.
I looked at two girls, one in a yellow bodice
and yellow shorts, with a flower in her hair,
and lusted in peace, the other less interesting.
That evening I had walked the streets of the town
where I was born and grew up, thinking of my mother
with her white hair tinted by the dyeing dusk,
and the titling box houses that seemed perverse
in their cramp; I had peered into parlours
with half-closed jalousies, at the dim furniture,
Morris chairs, a centre table with wax flowers,
and the lithograph of Christ of the Sacred Heart ,
vendors still selling to the empty streets—
sweets, nuts, sodden chocolates, nut cakes, mints.
An old woman with a straw hat over her headkerchief
hobbled towards us with a basket; somewhere,
some distance off, was a heavier basket
that she couldn’t carry. She was in a panic.
She said to the driver: “Pas quittez moi à terre ,”
which is, in her patois: “Don’t leave me stranded,”
which is, in her history and that of her people:
“Don’t leave me on earth,” or, by a shift of stress:
“Don’t leave me the earth” [for an inheritance];
“Pas quittez moi à terre , Heavenly transport,
Don’t leave me on earth, I’ve had enough of it.”
The bus filled in the dark with heavy shadows
that would not be left on earth; no, that would be left
on the earth, and would have to make out.
Abandonment was something they had grown used to.
And I had abandoned them, I knew that there
sitting in the transport, in the sea-quiet dusk,
with men hunched in canoes, and the orange lights
from the Vigie headland, black boats on the water;
I, who could never solidify my shadow
to be one of their shadows, had left them their earth,
their white rum quarrels, and their coal bags,
their hatred of corporals, of all authority.
I was deeply in love with the woman by the window.
I wanted to be going home with her this evening.
I wanted her to have the key to our small house
by the beach at Gros-Ilet; I wanted her to change
into a smooth white nightie that would pour like water
over the black rocks of her breasts, to lie
simply beside her by the ring of a brass lamp
with a kerosene wick, and tell her in silence
that her hair was like a hill forest at night,
that a trickle of rivers was in her armpits,
that I would buy her Benin if she wanted it,
and never leave her on earth. But the others, too.
Because I felt a great love that could bring me to tears,
and a pity that prickled my eyes like a nettle,
I was afraid I might suddenly start sobbing
on the public transport with the Marley going,
and a small boy peering over the shoulders
of the driver and me at the lights coming,
at the rush of the road in the country darkness,
with lamps in the houses on the small hills,
and thickets of stars; I had abandoned them,
I had left them on earth, I left them to sing
Marley’s songs of a sadness as real as the smell
of rain on dry earth, or the smell of damp sand,
and the bus felt warm with their neighbourliness,
their consideration, and the polite partings
in the light of its headlamps. In the blare,
in the thud-sobbing music, the claiming scent
that came from their bodies. I wanted the transport
to continue forever, for no one to descend
and say a good night in the beams of the lamps
and take the crooked path up to the lit door,
guided by fireflies; I wanted her beauty
to come into the warmth of considerate wood,
to the relieved rattling of enamel plates
in the kitchen, and the tree in the yard,
but I came to my stop. Outside the Halcyon Hotel.
The lounge would be full of transients like myself.
Then I would walk with the surf up the beach.
I got off the van without saying good night.
Good night would be full of inexpressible love.
They went on in their transport, they left me on earth.
Then, a few yards ahead, the van stopped. A man
shouted my name from the transport window.
I walked up towards him. He held out something.
A pack of cigarettes had dropped from the pocket.
He gave it to me. I turned, hiding my tears.
There was nothing they wanted, nothing I could give them
but this thing I have called “The Light of the World.

Presentamos, en versión de Antonio Resines y Herminia Bevia, un poema del Premio Nobel de Literatura en 1992. El poema está incluido en el volumen El testamento de Arkansas, publicado por Visor en 1994 Hay críticos que sostienen que Walcott es el mayor poeta de lengua inglesa de nuestro tiempo.




El Cultural
Sábado, 18 de marzo de 2017 

Derek Walcott, el poeta de los seis sentidos

MARTÍN LÓPEZ-VEGA | 17/03/2017 

Toda la obra de Derek Walcott (Santa Lucía, 1930-2017) es un intento de discernir cómo se puede a la vez ser caribeño y heredero de una cultura europea a la que no se quiere, ni mucho menos, renunciar, pero por la que no se quiere ser aplastado. Omeros, su obra maestra, publicada en 1980, que es a la vez una Ilíada y una Divina Comedia caribeña, es el mejor ejemplo de esa lucha interna entre dos herencias, una natural y otra impuesta pero asumida y enriquecedora. El poema, que se desarrolla en Santa Lucía, lugar de nacimiento del propio Walcott, toma prestados los nombres de sus protagonistas de la Ilíada: Aquiles, Hector... son aquí pescadores locales que conviven con un oficial inglés retirado y su familia, y hay incluso un Homero, un hombre ciego llamado Siete Mares. El poema tiene mucho del cosmpolitismo de otros compañeros suyos de generación (Brodsky, Heaney...) y nos lleva también a Roma, Lisboa o Toronto.

Y es que, medio caribeño, medio europeo, Walcott fue sobre todo un miembro de esa generación de poetas de distinto origen pero preocupación común: la de convertir cada poema en una reflexión sobre nuestro lugar en el mundo que aunase análisis autobiográfico y conciencia de nuestro lugar en la historia. Lo que distingue a poetas como los mencionados Joseph Brodsky, Seamus Heaney, y otros como Czeslaw Milosz o Yehuda Amijai, y el propio Walcott, es su punto de enunciación: cada uno ha vivido el siglo XX de una manera distinta, sometido a presiones diferentes. Pero todos ellos convierten el poema en el lugar en el que reflexionar sobre ello, aprovechándose para ello de técnicas que antes eran patrimonio de la crónica viajera, del aforismo o del ensayo. Si en sus poemas viajan no es para darnos apuntes turísticos, sino para tomar perspectiva sobre su propia experiencia, para aprender de lo que la historia ha hecho en otros lugares. Son los poetas del tiempo en que el poeta dejó de ser cantor de los logros de una patria cualquiera para dar testimonio de la derrota diaria del ser humano, y también de su capacidad para encontrar la dicha en las cosas cotidianas. Poetas del tiempo en que nació el documental, un hecho que algo nos dice también sobre la forma en que componen sus versos.

Si algo distinguió a Walcott de esos compañeros de generación, incluso en los poemas en los que podía estarles más cercanos (pienso por ejemplo en los de uno de sus últimos libros, Garcetas blancas (del que hay edición española de Luis Ingelmo para Bartleby) es su fraseo, inconteniblemente épico, que transforma cualquier experiencia, por banal que sea, en un arrebato de intensidad que envuelve al lector, atrapado en una poesía que apela a los cinco sentidos como pocos autores han sido capaces antes. A los seis sentidos, habría que decir en realidad, pues a la sensualidad pluriforme de su verso hay que añadir su capacidad para apelar a nuestro sentido de la historia.

Walcott, que también era pintor, acababa de publicar el libro Morning, Paramin en colaboración con el artista Peter Doig, un libro que ahora será un testamento que sumar a su monumental autobiografía en verso, Another Life, de 1973. Nos deja un poeta enorme, torrencial, de otro tiempo. El último de su especie en muchos sentidos. Dejo como despedida mi versión de uno de los poemas de su última etapa, "En Italia". Adiós, Derek Walcott, qué poema no escribirás de tu odisea de ahora. 

En Italia

I

La carretera apoya el hombro contra un muro de piedra,
caminos de adoquines, ciudades en sus colinas con plazas
del tamaño de un sello y un mar añorado por la flecha
del horizonte tembloroso, con nombres que no marchitan
los siglos y sombras que son la esfera del tiempo. La luz
es más antigua que el vino y las nubes son como un mantel
extendido para almorzar bajo las ramas. Muy tarde
he llegado a Italia, y mejor que haya sido así,
mejor ahora que en esa juventud que nunca está satisfecha,
cuyas alegrías son traicioneras, mejor ahora que mi cabello rima
con esas lejanas crestas, ahora que las campanas en sus torres
sobre las colinas hacen recuento de mis errores,
porque no estamos nunca donde estamos, sino en otro lugar,
aunque estemos en Italia. Esa es la soportable verdad
de la edad madura; tú haz recuento de tus bendiciones -estos
campos de girasoles, la rota luz de las colinas, la neblina
del invisible Adriático- mientras el día espera aún
su oportunidad, la sombra de una nube que se desliza colina abajo.


II

Las ventanas azules, la colcha de color limón,
la certeza de que el mar espera tras la avenida
con balcones y bicicletas, el gélido tráfico
y su humo que se mezcla con el café: interiores pasajeros,
sábanas pasajeras, y la pasajera visión
de hoteles con palmeras altivas comidos por la sal del mar,
a pesar de que el verano es serio
y se ha producido un inevitable adiós a las armas,
un adiós a la belleza que desaparece con su cabello atormentado.
De nuevo perdido el eje, el amor
cojea en el centro de tu cuerpo por la sacudida
del coche mientras va dejando atrás tejados y playas
de la costa ligur. Las cosas pierden también el equilibrio
y se tambalean por muy débilmente que la memoria las golpee.
Tú esperas revelaciones, delfines saltarines,
ruiseñores dispuestos a romper sus gargantas,
esperas la campana en la torre que absuelva tus pecados
como las recogidas redes de los barcos que por fin regresan.






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