lunes, 5 de septiembre de 2011

SILVIA EUGENIA CASTILLERO [4.628]





Silvia Eugenia Castillero 


Nació en la ciudad de México. Autora de los libros de ensayos Entre dos silencios, la poesía como experiencia, Tierra Adentro, Ciudad de México, 1992 y 2003. Aberraciones: El ocio de las formas, UNAM, 2008. En poesía ha publicado Como si despacio la noche, Secretaría de Cultura de Jalisco, Guadalajara, 1993; Nudos de luz, con serigrafías de Rigoberto Padilla, Ediciones Sur y Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1995; Zooliloques, edición bilingüe, traducción al francés de Claude Couffon, Indigo Editions, París, 1997 ; Zooliloquios. Historia no natural. CONACULTA, colección Práctica Mortal, ciudad de México, 2004. Eloísa, Editorial Aldus y Universidad de Guadalajara, ciudad de México, 2010. Héloïse, Éditions du Noroît, traducción al francés de Francois-Michel Durazzo, Montreal, 2012. Eloise, Unicorn Press, Inc., traducción al inglés de Sarah Pollack, Greensboro, 2014. Acreedora del segundo premio en el género de poesía del Certamen Internacional Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz 2011, con el libro En un laúd –la catedral (Fondo Editorial EdoMex, 2012). Asimismo fue finalista del III Certamen de Poesía Festival de la Lira 2011, de obra publicada, en Cuenca, Ecuador, con su libro Eloísa. Actualmente es directora de la revista literaria Luvina de la Universidad de Guadalajara. Profesora investigadora del Departamento de Letras del CUCSH de la UdeG. Y miembro del Sistema Nacional de Creadores de México.





Vitral 

No bajes ángel, 
quédate poseído por el cristal, 
pronto serán tus alas 
palmas para tejer 
las manos cóncavas, 
candentes, punzantes, 
del Caronte amoroso 
que me cruzaba el Estigia 
—noche tras noche— 
no hacia el juicio, 
sí hacia el gozo. 




En los caminos del río Loira 

1. 

La montaña amanecía 
desperezándose la neblina, 
en ascenso por los hombros de Eloísa. 
Horas convenidas en su irrealidad 
se tejían al sobresalto 
de la fuga. 
Verdores de hierba 
deslizaron el amanecer en los ojos de Abelardo. 
Eloísa los sintió revelarse en sus labios, 
agrietar su piel joven, 
como atisbos de tragedia 
para quedarse, hondos, 
demorándose en su tacto. 


2. 

La simetría perfecta de la montaña 
envuelve al recuerdo de sombras tajantes: 
allí otra vez la longitud 
interminable de los besos, 
y del otro lado, en la lejanía 
—extendido sobre la montaña— 
el tiempo cayendo rígido 
en su propia acumulación. 



Zooliloquios de Silvia Eugenia Castillero


Sirena 


Entre dos gajos de la noche 

agoniza la sirena. 
Al arrastrarse 
agua tersa va muriendo. 
Retrocede hasta donde cierra la calle 
para olvidar sus ojos 
sobre una piedra. 
Con botellas vacías circunda su lecho; 
todo allí está roto. 
Entre soplos arenosos 
y polvo que se clava 
se desvanece 
abierta a la noche y ciega. 



El mono

El monto en el árbol 

prisionero 
entre el negro y el ocre. 
El mono nace 
enrejado por líneas. 
Del mismo color del árbol 
seco nace. 

Un solo rasgo lo distingue: 
su mandíbula de hombre, 
su grito más grande que 
todo su alrededor. 



La cebra

La gente empezó a cruzar la calle pisando las 

franjas blancas pintadas en la capa negra 
del asfalto, nada hay que se parezca menos 
a la cebra, pero así llaman a este paso. 

José Saramago, 
Ensayo sobre la ceguera 

Al irse, él se hundió en el humo negro de resina ardiente. Atravesó franjas, pequeños abismos donde su paso parecía esfumarse. Una vez que comenzó a cruzar la avenida, Silenia lo vio desde el borde, sobre las franjas negras, alargar vertical su cuello, en una línea mínima e interminable, y someterlo al propio cuerpo, horizontal ahora, para borrarse ante la corriente de las franjas blancas: acumulada como una ola que se estrella en una roca y cede sus formas a la luz. 

El claroscuro de la cebra se sucedía en un hilo de nada. Pocas horas más tarde, la duermevela quiso volverla inofensiva, de un gris de asno. Entonces era sólo una pasarela curva por la que desfilaban rápidas, zapatillas de charol negro y tacón fino. O una charca por la que botas de ante se abrían paso. Lo cierto es que de la cebra desaparecieron sus fauces de espectro y su geometría peligrosa de negros y blancos, rayando ruidosamente la lejanía. 

Pero cuando la cebra quedó sola, y los rayos del sol callaron sobre el polvo rojizo de la calle, la sombra se alargó desmesuradamente hasta dibujar un sueño en Silenia: unir la ciudad y traer el mar a los lados. 



Cocuyos


Los habitantes de la tierra que se fue quedando baldía notaron de pronto la fuga de formas equívocas. Salían del río seco. Partían igual que todos en el pueblo, aunque ellas iban en grupo. Una tarde de verano, muchos años atrás, llegaron para asentarse en el brazo fangoso del río, húmedo entonces gracias a las lluvias. Cuando también la lluvia se ausentó, las formas dejaron de parecer insectos acuáticos e inapresables, y aprendieron a volar para sobrevivir a la sequía. Y hasta el aire se pudrió, se hizo hueco, desde que los zopilotes se negaron a comer la carroña de los animales muertos que la gente había abandonado al irse. Pero como todavía brillaba el sol a diario, las formas se llenaron de luz y huyeron una noche sin luna, aparentando ser polvo de estrellas. 





La marea 

Entre Eloísa y lo posible 
se interpone una luz vacilante; 
el temblor de imágenes 
nocturnas y densas 
se apropia de la habitación, 
un lugar inclemente donde Abelardo 
es costra desprendida 
y a la vez presencia 
de marea índigo sofocante en los ojos: 
mientras más combinadas 
las facciones, más disueltas. 


Naturaleza muerta 


La llama arde 
sin rojos, por fuera 
titubea. 
Su pólvora –informe- 
no engendra ni estalla, 
hueca se balancea 
disfrazada de un ardor lento: 
embriones 
fallidos de lumbre. 
No le quedan más que 
unas líneas de luz: un 
arder en simulacro. 

Tajo


Tiene que haber sido el mar con su furia. 

Arrastró de tajo las formas, la lengua, 
la plegaria matinal. Tiene que haber sido 
esa descomunal fuente de cristal en pedazos. 
Labriego insoluto, huérfano océano 
desbordó la intimidad; 
rabioso horadó los herrajes de la noche. 
Furia venida del espesor de arenas 
y rocas. Con su perfil de resaca 
nos dejó sin costa, sin muelles, 
en la abstracta posición del alba. 





Luto

Río abajo esta oscuridad
me horada el corazón,
hunde su garra metálica.
Afilados sus cuchillos
congela cualquier intento
de luz, cualquier anuncio
de bálsamos. Girasoles,
vitrinas rivales,
girones de agua sin luz
me acosan, me acorazan,
cobardes los negros
mis manos abandonan,
ateridos los pasos, la luna
de espaldas balancea algo
inalcanzable. Río abajo me
hundo sin ver mi reflejo,
sólo siento el trafaguear
de la negrura
sobre mi deseo.
Un ronco tocar mis células
—atadas, amordazadas—
hasta que grito. Y
con toques agudos
descompreso mis nervios:
es cuando te abandono.




Hendidura

Se rasga una superficie pero nadie sabe,
la cima está en la textura misma y no hay quien lo advierta.
En la alcantarilla hay milímetros expandiéndose
inútilmente, se agitan las formas espaciales en
el reflejo de la hendidura, en su vertedero, en su derramarse todo
en el vacío. Ahí están las huellas buscadas, en esa innecesaria
corriente de miligramos que van incrustándose de migaja en migaja.
Impera el precipicio desde ahí, olvida la barranca, el acantilado;
en las inmundicias está la catástrofe, el derrumbe inicia en su desfase,
en el monstruoso engranaje de la materia. Ahí estás tú.





Claridades

Claridades
de frente como playas encontradas
se interrogan
ansiosas, arremeten contra sí.
En su rango de luz ansiosa
se bifurcan —son camino
que nunca se encuentra.
Rival de sí misma
la luz gorjea ávida hasta el borde
de la tarde
restañando las siluetas
seccionadas por ese bisturí
de luz naciente sobre arena dispersa.
Roce perpetuo y alado
el rastro de luz:
parece una vela violenta
encajada, tirante,
acrisolada en su propia violencia,
en su anhelo de
ser oscuridad es
sólo un pestañeo:
indecisa continúa destruyéndose.





Destinos

Entre el suelo apisonado y la borrasca.
Entre partículas de aire y los átomos del agua.
Entre el sonido de un mapa y la bandada de nubes en silencio.
Entre cada piedra y su lugar perdido.
En ese hueco del olvido.
En ese hoyo sideral, negro o gris, en esa catacumba de los espacios
va la vida de una hormiga, o ni siquiera, va la morosa actividad del polvo.
Pero nadie ve las huellas de lo recóndito:
encender la luz, cerrar la ventana, caminar por caminar.
Pasos inútiles que no son pasos,  pasos que no se cuentan:
económicos intentos de existencia o paranoicos excesos por existir,
hacia su propia servidumbre irían, pero pasan
sin ser contemplados, pasan.




Boulevard

Un hombre camina por el boulevard, pregunta, voltea y
mira una calle que rezuma una y otra vez la misma historia
de un hombre que camina sin voltear atrás. La calle
vierte hombres que no miran, sólo caminan, si caen
se levantan sin voltear, si miran caen y siguen. Voltear
es palabra aguda y la calle, andar la calle, es tan grave:
lo único que nos habla de verdad es el polvo,
sentimos los grumos, las piedras minúsculas nos
persiguen. Se levanta a veces un cúmulo de impurezas,
un tumor, el falso espacio del vacío que se llena, se tejen
sus moléculas sobre la textura de algo que pareciera
un ser vivo, balbuciente en su necedad
de andar la calle. Titubea, no siente, camina y sigue.








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