jueves, 17 de marzo de 2011

3462.- C. K. WILLIAMS


C. K. Williams (Newark, Nueva Jersey, Estados Unidos, 1936), poeta y traductor, ha publicado entre otros libros de poesía The Singing (National Book Award, 2003), Repair (Pulitzer Prize, 2000), The Vigil (1997), A Dream of Mind (1992), Flesh and Blood (National Book Critics Circle Award, 1987), Tar (1983), With Ignorance (1997), I am the Bitter Name (1992) y Lies (1969). Ha traducido a la lengua inglesa la obra de autores como Zagajewski, Francis Ponge o Sófocles. Además de con los premios ya mencionados, su poesía ha sido galardonada con el Ruth Lilly Poetry Prize, PEN/Voelcker Career Achievement Award, Lila Wallace-Reader’s Digest Award, Pushcart Prize y el American Academy of Arts and Letters Award.

En la actualidad da clases de escritura creativa en la Universidad de Princeton y vive buena parte del año entre Nueva York y París.


Reparación es su primer libro publicado en España.


Traducción de Jaime Priede.


ReparaciónC. K. Williams
Poesía
Bartleby Editores.





Palabras o cera, no hay modo de
moldear nuestra propia imagen, nuestra desolada
conciencia al borde de la cual sólo
hay más conciencia.





Cristal

Últimamente,
desde que murió mi padre y me acerco a su
edad,
lo veo primero a él,
y tengo que fijar bien la vista para
reconocerme.




Se estremece la conciencia
puede que el motivo no
sea tanto el miedo a lo que el futuro pueda
traernos
como el deseo de eso mismo mediante el miedo,
la atención,
el cuidado.

Como si la vida resultara más convincente silbando como
una navaja.








El vestido

En aquellos días, aquellos días que ahora solamente
existen para mí como un recuerdo de lo más huidizo,
cuando el primer sonido que escuchabas por la mañana
podía ser el estruendo de los pájaros,
luego el suave cloc de los cascos del caballo
que tiraba del carro de la leche calle abajo

y el último sonido de la noche puede que fuera o no el de tu
padre cuando paraba el coche,
llegando tarde del trabajo, siempre tarde, luego sus pasos
cansados bajando al sótano, a la caldera,
para vaciar la ceniza y limpiar el tiro antes de subir las
escaleras para dejarse caer en la cama;

en aquellos lejanos días, las mujeres, mi madre,
las amigas de
mi madre, nuestras vecinas,
todas las mujeres que yo conocía se vestían,
casi todo el día, con lo que llamaban "batas",
baratas, estampadas, insulsas, que no marcaban formas,
fabricadas con un algodón ligero,
que te podías poner encima del camisón,
y cuando llegaba la hora de ir a buscar al niño
se balanceaban secando en el tendal, o corriendo
hasta el comercio de la esquina bajo una chaqueta,
la bastilla del camisón, siempre demasiado delgaducha
y amarillenta, asomando por debajo.

En vez de rulos, algunas de aquellas mujeres parecían
llevar de manera perpetua en su cabello,
con vistas a un acontecimiento importante, una bola,
podría decirse, que nunca llegaba a moverse;
no se trata solamente de que la mayoría de aquellas
mujeres nunca se maquillaran durante el día,

es que además sus caras parecían lijadas, y,
con las cejas depiladas, inquietaban como máscaras;
pero, más que todo eso, eran aquellos vestidos
los que las hacían tan inescrutables y prohibitivas,
expertas en enigmas inaccesibles a los hombres
que los niños tampoco podían entender.

Fue más tarde cuando empecé a considerar
esos vestidos como una proclama: en tu cocina
mal iluminada,
en el lavadero, en el inhóspito patio de hormigón,
lo que revelabas de ti misma era pura simulación;
que tu auténtica naturaleza sensual,
oculta bajo esas vestiduras asexuadas,
la tenías totalmente bajo control.

En aquellos días se ocultaban muchas más cosas:
los hombres hechos y derechos nunca se abrazaban,
a menos que alguien se hubiera muerto,
y aún así no siempre; te dabas la mano o,
como en el béisbol,
le dabas al amigo una palmada en la espalda
intercambiabas un código de golpes afectuosos;
una vez que dejabas atrás la infancia
ya nunca volvías a sentir el tacto del bigote de tu padre
en la mejilla, al menos hasta que cambiaron
las costumbres y al fin se pudo abrazar a otro hombre,
tomarlo del brazo un instante, incluso besarlo
(el bigote de tu padre ya era blanco y rígido por entonces).

Lo que un abrazo libera, finalmente:
aunque fuimos muy cautos -parecía algo tan audaz-
qué oculta alegría se intuía en aquella afirmación
de equidad entre ambos, y de comunión,
sin importar los desencuentros y penalidades
que hubieran surgido entre nosotros hasta entonces.

Sabíamos muy poco, tan poco como ahora,
supongo, acerca de cómo curar esas heridas:
inclusive las mujeres, con sus mejores prendas,
con collares y lentejuelas cosidas al corpiño,
maquilladas y con los labios pintados, el pelo suelto,
no podían más que estrujarse las manos
dándose la paz, mientras padre e hijo,
como bandidos, como ladrones, como romanos,
eran puestos a caldo, abucheados, odiados,
soportando el dolor que les infligía, el más duro,
en todo caso,
por el beso y el abrazo, pagando un alto precio
de hermanos a hermanos durante generaciones.

En aquellos días todavía el campo estaba muy cerca
de las ciudades, granjas, sembrados de maíz, vacas;
no muy lejos de nuestro edificio de ladrillos
manchados y su largo pasillo tan sombrío
te encontrabas con un trecho de lomas y árboles
que podías transformar en montañas y bosques.

O podías salir solo para ir hasta un solar vacío
de media manzana de largo, entre la maleza:
como un extraño ser de hojas te escondías, agachado,
te arrastrabas, primario, salvaje, solo;
ya por entonces ansiabas ser más simple, deseando,
cuando te llamaban desde casa, no volver nunca.





El canto
C. K. Williams
Poesía
Bartleby Editores.


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FILADELFIA: 1978



De camino al médico para recoger el resultado
de unas radiografías
pulmonares porque tosí sangre
hace unas semanas cuando aún estábamos
en California; estoy hecho
más o menos un desastre de ansiedad,
y justamente al volver la esquina de la calle Spruce
a la Dieciséis,
donde está la consulta de mi médico,
un individuo de aspecto harapiento
que se acerca hacia mí por la
acera me grita desde quince metros de distancia:

“¡Conozco esos andares! ¡Vaya si conozco esos andares!”,
con una ancha sonrisa, con auténtico sentimiento.
Aunque no lo reconozco –parece drogado, desgastado-
le devuelvo
la sonrisa, y luego, a medida que nos vamos
acercando más,
parece dudar de repente, y me pregunta:
“¿No te conozco? Puede que
no. ¿No estuviste en Vietnam?”,
y antes de que pueda responderle:
“¡Mierda! ,me escupe, ¡mierda!,
furioso conmigo, ¡Eres una jodida mierda!”





EL CANTO

(C.K. Williams)
(Traducción de Sergio Badilla Castillo)

Estaba volviendo a casa colina abajo cerca de nuestra morada
en una tarde templada
bajo los capullos
De los perales que brotan aquí esplendentes de locura
toda primavera con sus
fuerzas germinantes.

Cuando un hombre joven vuelve de una esquina cantando
no fue más que
un clamor cadencioso
Mucho del cual no pude entender pensando porque
el muchacho era negro de habla negra

No me importó podría decir que componía su
canción tenaz que me agradó
él era apuesto
Vestido toscamente con cierto estilo de pantalones anchos obviamente
lleno de si mismo
de aquí surgía su fluidez lírica

Caminábamos en el mismo sentido entonces me notó
allí "grande" casi
Al lado de él y voceó -cantando' "grande"
y pensé qué divertido
tener mi altura
incorporada en su canción

Así que sonreí pero la cara del muchacho no demostró nada
él miraba
de hecho rotundamente ausente
Y su canción cambió "no soy una persona cortés"
él cantó "no soy una persona cortés"

Ninguna amenaza fue dicha ni cobré ningún temor particular
pero él quiso
estar seguro de que sabía
Que si mi sonrisa delataba yo esperaba algo como avenencia
entre nosotros debía olvidarme de ello

Ése es todo nada más aconteció su canción se tornó
indescifrable para
mí otra vez él llegó
Donde se dirigía una casa en donde una niña de trenzas
lo esperaba en
el pórtico eso fue todo

Nadie vio nadie escuchó todo lo inopinado y
las preguntas sin repuesta
fueron dejadas de lado donde estaban
Se me ocurrió cantar también "no soy una persona
cortés tampoco" pero no
pude lograr una armonía

Además no habría querido vocearla ni él habría creído
que ambos
sabíamos apenas donde estábamos
En el dueto que arreglamos la ecuación que hicimos
las convenciones para
las cuales estábamos condenados

A veces se siente incluso cuando nadie está allí
alguien algo
está observando y escuchando
Alguien a rectificar rehacer reparar este tiempo otra vez aunque
nadie vio o escuchó
que nadie estuvo allí


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