domingo, 1 de agosto de 2010

314.- JORGE GALÁN


Jorge Galán, seudónimo de George Alexander Portillo, nació en San Salvador, El Salvador, 1973. Licenciado en Letras por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional e internacional.
Premios Obtenidos:
Premio Adonáis de Poesía. Ediciones Rialp. Madrid. España. Año 2006.
Premio Nacional de Novela Corta. Certamen organizado por la Comisión Nacional para la Cultura y el Arte de El Salvador, CONCULTURA. Año 2006.
Premio Charles Perrault de Cuento Infantil. Organizado por la Alianza Francesa de El Salvador. Año 2005.
Premio Nacional de Novela Corta. CONCULTURA. Año 2004.
Premio Hispanoamericano de Poesía de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango. Guatemala. Año 2004.
Gran Maestre de Poesía de El Salvador. Dado por CONCULTURA en el año 2000, luego de haber obtenido tres premios nacionales de poesía. Años 1996, 1998, 1999.
Libros Publicados:
“Breve Historia del Alba”. Colección Adonáis. Ediciones Rialp. Madrid, España. Año 2007.
“La Habitación”. Colección Poesía de la Dirección de Publicaciones e Impresos de El Salvador, DPI. Año 2007.
“Una Primavera Muy Larga”. Edición Bilingüe Francés – Español. Colección Premio Charles Perrault de la Alianza Francesa de El Salvador. Año 2006.
“El Día Interminable”. Poesía. Colección Nueva Palabra. Dirección de Publicaciones e Impresos de El Salvador, DPI. Año 2004.
“Tarde de Martes”. Colección de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango, Guatemala. Año 2004.




El engaño

Primero vio el árbol y luego escuchó el pájaro.
Era un pino alto y viejo y robusto,
amarillo y verde a un tiempo y tupido en sus ramas.

Él se acercó.

El canto del pájaro era brusco y hermoso
de la misma forma que un río lo es en el invierno.
El día había pasado de la frescura a la tibieza
pues se acercaba el mediodía.
Él buscó entre las ramas el plumaje y el pico,
miró aquí y allá, más cerca del tronco y más lejos,
se movió buscando a la derecha y a la izquierda
y a la izquierda otra vez y a la derecha,
el ave seguía cantando y el árbol creciendo.

Súbitamente, al mover la cabeza, en un hueco
que formaba el follaje, entre una rama delgada y otra rama,
se halló al sol por entero,
un terrible astro duro cincelado sin tregua por las primeras manos
en un extraño oro incomparable.
Él quedó ciego.
El día se hizo blanco.

¿Me pregunto quién era de los dos el maligno:
si el pájaro o el árbol?

De: Breve Historia del Alba
Premio Adonáis de Poesía, Madrid, 2006




Gracia

Viniste como el rayo
un instante de Dios entre dos noches,
por eso no te has ido, por eso no te marchas a pesar de esta hora
de columnas hostiles que rodean mi cuerpo destrozado entre fangos.

Es viento, viento muerto lo que tiembla en los árboles,
son voces, voces muertas, las que hablan en la sombra,
son dedos, dedos largos los que limpian los labios
de ese rastro brioso de amapolas oscuras.

Pero tú permaneces intacta en tu hermosura,
en tu belleza intrínseca que te recoge el pelo con pañuelos de humo.
Viuda de los claveles, gaviota de la noche, luz más alta del día,
vas volando por mares que existirán mañana,
iluminas los puertos que nadie ha construido,
das un brillo dorado a las crines del viento
y recoges el cuerpo donde me hallo tendido
y repites mi nombre...

Yo escucho algo muy lejos
un susurro venido de un cielo más distante,
una oración levísima de palabras enormes
pronunciadas con una dulzura interminable,
con un amor terrible que casi me da miedo.

Nuestros días oscuros nos llevan de la mano,
nos abrigan con sábanas que desollan el pecho más llano de la nieve,
pero no te has marchado, permaneces haciéndote más grande
iluminando el día
desde mi oscuridad.


De Tarde de Martes
Premio en los Juegos Florales Hispanoamericanos Quetzaltenango, Guatemala





Lo terrible

La luz es un cadáver que flota inadvertido.
Sus pupilas decrecen sobre nuestras pupilas.
Ese sol de esta tarde no es real:
es una gota espesa de llanto inmaculado
que cae sin descanso y flota y cae.
Ni siquiera es real su eternidad.

La muchacha que amé olvidó su nombre.
Hoy es un cuerpo intacto que no puedo llamar.
La muchacha que amé ya no regresa,
bebe su café a solas cada tarde,
le palpa el rostro un viento sin memoria.
Nada que nos recuerde podría regresar.

La muchacha que amé se duerme sola,
ella toda penumbra: ya no puede soñar.

Se va y camina sola y siente frío,
quiere abrazarse y no encuentra sus brazos.
La muchacha que amé no puede más.

Si espera bajo el sol siente más frío,
pero ella espera, cree, no distingue
que ese sol de esta tarde no es real.

De El Día Interminable




Palabras hermosas

De nada valen las palabras hermosas
estas o cualquier otras
de qué vale que tus ojos sean pájaros
que se roben el alba de los faros
esa que es una espada que en las aguas se hunde
como en un corazón
y de qué vale la gaviota, inusitada siempre, que en tu mano
descansa de ese vuelo de una estación a otra estación a otra estación
porque de nada vale que seas la música que musita el pino más anciano
el más sabio de todos, el más bello, ese que observó a Dios
besar una bellota y más tarde dormir y más tarde soñar,
de qué vale la vuelta del viento con su vestido blanco
con su capa lustrosa que te cubre la espalda y no produce frío,
y ese campo amarillo
¿sirve para algo más que contemplarlo hasta volverlo una tristeza?
De nada vale que te deje en la frente todo el sabor del mar
que te deje en el pecho, en medio de los senos, un fuego que no cese
la llama que por años, para siempre incontables, permanezca en el árbol
como fruta dulcísima de inusitada forma.

De nada vale el cielo que en torno a ti elabora su estelar geografía
ni la gota de ámbar que baja hasta tus ojos y divide la noche.
De nada valen las palabras hermosas, cualquier otras o estas,
tu silencio implacable las oscurece a todas.

De: Tarde de Martes
Premio Hispanoamericano de Poesía de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango, Guatemala, 2004.




El frío

Una flor agotada por el lento verano:
eso te obsequia y te habla de sus ojos odiosos
con maneras odiosas: se cree tan hermoso
o algo más que tú misma. Tú te inclinas en busca
de una cosa que brilla sobre el suelo de hierba:
no es nada o quizá sea... no has podido saberlo.
El día se dilata y avanza sobre el mundo
como una gran carroza que atraviesa un desfile.
Otro más te regala un muñeco muy blanco.
Es demasiado blanco: lo tocas y se ensucia;
sin embargo el pelaje, tan tibio y delicado
puede hacer que tus manos se tornen displicentes
y tibias se deslicen como la luz delgada
en los duraznos tiernos. Hay un brillo en tus ojos.
Sonríes. Te despiertas: bajo tu pecho tiembla
un corazón distinto, y no puedes saberlo.
Alguien más te ha obsequiado un pájaro, una jaula:
amarillo el plumaje, gris y filoso el pico.
El tono de las plumas te deslumbra y asombra.
Ya solo su textura por sí misma es caricia.
Te parece exquisito ese color que no amas
pero crees que amas, y en verdad lo disfrutas.
Un animal hermoso, pero su canto es breve,
casi como gorjeo y no cesa y te angustia.
Un cuarto te ha posado su mano en la mejilla:
tu piel expuesta entonces, recogió en esos dedos
un temblor sin angustia, un deseo que toma
en la mano una forma que no puede en los labios.
Se miran a los ojos y una vergüenza insana
te llena las mejillas de sentimientos púrpura.
Tu cabello cercado por ganchos implacables
te hace lucir distinta: ya no eres una niña.
Bebes desde ese vaso que te han puesto en la mesa
ante ti, con fineza, con firmeza, con hambre.
La bebida te sabe sabrosa y la disfrutas:
es dulce y embrujada por un licor que entonces
en tu aliento volátil se volverá perfume:
hablas y alguien se duerme para soñar que hablas
sin notar que en sus venas se ha inflamado la sangre.
Ingenua, cuanto crees, no son más que espejismos:
las palabras que escuchas nunca han sido palabras
sino vestidos nuevos para fiebres muy viejas.
Tu belleza no importa porque eso no interesa,
o interesa, tan solo, mientras persiste o baste.
Tu tesoro relumbra como luz temblorosa:
los insectos rodean su calor inmediato.
Desde lejos te observo. Callo. No participo.
El frío que te eriza son mis brazos cerrados.





El holgazán

Acostado en la cama miro por la ventana
el cielo no es celeste ni azul
es verde oscuro. Las hojas no son verdes
las hojas son doradas. Las ramas donde penden están rojas.
No hay nubes esta tarde ni brisa ni esa música
que en el silencio habita sin que nadie la note.
Allá afuera está el mundo que observo sin mirarlo.
Y me pregunto, ingenuo: ¿se asomará a mirarme?
Siempre divide, un hombre, la humanidad en dos mitades,
así como el interminable nuevo instante presente
divide la eternidad en lo que fue y lo que será.

¿Posee olor esta habitación?

Supongo que huele como mi cuerpo, pero no lo distingo.
Si me tendiera sobre un campo de jazmines olería a jazmines
pero estoy tendido sobre la cama y la cama esta tendida a su vez sobre el mundo.
¿Cuál es el aroma del mundo?
¿A qué huele la noche? ¿Es el alba un perfume?
Me siento hijo este instante cuando soy el inicio y el final
de todas las distancias y todos los caminos,
porque un hombre siempre es el inicio y el final
de todos los caminos y todas las distancias:
si cierro mis ojos el cielo tiene el tamaño de unos párpados cerrados,
si los abro, el cielo se extiende hasta volverse oscuro y llenar una inmensidad
que solo es posible si me doy cuenta que es posible.
Si me levanto, no estaré parado sobre el piso de ladrillos sino sobre el mundo
y el mundo me sostendrá aunque no me de cuenta que me sostiene
y girará y se destruirá y restituirá, todo bajo mi pie, bajo mi sombra de esta tarde
y otras tardes iguales que esta, donde nada parece suceder,
donde no quedan pájaros y los rocíos invisibles alimentan pistilos que no veo
y el viento se ha alejado a unos árboles demasiado lejanos,
cuyas siluetas, que no observo tampoco, son solo hombres oscuros de alguna lejanía,
inmóviles e incapaces de producir algo más que temor o sospecha
pero jamás asombro.

Miro por la ventana. La cama está mullida. El cielo no es celeste ni azul
es verde oscuro. Las hojas no son verdes, son doradas, no caen, se mantienen asidas
a las ramas de un árbol que en la tierra se hunde como un rayo perenne
que se hundiera en la noche.

De La habitación





Niño que se contempla en una fuente oscura.

Mi voz es el murmullo de las estrellas,
lo sé por algún motivo que desconozco.
Me complace saberlo.
Uno debería de amarse alguna vez a pesar de sí mismo;
por eso digo, mi voz es el murmullo de las estrellas,

lo sé y no sé cómo lo sé,

sería impropio de lo hermoso comprender su hermosura.

El viento pregunta por mí al frío.
Altísimos árboles sin acosarme me rodean.
El frío tiene lenguas.
No huyo porque no pueden tocarme.
Soy puro como la flauta que hechiza el cielo del crepúsculo,
fui soplado por la Divinidad un día cuando el alba,
esto también lo sé porque esta tristeza es terrible como todo lo hermoso,
y sé también que el canto del cielo son las palomas de oro de tu pelo
y que eres una lágrima de Dios emocionado
y que mi voz es el murmullo de las tantas estrellas
y eso me hace feliz.

Todo es tan poco siempre.
Este sitio en que te amo es tan pequeño,
mínimo como las alas de un insecto que flota,
como un nenúfar rojo en una fuente blanca,
pero tendría que ser enorme como una sinfonía que también fuese un siglo.

Eres más grande que este sitio en que te amo pero no sé cómo es posible.
Y yo soy el murmullo de las estrellas,
un silencio más amplio,
por eso no me escuchas o acaso me confundes
con el canto de muerte que se anuncia en la frágil garganta de una Aurora.

El siseo del viento en los nuevos bambúes también puedo ser yo.

De: La Habitación
Colección Poesía. DPI. 2007




El muro

Lo quitaron tan tarde, que todos habían olvidado que estaba allí
y nadie recordaba quiénes eran los otros
los del otro lado
por eso no hubo abrazos de bienvenida ni llantos ni vociferaciones
salvo de asombro
días más tarde, quizá meses más tarde,
cuando, serpenteando en los follajes genealógicos
descubrieron que eran parientes, y de ahí esos ojos marrones,
coincidentes, de esas abuelas melancólicas.

De: Gracia Tarde de Martes
Premio en los Juegos Florales Hispanoamericanos
de Quetzaltenango, Guatemala





Paseo de una niña en la playa

Ya sin tocar el suelo, sus pies casi de agua
se deslizan, lentísimos, sobre la arena parda
matizada de espuma. Es casi mediodía,
sobre ella las gaviotas planean dulcemente,
el mar que hizo en la piedra motivo de su furia
no se atreve en sus pies, retrocede, no vuelve
sino en rocíos lentos de un azul menos ávido.
Le toca con su música, con su arrullo y se vuelve
un amante imposible que encuentra en la tristeza
el motivo preciso para intentar dormirle,
hechizarla, volverla su sueño, su deleite.
Frágil como la rama que a punto de quebrarse
se aferra al tronco anciano, así el viento se amarra
a su raíz más honda: su cabello que ondea
como bandera única de un país exquisito.
Esbelta como el aire que de puntillas anda
por las altas palmeras, mínima como el frío
que el corazón del alba guarda en su luz más íntima,
inmensa como el cielo que habita en la pupila,
se vuelve la palabra que el día le musita
a los antiguos siglos: el nombre de su orgullo.
Con su traje de baño, tan ingenua, tan simple,
sin sospechar aquello que en su torno sucede,
o notando, si acaso, la tibieza del agua
o las lentas gaviotas que vagan dulcemente.
Nada posee entonces semejante pureza.





Ya sin palabra alguna

Y entonces henos aquí como dos mares que en la comisura de unos labios inertes
han hecho una marea que no baja a pesar de esa luna
que detiene tu mano como si de una gota de llanto se tratase,
perdidos en el aroma de un cabello que asciende hasta otro aroma
que es la piel misma húmeda, una piel no creada sino sólo tomada
de esa sustancia que es la infinidad misma y dispuesta sobre otra piel,
la tuya, sobre otro rostro, el tuyo, no para embellecerlo sino para prolongarlo,
para dotarlo de algo que algunos llaman eternidad y algunos más instante,
ese vacío entre un mundo y otro mundo, entre una creación y otra,
en una totalidad y otra totalidad. Y tú, en la noche, no el noche humana
sino en la noche de un hombre en cuyos ojos halló el ámbar sus hijas predilectas
pues de ti estaban llenos, tus imágenes súbitas colmaban esos irises
como colma la música el alma inusitada de la más fabulosa sinfonía.
Henos aquí, fantasmas donde la luz resbala, donde el alba resbala, donde resbala el día
como el agua en el musgo de los muros ancianos de un país derrumbado,
henos aquí como viento y como flautas que es viento ha nutrido,
como el ruido inhóspito de los desvanes que el miedo ha vuelto súbito misterio,
como canciones altísimas que alguien escribió con deleite y quemó con venganza,
como arbustos sembrados en la lluvia o semillas dejadas sobre el pecho sin vida,
como los bancos donde alguien narró la historia del mundo y luego quiso callarse
y consiguió callarse y consiguió no decir más palabra alguna.
Henos aquí buscando el alpiste estelar y la rama que el ángel ha vuelto ya ceniza,
buscando la capa donde el frío no es más que pasos lejanos y pasillos desiertos,
buscando la almohada donde toda cabeza se la cabeza de un rey y de una reina,
bajando escalones interminables en busca de lo que fue olvidado en una niñez
donde toda felicidad quería decir ignorancia y toda lluvia quería decir tristeza,
donde todo labio tocado no era un sabor sino una condenación,
donde toda ventana carecía de horizonte más no de lejanía,
donde todo mar era un sueño y todo sueño era un instante de paz en la noche terrible.
Henos aquí tan desnudos y sin embargo tan vestido: estos abrigos lentos como párpados
que en la tarde de invierno no encuentran su descanso entre tantas camisas,
estas largas bufandas de una lana tan gruesa como el cuello inflamado de un ahorcado mísero,
estos zapatos tiesos forrados con el cuero de formidables búfalos.
Henos aquí en este patio que es el centro del mundo y la orilla del viento envejecido,
amos de este presente pero vencidos por lo que la memoria nos ha dado por cierto:
Estos días que flotan en las oscuridad como mínimos barcas en el interminable mar
que se abre hacia cuatro horizontes y todo lo rebasa.
Henos aquí con los labios llenos de una canción de amor que ninguno podría cantar
porque se nos ha olvidado cómo poder cantar sin volverse repentinamente a la plegaria
y en la plegaria pedir por el perdón y por el olvido y por la resurrección, no de la carne,
sino del cielo mismo que solía abrazarnos como un padre amoroso.
Henos aquí intentando volver a donde la luz ya no se atreve:
A ese sitio en medio de una tormenta que deglutió el camino del súbito relámpago.

De: Breve Historia del Alba
Premio Adonáis de Poesía, Madrid, 2006




Lo inevitable

Mi madre dijo “mañana va a haber viento”,
pero su mañana ya es hoy:
es más de media noche.
El viento hace de los follajes un mar que va y que viene
como el mar mismo.
Hay aves que están muriendo en su propio resguardo.
Algunas ramas se inclinan hasta el suelo y se quiebran
igual que algunos hombres muy cansados
vencidos finalmente por la culpa.
Mi madre también me ha dicho que hará frío,
pero desde hace varios días mis ojos son escarcha.
Ambos bebimos té y hablamos recordando
el sabor de los nísperos
y la lentitud de la miel al esparcirse sobre el pan.
Desde la habitación en donde estábamos
la ciudad cabía en el marco de una ventana,
era perfecta ahí como el cuerpo de una mujer amada
lo es en nosotros muchas veces.
“Mañana”, me repite y entonces quiero decirle y no lo hago,
que el tiempo es una invención tardía de los hombres,
que un instante también es un milenio
y un milenio un instante
y que nada hay más parecido al fin que el principio
que la nada de antes y la nada de después
es solo vacío
y que en medio flota una página en blanco
que alguien llena de palabras a veces banales
y otras veces terribles
y que lo que ella llama mañana ya es hoy en otro sitio
y ese sitio puede estar tan lejos o tan cerca como yo mismo
y que el tiempo es un manto que la eternidad ocupa para vestirse
en un intento inútil de poder comprenderse
porque la eternidad es invisible e incontable y quisiera medirse
e intenta inútilmente recrearse proveyéndose márgenes donde jamás se abarca.
“Mañana vendrá el frío”, me repite otra vez
y pienso, otra vez sin decírselo, que todo es tan sencillo
y que las estrellas son solamente estrellas:
Puntos de luz inertes a tan solo unos ojos cerrados de distancia,
y que el cielo es el cielo y la noche la noche y el viento solo viento
y que aunque ahora ya es mañana
resulta inevitable que todo mi presente
sea para mi madre su “después”.

De: Breve Historia del Alba
Premio Adonáis de Poesía, Madrid, 2006





Innumerables dones

Cuando veo el jardín lleno de flores nuevas,
amarillas y rojas,
creo que estoy viendo solo un jardín
pero en realidad estoy viendo la primavera misma,
pues cada flor es una emanación de otra cosa,
de un cuerpo invisible e inmenso que se tiende a dormir
cuando el tiempo deja en sus párpados, como besos furtivos,
innumerables dones.

De igual forma, cuando veo una mínima hoja deslizarse
a través de la fragilidad de un viento helado
que siempre es el mismo viento,
no presencio la danza milagrosa de una hoja que cae
sino el otoño mismo,
y aunque no vea su mano displicente moverse,
aunque no distinga a ambos lados de esa mano las líneas
de un destino igual trágico que hermoso,
esa mano está ahí.

Y cuando, inclinado, en la noche, busco unos labios
y estos labios inertes están allí,
los hallo, casi sin vida pero llenos de vida,
no es hermosura lo que busco,
ni siquiera dulzura
sino otra cosa muy distinta, algo parecido a la piedad
o bien piedad disfrazada de amor.

Y cuando escucho el murmullo de las mujeres beatas
salir de la iglesia y me parece
ese sonido
como el de las cigarras en los pinos altísimos
en las noches briosas de finales de marzo,
no son los sollozos de unas mujeres lo que escucho
ni tampoco dulces plegarias ataviadas con palabras muy breves,
sino un sonido único, tejido, el arrullo de Dios
que baja sin ser visto, como un ladrón que bajara en la noche,
y se aloja en sus almas sin que ellas lo sospechen...
y se aloja en mi alma.

Por ello,
aunque no lo comprenda de una forma absoluta,
cuando beso un pedazo de tierra,
por mínimo que sea,
no estoy besando un pedazo mínimo de tierra,
estoy besando el mundo.

De: La Habitación
Colección Poesía. DPI. 2007




La
historia más secreta

Ya no voy a callarme: sabés que soy un niño,
un niño muy anciano. Ayer fue que vi a un hombre
parado en una piedra que parecía un templo,
era un anciano hermoso de barbas sumergidas
en un llanto de nieve cayendo sobre un pecho.
Alzó una mano pura que sostenía un báculo,
dividió un mar terrible en dos mansos océanos
con un solo ademán. Más tarde me bendijo,
su poderosa mano se volvió una paloma
que se durmió en mi frente como un símbolo blanco.
Mi frente numerosa fue la frente de un pueblo
que repetía un nombre que no puedo nombrar.
Anduve por caminos que nadie ha caminado.
Tras de mí dos océanos se volvieron un mar.

Después he visto un rey que era solo un muchacho,
tenía el rostro diáfano del que nada padece,
en el combate estaba pero nada temía,
su adversario era un árbol que era también un hombre,
el rey alzó una honda y en la honda una piedra,
la piedra rayó el aire con frío luminoso
y hubo un árbol en llamas que cayó hasta sus pies,
muerto como los muertos que las tinieblas cubren.

Luego he visto mis pies sumergidos en brillo,
este brillo era un agua que anidaba en un cuenco,
unas manos ajenas los lavaban sin prisa,
purísima era el agua, suavísimas las manos,
tristísimo era el viento que a penas musitaba
lamentos que ignoraban su cualidad de música.
Luego esas mismas manos se abrieron en dos rumbos,
se volvieron las puntas doradas de unos brazos
tan grandes que abarcaban en su extensión al mundo,
y este hombre me miraba con ojos impasibles,
sus ojos parecían dos noches de diciembre,
oro negro que se hunde sin encontrar medida
en el cielo salobre de una estación sin término.
Y el hombre me miraba sin siquiera mirarme,
yo no sabía cómo, no pude comprenderlo,
no lo comprendo ahora miles de años más tarde.
Si me vieras los ojos verías sus pupilas:
su brillo que es más puro que la aurora más joven.

De esa época terrible nada es muy diferente,
aún sigo siendo un niño, un niño muy anciano,
cansado de este frío de luciérnagas vivas,
saturado del polvo que levita sin huellas,
huyendo del sonido de palabras vencidas
que no pueden juntarse sin hilar epitafios,
viendo viejas ciudades en las viejas ventanas
bajo estrellas que nadie supone que están muertas,
leyéndome en la frente los nombres del crepúsculo,
esos que si pronuncio no podría escucharlos,
un niño temeroso de sus brazos abiertos
y sus ojos abiertos y sus labios cerrados,
un polen aún fresco que acuna entre sus márgenes
esa miel invisible que te moja los labios.
Ya no puedo callarme: la prisa es una sombra
que me hace una silueta con cruces en los párpados:
un niño que camina por un bosque infinito
una noche muy fría, sin sandalias ni manto.

De El Día Interminable.






Una muchacha

A Karen Lisseth Aparicio Arévalo
Conozco una muchacha que ha dejado de ser muchacha y es una gran tristeza
dentro de una muchacha de inmensos ojos claros que me recordaban y aún me recuerdan
los ojos de una vieja muñeca que conocí alguna vez y sus grandes pestañas
parecen abanicos de seda y su boca parece una fuente de donde viene el alba
y por eso lamento tanto haber escuchado esa flauta terrible creciendo hacia dentro de ella
como el río que viene de las montañas nevadas y se adentra en la cueva hasta volverse
una serpiente oscura, subterránea, que transita horadando todo a su paso,
carcomiendo y fundando en la piedra monumentos que solo pueden mostrar el deterioro.
¿Me pregunto hace cuánto no se detendrá, ella, la misma, sola bajo el crepúsculo
y mirará las estrellas tempranas sobre los cerros colmados por una luz tardía
y luego, bajando la vista, entre los arbustos, sorprenderá lo que solo al ocaso se sorprende:
las hadas que alguna vez – esto no lo recuerda – la hicieron volar de una mesa a una cama
de una cama a un sillón y de un sillón a la cama otra vez en un vuelo
que era, lo sé, el mismo que el del diente de león en las briznas ya cálidas de marzo
y que a medida que se aleja va cayéndose y dejando una magia amarilla donde quiera que pasa,
y lamento tanto, al recordar estas cosas, todos estos motivos más hermosos que una marea
atrapada en la pupila asombrada de una anciana que ve por primera vez el mar,
que esa muchacha ya no sea la muchacha dulce que solía conocer
sino una tristeza dentro del cuerpo de una muchacha que, alguna vez, no hace mucho,
me ha tomado una mano y me ha llevado, a través de la niebla,
hasta salir a un sitio de colinas donde pude otra vez asir el aire con unas manos tibias
y donde pude, además, ver el color marrón de las piedras y el verde fresquísimo del pasto
y ahora, por todo eso, me apena tanto ver en su pequeña alma, igual que en un pequeño estanque,
esas estrellas muertas que nadie ha de mirar,
y ella misma es una mínima estrella para la cual no hay ojos,
salvo mis propios ojos amarillos que ella vio y no recuerda o cree no recordar
y se esconde, tras murallas altísimas erigidas con hierro y miedo y fango, y huye de mí,
se esconde como el barco fantasma se esconde de los ojos curiosos tras la niebla marina.
Pero un alba nunca es en vano como no puede ser en vano un relámpago ni esa música
que de su aliento cae como fruta invisible que comí y aún como
y por eso puedo decir que conozco a una muchacha que ha dejado de ser una muchacha
y es una gran tristeza pero que esa tristeza no es más grande que el mundo
y que yo he visto el mundo en su pupila como una perla azul y sumergida
en una gota cínica de llanto que secaré en mi dedo cuando halla que secarla…
¿Cuándo será el instante más propicio de todos para secar el llanto de una dulce muchacha?





Miniatura asombrosa

Alguien puso unas semillas en mi mano:
treinta árboles mañana,
un bosque cincuenta años más tarde;
aves encontrarán el sur en esos árboles
y lobos encontrarán cobijo
y las hormigas crecerán como un cuerpo
entre las raíces ciegas y soñolientas
y alguna vez una casa y otra casa
construirán esas maderas
y el invierno bajará en sedimentos
y el otoño con su total hastío
pondrá sus pies pesados
sobre los troncos gruesos y no los vencerá.
Nada hará que se quiebren.
Y dentro de cien años cien hombres
serán hombres felices amando a sus mujeres
bajo esos techos amplios,
un perfume de bosque flotara todavía
en los hijos que lleguen,
el mundo será el mundo y la noche la noche
las lechuzas de entonces tendrán ojos más grandes
y comerán gorriones lo mismo que alacranes
y el ratón será mínimo como un insecto extraño,
su pálida pelambre lo volverá invisible
de noviembre a febrero, y no tendrá enemigo:
ni el águila ni el hombre, si acaso, la serpiente.
Treinta árboles mañana,
flores malvas y rojas creciendo en ese bosque...
Ayer, unas semillas que alguien puso en mi mano
y que yo lancé al cielo.

De: Tarde de Martes
Premio Hispanoamericano de Poesía de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango, Guatemala, 2004.




Lamento de la madre sobre la lejanía

No había visto nunca una luna menos blanca
ni cipreses más negros ni aves más imprecisas.
¿Por qué desapareces?
Oigo caer tus lágrimas y te presiento más hermoso
pero también más íngrimo.

¿Me ves alimentando con mis senos maternos
el fuego de este mundo?
¿Escuchas esa música ennegrecida sobre las rosas pisoteadas?
¿Puedes notar mi cabeza que se inclina
como un tallo tristísimo
ante los horizontes más nocturnos?

No es una sombra la que se alarga sobre estas calles
es mi grito afilado por palabras furiosas,
no son pájaros los despedazados en las aceras inmediatas
son todas mis manos que en vano parten la niebla
para alcanzar tu cuerpo sin poder alcanzarte.

Solo para mi sangre huele a sangre tu sangre.
Solo para mi llanto tu llanto no es secreto.

Hoy no puedo tocarte
pero jamás serás más verdadero.

De mi vestido crecen túnicas para cubrir la noche.

Todas las lejanías son paisajes extraños en mi cuerpo.

Si tuviera en los labios una jauría hambrienta de relámpagos míseros
tú serías un beso.

Pero no eres un beso ni unos labios siquiera
eres la lejanía que se funda en el fuego

y yo no puedo más que contemplarte,
incluso lo inmediato me parece tan lejos.

De La habitación







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