martes, 23 de noviembre de 2010

SANTIAGO ESPEL [2.070]


Santiago Espel 



Nació en Capital federal, Bs.As. Argentina, en 1960. Publicó en poesía: rapé, 1988 (Faja de Honor de la SADE); Pavesas & Muelles, 1990; Misas en Harlem, 1993 (1º Premio de Poesía en el Concurso Nacional Ramón Plaza); Cantos Bizarros, 1988; La claridad meridiana, 2001 (mención en el Certamen Internacional "Letras de Oro 2000", Honorarte , y Divisa Nacional "Horacio Rega Molina"; La víspera sí, 2002; Isoca, 2004 y Vulgata, 2006.

En 1995 publicó la novela La Santa Mugre o el País de Cucaña, en Grupo Editor Latinoamericano.
Dirigió la revista bilingüe de poesía (castellano-inglés) La Carta de Oliver, entre 1990 y 1999.
Actualmente coordina la colección de libros de poesía del mismo sello.
Integra la revista de poesía Omero.
Es miembro de la Sociedad de los Poetas Vivos.



NI UNA COSA NI LA OTRA

Miento si digo que intenté la revolución.
No es verdad que puse una mesa patas arriba.
Tampoco le dije mire váyase a mi ex suegra.
No mordí la mano que me dio de comer.
Menos cierto es que estuve preparado
para rechazar los honores que nunca me dieron.
Y además, debo confesarlo, me costó
diferenciarme de los conspiradores.
En fin, que como multitud, fui un adicto del deseo.
Que como no pocos, transgredí con permiso.
Fui un tentado. Un idiota revulsivo. Un asco.
Eso sí: no vengan a decirme que todo esto me resbala.
No me vengan con el cuento
de que estoy grande para prender la mecha.
Menos que menos ustedes, jóvenes, viejos peripatéticos.




TEMA PARA UNA DES-COMPOSICIÓN

Peor que el olor, que las moscas, peor que la carne roja y plateada
en un cuadro de Bacon, peor, mucho más duro es el ojo de la vaca.
No es la mirada bovina que conocemos.
Ajena la vaca a la tragedia del matadero, a los camiones enrejados,
a la tipificación mitológica, ajena inclusive a sus múltiples metáforas literarias,
a su donaire de bestia pacífica, a la infame bucólica agraria;
…no…no, es peor, porque es una mirada que va por afuera de lo bovino,
por afuera de la desgracia o la suerte misma del animal.
La vaca está echada a un costado de la ruta, un bulto informe
y sanguinolento en una banquina en declive.
En lo que queda de piel, de pelo crespo, fue casi enteramente negra,
con geometrías blancas y manchas de grises irrelevantes.
A un costado, tumbada, igual que un mueble sin uso, como una mesa,
o un vehículo que hubiera desbarrancado, cuadrado y pesado,
torpe y guarango, con las patas aparatosamente estiradas hacia el cielo.
La vaca mueve el ojo como la traslación lenta de un planeta en su órbita.
Una mirada agresiva y blasfema, escrutadora;
a veces el ojo queda inerte en el paso lerdo de las nubes.
¿Hace cuánto que está ahí la vaca? ¿Cómo llegó ahí? ¿Tiene dueño esa vaca?
¿Estaba sana o estaba enferma al caer allí? ¿Ya no da leche esa pobre vaca?
El bicherío que le anda por el despojo del cuerpo se ha empezado a extender
entre las otras vacas; algunas ya pobladas de ese verde dorado de la mosca.
Muchas se sacuden la corta cola en el lomo ancho
para espantar el ir y venir zumbón de los bichos.
La vaca gira despacio su ojo y ve el desastre en ciernes.
De a poco van llegando veterinarios, lugareños, los primeros fotógrafos,
los cronistas acreditados y los esbirros de la gobernación.
El rumor de la vaca se extiende como la misma peste de la vaca.
Se cancelan rápidamente las inversiones, cae la cosecha, tiembla el mercado,
la bolsa retrocede, se ve amenazada la liquidez, cae el cambio por culpa de la vaca.
Raro…mientras…se mueren otras vacas, pero no la vaca del ojo aprensivo.
Consecuente, el ojo sigue la propagación del caos con lenta rotación.
Hay que hacer algo con la vaca que se nos muere, se nos está muriendo don,
dicen cabizbajos, algunos que llegan en fila con velas y cachimbas.
Otros discuten el límite del desastre, previsores, miden las consecuencias,
pesan la peste, suman y restan la muerte, calculan la indemnización,
miran de costado a la vaca y firman documentos extensos de letra chica.
Vienen luego los intendentes de signo opuesto a dirimir el litigio,
se reclaman airadamente las pérdidas millonarias, tiran la taba, se van a las manos,
y la vaca en tanto gira su ojo en torno y parece empecinada en no morirse.
Entonces, las moscas verde doradas se empiezan a animar con el gentío.
Llegan por fin los exegetas de la vaca y declaran un milagro;
un grupo de notables recaba información y delibera en círculo;
se componen odas y se instalan atriles para pintar a la vaca;
entonces pronto se llena de curiosos que se arriesgan al bicherío,
familias con barbijos y carteles de cartón en favor de la vaca;
otros de signo exaltado que vienen decididos a terminar con la vaca.
Se levantan unas carpas en la zona y se desvía la ruta en forma de herradura.
La prensa extranjera consigue acreditaciones sin garantías sanitarias.
El papa menciona a la vaca moribunda en su homilía.
Se multiplican las peregrinaciones espontáneas y el turismo prospera.
Crece la mortandad del ganado aledaño y muchos vecinos se apestan.
Algunos candidatos improvisan tarimas y exponen sus plataformas.
Y la vaca mientras tanto sigue sin morirse, mirando hondo y desde lejos.
El alboroto de la heterogénea aldea se hace más y más ruidoso.
El grupo más radical quiere sacrificar sin más demora a la vaca.;
algunos expresan en defensa razones humanitarias; otros hablan
del futuro de los hijos, de la tradición de la tierra y el respeto por los difuntos.
En algún sector se desata una gresca que levanta polvareda y represión.
El ojo de la vaca se agita, preso en ese cuerpo corrupto y tieso.
Hasta que en un momento, por encima de la disidencia generalizada,
la vaca suelta un mugido tan prolongado y agónico, tan único,
como sólo puede ser el que provoca el silencio más absoluto.
Y como todos creen que la vaca se muere, o que se está muriendo,
o que por fin acaba de reventar, de irse en ese mugido bestial,
se acercan y estrechan el multitudinario cerco en torno al animal
y comprueban con asombro que la vaca aún mueve ese ojo lento y aprensivo,
para clavarlo en ese otro ojo que ahora lee desaprensivamente este poema.




GANCHOS

La última mujer con la que estuve
me dejó la casa llena de ganchos
de carnicería.
Me fui dando cuenta de a poco,
a los días de quedarme solo.
Ganchos ahora vacíos
y oscilantes como horcas.
De esos ganchos, mi última mujer
colgaba toallas, corpiños, bufandas
y grandes pañuelos de seda.
De la seda emanaban
perfumes oscilantes como horcas.
Cuando me quedé solo,
de a poco fui escuchando
el tenue balanceo de los ganchos:
un acero sinuoso
cortando el aire.
Al fin, no me quedó otra
que descolgar los ganchos,
uno por uno, meterlos en una
bolsa y tirarlos al río.
Si un día de estos vuelve
por los ganchos
le voy a decir que vaya a dragar el río.
Me acuerdo que el último gancho
que descolgué era realmente grande;
tan grande como para resistir
el peso de un viejo caballo sangrante.




MUJER DE FE

No tuvo suficiente con la carta astral,
ni escarmentó con solari parravicini:
sin embargo espera que pase algo trascendente,
que florezcan los nardos por ejemplo,
que el gallo cante tres veces al día
o que las arañas resignen de una vez el patio;
espera, velando una vieja máquina de coser,
junto a un perro sin nombre ni apellido,
regando una higuera seca en un jardín vacío.




HOMBRE DE CIERTA FORTUNA

Entre los objetos de la descendencia encontró
dos corbatas, un título de propiedad de un terreno
en algún pueblo de la provincia, un reloj de oro,
una baraja española con mujeres desnudas
y una palangana de acero inoxidable.
Usó las corbatas durante veinte años;
por deudas inmobiliarias el estado terminó
por expropiarle el terreno;
empeñó el reloj para hacerse una dentadura de porcelana;
jugando, apostó la baraja y las mujeres desnudas y perdió;
finalmente, una tarde de lluvia en el balcón,
descubrió la sabiduría en el agua quieta de la palangana.




EL GIGANTE

Toda una vida elongando y sacando músculo
tenía que conducir al éxito más rotundo.
Al principio, fue cómico no comprender la idea de
perspectiva y proporciones durante la infancia;
siendo generosos, fue pintoresco y hasta artístico;
por último, sin casi poder evitarlo, ya adulto,
y con la malla negra ajustada al cuerpo, fue trágico.
Sin embargo, toda una vida de nutrientes
y abdominales tenía que redundar en vigor y destreza.
Pura fibra, decían unos. Poco cerebro, otros.
Indiferente, el gigante colgaba medallas de su cuello.
Adicto al anabólico y al elogio, sus músculos crecían.
Un día, en el gimnasio, por exceso de potasio
pisó una de las cáscaras de banana que constituían
parte de su dieta y resbaló, con tanta mala suerte
que golpeó su nuca contra la barra de una pesa.
Te dije que poco cerebro, decían unos, por lo bajo.
Pero qué músculos, decían los otros, compungidos.





TANGO

Un camión de bomberos rojo, como un juguete inmenso
con la cuerda rota y la sirena cortando el concierto de bocinas;
sin incendios a la vista, ni derrumbes, salvo la pelea casi
imperceptible de una pareja en el café de la esquina; la caída
seguida de rotura de una gran maceta de arcilla desde un
quinto piso que da al pulmón de manzana orientación oeste;
una colisión de escarabajos y su consecuente atascamiento
en el playón de una estación de servicio; la pérdida de nafta
súper de un bidón amarillo en la misma estación de servicio;
un hombre de campera de cuero negro que fuma de espaldas
al bidón mientras le pone gas al auto; dos monjas que cruzan
la avenida consustanciadas en algún diálogo privadamente divino;
un albañil en un piso 26 agitado por el viento contra los
cristales azules de un edificio colmena; un gorrión que acaba
de morir de un síncope por el choque de dos colectivos en
la esquina donde tiene su nido; el inminente encuentro de dos
nutridas columnas enfrentadas por el control del sindicato;
los bombos y bombas de estruendo que sacuden a los viejos
del geriátrico frente al que van a concentrarse las columnas;
la avalancha desopilante de naranjas y pomelos de la verdulería
sobre el cochecito de bebé que pasa justo con su madre apurada;
alguien que saca el cuerpo tapado de alguien y lo lleva a la morgue;
una ambulancia ululante que cruza a 70 km. por hora en rojo;
un supermercado coreano que está a punto de ser asaltado;
el temblor sofocante del subte con el paro sorpresivo de
los conductores y el bloqueo de los molinetes; esa señorita
que compra un helado de chocolate con fecha vencida;
los cuatro fibrosos ciclistas en línea que toman agua mineral
con las cabezas estiradas al cielo; la marquesina que va a
caerse sobre un puesto de diarios a las 12 horas tres minutos;
una ampolla de bencina que se astilla en la mano de un enfermero
que ve venir por el pasillo a la enfermera que tanto le gusta;
salvo estas catástrofes menores, es un día como cualquier otro
en la ciudad, nada que justifique ese camión de bomberos rojo
y brillante, como un juguete inmenso e importado, crispando
el ánimo de la tarde gratuitamente, como si hiciera alguna falta.





LAS COSAS QUE SE VEN A TRAVÉS DEL VIDRIO

Al séptimo día la piel del poroto se tensa y ramifica
en uno de sus costados; tiene forma embrionaria, de feto;
al noveno día la piel blanca se cuartea y aparece una
finísima hebra verde, sólo la punta, rompiendo la piel;
el secante que aprisiona al poroto contra el vidrio se
oxida y abre una mancha aureolada como una corona ocre;
del costado del poroto sale una diminuta lengua que
comienza con los días a buscar su vertical y el rayo de luz
hacia la boca del frasco; el niño sonríe y dice mirá mirá;
tan indispensable ese alumno miope que lee y busca
la metafísica de spinoza en el pulimento de cristales,
como el exaltado que busca la resaca en el fondo de su vaso:
ambos la bacteria bajo el influjo de lo microscópico, ambos
el bacilo que engendrará un nombre y múltiples maldiciones;
hombres yéndose por un periscopio en posición supina
tras el sumidero de los talentos y la inmortalidad;
células congregadas bajo el panóptico de la tentación;
centauros discordantes de ritmos que gritan eureka eureka;
el cristal convergente en su aro metálico va sobre
la presa y las huellas; el forense abre su ojo y lo pega
a la lente; rastros de lo mínimo aumentados a escala;
la hipótesis convexa como el mismo contorno de la lupa
que exhuma lo que no será hasta que haya prueba,
evidencia o alcahuete que diga señor yo sé toda la verdad;
una pecera es el universo y la paradoja de llenarse
con tierra y no agua para espiar transversalmente la
molienda del orden de la hormiga: víscera singular de
un cuerpo multiforme en chirridos y armaduras casi
espaciales; canales, catacumbas, túneles y viaductos,
panes y larvas tan pequeños como panes y larvas de
nada más que hormigas; la hormiga ignora el perímetro
de cristal que la contiene; la tarea no se debe al lugar
sino a cierta ontología desesperante y a la construcción
de un continuo que ignoramos desde este otro lado;
obsesión de atrapar aquello inasible que nos mata:
el tiempo; la circunferencia y el diagrama como una
rosa de los vientos en la arena que grano a grano cae
desde siempre y para siempre hasta que no quede nada,
ni siquiera ese relojero de cuento que dicen sabía cómo
imponerle al tiempo la burla del mecanismo del tiempo;
la vitalidad del paso de los minutos encerrada en diámetros
y elegantes embudos invertidos que estrangulan pero no
impiden que el grano caiga y decante el desierto entero
aunque su tópico sea el infinito gesto de volver la arena
arriba para recomenzar como el mar su macabro destilado;
las formas deformadas del otro lado del vidrio:
ese embrión que pudo ser y no será ése que tuvo que ser
de otra manera y forma y sin embargo da motivo
al progreso de patologías debiera ser orgullo familiar
aunque signe ciertos temores en sus descendientes y
en ocasionales aparejamientos que no apareamientos
ni accidentes salvo esos cartelitos prolijos en las bases
de los frascos y la repugnancia de los que dicen yo no fui;
la pared de vidrio entre el hombre sentado en la silla
con los brazos ajustados al correaje y a la sentencia
del distrito; los otros ojos del otro lado miran
la pierna afeitada del hombre sentado en la silla que
contrae el puño de su mano derecha; la inyección que
entra en el brazo del hombre y la pared de vidrio
sordomuda que no sabe lo que allí comienza a ser
y a dejar de ser equidistante; el vidrio es la mejor asepsia
para reprimir la arcada que el deseo sujeta a su correa;
habrá un copérnico pronto, ese que nos salve de lo que
nos pisa los talones como farsa o equivocación; habrá un
copérnico en cada patio y esquina de cada barrio; uno que
mire arriba las uvas dispersas en el cielo para trazar
geometrías; millones de kilómetros y años luz vistos
a través de un tubo con un intrincado filtro de cristales;
ese que nos libere del horóscopo homeopático por rabia
de saber qué somos sin alfileres ni meandros diplomados;
habrá osa mediana y casiopea y boyero y can mayor y
también cruz del sur y tres marías y súper nova y halley;
se trata de ese vidrio fino o grueso que tocamos no
sabemos de qué lado.



EL CASCO DE GUERRA

Cuando el empleado lo dio vuelta para repasar
el estante de vidrio donde se apoyaba,
vio adentro del casco de guerra la colonia de piojos;
adheridos a la concavidad del hierro áspero,
y ante un corto y enérgico sacudón de la mano,
los piojos, de a miles, desataron el nudo oscuro
que formaban en la parte superior del casco;
cuando no quedó ni uno solo de los piojos
apareció el mechón renegrido y sanguinolento
que los reunía pegado al hierro interno;
el casco estaba despintado y tenía una abertura
como una grieta en la tierra reseca de la sequía;
tenía también unas letras y números y nada más;
adentro había un rectángulo adhesivo con un código;
el empleado despegó con una espátula
el mechón de pelo que cayó al piso;
con el golpe, salieron los últimos piojos
y el empleado los roció con un insecticida; después
repasó el estante y acomodó el casco en su lugar.




GOMA

Sentado en la silla de ruedas, las manos juntas,
el acróbata recuerda sus días de gloria;
el número de los anillos es lo que mejor hacía;
¿Cómo se llamaba la gimnasta rusa?
¡qué tetas!...y ese olor fuerte, como acero…
¿Y el domador que tenía un diente de oro?
Ahora está rígido por fuera y blando por dentro;
ha perdido la elasticidad que le diera fama
y el apodo grandilocuente de goma.
La mujer que le cobra la pieza le pregunta
cómo fue el accidente; “no hubo accidente”
dice el hombre y gira en la silla de ruedas;
“Parkinson”, dice después. “Parkinson”.
Cuando la mujer sale del cuarto, el gato
del acróbata, un gato atigrado y naranja,
se sube a sus faldas; el gato arquea el cuerpo
y bosteza; le faltan los colmillos superiores;
el hombre pasa la palma por el lomo del animal;
cuando llega al cuello, empieza a apretar.



7a.

Dicen la brutalidad del homicidio:
la mariposa monarca descuartizada.
La cabeza en una lata de azafrán,
sepulta, ahí, en el fondo del río.
La boca cosida, los ojos quemados.
Perforadas con saña las alas, plexo,
las patas en los canteros sin tierra.
Difunden que no existió tal crimen,
que una mariposa no altera el orden,
y que no se hable más del asunto.




7b.

¿Cuántas manos tiene un verdugo?
¿Un verdugo acaricia a sus hijos?
Habrá migrado la mariposa, dicen.
Matar nadie la mató. Porque quién,
quién se ensañaría con una mariposa.
¿Para qué asesinar una mariposa?
¿Qué propósito tendría, qué fin?
¿Habrá chocado contra el viento?
¿Dónde están las manos del verdugo?
¿Acaricia a sus hijos el verdugo?




7c.

Sin permiso vengo a matar al verdugo.
Le haré estallar un ramo de jazmines
cerca, en el corazón o en la cabeza.
¿Pero cómo matar lo que está muerto?
¿Cómo matar lo que vive en la muerte?
Lo haré de todos modos, armado de
una palabra o con una hebra de luz.
Subvertiré el orden de los asesinos:
sin licencia vengo a matar al verdugo.
Le cortaré el cuello con una mariposa.

(del libro Isoca, 2004)



romance de barrio

fue al cruzarse en el almacén del barrio
entre salames y dulces de batata
que ella se arremangó
metió la mano en salmuera
y sacó del tarro una aceituna imponente
el convidado
aceptó con febril gratitud
abriendo y cerrando la boca como un besugo
sin saber que luego
aquel delicado convite
complicaría el primer beso
con el filoso pico de su carozo
tarde piaste pajarito
¿por qué no me habré quedado para siempre
rampante
en alguna de las casas de la infancia
levantadas arriba arriba de los árboles altos?
¿quién me mandó bajar
quién me hizo bajar?
por qué para qué en qué momento
-bajé a tomar la leche-
y puse entonces los pies en el mundo
para calcinarme de ahí en adelante
de dolor de metejones de revanchas de cacareos
de conscientes, torpes, irremediables muertes.

(del libro Cantos Bizarros, 1998)

http://lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com/





La corona de espinas

No escribiré nunca un poema
sobre la locura, a pesar de haber 
leído los dos tomos de Foucault. 
Hay tantos poemas sobre la locura 
que los locos se ven desalentados 
hartos de poemas sobre la locura. 
No escribiré ni un verso sobre la locura 
a pesar de Roussel, de Poe y de Fijman, 
a pesar de la necesidad imperiosa 
de los versos y del pan y de la locura. 
A pesar de no haberlos escrito aún 
no escribiré sobre la locura nunca más 
ya no habrá poemas sobre la locura, 
a pesar del vino bueno y los días de sol. 





Breviario exótico de accidentes poéticos. Ediciones La carta de Oliver. Buenos Aires. 2016.


Leonardo da Vinci

Anatomía

Todo hombre a la edad de tres años
tiene la mitad de la altura total
que alcanzará finalmente.
¿Con qué palabras podrá describirse
el corazón, sin llenar páginas
                       y páginas de un libro?
Ningún órgano necesita tantos
                 músculos como la lengua.
Tengo tantas palabras en mi lengua
materna, que más que lamentar la falta
de palabras con que expresar las ideas
que tengo en mi mente, debería
lamentar la falta de un recto 
conocimiento de las cosas.
Si de noche nuestro ojo se sitúa 
entre la luz y el ojo de un gato, el ojo
nos parecerá como si fuera de fuego.

(Cuaderno de notas)



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