domingo, 5 de septiembre de 2010

BILLY COLLINS [898]


BILLY COLLINS

William James Collins o Billy Collins (Nueva York, 22 de marzo de 1941, es un poeta estadounidense.

William James " Billy " Collins (nacido el 22 de marzo de, 1941) es un poeta americano, nombrado poeta laureado de los Estados Unidos de 2001 a 2003. Él es un distinguido profesor de la Universidad Lehman de la Universidad de la Ciudad de nueva York y es el miembro distinguido Superior del Parque Instituto de invierno , Florida. Collins fue reconocido como un león literario de la Biblioteca Pública de Nueva York (1992) y seleccionado como el poeta Estado de Nueva York para el año 2004 hasta el 2006. Él es (en 2015) un maestro en el programa MFA en Stony Brook Southampton . Fue Poeta Laureado de 2001 hasta 2003 y actualmente enseña literatura inglesa en Lehman College (Bronx).

Carrera

Collins nació en Manhattan a William y Katherine Collins y creció en Queens y White Plains. Collins era un niño muy tarde que los padres eran ambos de 39 años en el momento, que era muy tarde en aquel entonces. William, su padre era de una familia grande de Irlanda y su madre Katherine era de Canadá. Katherine Collins era una enfermera que dejó de funcionar para elevar el único hijo de la pareja. La señora Collins tenía la capacidad de recitar versos sobre casi cualquier tema, lo que hacía a menudo, y se cultivó en su hijo el amor por las palabras, hablado y escrito. Billy Collins asistió el arzobispo Stepinac High School secundaria en White Plains y recibió una licenciatura en Inglés de la Universidad de la Santa Cruz en 1963; Recibió su maestría y doctorado en poesía romántica de la Universidad de California, Riverside . Sus profesores en Riverside incluyen Victorian erudito y poeta Robert Peters . En 1975 Collins fundó El examen de mitad del Atlántico con su amigo Walter Blanco y Steve Bailey.Como un niño en la escuela media Collins escribía oscuro, gótico-poesía. Collins comenzó a conseguir más en la poesía porque su padre traería Poesía revista a casa desde su trabajo. Allí recibió la influencia de poetas contemporáneos como Karl Shapiro , Howard Nemerov y Reed Whittemore . Durante su adolescencia fue la influencia de la generación de golpe con poemas como " Howl "; que eran un grupo de autores alrededor de la década de los 50 después de la Segunda Guerra Mundial que escribiría sobre el materialismo, la condición humana y la religión.

Obra

Pokerface (1977)
Video Poems (1980)
The Apple That Astonished Paris (1988)
Questions About Angels (1991)
The Art of Drowning (1995)
Picnic, Lightning (1998)
Sailing Alone Around the Room: New and Selected Poems (2001)
Nine Horses (2002)
The Trouble with Poetry (2005)
She Was Just Seventeen (2006)
Ballistics (2008)



VERSIONES DE ANTONIO MENGS

Invención

Esta noche la luna es una galleta
mordida
flotando en el cielo,

y en una semana más o menos
según el calendario
probablemente parezca

un plateado balón,
y hace nueve, diez días tal vez
me recordaba una afilada y delgada uña.

Mas finalmente—
a últimos de mes,
calculo—

se consumirá
hasta ser nada,
nada más que estrellas en el cielo,

y tendré algunas noches
para mí mismo,
tiempo para dar reposo a mi agitada pluma.



Otra razón por la que no guardo
una pistola en casa

El perro de los vecinos no va a dejar de ladrar.
Está ladrando con el mismo sonoro
y rítmico ladrido
con que ladra cada vez que se van de casa.
Deben de ponerlo en marcha cada vez que se van.

El perro de los vecinos no va a dejar de ladrar.
Cierro todas las ventanas de la casa
y pongo una sinfonía de Beethoven
a todo volumen
mas aún puedo oírlo amortiguado
a través de la música,
ladrando, ladrando, ladrando,

y ahora puedo verlo sentado
entre la orquesta,
alzando la cabeza con aplomo
como si Beethoven hubiera incluido una parte
para ladrido de perro.

Cuando el disco se acaba, sigue ladrando,
allí sentado en la sección de oboe ladrando,
sus ojos fijos en el director, quien
le marca con su batuta

mientras el resto de músicos escucha
en respetuoso silencio el famoso solo
para ladrido,
esa coda sin fin que fue lo primero
en consagrar a Beethoven
como genio innovador.



Consuelo

Qué agradable no viajar a Italia
este verano,
recorrer sus ciudades y ascender la pendiente
de sus tórridos pueblos.
Cuánto mejor deambular por estas calles
familiares,
absorbiendo el significado de cada cartel
y señal de tráfico
y los bruscos gestos que hacen con la mano
mis compatriotas.

No hay conventos aquí, ni frescos
desmoronados o famosas cúpulas
y no es necesario memorizar una sucesión
de reyes o pasear los húmedos rincones
de los calabozos.
No es necesario dar vueltas en torno
a un sarcófago, contemplar
la cama diminuta de Napoleón en Elba,
o los huesos de un santo en redoma.

Cuánto mejor dominar el simple recinto
hogareño que empequeñecerse ante columna,
arco o basílica.
¿Por qué hundir la cabeza en locuciones
extranjeras y arrugados mapas?
¿Por qué meter paisajes en una hambrienta
cámara de un sólo ojo ansioso de tragarse
el mundo, monumento tras monumento?

En vez de recostarse en un café ignorando
cómo se dice helado,
bajaré a donde el coffee shop y la camarera
conocida como Dot*. Me deslizaré
en la corriente del periódico matutino,
las barreras del lenguaje destruidas,
los ríos del idioma fluyendo libremente,
los huevos despachados sin problema.

Y tras el desayuno, no tendré que buscar
a alguien deseoso de fotografiarme rodeando
con mi brazo al propietario.
No repasaré la factura ni registraré en un diario
qué tuve que comer y cómo incidía el sol
en la ventana.
Basta con volver a subirse al coche

como si fuera el gran automóvil
del mismísmo idioma inglés
y haciendo sonar mi cuerno** vernáculo,
acelerar por una carretera que nunca
me llevará a Roma, ni siquiera a Bolonia.


* El nombre propio de la camarera, Dot, diminutivo de Dorothy, tiene en inglés como nombre común el significado de ‘punto’ ortográfico.
** La palabra Horn significa 'cuerno', 'trompa acústica' y también 'bocina del coche'.



Junto a una piscina en las afueras
de Siracusa

He pasado toda la tarde luchando por conseguir
comunicarme en italiano con Roberto y Giuseppe,
que han empezado a parecerse a los dos personajes
de mi Italiano para Principiantes, esos que están
siempre de compras o preguntando por horarios
de trenes, y ahora apenas puedo hablar o escribir
en Inglés.


Sombrero de candelas

En la mayor parte de los autorretratos
es el rostro lo que domina:
en Cézanne son dos ojos nadando
en pinceladas,
Van Gogh mira fijamente desde un oscuro
halo en torbellino,
Rembrandt asoma como si se tomara un respiro
del cuadro Sansón cegado por los filisteos.

Pero en éste, Goya está bastante alejado
del espejo
y se nos muestra ante la mesilla de su estudio
frente a un lienzo recostado en un alto caballete.

Parece dirigir una sonrisa hacia nosotros,
como si supiera que nos divertiría contemplar
su extraordinario sombrero,
cuya cinta a todo alrededor está llena
de sujetavelas,
un artilugio que le permitía trabajar de noche.

No puedes sino preguntarte cómo sería
llevar un candelero así en la cabeza
como si fueras un salón o una sala
de conciertos andante.

Mas una vez has visto este sombrero,
ya no necesitas leer
ninguna biografía de Goya
ni memorizar fechas.

Para comprender a Goya sólo tienes
que imaginarlo encendiendo las velas una a una,
y luego poniéndose el sombrero,
preparado para una noche de trabajo.

Imagínalo sorprendiendo a su mujer
con el nuevo invento, la risa como ante un pastel
de cumpleaños cuando viera ella el resplandor.

Imagínalo parpadeando a través de las habitaciones
de su casa en compañía de sombras que vuelan
por los muros.

Imagina que un viajero perdido llamara a su puerta
una oscura noche en la colina, país de España.
‘Pase’, le diría, ‘estaba retratándome a mí mismo’,
parado en el umbral y sosteniendo el mango de un pincel,
iluminado bajo el fulgor de su famoso sombrero de candelas


___________________________


Jazz y naturaleza

Era otra mañana clara y soleada,
una brisa seca agitaba los árboles
en torno a la casa
y yo no tenía nada que hacer
mi escena habitual a finales de agosto.

Estaba leyendo la autobiografía
de Art Pepper, así que puse un disco de Art Pepper
y encendí los altavoces de fuera
para sentarme bajo el sol caliente

y leer más acerca de su vida de sordidez y prisión
mientras escuchaba su alto veloz, suave
saliendo de entre dos grandes arces
como se el jazz de la Costa Oeste
fuese la música de la propia naturaleza.

Así, dibujé una especie de caja
alrededor de la mañana,
en tres dimensiones y a lápiz,
conmigo dentro sujetando una regla en mi mano.

Leía y escuchaba y leía,
y a veces echaba un vistazo a las fotografías
para comprobar la cara del hombre
que me dijo que una vez había conducido
un Cadillac verde dorado

en el que podías perderte para siempre,
como cuando miras a las aguas de un lago;
el hombre que dijo que había compuesto
una balada llamada “Diane”
para su segunda mujer
sólo para darse cuenta más tarde

de que la melodía era demasiado hermosa
para ella.
El tipo que confesó haber vendido
a su perro, un caniche colo champán llamado Bijou,
por un chute de veinte dólares

y el que comentó que los hombres que en la cárcel
intentaban desintoxicarse introducían
los bajos de los pantalones en los calcetines
para que ni la más ligera brisa tocara su piel.

Detrás de donde yo estaba sentado al sol
había un brote de flox silvestres rosadas,
y algunas de las abejas que revoloteaban por allí
comenzaron a zumbar alrededor de mi cabeza.

Una en particular parecía tan interesada
en mí que la di un manotazo,
me levanté rápidamente y dije “no me vaciles
o te parto la cara, fantasma,”

una reacción sin duda inspirada
en mis lecturas sobre los bajos fondos californianos
en el cincuenta y siete,
mi año favorito de todos los tiempos para el jazz.

Pero persistió, esta abeja, y al final
me obligó a retirarme dentro, al estudio
oscuro y fresco
donde un gato dormía sobre una silla,
un buen lugar para escribir todo esto

y preguntarme en qué ocuparía el resto del día
tal vez en colgar un cuadro en la pared
o en recibir una llamada sorpresa
de alguien a quien solía amar.

¿Qué tal algo de Dexter Gordon
a la hora del aperitivo
y quién sabe?
quizás un encuentro con una hormiga cruel -

todo ello, probablamente,
es parte de mi propia autobiografía,
un relato más cauto, contado en tiempo presente,
con unas pocas ilustraciones toscas
y un diagrama de mi pequeño árbol genealógico,

un trabajo cuyas páginas pasan
cada día como el agua que hace girar la noria,
la única cosa que no puedo dejar de escribir,
el único libro que nunca podré abandonar.

Versión de Hugo Romero



Vuelvo a casa a por un libro

Giro sobre la grava
y vuelvo a casa a por un libro,
algo para leer en la consulta del doctor,
y mientras estoy dentro, recorriendo
con un dedo inquisidor la estantería,

otro yo, que no se molestó
en volver a casa a por un libro
se marcha por su cuenta,
baja por el camino de entrada,
y gira a la izquierda hacia la ciudad,

un fantasma en su coche fantasma,
otro nudo en la cuerda del tiempo,
tres minutos por delante de mí—
un espacio que ahora se mantendrá
por el resto de mi vida.

Algunas veces pienso que le veo
unas pocas personas por delante
de mí en una cola
o levantándose de una mesa
para salir del restaurante justo antes que yo,
poniéndose el abrigo camino de la puerta.

Pero no se le puede alcanzar,
no hay manera de hacer que espere
para volver a sincronizarnos,
a menos que un día decida volver
a casa a por algo,

aunque no puedo imaginar
por mi vida qué podría ser.
Sale siempre antes que yo,
abriéndome camino, explorador invisible,
perro que tira de mi,

sombra a la que estoy condenado a seguir,
mi doble perfecto,
adelantado sólo una pulgada al futuro,
y ni de lejos tan versado como yo
en la poesía amorosa de Ovidio—

yo que volví a casa
aquella fatídica mañana de invierno
y cogí el libro.

Versión de Hugo Romero



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Poesía y Traducción
Armando Ibarra

Memento Mori

No es muy difícil que me recuerden
qué tipo de mosca de un día soy,
qué tipo de pompa de jabón que flota sobre la fiesta infantil.
Pararse bajo los huesos de un dinosaurio
en un museo funciona todas las veces
o encarar en una vitrina una roca lunar.
Hasta la iglesia de Santa Ana puede funcionar,
una edificación que descubrí hace poco en una revista:
construida en 1722 con piedra arenisca y caliza en la ciudad de Cork.
Y la certeza de que nadie
que haya braceado en las aguas del tiempo
ha encontrado la forma de evitar la muerte
siempre me frena en seco y me tranquiliza
a la vera del camino, agradecido por las semillas dulces
y las bocanadas de coloridas flores silvestres.
Tantos recordatorios de mi mortalidad
aquí, allá y en todos lados, visibles todo el tiempo,
prácticamente todo lo que puedo pensar, salvo tú,
apuntan hacia la puerta de este bar en la playa de Cocoa
sobre la que hay una declaración de que fue fundado
—aunque fundado no sea la palabra más apropiada— en 1996.



Aritmética sencilla

Casi todos los días paso algunos momentos
sobre una terraza de madera gris
a la orilla de un extenso lago, 
cubierto por un leve cortinaje de bejucos.
Y si no tengo nada en la mente
salvo el movimiento de las olas diminutas
y las altas formas cambiantes de las nubes,
contemplo el cuadro completo
y divido la escena entre lo que estaba aquí
hace quinientos años y lo que no está.
Entonces le resto lo que no estaba aquí
y multiplico todo lo que estaba por diez,
así que cuando termino los cálculos,
solo queda de residuo agua y cielo,
el sonido seco del viento en los bejucos,
y la visión de una garza inconmovible sobre la playa.
Todas las casas se han ido, y los botes
así como los cercos y las paredes,
los senderos de ladrillos curvos, y la sirena lejana.
El aeroplano que cruza el cielo ya no está
y lo mismo ocurre con las piscinas,
los muebles y las sombrillas de tonos pasteles sobre las plataformas,
y los binoculares que cuelgan de mi cuello también se han ido,
así como el mismo muelle pintado—
de acuerdo con mis cálculos—
y también se han ido mi cuaderno y mi lápiz
y allí voy yo, también,
borrado por mi propio borrador y arrojado en virutas fuera de la página.



Génesis

Era tarde, por supuesto,
solo quedábamos los dos en la mesa
dedicados a una segunda botella de vino
cuando lanzaste la conjetura de que tal vez Eva fue primero
y Adán empezó como una costilla
que sobresalió de su costado una tarde paradisíaca.
Es probable, recuerdo haber dicho,
porque en esa época muchas cosas eran posibles,
y mencioné la culebra parlante
y las jirafas que sacaban los cuellos por encima del arca,
sus altas narices en la lluvia torrencial del Viejo Testamento.
Me gustan los hombres de mente flexible, dijiste entonces,
levantando hacia mí la copa iluminada por la luz de las velas
y levanté la mía hacia ti y comencé a preguntarme
qué tipo de vida sería ser una de tus costillas:
estar contigo a toda hora,
de paseo bajo tu blusa y tu piel,
encajonado bajo el peso suave de tus pechos,
tu costilla favorita, supongo,
si alguna vez te preocuparas por detenerte y contarlas
que es precisamente lo que hice a continuación esa noche
cuando te quedaste dormida
y nos apretamos con fuerza espalda contra pecho,
tus largas piernas alineadas con las mías,
mis dedos enfrascados en el loco recuento que produce el amor.



Horóscopos para los difuntos

Todas las mañanas desde que desapareciste para siempre,
leo a diario sobre ti en el periódico
junto con los resultados de los deportes, 
el clima y el resto de malas noticias.
Algunos días me recuerdan que hoy
para ti no es una época de apasionado romance,
ni las metas educativas van a ser un reto,
ni necesitarás ser discreto en el puesto de trabajo.
Otro día aprendo que no deberías perder
la oportunidad de viajar y conseguir amigos nuevos
aunque nunca te importó mucho nada de eso.
No puedo visualizarte enfrentando problemas nuevos
con una actitud positiva, pero definitivamente no
lo harás, ni nada parecido, este día laboral de marzo.
Y lo mismo ocurrirá con la diversión
que pudieras encontrar en actividades grupales,
algo muy probable de atribuir a todos los de tu signo.
Un notable incremento de los ingresos puede ser una razón
para darse un festín, pero eso solo tendría validez
para todos los Piscis que aún sobreviven,
que todavía remontan a nado el torrente de la vida
o flotan en una piscina a la sombra de un árbol prominente.
Pero te aliviará entender
que ya no necesitas reflexionar cuidadosamente antes de actuar,
ni tienes que pensar más en los otros,
y nunca más tendrás que posponer el trabajo creativo
debido a las responsabilidades de negocios que en realidad 
nunca tuviste.
Y no te preocupes ni hoy ni nunca
por los problemas que causa tu indisposición
para interactuar de modo racional con muchos de tus colegas.
No más metas para ti, no más enamoramientos,
no más dinero, ni hijos, ni trabajos o quehaceres importantes,
pero entonces otra vez, como siempre, vas a evadir los compromisos.
Así que déjame a mí ahora
la planeación cuidadosa del éxito y la riqueza que puede traer,
la valoración de los cercanos a mi corazón,
y la aceptación de cualquier estímulo intelectual que se interponga
aunque eso suene muy parecido a los deberes de los martes.
Me conviene más cerrar el periódico,
ponerme la ropa que usé ayer
(cuando leí que tus perspectivas financieras estaban mejorando)
y después empujar la bicicleta cobriza
para salir a pedalear en la bahía por la carretera de la playa.
Y que tú quedes tal cual,
tirado allí en tu flamante traje azul,
las manos cruzadas sobre el pecho
como las alas de un pájaro que ha volado
en una extraña migración ni hacia el norte ni hacia el sur
sino brotado desde la tierra
para perforar el inmenso círculo del zodíaco.



El retorno de los lápices a su estuche

Todo está bien:
los primeros trozos de sol están sobre
las flores amarillas tras la baja tapia,
Las gentes en automóviles van camino al trabajo,
y nunca tendré que volver a escribir.
Solo mirar alrededor
será suficiente de ahora en adelante.
¿Quién dijo que siempre tendría
que representar el papel de secretario del interior?
Y me estoy volviendo bueno para quedarme en blanco,
mirando con fijeza todos los ceros del aire.
Debe ser todo el tiempo que pasé
en el kayak este verano
lo que produjo la revelación,
el kayak amarillo que hacía juego
bastante bien con el azul pálido del chaleco salvavidas:
la sorpresiva, inestable
tendencia alcista de la echada al agua,
después el esfuerzo, el golpeteo
hacia el interior del viento contra las olas cortas,
pero lo mejor fue quedar a la deriva,
el remo atravesado sobre la embarcación,
como un salvaje en medio del tiempo.
Ni siquiera ese cormorán oscuro
posado sobre el letrero de No levantar olas
la delgada cabeza en alto
como si estuviera inspeccionando algo,
ni siquiera ese compañerito inquisidor
podría hacerme reaccionar para escribir otra palabra. 



Infierno

Tengo la sensación de que es mucho peor
que ir a comprar un colchón a un centro comercial,
no hay duda de que dura mucho más,
y no hay aquí tridente azaroso
ni llamas abrazadoras que temer,
únicamente esta tienda grande y tenebrosa
con su laberinto de ropa de cama.
Aunque al vagabundear entre los joviales kings,
las más sensibles queens,
y los tristes singles
que nunca cubrirá una sábana púrpura,
pienso en un pasaje del inferno,
que podría recordar perfectamente
y recitar en inglés y hasta en italiano
si el vendedor que nos ha estado persiguiendo
—un paquete arrugado de Newports
visible en el bolsillo de su camiseta de manga corta—
se detuviera un momento en su insistencia
para que probemos este, después este más suave,
lo que hacemos acostándonos uno al lado del otro,
los brazos tiesos, siluetas en un sepulcro,
impotentes para imaginar lo que sería
dormir o amar de este modo
bajo las inclementes hileras de luces fluorescentes,
que Dante podría haber incluido
si hubiera podido tumbarse de espaldas hoy entre nosotros.



El tropiezo

La única vez que he mostrado algún tipo de interés
en el concepto de la máquina del tiempo
fue cuando escuché por primera vez que el origen de la calvicie
en el hombre podía remontarse al abuelo materno.
Me imaginé montándome dentro del singular aparato
con un frasco de veneno escondido en un bolsillo,
y, por si acaso, un cuchillo de cocina recién afilado.
Claro, que no lo había pensado con mucha atención.
Pero aún después de darme cuenta del inconveniente
que representaba la erradicación de mi propia existencia
sin mencionar la posible existencia de mi madre,
aparecí con una mejor justificación para retroceder en el tiempo.
Ahora me imagino colocando las coordenadas
para finales del siglo XIX, condado Waterford, donde,
después de esconder la máquina detrás de unos arbustos
y localizar al hombre que nunca conocí,
podríamos disfrutar varios güisquis y algo de charla
sobre las dificultades de la vida y mis ropas extrañas
después de lo cual, con su permiso por supuesto,
me montaría en su regazo
y descansaría mi mano en el declive de su cabeza,
ese domo, que cubría la atormentada iglesia de su mente
y que a su vez la mayor parte del tiempo estaba cubierta
por el sombrero negro empolvado que hace un momento 
colgaba en un perchero en la pared.




La Sección de Albóndigas

No existe algo así como la sección de albóndigas
hasta donde sabemos.
Ningún empleado servicial nunca ha contestado la pregunta
¿dónde están las albóndigas?
señalando hacia el fondo de la tienda
y diciendo las encontrará allá en la sección de albóndigas.
No hay necesidad de limitarlas
a las suecas o italianas para saber
que ya albóndiga es demasiado específico
para que una sección completa tenga su nombre
como sí ocurre con las Verduras, los Electrodomésticos, o el Calzado para
Damas.
Es como cuando te enfadas conmigo
porque leo en la cama con la luz prendida
cuando estás tratando de quedarte dormida,
no puedo encontrar una sección para eso.
Como las albóndigas son algo demasiado pequeño para tener su propia sección
a diferencia de la Grosería o el Egoísmo que se ubican
a lo largo de varios pasillos en la tienda conocida como Matrimonio.
Solo debería apagar la luz
en cambio me he detenido en esa inmensa tienda
y no me voy a subir a mi carrito,
ni voy sujetar los pies contra el pecho y esperar
a que el gerente o alguna persona con autoridad
me empuje hasta la estación de policía
o solo hasta el parqueadero,
de cierta forma conocido como la sección de los esposos extraviados,
o algunas veces, como ahora, la sección de la lluvia oscura y torrencial.



Olvido

El nombre del autor es lo primero que se va
seguido obedientemente por el título, la trama,
el desenlace desgarrador, la novela entera
que de pronto se vuelve una que nunca has leído,
de la que nunca has oído hablar,
es como si, uno por uno, los recuerdos que solíamos albergar
decidieran retirarse al hemisferio norte del cerebro,
a una pequeña aldea de pescadores, donde no hay teléfonos.
Hace rato que le diste el beso de despedida a las nueve musas
y viste que la ecuación cuadrática hizo maletas,
incluso ahora que memorizas el orden de los planetas,
algo adicional se escapa, la flor del país tal vez,
la dirección de una tía, la capital de Turquía.
Cualquier cosa que estés luchando por recordar
no está a punto de brotar de la punta de la lengua,
ni siquiera se esconde en algún rincón oscuro del bazo.
Se ha ido flotando abajo de un oscuro río mitológico
cuyo nombre comienza con L hasta donde puedes recordar,
bien abajo en la ruta hacia la inconsciencia donde te juntarás con otros
que hasta han olvidado como nadar o como montar en bicicleta.
No es extraño que te levantes en medio de la noche
a buscar la fecha de una batalla famosa en un libro sobre guerras.
No es extraño que la luna en la ventana parezca haber perdido el rumbo
al escapar de un poema de amor que solías saber de memoria.



Rosas

En aquellas semanas de pleno verano
cuando las rosas en los jardines comienzan a perder las esperanzas,
las enormes rojas, blancas y rosadas:
los pétalos interiores envolventes se tornan cancerosos,
los de los bordes se marchitan
o ya en el suelo, abatidos sobre sus dorsos femeninos
reposan sobre los duros lechos de tierra revuelta,
en ese momento qué terrible expresión en sus rostros,
una expresión del tipo ¿todo valió la pena?,
sufrir aquí de una muerte lenta frente a todo el mundo
en el jardín de una casa de huéspedes
en un pueblo inglés del circuito provincial,
para expirar de putrefacción progresiva
a plena vista de todos los vecinos que por aquí pasan,
el delgado cartero, el carnicero regordete
(gracias a Dios que los niños no ponen cuidado)
los rostros giratorios en las ventanas de los buses,
y ahora este extranjero mirándonos fijamente por encima de la pared,
el cabello despeinado, una bufanda suelta alrededor del cuello,
escribiendo en un cuaderno, escribiendo sobre nosotras sin duda,
acerca de lo horribles que lucimos bajo el sol fatigante.



Tumba

Qué piensan de mis gafas nuevas
pregunté mientras me paraba bajo la sombra de un árbol
frente a la tumba que comparten mis padres,
y lo que siguió fue un prolongado silencio
que descendió sobre la procesión de los difuntos
y más allá sobre los campos y los bosques
uno de las cien clases de silencio
conforme con la creencia china,
cada uno bien diferenciado de los otros,
pero las discrepancias son tan sutiles
que solamente unos cuantos monjes singulares
son capaces de distinguirlos.
Hacen que luzcas muy académico,
escuché que dijo mi madre
apenas me tumbé sobre el suelo
y apreté una oreja contra la blanda yerba.
Después di la vuelta y apreté
la otra oreja contra la tierra,
el oído al que mi padre gustaba hablar,
pero padre no me diría nada,
y no pude encontrar un silencio
entre los 100 silencios chinos
que encajara en el silencio que él creó
a pesar de que fui yo quien
acababa de inventar el asunto
de los 100 silencios chinos:
el Silencio del Barco de la Noche
y el Silencio del Loto,
primo del Silencio de la Campana del Templo
solo que más profundo y suave, como los bordes más apartados de sus pétalos.



Reacciones

La señora que escribió desde Phoenix
después del recital que ofrecí allí
para contarme que todavía lo estaban comentando
acaba de escribir otra vez
para decirme que los comentarios cesaron




The Death of Allegory

I am wondering what became of all those tall abstractions
that used to pose, robed and statuesque, in paintings
and parade about on the pages of the Renaissance
displaying their capital letters like license plates.

Truth cantering on a powerful horse,
Chastity, eyes downcast, fluttering with veils.
Each one was marble come to life, a thought in a coat,
Courtesy bowing with one hand always extended,

Villainy sharpening an instrument behind a wall,
Reason with her crown and Constancy alert behind a helm.
They are all retired now, consigned to a Florida for tropes.
Justice is there standing by an open refrigerator.

Valor lies in bed listening to the rain.
Even Death has nothing to do but mend his cloak and hood,
and all their props are locked away in a warehouse,
hourglasses, globes, blindfolds and shackles.

Even if you called them back, there are no places left
for them to go, no Garden of Mirth or Bower of Bliss.
The Valley of Forgiveness is lined with condominiums
and chain saws are howling in the Forest of Despair.

Here on the table near the window is a vase of peonies
and next to it black binoculars and a money clip,
exactly the kind of thing we now prefer,
objects that sit quietly on a line in lower case,

themselves and nothing more, a wheelbarrow,
an empty mailbox, a razor blade resting in a glass ashtray.
As for the others, the great ideas on horseback
and the long-haired virtues in embroidered gowns,

it looks as though they have traveled down
that road you see on the final page of storybooks,
the one that winds up a green hillside and disappears
into an unseen valley where everyone must be fast asleep. 



Writing In The Afterlife

I imagined the atmosphere would be clear,
shot with pristine light,
not this sulphurous haze,
the air ionized as before a thunderstorm.

Many have pictured a river here,
but no one mentioned all the boats,
their benches crowded with naked passengers,
each bent over a writing tablet.

I knew I would not always be a child
with a model train and a model tunnel,
and I knew I would not live forever,
jumping all day through the hoop of myself.

I had heard about the journey to the other side
and the clink of the final coin
in the leather purse of the man holding the oar,
but how could anyone have guessed

that as soon as we arrived
we would be asked to describe this place
and to include as much detail as possible—
not just the water, he insists,

rather the oily, fathomless, rat-happy water,
not simply the shackles, but the rusty,
iron, ankle-shredding shackles—
and that our next assignment would be

to jot down, off the tops of our heads,
our thoughts and feelings about being dead,
not really an assignment,
the man rotating the oar keeps telling us—

think of it more as an exercise, he groans,
think of writing as a process,
a never-ending, infernal process,
and now the boats have become jammed together,

bow against stern, stern locked to bow,
and not a thing is moving, only our diligent pens. 




Man in Space

All you have to do is listen to the way a man
sometimes talks to his wife at a table of people
and notice how intent he is on making his point
even though her lower lip is beginning to quiver,

and you will know why the women in science
fiction movies who inhabit a planet of their own
are not pictured making a salad or reading a magazine
when the men from earth arrive in their rocket,

why they are always standing in a semicircle
with their arms folded, their bare legs set apart,
their breasts protected by hard metal disks. 



Workshop

I might as well begin by saying how much I like the title. 
It gets me right away because I'm in a workshop now 
so immediately the poem has my attention, 
like the Ancient Mariner grabbing me by the sleeve. 

And I like the first couple of stanzas, 
the way they establish this mode of self-pointing 
that runs through the whole poem 
and tells us that words are food thrown down 
on the ground for other words to eat. 
I can almost taste the tail of the snake 
in its own mouth, 
if you know what I mean. 

But what I'm not sure about is the voice, 
which sounds in places very casual, very blue jeans, 
but other times seems standoffish, 
professorial in the worst sense of the word 
like the poem is blowing pipe smoke in my face. 
But maybe that's just what it wants to do. 

What I did find engaging were the middle stanzas, 
especially the fourth one. 
I like the image of clouds flying like lozenges 
which gives me a very clear picture. 
And I really like how this drawbridge operator 
just appears out of the blue 
with his feet up on the iron railing 
and his fishing pole jigging—I like jigging— 
a hook in the slow industrial canal below. 
I love slow industrial canal below. All those l's. 

Maybe it's just me, 
but the next stanza is where I start to have a problem. 
I mean how can the evening bump into the stars? 
And what's an obbligato of snow? 
Also, I roam the decaffeinated streets. 
At that point I'm lost. I need help. 

The other thing that throws me off, 
and maybe this is just me, 
is the way the scene keeps shifting around. 
First, we're in this big aerodrome 
and the speaker is inspecting a row of dirigibles, 
which makes me think this could be a dream. 
Then he takes us into his garden, 
the part with the dahlias and the coiling hose, 
though that's nice, the coiling hose, 
but then I'm not sure where we're supposed to be. 
The rain and the mint green light, 
that makes it feel outdoors, but what about this wallpaper? 
Or is it a kind of indoor cemetery? 
There's something about death going on here. 

In fact, I start to wonder if what we have here 
is really two poems, or three, or four, 
or possibly none. 

But then there's that last stanza, my favorite. 
This is where the poem wins me back, 
especially the lines spoken in the voice of the mouse. 
I mean we've all seen these images in cartoons before, 
but I still love the details he uses 
when he's describing where he lives. 
The perfect little arch of an entrance in the baseboard, 
the bed made out of a curled-back sardine can, 
the spool of thread for a table. 
I start thinking about how hard the mouse had to work 
night after night collecting all these things 
while the people in the house were fast asleep, 
and that gives me a very strong feeling, 
a very powerful sense of something. 
But I don't know if anyone else was feeling that. 
Maybe that was just me. 
Maybe that's just the way I read it. 




Some Days

Some days I put the people in their places at the table,
bend their legs at the knees,
if they come with that feature,
and fix them into the tiny wooden chairs.

All afternoon they face one another,
the man in the brown suit,
the woman in the blue dress,
perfectly motionless, perfectly behaved.

But other days, I am the one
who is lifted up by the ribs, 
then lowered into the dining room of a dollhouse
to sit with the others at the long table.

Very funny,
but how would you like it
if you never knew from one day to the next 
if you were going to spend it

striding around like a vivid god,
your shoulders in the clouds, 
or sitting down there amidst the wallpaper,
staring straight ahead with your little plastic face? 



Silence

There is the sudden silence of the crowd
above a player not moving on the field,
and the silence of the orchid.

The silence of the falling vase
before it strikes the floor,
the silence of the belt when it is not striking the child.

The stillness of the cup and the water in it,
the silence of the moon
and the quiet of the day far from the roar of the sun.

The silence when I hold you to my chest,
the silence of the window above us,
and the silence when you rise and turn away.

And there is the silence of this morning
which I have broken with my pen,
a silence that had piled up all night

like snow falling in the darkness of the house—
the silence before I wrote a word
and the poorer silence now. 



Consolation 

How agreeable it is not to be touring Italy this summer,
wandering her cities and ascending her torrid hilltowns.
How much better to cruise these local, familiar streets,
fully grasping the meaning of every roadsign and billboard
and all the sudden hand gestures of my compatriots.

There are no abbeys here, no crumbling frescoes or famous
domes and there is no need to memorize a succession
of kings or tour the dripping corners of a dungeon.
No need to stand around a sarcophagus, see Napoleon's
little bed on Elba, or view the bones of a saint under glass.

How much better to command the simple precinct of home
than be dwarfed by pillar, arch, and basilica.
Why hide my head in phrase books and wrinkled maps?
Why feed scenery into a hungry, one-eyes camera
eager to eat the world one monument at a time?

Instead of slouching in a café ignorant of the word for ice,
I will head down to the coffee shop and the waitress
known as Dot. I will slide into the flow of the morning
paper, all language barriers down,
rivers of idiom running freely, eggs over easy on the way.

And after breakfast, I will not have to find someone
willing to photograph me with my arm around the owner.
I will not puzzle over the bill or record in a journal
what I had to eat and how the sun came in the window.
It is enough to climb back into the car

as if it were the great car of English itself
and sounding my loud vernacular horn, speed off
down a road that will never lead to Rome, not even Bologna. 



Nightclub 

You are so beautiful and I am a fool
to be in love with you
is a theme that keeps coming up
in songs and poems.
There seems to be no room for variation.
I have never heard anyone sing
I am so beautiful
and you are a fool to be in love with me,
even though this notion has surely
crossed the minds of women and men alike.
You are so beautiful, too bad you are a fool
is another one you don't hear.
Or, you are a fool to consider me beautiful.
That one you will never hear, guaranteed.

For no particular reason this afternoon
I am listening to Johnny Hartman
whose dark voice can curl around
the concepts on love, beauty, and foolishness
like no one else's can.
It feels like smoke curling up from a cigarette
someone left burning on a baby grand piano
around three o'clock in the morning;
smoke that billows up into the bright lights
while out there in the darkness
some of the beautiful fools have gathered
around little tables to listen,
some with their eyes closed,
others leaning forward into the music
as if it were holding them up,
or twirling the loose ice in a glass,
slipping by degrees into a rhythmic dream.

Yes, there is all this foolish beauty,
borne beyond midnight,
that has no desire to go home,
especially now when everyone in the room
is watching the large man with the tenor sax
that hangs from his neck like a golden fish.
He moves forward to the edge of the stage
and hands the instrument down to me
and nods that I should play.
So I put the mouthpiece to my lips
and blow into it with all my living breath.
We are all so foolish,
my long bebop solo begins by saying,
so damn foolish
we have become beautiful without even knowing it. 



Madmen 

They say you can jinx a poem
if you talk about it before it is done.
If you let it out too early, they warn,
your poem will fly away,
and this time they are absolutely right.

Take the night I mentioned to you
I wanted to write about the madmen,
as the newspapers so blithely call them,
who attack art, not in reviews,
but with breadknives and hammers
in the quiet museums of Prague and Amsterdam.

Actually, they are the real artists,
you said, spinning the ice in your glass.
The screwdriver is their brush.
The real vandals are the restorers,
you went on, slowly turning me upside-down,
the ones in the white doctor's smocks
who close the wound in the landscape,
and thus ruin the true art of the mad.

I watched my poem fly down to the front
of the bar and hover there
until the next customer walked in--
then I watched it fly out the open door into the night
and sail away, I could only imagine,
over the dark tenements of the city.

All I had wished to say
was that art was also short,
as a razor can teach with a slash or two,
that it only seems long compared to life,
but that night, I drove home alone
with nothing swinging in the cage of my heart
except the faint hope that I might
catch a glimpse of the thing
in the fan of my headlights,
maybe perched on a road sign or a street lamp,
poor unwritten bird, its wings folded,
staring down at me with tiny illuminated eyes. 






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