jueves, 27 de octubre de 2011

5023.- ANA MARÍA FAGUNDO GUERRA


Ana María Fagundo Guerra nació en Santa Cruz de Tenerife el 13 de marzo de 1938 y murió el 13 de Junio del 2010
. Cursó los estudios primarios con su padre, que era Maestro Nacional. En 1950 ingresó en la Escuela Profesional de Comercio de su ciudad natal, obteniendo, en 1955, el título de Perito Mercantil, y tres años después el de Profesora Mercantil. En 1958 recibió la beca Anne Simpson para estudiar en la californiana Universidad Redlands, donde se graduaría en 1963 con especializaciones en Literatura Inglesa y Española. Pasó luego a estudiar en las Universidades de Illinois y Washington, obteniendo de esta última el Doctorado en Literatura Comparada (1967). Su carrera docente como catedrática de Literatura Española en la Universidad de California, Riverside, se extiende de 1967 a 2001.

Ha publicado los siguientes libros de poemas: Brotes (1965), Isla adentro (1969), Diario de una muerte (1970), Configurado tiempo (1974), Invención de la luz (1978; premio Carabela de Oro, 1977), Desde Chanatel, el canto (1981; finalista del premio Ángaro, 1980), Como quien no dice voz alguna al viento (1984), Retornos sobre la siempre ausencia (1989), El sol, la sombra, en el instante (1994), Trasterrado marzo (1999), Palabras sobre los días (2004); asimismo ha publicado el libro de narraciones La miríada de los sonámbulos (1994).

Ha dado numerosas lecturas de sus poemas en España, Inglaterra, Argentina, Colombia, Puerto Rico, Paraguay, México, Venezuela, Canadá, Estados Unidos, Nueva Zelanda y China. Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, polaco, lituano y chino. En 1969 fundó en la Universidad de California la revista de poesía, narración y ensayo Alaluz, que dirigió hasta 2001. Como parte de su labor crítica, ha publicado numerosos ensayos sobre poesía española de posguerra, así como dos libros sobre literatura norteamericana: Vida y obra de Emily Dickinson (1973) y Antología bilingüe de poesía norteamericana contemporánea (1988); también el titulado Literatura femenina de España y las Américas (1995). En 1996 fue galardonada con la Medalla Lucila Palacios del Círculo de Escritores de Venezuela, y en 2005 le fue concedido el premio Isla del periódico canario La Opinión.

«El poema es mi vehículo de conocimiento», afirma Fagundo en una de sus conferencias. Y, efectivamente, esta poesía es instrumento de indagación ontológica y de su entorno, particularmente el paisaje de la isla natal, Tenerife, que surgiendo enhiesta de las aguas ofrece el signo más elocuente de la afirmación vital que traspasa esta escritura. La palabra y su impulso de plasmación es el medio de contrarrestar la muerte, como se evidencia, en particular, en Diario de una muerte, donde la inscripción poética lucha por retener la vida del padre agonizante. En Configurado tiempo, la palabra busca superar el tiempo y la distancia, al recrear el escenario de la infancia isleña mediante un lenguaje pleno de sensualidad. El impulso vital de esta palabra va unido a una insistente indagación metapoética, que implica una conciencia del juego de invención que comporta la creación y que, aun siendo juego, impone su absoluta necesidad para mantener la vida. Por eso, en su labor creadora, la palabra se identifica con el amor, y el tacto de los cuerpos en el abrazo amoroso con el de la pluma sobre el papel. «Chanatel», en Desde Chanatel, el canto, es un término inventado para erigir el espacio imaginario de la poesía en cuyo recorrido se va recreando la vida. Frente a las limitaciones espacio-temporales, «Chanatel» es la vida en su canto voluntarioso de «ser que no quiere dejar de ser», y que a menudo se alza en denuncia contra una civilización actual cuyos sistemas políticos y económicos, y sus supuestos avances, presentan serias amenazas contra la vida.

La inquietud investigadora de esta poesía, junto con su sensualidad, se articula mediante una serie de técnicas y signos poéticos propios que se reiteran en las distintas colecciones, así una tipografía muy cuidada y las oposiciones binarias en forma de paradojas y contradicciones, mediante las cuales la palabra se mueve entre ausencia y presencia, ser y nada, la afirmación y el deseo de ser y su frustración por el tiempo, la muerte, el desamor. Pero el empeño de afirmar nunca ceja. Hasta el final, la palabra se mantiene como el medio de crear la vida y de indagar en la verdad que los poemas configuran en su particular tipografía y con sus distintas figuras retóricas. En su evidente dedicación metapoética, esta obra funde su fiel búsqueda de verdad estética con la empresa, o mejor, obligación ética de afirmar la vida.

Candelas Gala
Universidad Wake Forest (EEUU)




Ana María Fagundo. Antología


Brotes




Cansancio

Lo anhelado se deshace
en cuerdas de sombras,
en mohínas cascadas de tinieblas,
en bruma,
en canto tristemente inacabado.
Y no queda en los confines
ni polvo,
ni soplos,
ni puñados sonoros
con que trenzarse a los vientos.
Una mano inmensa de dejadez
agobia las horas,
las tiñe de carne de bruma,
las adelgaza,
lo cierne todo en lo espigado
del sueño.
Lo anhelado se deshace
en mantel de luz
sin frutos,
con manjares de siglos de cansancio.







Isla adentro




La ilusión

Ilusión, qué alegre vas
con esas sandalias blancas,
esa cintura de brisa,
esa sonrisa de alas.
Ardorosa jovencilla
con tu brazada de rosas
y tu luz recién podada
caminando por la senda,
alegre como las aves,
cantarina como el agua.

Ilusión, novia de blanco,
tu novio no está en la iglesia,
ni en la nube, ni en la hierba,
ni en la luna que se ha puesto
su vestimenta morada.

Tu novio ya no te espera
y en tus sandalias de espuma
ahora se enredan las algas
y en tu risa las gaviotas
ponen una nota lánguida.

Ilusión, qué sola vas
con esas sandalias blancas,
esa cintura sin brisa,
esa sonrisa sin alas.




Diario de una muerte




Otoño, VIII

Muerte, tú, la injusta, la engañadora,
la que nos va minando lentamente
sin que sepamos cuándo o a qué hora
trastocarás futuros en presentes.

Muerte, tú, la horrenda constructora
de ilusos paraísos permanentes
y de justas llamas castigadoras,
la siempre acompañada, la silente.

Te estoy viendo llegar ya disfrazada
bajo el murmullo sombrío con que andas
por sus venas dolidas y su cara.

Te estoy viendo llegar a tu venganza
mas no me vences, no, porque me afianzo
en mis firmes tenazas de esperanza.




Primavera, I

Abril ya se despunta
en marzo por las hojas;
ya viene prematuro
borrando las congojas
de otoños que cayeron.

Abril de un año nuevo,
iluso, perfumado,
retama por el monte,
alfalfa por el prado,
de gala el horizonte.

Abril va despertando
lo rosa, oro y pardo,
lo muerto de los campos.
Riendo primaveras
abril viene pasando.

Abril que ya no ven
sus ojos azulados;
abril que ya no sienten
sus adoradas manos;
abril que no respiran
sus ávidos pulmones;
abril sin ilusiones
en un nicho cerrado.




Configurado tiempo




El rayo de luna

Un rayo de luna en el pelo oscuro de un hombre joven
y detrás sosteniéndolo
los acantilados sobre un mar plata de noche.

No sabes cómo se ha quedado prendido del tiempo
y recurre ante tus ojos que lo contemplan siempre
sin terminar de asombrarse.
Tanta blancura no se ha dado más en tu cauce
ni han temblado tus pulsos
con esa dolorosa intensidad de lo perdido.
Pero importa que lo plasmes,
que le des la libertad de cárcel que todo poema conlleva
y que te lances a rescatar su holgura más íntima
que desconoces
aunque en ello te vaya la paz,
esa que tanto cuidas
y te rompas entre tu afán sereno de tierra firme
de continente bien protegido,
asegurado contra el riesgo del mar
y tu sed inaguantable de isla,
de desolada verdad cuesta arriba.

No estarás sola.
Te acompaña un gajo de luz
que pudo haber sido ardor de poema
-hijo de tu sangre en punta-
pero que no lo es aunque te siga fiel
en tu marcha a tientas de la luz.




Elegía de la hierba

La hierba camina sobre el páramo
en un día de sol, roquedas y nubes
en lo alto.
Camina la hierba del brazo
de la brisa.

Camina hermanada a los árboles,
amante de su espacio
entre la luz que brilla
y acaricia su cuerpo,
su fluido cuerpo de látigo.

Camina la hierba
como un mar verde-oro
a punto de verano,
a punto de un tiempo
que corre enloquecido
devorando espacios.

Un tiempo marcado por la hierba,
por la brisa, por los árboles.
Un tiempo de futuros,
un tiempo de ausencias
donde no habrá cantos
ni nubes ni roquedas
ni brisas que lleven a la hierba
de su brazo.




Invención de la luz




Canto

Más alto el amor en este canto de espacio
que copia tu cuerpo azul amando la luz desconocida de los tactos.
Todos tus gestos en este instante
acoplando los valles y las cumbres que vibran
porque tu sangre bulle en la tierra;
tu sangre de río y de guijarro
creando la brisa y la cintura de las hojas al sol
y el labio avaro de los montes
y dentro
la vida creándose más vida,
el movimiento continuo de los siglos
para amar; para poder decir que somos roca o árbol,
polvo olvidado pero enhiesto en los bordes del camino,
para poder decir que somos ansia arbolada de universo.




Necesidad

Y habrá que desatar el cinturón del sueño
y recrearlo todo
como al comienzo del tacto de las almas
como cuando florecieron las risas primeras
que hacían ecos de espuma sobre la playa
y volvían las olas, el azul, las algas
con sus alborotos verdes de agua
y una frescura recién encontrada bullía en las esquinas
de los tactos más jóvenes.

Y habrá que ir subiendo en cúspides todos los sueños
a fuerza de caminar, de senda hacia arriba
con la certeza de saber que vivir
es amar por dentro de la sangre
y que el dolor no es aguijón suave
sino tenaza de espacio en nuestros cuerpos
que piden a gritos no tener espacio
ni hora marcada
sino ese sueño de ser a cada instante sesgo de luz,
inconcreción de ala en vuelo
o perfil de viento en la llanura.

Sí, habrá que inventarlo todo desde el comienzo
de las primeras campanas y los primeros tactos del alma
entre los labios
y dibujar el roce de la luz,
el tibior tímido de la piel en vuelo,
el apasionado abrazo de la voz en ciernes de palabra.

Inventar el amor hasta donde no pueda la luz
ser más luz ni el tacto pueda ser más tacto
que el movimiento en movimiento continuo
o el mar en su infinidad de siempres.




Desde Chanatel, el canto




En Londres, en primavera, yo espero a que las mujeres

I

En Londres, en primavera, yo espero a que las mujeres
aborten a sus orgasmos de marzo que proyectan hacia abril
una pelusilla verde como la de los árboles.
Son mujeres que han nacido igual que yo,
es decir, son árboles que rebrotan sin sentirlo
en esta época del año.
Ellas no han hecho el amor.
Ellas son vírgenes que cara al cielo han bebido la luz
y vienen a Londres desde otros países a dejar aquí
sus tímidos intentos de pasiones,
los hijos,
para que la ciudad, esta ciudad harapienta,
sepa que hay luz en los vientres del mundo
y que sus mujeres extranjeras de Londres
plantan contra el no cielo de Londres sus no hijos de Londres
y que traen aquí la primavera
a cambio de noventa libras y exámenes médicos
y clínicas como hotelitos silenciosos en la campiña inglesa,
la hermosa campiña verde y húmeda donde no corren
los niños en las tardes de juego
y no hay luz;
hotelitos cómodos para el silencioso
fluir de la sangre que no verá nunca la primavera.


II

Yo espero en la sala de visita.
Yo espero en un pub cualquiera.
Yo espero en el museo británico.
Yo espero en una habitación de hotel modesto
a que sean las cuatro de la tarde
y me digan que las mujeres han abortado a sus hijos
y que están dispuestas a volverse cara al cielo,
al cielo de sus respectivos países,
a ver si se produce otra vez el milagro de la primavera
para venir de nuevo a Londres el próximo año
con unas libras más por lo de la inflación
y brotar hacia el no cielo de esta ciudad
esa pelusa verde que simulan en abril los árboles.


III

Sigo pensando en Londres quizás porque soy mujer
o porque creo estar en una habitación de hotel
y cien mujeres, mil mujeres,
un millón de mujeres cara al no cielo de Londres
abren sus piernas de entrega
y los niños corren huidos
en óvulos y semen.
Es primavera. Lo dicen los árboles
y este verde suave del césped
y los colegiales grises como el no cielo de esta ciudad.

Está bullendo la vida. Las abejas hacen el amor.
Y los árboles brotan amorosos.
Y la luz amorosa los abraza.
Y los coches amorosos entrechocan
el ruido incesante de sus motores
y la ciudad oscura se estremece sacando niños
de las esquinas y tirándolos al sol tibio de estos parques.

Están viviendo muerte,
muriendo vida, óvulos, semen,
penes y vaginas al sol de la primavera.

¡Qué pobre luz entre las manos vacías!


IV

A Londres van mujeres a descargar el semen de sus pasiones.
El proceso es incómodo y costoso
pero ellas, animosas, van poniendo en los harapos
de la ciudad un río Támesis distinto.
Dejan sus óvulos fecundados
colgando de los árboles
y tienden de la tizne de las casas
las lágrimas medrosas del hijo no deseado.

Yo las he visto en las salas de espera.
Yo las he visto en los sótanos de consulta.
Yo las he visto en los hotelitos de los nursing homes.
Yo las he visto apaleadas por el miedo.
Yo las he visto aliviadas, primaverales, triunfadoras
alejándose del inoportuno semen
y del tenaz óvulo de sus orgasmos.

Escalofríos de placer suenan como una mueca
por las calles de cualquier londres del mundo.




Como quien no dice voz alguna al viento




Ser de la materia

Hoy la materia configura
tacto, ternura, labio;
configura beso,
configura arbolado universo
de amor.

La materia hoy es hombre
en pie de camino,
canto en cumbre y en llanura.

La materia hoy es. Se es, gloriosa,
angustiosamente.

Pero mañana la materia
será un son en pos de ningún canto,
un inerte perfil sin pálpito de hombre,
un tacto dulce sin posibilidad de entrega.




Cárcel de la materia

Se dice la palabra
y se toca árbol, llanura o roca.
Es rotundo el espacio de la voz
en la sangre de las horas
y es concreto el tacto del viento
haciéndose son de palabra.

No inventamos el peso y el tacto
sino que están ahí, son el nosotros
que asediamos, tocamos,
modelamos a imagen nuestra.
La materia dice que somos
y deja huellas de que hemos sido:
piedra, libro, brizna de hierba
en algún camino que desconocemos.
La materia nos refleja en su espejo
que tiene la figura exacta
de nuestro cuerpo
y el preciso timbre de nuestros silencios.

La idea se hace cuerpo restallante
en la materia
y el sentimiento es materia
y la sensación de azul o norte
es también glorioso sesgo de brisa
en alguna roca.

La materia es lo que nunca
se deja de tener en ningún ahora.




El pozo

Te paraste a contemplar el pozo.
Era hondo, iluminado
y el agua fluía jubilosamente.
Su hondón fresco, profundo,
acunaba ardores de universo.

Cuando volviste de nuevo en el tiempo
a contemplar el pozo,
las tinieblas habían pasado por sus aguas.
Intentaste caminar sobre el cauce oscurecido
pero la luz era, ya, sólo una humedad densa
que impedía la esperanza.




Retornos sobre la siempre ausencia




Bautizo

Para mi sobrino Jacinto-Ramón

Mis brazos florecían con tu pequeño peso
junto al agua y la sal
que marcaban tu nombre y tu comienzo.
Y te dimos para el camino
el capullo esperanzado de nuestro aliento
y alzamos las copas de la risa
para brindar futuro,
el futuro de ayer que es hoy
juventud y canto;
tu hoy que es tuyo,
la senda por donde discurre tu huella
fuerte y tenaz;
el sendero que estrena
nuestro ayer. Nuestro gesto en tu gesto.
Mis brazos hoy florecen
como si la sal y el agua
bautizara de nuevo al tiempo
y fuéramos niños todos
sonando a primavera y canto,
escalando las horas más altas del ensueño,
coronando puntiagudas cúspides de sol,
elevando la risa a los albores del comienzo.

Y es que floreces tú:
vida joven que abre sendero
y hace camino.
Ansia joven
que anula al tiempo.
Nuestro ayer que se renueva en ti;
tu hoy que siembra surcos
de ese mañana tuyo
que pujará sobre las cumbres
otra luz,
otra sal y otra agua
vencedores, momentáneos, del tiempo.




Renovado diciembre


Para mi sobrino César


Viniste tú, borboteo de risa,
a la mar de la casa
y diciembre se llenó
de otro ritmo, otra gracia
que anulaba al recuerdo
y vestía de luz las estancias vacías.

Brotaste tú como el trigo
ya a punto de cosecha
y fue tu sol el que penetró
su algarabía de vida nueva
por las frías esquinas del hogar.
Y fuiste tú -trigal de luz-
la gloria renovada de otros versos;
otros versos de vida
que iría poniendo tu balbuceo
de niño en mi regazo.

Y fuiste creciendo travesuras de balones
y palabras por las ventanas y las paredes.
Yo, entonces, le di a diciembre,
a aquel diciembre agudo de otros momentos,
un sesgo nuevo, esperanzado, tierno,
porque había irrumpido el borboteo
redondo de tu presencia
en las horas dolidas de otros días
y traías desde tu misterioso origen
un son nuevo de voces y de gestos.
Y fue diciembre el renovado mes
de un dolor que pendía su alegría
en las hondas esquinas del tiempo.




Meditación en torno al castillo de Jadraque


Para Candelas Gala

El aire ondea su negro pájaro
contra las almenas
y las nubes,
esas móviles manos sombreadas
con que la brisa acaricia a los campos,
albergan todo el ayer
en el ritmo de otros cuerpos y otras almas.
Este mar festonea su vaivén
bajo un barco de piedra
que es de siglos y de historia,
de risa y sudores,
de lágrimas y esperanzas.

Hoy en este páramo y altozano
mi canto de isla
no sabe ser barca ni espuma,
ni acantilado ni lava
sino que se vuelve piedra en almena,
en torre,
en patio donde la hierba dice
su silencio de siempres
y donde el eco de otras voces
retumba a pleno sol,
a pleno día,
a pleno pájaro pulsando sus alas
contra el borde de los siglos.
Y, sin embargo, este castillo de honda piedra
es también teide de tiempo,
acantilado contra el que se estrella el embate
del viento,
del mar;
cumbre que resiste al paso de los días,
palabra que deja su son
en el agua inmensa de las horas.
Y es presencia en la ausencia,
vida en pugna
que ancla su pétrea barca en el páramo
y enarbola en el mástil más alto
la infinita bandera del tiempo sucediéndose
ola tras ola contra la playa;
batir incesante del viento en la llanura,
piedra fúlgida resistiendo la erosión de las aguas,
torre y proa avanzando sobre la tierra,
almena y quilla anclando su porfía
en lo alto,
en lo hondo;
castillo y barca del amor,
del amor -de la vida- que no acaba nunca.




En pos del canto


Para Jorge y Teresa Valdivieso

Quizás el canto,
este canto asordado sin fragor de espuma
rompiéndose contra los fúlgidos acantilados
sea, precisamente, eso: sereno ritmo,
silencioso son que susurra apenas
su silabeo blando entre tiernas espigas.
Canto que se supo restallante látigo
de luz sonora en las cumbres
cuando aún la vida fulguraba horizontes.
Canto que fue cascada colorida
de campanas contra la brisa,
cascabeleo de caballos en su devenir de sueños,
abrasante lava en pos de un sólido mar.

Hoy el canto
es apenas esta voz suave
que se filtra silenciosa entre las sílabas
y hace un ruido diminuto, inapreciable,
como si todo su decir
fuera una nube,
algo blando, inexistente,
algo tan nada que no tuviera
ni el mendrugo salvador de la palabra
para afirmar su trazo,
para decir, iluso, su enramada
de horas en algún camino y hacia algún lugar;
algo tan ser, tan siéndose,
que se afirmara,
que gritara que es, que se tiene,
que cumbre enhiesta se mantiene
y lava adentro
es negra roca dura que embiste al mar
como si el mar aún le ofreciera
la raya esperanzada del horizonte
para seguir enarbolando todo el azul,
para erguir su grito-cuchillo de acantilado
contra la luz de ahora,
contra la postrera luz.




El sol, la sombra, en el instante




Su creación

Para mi hermana

Ella te creó, me creó,
con su cuerpo y su desvelo.

Se alzó alta en tu cintura,
frutal y prodigiosa
afanando tus horas con los hijos
de su vientre,
de tu vientre,
con el redondo cuidado de sus gestos,
con los pechos de los astros
y esa entereza de su porte,
ese caminar fresco de su huella
por las veredas compartidas de la infancia.

Ella está en tu mirada,
en las manos con que amasas el pan
de las horas y los afectos,
en las voces de la casa silenciosa,
en las plantas y en las flores,
y en ese rumor apenas perceptible
de mi voz,
en este temblor callado de mi canto,
en estas derrotadas estrellas de mi firmamento.

Ella está. Tú la ves. Yo la veo.
Ella habita de cocina la ternura
y fulge potente su energía
en los sillones, el armario, la mesa,
la mecedora de los sueños
donde briza su dulzura de madre,
su fuerza de mujer entera.

Ella crece de esperanza mi regazo,
se copia en ti, en mí,
ella es la sangre de mis venas,
de tus venas,
que porfía en pie de pugna
caminos hacia adelante,
veredas, atajos y nortes
que nos llevan, que nos llevan.
Es el llevar. El ir. El decir que estamos
con su cuerpo en nuestros cuerpos,
que no nos vence el momento,
que seguimos como ella alborozadas,
enhiestas
en la penumbra de dos mares
o de dos cielos
que no van a ninguna parte,
que no dan ninguna clave
pero que afirman
madre en nosotras,
madre,
mujer
inmensa.




Canto del ser


Para Antonio y Adelaida Martínez

Por el norte, por los sones, va la luz
confundida entre las sombras sobrias
de las algas
y entre el oscuro latir de la espuma.

Allá adentro está el recodo fijado,
la meta de tanto albor,
la ardorosa desazón de los momentos
desgranados entre las manos.

La luz va.
Va fúlgida o perdida,
titubeante o gloriosa,
va hecha canto claro de clarines
o son asordado de luciérnagas oscuras.
Pero va. Va. Está yendo por los siglos
de las cosas,
por los bordes ocultos del lamento.
Y se pueblan de súbito las esquinas
y se hace esplendor la gruta de los espacios
y las grietas sueldan sus muecas
y se hace lisa la piel del alma.

Un son suave de tibio tacto acaricia las fisuras;
todo es redondo fulgor desnudo.
No hay aristas,
sólo canto iluminado de esperanza.

El trayecto ha sido largo,
lleno de abrojos,
áspero, mordiente, ácido
pero también ha tenido la ondulante
algarabía de los trigos claros de las horas,
la turgencia esplendorosa de las tardes
y el tacto prieto de la pugna en la subida.

Hemos sido y eso basta.
Somos y eso cuenta.
Cuenta, está contando su canto en las cumbres,
su cascabel de sueño,
su cascada de cúspides,
su cima de luz más allá del cosmos.

Somos y sabemos que somos,
que estamos aquí, ahora,
siéndonos
en palabra,
en gesto,
en figura,
en trinos y árboles enhiestos,
en aire,
en viento,
en agua,
en fuego,
en hombro que hombrea su ternura en otro hombro,
en conjunción de cuerpos
que crean otros cuerpos sobre el polvo,
otras ansias alborozadas sobre el tiempo.

No desnacemos.
Nacemos siempre en canto,
nacemos en pincel,
en escorzo,
en palabra.
Nacemos en sueño.
Somos el sueño.
Somos sueño del sueño.

La vida afirmando primaveras sin tiempo,
azul, enhiesta.
La vida nunca vencida.




Canto de vida

Abril
y son los pájaros.
Nardos entre la brisa.
Cielos altos.
Primavera punteando su verano.
Albricias de la blancura.
Sol para el invierno de los tactos.

Luz para el sesgo de los pulsos,
radiante algarabía para los pesados pasos.

Cunde, tiene que cundir,
el ánimo
y subir su brazada de risas por las cumbres,
su alboroto de espuma por los páramos.

La vida tiene que estrenar ahora
toda su fervorosa confianza
y escalar picos y cumbres,
barrancos profundos,
áridos parajes, guijarros.

La vida pugna su porfía
y estrena nuevos recodos,
renovadas esquinas.




Isla en grito

Garfios de lava están desgarrando el aire.
Los cardones gritan.
Sus picudos cuchillos rompen los acantilados.
Chillan los verdes verodes
redondos alaridos que perforan las cumbres.

Vociferan las nubes como algodones fantasmas.
Brama el celeste del cielo
su líquido acero puro.

El mar hinca con afán una y otra vez
su blanco colmillo de espuma
en la piel de la arena.
Las flores rugen sus alucinados colores
-hibiscos, buganvillas, rosas y madreselvas-
contra una isla ausente de gestos.

Un son siniestro corta al sol,
lo despedaza
y caen contra el suelo enloquecido
trozos de luz,
mariposas blancas desaladas,
inocentes risas de niño,
negros pétalos,
oquedades sin fondo.

La palabra intenta el lugar de la ternura,
la brisa salvadora del recuerdo
pero el sol roto y disperso
deja su apenas luz,
su apenas calor,
en resquicios de nieve,
en grutas húmedas,
en áridos parajes sin historia
y se disuelven sus rayos
cegados por palabras que no son,
palabras que no pueden ya ser.




Canto de amor

«¡Oh, llama de amor viva!»
San Juan de la Cruz

Estoy de amor, enamorada.

Altas, señeras cumbres de Anaga,
apuntados tajinastes del Teide,
tabaibas de mis laderas,
arenas negras de mis playas.

Estoy de amor, enamorada.

Enamorada de multicolores hibiscos,
de pimenteras, de retamas,
de cedros y de dragos,
de hondos barrancos de tiempo,
de mudas y fervorosas lavas.

Estoy de amor, enamorada.

Islas de mi isla en punta,
enhiesta sed de mi sed sagrada,
estoy de sed sedienta, abrasada.

Estoy -llama de amor-
de vuestras cumbres sobre la mar,
estoy de amor,
enamorada:

Dadme vosotras vuestra erguida fuerza,
vuestra rotunda presencia en las aguas
para que mi palabra nunca muera,
para que mi voz no se hunda en la nada.




El cielo rutilante del sur

Caídas hasta el negro oceáno las luciérnagas
rutilantes del sur
bordean nuestro suspendido ir
en flecha de acero por el espacio.
Ni monte, ni llanura, ni río
ni iluminada realidad palpable.
Sólo esta extrañeza oscura del que va
en medio de la noche
-con otros-
despegado del pecho nutricio de la tierra.

Pavor revelador de lo infinito,
lo insólito del ser
fuera del cuerpo.
Solamente los puntos fosforescentes
de las estrellas del sur
y un ensordecedor bramido de motores
desgarrando el silencio tenebroso.

Aquí dentro apiñados respiraciones pausadas,
agitadas, temerosas o plácidas
simulando vida de tierra con caminos, cantos
y ternuras.
Afuera -en el negror apuntalado del espacio-
las fauces eternas del no tiempo
punteando el misterio de lo que no se sabe qué es,
aquello que la palabra no acierta a describir
con forma y color,
con olor y tacto
pero que invade y anula la cáscara de acero
que nos lleva
y en súbito e infinito agrandamiento
cae -rutilante luciérnaga-
en la total inmensidad.




El naranjo frutecido

En una esquina de la inmensa huerta
quedó
solo
el naranjo frutecido de luz
pequeño y apretado
como un sol en mitad de la llanura
del cielo.

Un viento atroz había arrasado
el campo.
Esbeltas palmeras buríes yacían
en desmelenadas cabezas.
La risa verde de las pimenteras
congelaba el suelo.
La tierra se comprimía en terrones oscuros
como un parto difícil.

Pero el naranjo pequeño
se erguía silencioso y apretado,
frutecido de esperanza
en medio del desastre.

Por allí había pasado la mano implacable
de un hombre
o de un dios
destruyendo a los recios árboles
robustos y señeros
que sabían de tormentas,
que habían librado con el tiempo
un sinfín de batallas.
Ellos cayeron.
Pero el pobre, temeroso
y diminuto naranjo frutecido
seguía en pie
con sus «frutas redondas y bermejas»
imitando al sol
como si el sol
fuera su cielo y su raíz,
como si la esperanza
no pudiera ser derrotada nunca.




Clarín de amaneceres

En tumultuosos despliegues de momentos
va la vida punteando desatinos:
la piel alzada en claroscuros llantos,
la risa envuelta en asombros repentinos.

Pero hay que seguir aunque la noche avance
con zarpazos imprevistos entre las sombras
y no sepa el ánimo qué acaso brutal
yace escondido entre las oscuras frondas.

Ya no se sabe ya. Ya no se sabe
si algún clarín de aurora está preparando
alguna nota álgida, alguna música
que armonizar pueda el pentagrama del alma.

¿Qué senda hay, qué norte guía?
¿Qué estrella polar su pálido parpadeo
ofrece a este oscuro devaneo
sus besos, esperanzas y alegrías?

Ven tú, clarín de amaneceres,
brote de espuma sobre la negra arena.

¡Que nos salve de nuevo la luz!
¡Que triunfe poderoso el poema!




Arcos triunfales

Arcos triunfales sobre la noche de otro sueño
se yerguen ahora potentes y empeñados
negando que en la batalla se había perdido
el sentimiento,
la luz,
aquel sesgo alborozado de mi verso.

No hubo derrota. No me venció el tiempo
que tuvo otoño entre sus manos
y galopó enloquecido hacia un invierno
duro, devastador.
Todo fue un truco. Un invento
de viejas batallas simuladas por otros gestos

y otras palabras
que no eran mías.
Las mías eran palabras
que cantaban. Cantaban. Cantan.
Palabras que seguirán, mientras yo siga,
cantando entre la noche,
cantando a pleno día,
cantando desde la siempre madrugada de mi verso.

Y ese es el triunfo, el monumento que yergo
con mis manos, desde mi sangre,
desde el hondón de mi poema,
para decir que sí, que fui, que soy,
que estas son mis señas,
mis huellas,
mi única posible identidad para la sombra
y para la luz;
para la brisa suave de los tactos
y para el aguijón agudo de los gritos.

Este es mi triunfo:
palabra siempre viva,
palabra siempre en ciernes.

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