Carlos Wyld Ospina
(Guatemala, 1891-1956)
NOVELISTA, POETA Y ENSAYISTA ANTIGÜEÑO
• Nace en Antigua Guatemala en 1891, de padre inglés y madre colombiana.
• Vivió en algunos estados de México y en la ciudad de Guatemala, pero la mayor parte de su vida la pasó en Quetzaltenango donde destacó como personero del Banco de Occidente.
• Junto con Porfirio Barba Jacob corrió la aventura política en México como partidario de Victoriano Huerta, a través de un periódico que titularon Churubusco, el cual tenía que correr la misma suerte de aquel caudillo.
• En Quetzaltenango integró el grupo literario Los Líricos, juntamente con Alberto Velásquez, Carlos Mérida, Rafael Yela Günther, entre otros.
• Dirigió un periódico humorístico llamado El Zaraguate y participó en el movimiento unionista.
• Su participación en los Juegos Florales de Quetzaltenango fue la siguiente:
En 1918 obtuvo el primer y segundo accésit con sus poemas La Ciudad De Las Cumbres y El Pastor respectivamente.
En 1919 obtuvo el segundo lugar con su cuento El Último Milagro.
En 1927 obtuvo el primer lugar con su cuento La Mala Hembra.
En 1946 obtuvo el primer lugar en prosa con su Bosquejo Histórico Literario "Quetzaltenango En La Poesía".
En 1949 obtuvo el tercer lugar en prosa con su Presencia Trascendental Del Indio.
• Entre sus principales obras están: las novelas El solar de los Gonzagas, La gringa, El manuscrito de Fernán Avelino, Los dos, Las palomas, De dura cerviz, Felipe Esquipulas y Los lares apagados; los cuentos La mala hembra y la tierra de los nahuyacas; los libros de poesía Las dadivas simples y La ciudad de las cumbres y el ensayo El autócrata.
• Fallece en Quetzaltenango en 1956, donde yacen sus restos en el Cementerio General. Su tumba tiene la siguiente inscripción:
CARLOS WYLD OSPINA
Y un día al emprender de nuevo el viaje
llevaré en mis alforjas de romero
el ritmo y el color de tu paisaje
y un puñado de arenas del sendero.
ANTOLOGÍA
LA CIUDAD DE LAS CUMBRES
(Quetzaltenango, antigua Xelahun-Kie)
Ciudad de las historias romancescas
que un encanto pretérito acrisola;
Toldo de callejas pintorescas,
con algo de india y mucho de española...
Sugestión secular, anacronismo
de esta vieja ciudad, que en el incierto
trajín del siglo ofrece el hibridismo
del tiempo vivo junto al tiempo muerto.
Prefiero al mármol y a la fina piedra
con que el moderno gusto te atavía,
en muro coronado por la yedra,
la reja antigua y la tortuosa vía:
cuanto en ti evoca la altivez bravía
con la que tus autóctonos guerreros
tornaron rojo al Xequijel un día,
entre el flamear de los plumajes fieros:
cuanto invita a soñar glorias remotas,
resonar de epopeyas olvidadas;
silbantes flechas, aceradas cotas,
nombres sonoros, ínclitas espadas;
cuanto llenó los ámbitos obscuros
del tiempo con fulgor de tempestades,
y detuvo, en las lides de tus muros,
los años, convertidos en edades...
Amo yo las historias y consejas
de un pasado que vive todavía...
Romanticismo de las cosas viejas,
romanticismo que es melancolía...
Amo la noche en que el vivir se aquieta
y en la ciudad todo rumor se apaga,
y hay en la sombra una ansiedad secreta
y en el silencio una dulzura vaga;
y entre el crespón de la viajera nube
la errante luna de palor se nimba,
y de la noche en paz, trémulo, sube
el lamento ancestral de la marimba,
mientras bajo el embozo, la figura
gallarda de don Juan ronda el poblado:
truhanesco paladín de la aventura
en las encrucijadas del pecado...
Amo la majestad de tus montañas;
tus picachos de cólera crispados;
el claro río en tus faldas bañas;
la mansa grey pastando en los collados;
el volcán que de nieve se corona.
La canción de los trigos candeales;
y el valle que se cubre de trigales
cuando jocunda primavera entona
el bíblico verdor de las praderas;
los casales al pie de las colinas,
cuando las suaves brisas mañaneras
barren con el cendal de las neblinas
y cruzan, tranqueando por las eras,
las pesadas carretas campesinas...
¡Oh, el frío aliento de tus rudas cumbres
y el amplio trazo de tus serranías
donde el sol quiebra tus primeras lumbres
y abate el huracán sus osadías!
¡Oh, tu cielo de diáfanos cristales
y tus místicos bosques centenarios
semejantes a vastas catedrales
que perfuman a perpetuos incensarios!
Yo he amado, ¡oh, ciudad!, la soledosa
paz de tu alma mística y roqueña:
y siento en mi quietud algo que sueña
y en mi sueño un impulso que reposa;
afán de alas, voluntad de vuelo;
idea que al surgir será aletazo:
estrofa que recoge un mudo anhelo;
verso que brota en interior chispazo...
Han crecido mis sueños en tu seno
más altos que el destino y que la muerte:
como tus cielos me volví sereno,
como tus cumbres, me he tornado fuerte.
Y un día al emprender de nuevo el viaje
llevaré en mis alforjas de romero
el ritmo y el color de tu paisaje
y un puñado de arenas del sendero.
LA CIUDAD DE LAS PERPETUAS ROSAS
(Antigua Guatemala)
Para ti, Amalia Cheves
Esta ciudad en Rodenbach dormida,
cerró los ojos a la edad presente;
y enamorada de su antigua vida
se echó a soñar introspectivamente.. .
Las muertas horas, los cansados días,
desdoblando un iluso panorama
que se pierde en astrales lejanías,
dejaron rastros de un infausto drama
entre rotos fragmentos de elegías...
Y el ojo del misterio nos acecha
y el brujo encanto se abre como una
flor: ¡oh, leyenda sin título ni fecha,
historia sin prestigio ni fortuna,
ensueño donde rueda la ilusoria
música del silencio de la luna
sobre el horror de la ciudad deshecha...!
Yo divagué por sus callejas solas
y me apoyé en sus muros desolados;
crucé sus grandes plazas españolas,
hechas para desfiles de soldados;
soñé bajo el reposo de las naves
de informes templos de vencidos arcos,
que dejan entrever los cielos suaves
como a través de destrozados marcos,
y donde, entre el abrazo de la hiedra,
que enrosca el tallo a tropicales palmas,
lloran las epopeyas de la piedra
el sino tempestuoso de las almas...
Aja la tarde desvaídas sedas
en la rota Babel de los escombros,
y pasa, entre las hondas arboledas,
un eco de anacrónicos asombros:
¡llorad inacabables elegías
inánime dolor de cosas muertas,
agonía de viejas agonías,
alma de esta ciudad de almas desiertas...!
Yerta, vives aún. Tú no reposas
en el bíblico polvo todavía.
Tienes, cual las esfinges pavorosas,
por bajo tu silencio sobrehumano,
un gesto de inmortal melancolía
que mide, sin hablar, todas las cosas:
tu hálito sepulcral, tibio, lejano,
se aroma aún en tus perpetuas rosas.
Un milagro de rosas inocente
atempera tu lívido letargo:
ha nacido de ti, como una fuente
de las entrañas de un dolor amargo.
Rosas en el jardín de tus conventos;
rosas en tus capillas solitarias,
donde los cristos, cárdenos y cruentos
tienen grandes, pupilas visionarias;
rosas de los altares, con dorados
relieves, y vitrales y frontones,
donde miran sin ver, rostros cegados
de santos, sus eternas tentaciones:
flor de oración y extático delirio
que el mago influjo de la sangre ama,
y ofrece a los espasmos de la llama
la carne mártir y el votivo cirio...
En la tarde un' perfume se difunde:
dulce y lejano, penetrante, inmenso;
sube, se pierde, reaparece y se hunde
en el éter sutil, como un incienso:
son rosas de tus patios solariegos
y rosas de tus huertas vespertinas;
sidéreas rosas de tus cielos griegos
que eternizan su azur sobre tus ruinas;
y son las rosas que en tu suelo suave
se abren, en el milagro de la ofrenda
cuyo místico aroma no se sabe
si sólo es un perfume de leyenda...
Campanas, rosas; rosas y campanas:
flores de seda y flores de armonía
llenan la paz de todas tus mañanas
y cubren de tus tardes la agonía.
Ya no eres -¡oh ciudad!- más que un dormido
osario, en que cadáveres de flores
diluyen en los vientos del olvido
vagas fragancias de épocas mejores.
Y así, con melancólico desgaire,
opones a tus mudos desconsuelos
un perfume de rosas en el aire
y un gemir de campanas en los cielos...
LA CANCION DE LOS CAMINOS
Para Antonio Escoto
Yo amo los caminos, los viejos caminos
que ha hollado el paso de los peregrinos.
Los estrechos caminos pendientes
que suben en curvas enérgicas, como,
con ímpetu elástico, arquean el lomo
vibrantes serpientes.
Los negros caminos
que bajo el crepúsculo de rojizas luces,
los hierros diabólicos de los asesinos
sembraron de anónimas cruces.
Los anchos caminos por donde los toros
pasan mancornados, con broncos mugidos:
los hondos caminos perdidos
entre raudales de gritos sonoros.
Montaraces, bravíos, desnudos,
un áspero soplo sus cactus amustia,
y ellos reptan, trenzándose en nudos
y haciendo espirales perpetuas de angustia.
Huyen por los montes en rápidas fugas;
perforan el bloque de granitos duros:
son del Padre Mundo las agrias arrugas,
abiertas quién sabe por qué pensamientos obscuros.
Parten las llanadas con trazo de flechas;
de un tajo dividen en dos los poblados
y sus osadías se meten derechas
en los vírgenes bosques sagrados...
Caminos por donde, con largos lamentos,
la turbia quebrada su tropel despeña
y el ábrego silba su voz irritada;
y en las tardes claras -lo cuentan los cuentos
cualquier viejecita que recoge leña
esconde la maga varilla de un hada.
Caminos campestres de los dulces lares,
que dicen las prosas del gran Valle-Inclán:
olor de resinas, rumor de pinares,
molinos de antaño, torres tutelares...
y ermitaños viejos que por ellos van.
Clásicos caminos con encrucijadas
y equívocas ventas de chatos postigos:
con aire de brujas, viejas encorvadas;
con barbas de santos, intensos mendigos.
Y los caminitos humildes, aldeanos,
con yerbas benignas de tallos menudos
-en donde las gentes salúdanse: ¡hermanos!
tal como hechos para que pies franciscanos,
por no mancillarlos, andasen desnudos...
Bíblicos caminos que en las tardes quietas,
cuando a arder principian fogatas lejanas,
cruzan con sus sueños los graves profetas
al paso tardío de las caravanas...
Oh viejos caminos que ocultáis, piadosos,
el eterno enigma del punto final
y si os preguntamos, quedáis silenciosos
porque sois un todo circunferencial.
Me llenan de pena los mudos caminos,
me atraen e inquietan con honda ansiedad:
ellos desenvuelven todos los destinos
que por ellos siguen a la eternidad.
Imágenes fieles de rumbos inciertos,
de vidas perdidas en un avatar,
como esos senderos que por los desiertos
son senda ilusoria que corre hacia el mar.
Oh viejos caminos curvados, torcidos,
que de la montaña se pierden en pos:
oh viejos caminos temidos,
que son los caminos de Dios...
TRIPTICO TROPICAL
A Carlos Mérida
I
EL BUEY DEL CAMINO
Es grande y tranquilo, nervudo y cobarde.
Sobre un claro instinto su vida descansa,
y (le sus: pupilas en el agua mansa
toda su tristeza le dejó la tarde...
En el tibio establo, junto al cubo lleno,
cuando al sol se entrega la tierra desnuda,
filósofo cínico, digiere su heno
y espanta las moscas con su cola ruda.
Secular y simple, tu melancolía
y tu pesadumbre son mucho más viejas
que esta humana tristeza sombría:
ancestral resumen de penas complejas.
Buey de mitológica estirpe preclara
que ya no levantas la testa triunfal:
¿qué hay en tus silencios junto al agua clara,
el heno aromoso y la pura sal?
Son dos pozos hondos y grises, tus ojos;
en ellos lejano temblor se refleja:
todo lo que pasa sangrando entre abrojos,
tristezas de mudos desfiles les deja.
Por eso, un fulgor vespertino
muere en tus pupilas de lenta mirada,
que saben lo inútil de toda jornada
y lo estéril de todo camino...
A tu paso hay hervores de siembra:
en la tierra virgen cae la simiente;
y tú vas, enigmáticamente,
con tu simple existencia sin hembra.
Cruje la carreta...
El boyero azuza tu paso reacio;
y, bajo el crepúsculo de suave violeta,
sigues tu camino despacio... despacio...
II
LOS BURRITOS TARDOS
Los burritos suben la montaña
trabajosamente, por sendas agrestes...
La mansa alegría matinal los baña
de invisibles rocíos celestes.
Cargan blandos haces de espigas bermejas
que su aroma esparcen en el aire fresco;
y de las movibles y grandes orejas
marca sus andares el ritmo burlesco...
Son fuertes y dulces. Sus graves pupilas
saben del prodigio de sacras leyendas,
porque con pisadas lentas y tranquilas
cruzaron la arena de bíblicas sendas.
El azote innoble sobre el recio lomo
les dio los secretos de una antigua ciencia:
por eso en sus ojos hay como un asomo
de melancolía, perdón y paciencia.
Ellos desconocen el mal, y la vana
inquietud que agosta las almas inciertas:
viven su existencia matinal, hermana
de las vidas claras cual sendas abiertas.
Porque está el sentido de su mundo intenso
en las humildades del monte y del río,
ion la cuotidiana virtud de su pienso
y el abrigo que da el caserío...
¡Hermanos! -les dice la filosofía.
¡Elegidos! -dice, maternal, la tierra.
Sin embargo, toda su sabiduría
sólo en su pristina sencillez se encierra.
Bajo la mañana, los burritos mansos
van llevando a cuestas su carga florida,
mientras en sus ojos, lúcidos remansos,
tiene claridades inmensas la vida...
III
LA CARRETA
Carreta de bueyes de marcha cansina,
tiene el ritmo del trópico tardo:
por años y tierras, camina y camina...
¡y siempre parece que va con retardo!
¿Desde dónde viene? De lejos, de lejos...
¿Hacia dónde el viaje? Distante, distante...
En todo camino se escuchan los dejos
de su acompasado rodar rechinante.
No es la que se agobia, colmada de espigas
entre los trigales de campiñas claras;
es la ruin carreta de humildes fatigas:
un eje, dos ruedas y unas cuatro varas.
(Tal como estos versos de métrica vieja,
que acuerda el pausado ritmo campesino,
y en que el consonante rechina y se queja
en su eje cansino).
Es la ruin carreta que ninguno enflora,
que ninguno canta; sin edad ni nombre,
pero que aparece ya con la aurora
del mundo, en la tierra que aró el primer hombre.
Cuando el campo sufre -eclógicos meses
el dulce holocausto ritual de la siega,
con rumbo hacia el pueblo, cargada de mieses,
ella es la abundancia morosa que llega.
Como si viniese de tiempos lejanos
por la gleba amarga,
nos dice, al colmarnos de dones las manos,
que es corto el camino si es grande la carga;
mas cuando trajina, pesada y vacía,
y es sólo una cosa gimiente que rueda,
tiene un eco largo de melancolía
que por los caminos temblando se queda...
(Oh espíritu santo que llenas las cosas
que en su desamparo se muestran tranquilas:
¡nuestras manos duras haced dadivosas
y en las almas ciegas abridnos pupilas!).
Montañas de inmensas fragancias;
¡Canaán de América!, red de serranías:
la carreta cruza, sin medir distancias,
las montañas mías...
Y me trae la virgen caoba
en un mes de viaje, por ríspida cuesta,
para que se adentre en mi alcoba
toda la floresta...
Carreta de bueyes que tras de un recodo
del blanco camino, cantando te pierdes,
cual si comprendieses que salvas del lodo
¡un mundo de cosas proficuas y verdes!
ANTIGUAS PLAZAS HUMEDAS...
Antigua Guatemala
Antiguas plazas húmedas,
alfombradas de yerba,
donde se oyen las horas
sonar claras y lentas
en el reloj del viejo
torreón de la iglesia;
y que, de vez en cuando,
de su quietud despiertan
al paso de algún monje
de fina barba luenga
y holgado hábito obscuro,
que en silencio, atraviesa...
Casas siempre cerradas
que una honda paz rodea; v
entanas protegidas
por historiadas rejas,
tortuosos callejones
cuyo sueño no altera
ni el rumor de un carruaje
que sordamente rueda...
Conventos de altos muros
en que crece la yedra;
ojivales balcones
de polvosas vidrieras;
pasadizos en que una
sombra medrosa reina;
desnudas sacristías
de tibia humedad llenas,
en que flotan aromas
de incienso y frutas secas,
y en donde se oye a veces,
entre toses discretas,
sordo crujir de llaves
en las macizas puertas...
Torres cuyas campanas
cuando suenan, se quejan;
y relojes que apuntan
siempre las horas muertas;
murallones ruinosos
que se inclinan a tierra,
como ya fatigados
de su larga existencia;
golondrinas errantes
que rápidas se alejan,
entre los altos muros,
hacia las arboledas;
escombros recostados
sobre musgos de seda...
Imágenes sagradas,
talladas en madera,
que desde ha siglos míranse
dentro hornacinas pétreas,
en lo alto de los muros
de alguna casa vieja,
bajo el farol antiguo
que el viento balancea...
¡Oh paz, oh paz celeste
la de esta ciudad muerta!
Yo, en el más apartado
monasterio, viviera
traduciendo polvosos
infolios de otras épocas
y gruesos pergaminos
de manuscrita letra.
Y en los días de otoño,
recogido en mi celda,
pasaría escribiendo
en largas horas muertas,
sonetos intachables
sobre místicos temas;
y allá entre los rosales
que perfuman la huerta,
oyendo las campanas
bajo la tarde quieta,
ser el soñador raro
que a la ciudad desierta
se fue a vivir sus sueños
y adormecer su pena...
LOS CABRITOS
Los cabritos ágiles, de crespas cervices,
en las ramas nuevas ensayan sus cuernos;
y luego olfatean sus anchas narices
el rocío intacto de los brotes tiernos.
Puntiagudas barbas, que ásperas despuntan,
darán a las bestias humanos perfiles.
Tristeza y lascivia sus signos conjuntan
cuando los cabritos se tornan seniles.
En bronco paraje de senda escondida,
por donde la tropa cornuda se atreve,
se alzan en dos patas, y en mutua embestida,
chocan los frontales con ímpetus mudos,
como si copiaran un altorrelieve
en la piedra de antiguos escudos.
LA EDAD DE LAS AUREAS ESPIGAS
A Porfirio Barba Jacob
Tierra madre, tus ojos miraron
perderse las huellas de pueblos remotos;
y los pueblos remotos pasaron
dejando en el polvo sus ídolos rotos...
¡en el polvo que pueblos más viejos araron!
Dulce bestia de claras pupilas
en que hay siempre dolores sin queja,
ha siglos que el mismo paisaje refleja
en ellas sus altas montañas tranquilas:
¡tu alma es más pura por triste y por vieja,
bestia humilde de claras pupilas!
Rebaño que paces la tierna verdura
que brotó con la lluvia primera
y cuajó en matutina frescura:
¡tú no sabes qué inmensa amargura
acendran las heces de la primavera!
Labriego paciente que a filo de arado
abres de la tierra la cálida entraña
-el feudo en que un día se alzó la cabaña
y el lar primitivo de tu antepasado:
¿conoces los siglos de esfuerzos obscuros
que agitan la mísera gleba
cada vez que su seno renueva
la dádiva simple de los dones puros?
¿Sabes las enormes, calladas fatigas
que ocultan los surcos dormidos, conoces
la edad de las áureas espigas
que siegan a un golpe tus hoces?
¡El dolor de sus tierras mendigas,
labriego vetusto, tú no lo conoces!
LA PARABOLA DEL DESTERRADO
A Rafael Arévalo Martínez
Setenta veces labré mi tierra con rudas manos;
setenta veces plaga maligna comió mis granos,
un viento impío barrió mi casa, sopló mi lar.
Todas las cosas que yo quería, ¡todas las cosas!
fuéronme hostiles, fuéronme duras... y con premiosas
ansias, me echaron de mi lugar...
Vagué perdido por muchas rutas, por muchos años...
Como los tristes, llevaba alforja de desengaños.
Débil y ocioso, me puse a errar...
Luego me dije: soy un poeta; mi vino escancio
en las posadas indiferentes de mi cansancio,
frente a la tarde que ya no tiene nada que dar...
Mas una hora sentí el cariño de lo que es ido:
ya sin molinos, ya sin gigantes, como un vencido
torné a mi lar,
con el olvido que me brindaron tierras lejanas,
fiero de rostro, sabio de penas, santo de canas...
y hallé a la vida que me decía serenamente:
¡Vuelve a empezar!
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