viernes, 27 de diciembre de 2013

LUIS ALBERTO RUIZ [10.784]


LUIS ALBERTO RUIZ



[por MARCELO LEITES]

Alcohólico, como todo poeta maldito que se preciara de tal, Luis Alberto Ruiz, nació en Concepción del Uruguay, en 1923 y murió en Buenos Aires,  en 1987. Fue además narrador, ensayista y periodista, e intervino en la vida literaria de la Capital Federal, que alternó durante algunos años, con la bohemia propia de los 70’.  En Buenos Aires también ofició de asesor literario, corrector, traductor, compilador, prologuista, lector y autor de Claridad, entre otras Editoriales; asiduo colaborador de los principales diarios del país, entre los que merece citarse el desaparecido Diario “La Opinión”.  Poeta insoslayable de la generación del 40’, atravesada por el neoromanticismo,  en  la obra de Ruiz hay un dibujo perfecto de la vida del sujeto en el poema.  La religión, la metafísica, las ciencias ocultas y la  mitología  conformaban su estética.  Su heredera, Domitila de Papetti, en un estudio paradigmático sobre la vida y obra del autor, sostiene: Luis Alberto Ruiz es terrestre, pero su elemento nativo es el fuego que es la sangre de la tierra…que se transforma en savia, flor, semen, sangre…Tal vez la obsesiva repetición de las palabras “llama”, “hoguera”, “fuego”, “brasa” y sus avocaciones sexuales y religiosas en CANTOS EPILOGALES restablezcan, como quería el poeta nuestra relación orgánica y viva  con el cosmos, el sol y la tierra con la raza humana.  La idea de Heráclito del fuego, como agente de transformación, pues todas las cosas nacen del fuego y a él vuelven, se halla en los poemas de Ruiz (*).      

Autorreferencial, confesional y visionaria,  su obra celebra nuestro paisaje, habla de la herida  del amor, de la nostalgia, del exilio, de la soledad existencial.  En  los Cantos Epilogales,  su obra póstuma, la imaginación se desborda y la expansión de las imágenes parece abarcar el mundo entero. Poesía cosmológica, de largo aliento,  metafísica.   Los antecedentes de su poética hay que buscarlos en los españoles Garcilaso de la Vega y San Juan de la Cruz y  en el argentino Enrique Banch. Asimismo sus  versos tienen ecos de los clásicos que influyeron en toda  la poesía neorromántica del 40’ de la Argentina: Rilke, Milosz, Verlaine. Rimbaud.   En los Cantos Epilogales establece un canto paralelo con dos maestros fundamentales: T.S. Eliot y Alfonso Solá González, impregnándose del imaginario del poeta anglonorteamericano  y de la versificación elegíaca del poeta entrerriano.  

Ruiz fue un marginal, un paria, un Ulises errante en busca de la belleza. Su obra no fue comprendida, no fue aceptada, no fue bien publicada y, sin embargo, el poeta se entregaba todos los días a su única profesión de fe, la palabra y el goce  de  todos los sentidos, cuya síntesis era el erotismo o el placer, al que le dio nombre de mujer.  Nunca se privó de la verdad y la sostuvo aún en contra del mundillo mediocre de los intelectuales provincianos (ob.cit.). Cuando se libra la terrible batalla de la pureza del vivir como escribió el mismo Ruiz y se demanda más  vida donde no la hay, es posible que se caiga en el vino o  en la  poesía y se encuentre la muerte, siempre al acecho.  Ningún poeta entrerriano habrá estado en forma tan oscilante entre la  euforia y la agonía, entre el placer y el sufrimiento, entre la vida y la muerte.

LIBROS PUBLICADOS:  La pasión que nos salva (poemas), Ed. Claridad, 1947 ; La mujer lejana (poemas),  Paraná, Nueva Impresora,  1950; Entre Ríos cantada, Bs.As., Zamora, 1955 (Primera antología publicada de poetas entrerrianos, incluye a Damián P.. Garat, Emilio Berisso, Andrés Chabrillón,  Juan L. Ortiz, Carlos Alberto Alvarez, Alfonso Solá González, Ana Teresa Fabani, Emma de Cartosio y Carlos Mastronardi, entre otros);  El linaje de los años (Antología poética, 1940-1963), Ed. Claridad,  Bs.As., Zamora, 1963, Antología poética, que incorpora tres libros: La canción de las islas, La guitarra y el horizonte y El Pequeño libro de los coloquios; La Argentina en la picota (ensayo), Mundi, Bs. As., 1966;Cantos Epilogales (poemas), Troquel, Bs.As, 1981; Magia y sacralidad de la poesía (ensayo), El Mirador, C.del Uruguay, 1985; El pequeño mundo del poeta (ensayo), El Mirador, C.del Uruguay, 1984, Digresión sobre Valery (ensayo), El Mirador, C. del Uruguay, 1986; El primitivismo en la estética surrealista (ensayo), El Mirador, C. del Uruguay, 1986


En uno de sus primeros libros se incluye el Sermón del crecimiento, publicado en  El Linaje de los años  -1944-1961, ahí aparecen estos versos que cierran como un biografema esta apretada síntesis:

                 

                   Si bastara alzar los ojos de la tierra
                   para que nada pudiera dolernos
                   y si bastara comprender
                   que hasta las mismas cosas nos enseñan
                   cómo hemos de amarlas:
                   rozar una piel, oír un pájaro
                   palpar un fruto entre las hojas
                   cuando conserva toda su frescura,
                   hundir las manos en el agua, hasta que su claridad  
                   se nos pase a la sangre;
                   unir a nuestras vidas su destino.


Y, ahora, sí, los días  y las noches, el cáliz y el delirio, el vino y la poesía de un hombre, para quien la poesía debe haber sido su única justificación sobre la tierra, ese poema al que se  entregó de cuerpo entero, la misma caída en el vino o en el poema que le quitó la vida.


(*)  DE PAPETTI, Domitila; L.A., Ruiz; “Fortunas y adversidades de un entrerriano universal  (Editorial de Entre ríos, 1997)        




A VECES,  EL RECUERDO

     A veces, una hoja cae como un recuerdo, y yo me siento otoño.
     No hay ningún árbol iluminado por las canciones de los
pájaros,
      y en las nieblas lejanas, en el confín de los días,
      una a una se pierden las delicadas amantes que me  enseñaron
los nombres del corazón.
      A veces, el recuerdo cae como una hoja, y yo me siento otoño.
      Y conozco de pronto el secreto de todo lo que muere.
      Miro el río interior que corre helado hacia la noche,
      y las flotantes cosas que una vez en la vida fueron carne.
      Me siento convocado por la nieve, habito en un país de soledad
      donde el Tiempo silba en el  alma como un viento impiadoso.
      La última fogata de San Juan titila pobremente en la memoria,
      y el último muñeco es como una paloma muerta caída
en el camino.
      No queda nada a qué decirle  adiós, y uno es tan sólo despedida.







LA VIDA ES MÁS LARGA QUE LA ETERNIDAD

¿CÓMO olvidar que el cielo es aire, y que la vida, la vida,
es más larga que la eternidad?
A veces, en mis manos mojadas por la lluvia suele posarse
un pájaro,
o temblar una flor cortada por alguien a lo lejos.
A veces miro pensativo la escondida sonrisa de los gatos,
y no pienso en vivir ni en morir,
y no sé qué es la angustia, ni qué es Dios.
Los pájaros, la lluvia, las flores de las tierras baldías,
una muchacha en el crepúsculo, como un adiós,
el gato que mira la tarde, y envejece,
están todos en mí, se van conmigo,
cuando camino solo y es de tarde,
y todos los fuegos han ardido ya.





LOS CAMINOS DEL VIENTO


Porque el viento sopla de donde quiere, y oyes su soplo,
mas no sabes adónde va ni de dónde viene.                       
                                                Evangelio de TACIANO, CXIX,



                                                 Tú no sabes cuál es el camino del viento…
                                                 Eclesiastés, XI, 5


                                                  Estos ojos  que una vez fueron ciegos
                                                  han respirado un viento de visiones.     
                                                  Dylan Thomas    

                                  

                                                  ¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas
                           crecen  en estos escombros pétreos?                    
                                                            T.S. Eliot, La Tierra Yerma, I





                                1

    Tengo un poco de tierra en mi mano cerrada, pero esa tierra
no vive ya.
    Es mi mano, mi mano la que tendría que estar enterrada
    para que esa tierra pueda vivir.
    He visto la mano que acaricia la honda cabellera de una mujer,
    y las manos que doman las crines de una yegua
salvaje:
    es la misma mano que aprieta una garganta,
    la que hace la señal de la cruz,
    la que reparte el agua, el acíbar, el pan,
    la misma mano que alza la copa de cicuta y la de vino,
    la que envuelve y palpa al niño acabado de nacer
    y la que amortaja al que acaba de morir.
    La mano victoriosa,
    y la mano extenuada, que se levanta aún sobre la
tierra
    y señala la salida del sol. 
    ¿Qué es la memoria, al fin? ¿Qué puedo suplicarle
a quien creyó
     que yo era el oficiante secreto de las sombras,
     el espía  nocturno del Infierno, que llega
     a las puertas del Juicio con su antorcha apagada?
     La memoria
     es como una sentina de escorias y diamantes.
     Yo recuerdo un ciprés con la raíz quebrada en la
tormenta:
      durante largo tiempo todavía tuvo hojas verdes.
      Ni siquiera los pájaros supieron que cantaban sobre
un árbol difunto.
      He  visto cenizas donde se reclinó la espalda de una
amante,
      y he visto, oh memoria maligna!,
      un dromedario de luz que conducía al páramo sin fin,
      donde el Tiempo está muerto,
      como un reloj de sol en la tiniebla;
      donde el Tiempo, muerto, gotea y gotea,
      igual que un árbol después de la lluvia,
      igual que los ojos de una ciega piadosa en el Paraíso.
      ¡Corona atroz de duelo y maravilla!







                                   2

      El amor y el alcohol son estrellas de fuego
      con que la vida enciende sus lámparas de sangre.
      Mujer: como la llama, ¡arde por mis arterias y mis huesos!
      ¡Oh mi apartado Paraíso
      con manzanas espléndidas de luz!
      En la redoma de la noche
      Faustos jóvenes somos, que buscamos
      los colmados racimos de la Eternidad,
      ánforas infinitas de radiantes venenos.
      En la locura roja del alcohol
      se puede ver el otro lado del mundo.
      Ya no oímos la tierra miserable, aturdidos por el tambor
de las uvas viejas.
       Dejadme beber una botella que haya sido mecida por el
mar.
       Como un Edén vacío
       mi corazón espera su primer habitante.
       Dejadme beber una botella, y podré decir cuántos
lloraron antes que yo
        adentro de mis párpados.

           


                                         3

        ¿Adónde está la carne que me  falta, dónde el dolor
y el fuego
        para unirme a mi dios,  o a mi demonio?
        Vendré a buscarlos cuando todos
        ya se hayan ido:
        los árboles, sus pájaros, sus vientos, sus otoños.
        Soy débil y cobarde para aceptar una pequeña cruz
        pero no una larga angustia.
        La entrañable resina que había de alumbrarme
        estaba,  oscura, en mí
        como un árbol quemándose sin fuego.
        Yo no sé si me extingo más que antes,
        si estoy tan cerca de morir como de nacer.
        Uno se desgasta más en las cándidas albas del alma
        que en la dispersión de las furtivas noches de lujuria.
        Niños, árboles, libros:
        tuve que arar mi corazón para que crecieran,
        hacer  sagrada la carne de una mujer con la simiente,
        recoger en los vientos
        una música que no le hiciera daño a la pena.
        (Porque recuerdo muchas noches en que una guitarra
de arrabal encordada melancólicamente
        me hizo habitante de una inmensa lágrima)
        Un día
        me  echaré a un costado de la vida hasta volverme tierra
        como las agujas caídas del pino.
        He sentido rondar al pitanguá
        en las sombras del jardín.
        Mis cuarenta años se estremecen
        como un álamo joven en el alba.



                                   4

                                                           Ils m’ont applé l’ Obscuret j’habitais l’eclat.
                                                                             Saint-John Perse, Amers, II   


        Porfiado vigía,
        arde mi corazón, pero no se consume.
        El amor debe expiarse;
        es demasiado bello para que no nos queme,
        o para no matarlo, antes de que muramos por su fuego.
        Todos hablan de recordar a los que murieron.
        Yo hablo de acordarme del mundo cuando me muera.
        Seré una piedra, un viento, un trigo con memoria,
        Y así, ciego, veré
        los pájaros que buscan  sus árboles ponientes.
        Sí, ciego, ciego…Tal vez
        cuando caiga la última hoja del álamo
        los cuervos del Más allá me comerán los ojos.





                                     5

        Los muertos no tienen raíz,
        crecen hacia lo hondo de la tierra;
        miran entrar el fuego del Infierno
        en la amatista y en el ágata,
        en el rubí y en el crisólito,
        en el topacio y el berilo.
        Ven cómo el alto pino les reclama la médula
        para llenar la copa de espectros y de cánticos.
        ¿En qué aroma final se extinguen  los que mueren?

        El camino del viento
        está escrito en las  viejas piedras,
        en el silencio verde de los ojos del gato.
        Oh viento dibujado como una margarita en la mano de Dios:
        por un instante, oh viento, acompaña callado
        al viejo corazón que marcha entre laureles.      





 OSCURO OMBLIGO DE LA MADRE

                                                   A    Luis Sadí Grosso

     YO nunca estuve con ustedes.
      Apenas fue un fantasma seco ese que alzó la copa,
      el que usurpó una sangre bastarda y duradera.
      Traje desde mi vieja muerte usada tantas veces
      el oficio letal del infinito.
      Baco estaba naciendo cuando mi lengua ciega
      ya aprendía el demencial idioma de los lagares
burbujeantes
      donde el monstruo del  vino abre sus  venas de serpiente.

      Yo habité muchas pieles,
      en las alas desplegadas de las palomas
      miré el vuelo del viento,
      y en la dormida cabellera de una lejana amante
      miré al trasluz la virgen escritura de la Poesía,
      el calendario lento, piadoso, de las lágrimas,
      y el secreto de la sangre de los hombres que renacen
de sus cenizas:
      ese misterio que en las noches  lunares se transforma
en rocío,
       y se vierte como un espejo derretido y lluvioso
       sobre los rostros roturados por el sueño.

       Yo nunca estuve con ustedes
       que dicen vivir  entre los  agrios y dulces  combates
de los días;
        el nombre siempre  pálido de dos fechas brumosas.
        Soy el espectro eterno del comienzo y del  fin,
        porque mi carne es algo que se  va y que vuelve
        entre el Este infinito  y el esplendor poniente
de  la  sangre.
        Por eso nunca supe si era dolor esas venas volcadas
a las tardes,
        pero sí que era amor una muchacha,  como un cántaro caída
sobre  el pasto
        donde vagaban  entre flores la  espuma de los ángeles
y la música.
         Esta errante  memoria  que ha venido a posarse entre
las sienes
         me renueva esa imagen tan dulce que cubría la tierra
         en una tierna tarde de los días pasados y perdidos.
         No he querido volver, pero me siento
         un esclavo sumiso de la resurrección.
         Los secretos demiurgos pueden volverme piedra
o árbol,
         pero más duro es perpetuarse en hombre,
         ese fantasma de  la vida que ya temió la luz
         cuando yacía en la tiniebla irrepetible del útero.
         Un perdurable olor a Edén
         nos hace ser amados por esas larvas luminosas
de interminables cabelleras;
         el que mira a través de unos claros cabellos de mujer
         puede  atisbar  el mar de la locura.
         Los párpados eternos también se secan como flores.
         La lengua  que me dieron junto con la respiración,
         muy pegada al ombligo de mi madre,
         yace partida atrozmente bajo el paladar oscuro
del silencio.
          A veces un nombre parpadea en los labios
          y  los  ojos abiertos 
          sólo alcanzan a ver el fantasma veloz de una mujer
que se  pierde en el confín.
          Cada vez que regreso a la tierra no hago más que
buscarte,
           amargo ombligo de mi madre.
           Busco memorias de lo que no conocí;
           cada tenaz recuerdo es un retorno
           a la negra y vacía cavidad del origen.
           Me han mentido una madre;
           algún viento espiral me arrancó de una tribu de copos
vagabundos,
           y una  bruja de doble pupila
           rompió mi cáscara de llanto.
           Un hoyo sobre el suelo
           es el  hueco tumbal donde se nace,
           donde más tarde se hunde como un sarcófago vacío
           la interminable fugacidad.





                              LOS REGRESOS

          ¿ES que vengo de un orbe de musgos  y líquenes,
de algas indescifrables y engañosas medusas,
con hipos de aguas  muertas y anuladas sustancias?
¿Habré nacido antes que mis padres, y he muerto,
y esta vida es tan sólo la de una piel  que insiste?
Si ya fui deglutido por subterráneos  vermes
y entre maderos pútridos creció la mariposa
de mi alma, si turbios pedernales labraron
la sombra de mis huesos, y las hendidas urnas
recogieron la arena rojiza de mi sangre,
¿quién es éste que habla, cuál la derruida altura
de su dios y su sueño, y dónde está la mano
que me izó desde el polvo, quién  me sopló otra vida
          en las entrañas secas?
Yo creo en mí, en el otro que está dentro de mí
si puedo llamar míos mi sombra y mi ceniza.

          Acaso yo recuerde que ascendí, polen cálido,
y habité largo tiempo en unas aguas vivas
pero oscuras, que luego los olvidos deshacen.
De allí  sólo se sale para ser corroído.
Uno no es más que un hombre, apenas  liberado
de alguna muerte vieja, que misteriosamente
se  lleva en la memoria huidiza de la sangre.
Como todo regresa, yo simplemente he vuelto,
bastardo, clandestino , moroso anticipado,
engañando a los astros de una manera pérfida
pero cándida al fin, como una calavera
que bañó sus escorias al fulgor de la luna.
Puedo nombrar la estrella que me alumbra los días
          por mi estirpe de luz.

          Hay una fuente inmensa, un manantial constante
y un crisol invisible, que nos  moja y nos seca,
y un viento indeterminado, una espiral eterna
que nos lleva y nos  trae de la vida a la muerte,
           de la muerte a la vida.
Un sueño me lo ha dicho, y también un amor,
que al llegar a la cima del cántico, me ha roto
e hizo de mí una lluvia de pétalos mortales.
Ningún secreto oscuro llevamos a la tumba:
morimos en la sacra desnudez de los dioses.
Y eso que nos recoge tampoco es un misterio:
yo pasearé mis ojos, no muertos todavía
en esa inmensidad persistente y helada.
No he de reconocer los difuntos antiguos,
ni el marfil con herrumbre de las  viejas amadas.
Otra vez he de hallar la piel no conocible,
          el grito nunca oído
del primer despertar del muerto bajo tierra,
la calavera  insomne que se hace fuego fatuo
para quemar  las manos del viento detenido.

          Sólo pido piedad para este antiguo muerto
que camina a tu lado, latiendo y escuchando,
y que te ha de guardar con un ramo de rosas
cuando también tú regreses.





UNA GOLONDRINA EN LA ROSA DE LOS VIENTOS        

                                                                       A Víctor Rodríguez, perpetuus    

     ERA cuando las islas se volvían colinas de pájaros
dormidos.
      Cuando las golondrinas formaban una corona de estrellas
en la rosa de los vientos.
      “Hoy el río estará de color esmeralda a medianoche”,
      -y lo decía como si fuera hermano de la luna-.
      Teníamos tiempo para esperar el Gran Otoño,
      y bajábamos entonces por la calle del Puerto, donde el
lucero, sobre el cielo del bodegón,
      me iluminaba el belén de una canción para Yolanda,
      ya dormida entre tules, y soñando
      con la primera magnolia de amor en la dulce primicia
de sus  senos insomnes.
      “Pasemos por su casa”, yo le pedía a Víctor;
      pero no vi la profecía de la fugacidad
      en sus ojos cerrados por el humo de un cigarrillo
interminable.
      Gastábamos  apuradamente el vivir porque no sentíamos.
el  Destino,
      demorado con  otros.
      Yo no sabía del sometimiento  al principio y al fin,
      y quizás al retorno;
      yo no sabía que el silencio era el coloquio atroz
      entre el infinito y la inmovilidad,
      cuando nos abandona la respiración y la Poesía.
      No sabía qué es lo que dura más:
      si el imborrable tajo en la mejilla
      o la dulce cicatriz que deja una  rosa muerta en el aire.
      Ahora mismo estoy oyendo aquellos turbios arrabales
      donde pernocta el grillo con la oruga,
      donde el canto del gallo
      se hace la séptima cuerda de la guitarra.
      Ahora estoy pisando
      los extramuros negros de la madrugada,
      y oigo aquel “vamos un rato aquí”,
      donde cada palmada en el hombro era una fruición
o una paloma,
       donde cada sombra era un luto y cada ladrillo
una lápida, cada  aguardiente negro
       una fugitiva miseria que no tenía piedad de las penas.
       He sobrevivido millares de noches como aquellas
       porque otras muertes me requirieron.
       Con Víctor aprendí
       el misterio de la amistad de la noche con el hombre,
       el secreto de las calles que aman nuestros pasos,
       el cántico de las flores abriéndose,
       ese ritual perfecto de alzar la copa hasta la altura
del corazón,
       las cosas que se  salen de sus  nombres, y viven otras
vidas,
       y el desprecio del tiempo que se va,
       la terrible batalla de la pureza del vivir.
       Todo eso: sus días  y sus madrugadas,
       sus esparcidos pobres, su áspera beatitud
       lo sobreviven y me sobrevive.
       Me  parece sentir  todavía el prodigio que le  manaba
 de la piel,
       cuando su apretón de fuego calentaba una trémula
mano,
       cuando descubría un corazón perdido en la neblina
       de alguna madrugada de junio.
       Conocía la muerte
       como si hubiera vuelto de sus dominios.
       Y se parecía al compañero misterioso que marchaba hacia
Emaús:

       “¿Por ventura nuestro corazón no estaba que ardía  dentro
de nosotros
        cuando él nos hablaba?”

        Yo lo recuerdo así,
         porque me hice un eslabón de su visible inmortalidad
         a la que puedo tocar como a una piedra mágica para que
cante.
         Yo he sentido la vida,
         yo he sentido la Eternidad,
         yo he padecido la pesadilla de la muerte,
         yo he presentido las horribles metempsicosis que pasan
en el viento,
         he sentido el ominoso tic tac de un reloj adentro
de   una tumba
         que jamás será abierta.

         Hay un País con un espejo inmenso que devuelve
         la imagen de todos los rostros que han contemplado
el mundo;
         hay un país con un espejo inmenso
         donde los mismos ojos volverán a mirar los mismos ojos
que se buscaron y miraron
         con el santo y seña del amor y del alma;
         hay un país donde existe un largo río
         en que se hunden los cuerpos en repetibles aguas
         que no cambian jamás el secreto de sus lentos
deslumbres,
         frente al quieto arenal, del que ningún viento terrestre
         moverá un solo grano de su oro indecible.
         Alzo una copa, saco la piel a una naranja,  sobre la
costa,
          o en la cubierta de la Nueva Flor de la Barca,
          oigo el chisporroteo de un dilatado incendio
          donde Víctor cruza casi alado la cornisa de llamas,
          y siempre está a mi  lado
          como buscando una muerte parecida al vivir.
          Un sueño se parece a otro sueño
          y una memoria que se queda
          multiplica los días floridos como el  polen volátil
          y hace largo el perfume de un ramo reseco hace siglo
          en un sarcófago de la Tebaida.
          Cerrar  los ojos, y yacer, y hasta soñar
          es esconderse apenas un momento,
          es esperar detrás de los azogues
          (donde se tiene la conciencia circular del que sueña)
          o del Infinito, sabiendo que se sale del letargo
          como si todo  no fuera más que un simple cambio de ropa
          para andar otra vez de paseo por el mundo.
                La plaza estaba en flor hasta en invierno,
          cuando la dulce savia de la tierra revienta
          y esparce un claro vino de muchachas y músicas.
          Y mezclamos entonces
          los que han vivido y los que están aún,
          como en un juego melancólico,
          que como copa mágica nos reserva en el fondo
          un  azúcar de júbilos lejanos:
          -Adiós Darío, adiós Aurelia, adiós María  Concepción,
          adiós Gregorio Glauco, serpentina del agua,
          hola viejo Argentino, dulce y secreto homérica,
          buenas tardes, Susana, o mejor à tout à l’heure,
          atada al mismo gajo floral con Margarita.
          ¡Y qué espléndida Nina, cuando la  larga cabellera
          de cobre le bruñía los hombros
          como una sagrada  vertiente fantasmal de Bach!
          Y estaba Elvio Modesto, al que temían los demonios,
          y aquel extraño violinista de Viena, cuyo órgano
          quiso sonar más alto, y también más temprano
          que las trompas del juicio final de Josafat.
          Y el joven Isaías, que tal vez presentía en su futuro
          crecerle suavemente
          una barba ancestral de juez y de profeta.
          Y aquella esfinge niña, paso de danza puro,
          que no nos dijo nunca su secreto
          y eligió ese año de 1946 para que su hermosura
          triste
          quedara así, como en un cuadro de pequeña madona
          colgado de un muro,
          con ese silencio de reloj descompuesto
          que ya no marca más el tiempo:
          he nombrado a Martita,
          de la sangre seráfica de Suarez.
          Y otro soplo fugaz, Ana Teresa oroceleste,
          cuya belleza inabarcable torturó muchas noches a Israfil,
          que quiso hacerse hombre tan sólo por un día
          a espaldas del Señor.
          Y debajo, a derecha o a izquierda de este lienzo
          de  vivos y difuntos,
          resplandece la rúbrica de Omar
          -como le corresponde por oficio-
          desde cuyo paisaje siento garuar melancólicamente
          agua  pura de infancia y juventud, que me devuelve    
          la misteriosa virginidad de las lágrimas.

          Victor no se llevó otra cosa que la muerte,
          la  sobreviva  final.
          Su alma está encendida en la tierra,  tan fuerte
          y duradera como un fuego vestal.
          Atrapado en la Rosa de  los Vientos
          corta a veces sus amarraderas,
          y se dispersan como encantamientos
          las golondrinas de las primaveras.
          Como no hubo principio, no habrá fin.
          No habrá nada de ti en tu sepultura.
          Tal  vez, tras la paloma del confín
          ha de verse tu estela de dulzura.
          Benévolo palomo de la luz
          que te posaste en tierra jardinera:
          tenías un lejano olor  a cruz,
          pero de cruz de tronco en primavera.
          Los días pasan lentos
          como la última bandada
          que se duerme en el pliegue de los vientos.
          Que la tierra te sea enamorada.

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