domingo, 6 de marzo de 2011

3275.- JULIO EUTIQUIO SARABIA


JULIO EUTIQUIO SARABIA:Oaxaca, México 1957. Poeta, narrador y editor.
Estudió la carrera de Lingüística y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.
Es escritor de los libros Cerca de la Orilla publicado por la Universidad Autónoma de Puebla (1993), En el país de la lluvia, de Fondo de Cultura Económica (1999), Mudar de Vida, coeditado por la BUAP y Luna Arena. (2003) y Tesitura, de Monte Carmelo (2008).
Recibió el premio José Fuentes Mares por Cerca de la orilla en 1994.
Participó en Ala impar: 20 años de poesía en Puebla y Pulir Huesos, Galaxia Gutenberg.
También publicó su trabajo en revistas como Biblioteca de México, Casa del Tiempo, Luvina y La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Actualmente, es subdirector de la revista Crítica de Puebla.
"En la poética de Julio Eutiquio Sarabia un ritmo tenso aloja un decir que no concede otra posibilidad que su estar dicho de ese modo. Una fidelidad a la transmisión estética del poema como memoria de una forma que hubiera sobrevivido a toda puesta en crisis sostiene una visión poética totavía aurática sometida por salud a una operación levemente irónica: el procedimiento toca la situación poética o el léxico utilizado pero no llega al cuestionamiento de la forma. Lo que podría atraer esta operación de conservación formal -la nostalgia por un tiempo pasado siempre mejor- no sobreviene: Sarabia juega en presente, su tiempo es éste, su poesía gana o pierde aquí su batalla por la forma".

Eduardo Milán, en Pulir Huesos, Galaxia Gutenberg, España, 2008, p. 36.



ORACIÓN AL LEVANTARSE

Ven con las clamorosas sentencias del augur
y apacigua la cólera ciega de los pájaros.
Ven en el caballo bruñido que desciende a plomo
e ilumina mis axilas con el aroma de la menta.
Ven al modo del terciopelo que provee la lluvia
en los tejados mohosos de Cuetzalan.

Ven en días como éste
–ayuno de los dones: abstemio transito de norte a sur, oscuro
en los hoteles–,
marzo aunque sea en el relincho de las hordas
e induce el embeleso en el aura de las potestades.

Arriba en el sostenido bemol que adviene con la niebla
e introduce oscuras variantes en la melodía.
Arropa al peregrino que soy en tus rodillas: arrópalo,
Erinia, en la hora funesta de las persecuciones.

No dejes que la impostura arroje sobre mí sus salivosas
piedras
ni extraigas lecciones morales de semejantes anatemas o
monadas.
No calles si suplico el fuego piadoso de tus labios
ni consientas que peregrine en busca de los sitios culpables de
la furia.

Despójame de los fastos y el tósigo mantén a la distancia.
Cura mis oídos y aparta de mi boca locuaces silogismos.
Danza en la superficie luminosa que anuncia ya Kashima.
El tenue sentido del mundo proviene del aroma cuando bailas.
(Hojas verdes humean en la naciente pira
mientras escucho, en tus tobillos, el tintineo perturbado del
orfebre.)


Otrora mis dientes cazaban en tu cuello
y susurros vertían en mordiscos temibles
cuyas manchas de almendra rememoro
porque un pañuelo después surgía con signos de extrañeza.

El rondador de riendas sin caballo que soy
–converso, humo por heraldo, rechifla por galope–
aguarda la tinta indeleble de tus días menstruales.

Muchas lunas de marea alta contemplan el hermético cielo de
tu sexo,
el eminente paisaje que arrebató la voz a los patriarcas
y los mantuvo, atónitos, en un cruce de caminos.

Tizne ancestral llevo por dentro
y tatuado el corazón con una estrella.




V

El páramo iluminó mi cuerpo, antiguos procreadores
de señales una vez turbias y deletéreas
la ocasión siguiente. Aunque asistí en mí, conmigo,
una continuidad matérica era el trance de la especie:
la arenisca se refractaba en el húmero mismo
y en el pómulo izquierdo se sabía el huso horario de Occidente.

Hacia el norte volví los ojos en busca de la fría
luminiscencia que antecede al embeleso.
Hacia el Norte clamé con la brújula en el cinto:
“Hey, tú, campánula, abroga las acechanzas del relámpago”.

El rumor del agua era conmigo todas las estaciones
porque en mi contentura rondaba alegría vegetal,
agua silvestre en los preliminares del idioma,
volúmenes imperativos de agua que proveía el desasosiego.

El páramo nacía todas las noches del insomnio
y al amanecer sólo alumbraban las flores de los cactus.
El vasallaje de los sentidos latía aún a la distancia
y era conmigo el sometimiento al fulgor de su prosodia.

Tramas inéditas después, el Gran Canal ante mis ojos,
el cáliz propio de su nombre, su musitable incandescencia,
turba aquellas vocales largamente diezmadas por el frío.


De “Arias para contralto” En: Sarabia, Julio Eutiquio. Tesitura. Comalcalco, Tabasco: Ediciones Monte Carmelo, 2008.








Torna el caos noche tras noche —refiere al comenzar
su discurso, su cauteloso fuego ante el bóreas
que cubre de nieve o de ceniza los nenúfares.
Y bien. Fue en la ciudad donde llamaron abundancia
a lo precario. En la urbe confundieron las torres
con silos en los que ángeles abrigarían maná,
oxigenados tintos del paralelo 38.
La turbulencia presume del día el triunfo de la usura,
los plásticos de esteroides en los albañales,
las manchas de aceite que acuna el sol en las piletas de vigilias públicas.
(A prisa el curso del agua convoca esa secuencia:
“Circula, circula”, para el impacto del ojo ante lo mismo.)

Acontece la oscuridad en los cardúmenes del habla,
por eso el manotazo resuena en la madera
y frente al rostro, aunque no roce la mirada,
erige una cumbre, una antorcha, una fisura.
Muestra la mano del prestidigitador un número
y, acto seguido, el contorsionista acude a la ruleta:
“Ninguna amapola surgirá de este pensil.
Dios es el instante que cobra presencia al entrecerrar los ojos.
El cuchillo en el lomo del cordero
y el dedo admonitorio de Caín
son obra suya,
la rienda irreparable de su próstata.”

Lo sabe quien porta el antifaz de terciopelo
y talla con inigualable pericia el rictus
que revela un elefante al emerger del Támesis o del sombrero.






Las herméticas llamas del cocuyo blanquean enormes pastizales.
Si fuera invierno, serían la brújula de los recién casados;
“Señor Granizo”, saludaría el mago al despojarse del sombrero.
Almas ungidas por el arrepentimiento: las beatas en incesantes cuchicheos.
Pero cocuyos son en el momentáneo alucine de Copérnico.
Helos allí en las pulsaciones del interrogatorio propio del sistema Morse;
danzan al abrigo de las hienas que circundan los rebaños.

Irrumpe la mosca en el tintineo esdrújulo de cuanto lucía el cuello de Darío
y en cuanto la diestra auscultaba con menos trompetas que Gabriel.
Ingresa al recinto predilecto del paisaje
afín al tesoro persa y afín a la vehemencia de las profecías.
La mosca es el único testigo del fervor,
la mosca que pacta la zozobra:
el libro de arena lo consigna en una página de gránulos al infinito.
La más difusa música, en el sueño, concilia zumbidos y graves de laúd.

Comparten la insigne oscuridad el murciélago
y los seráficos propóleos que lustran la garganta de María
(Addío, del passato bei sogni ridente,
le rose del volto già sono pallenti…),
los nombres femeninos de la Ilíada
y las bayas fosforescentes que sueñan los corderos.

Ahora sólo pido más luz para las daciones de las jornadas venideras.
Más delirios ofrendo para enlazar los hallazgos de la trashumancia
con el bocado que dosificó la noble destreza del cuchillo.
Más sigilosas espero las visitas que consagran las falanges
al revestir los huesos de brocados.



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