miércoles, 18 de enero de 2012

5659.- ROBERTO MÉNDEZ


ROBERTO MÉNDEZ (Camagüey, CUBA 1958)
Poeta, ensayista, crítico de arte y narrador. Es Miembro Correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua, Licenciado en Sociología en la Universidad de La Habana y Doctor en Ciencias sobre Arte en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Por su sistemática y fructífera labor como laico católico, fue nombrado por el papa Benedicto XVI como Consultor del Pontificio Consejo para la Cultura.
Ha publicado: Carta de relación (poesía) 1988, Manera de estar solo (poesía) 1989, Desayuno sobre la hierba con máscaras.(poesía) 1991, El fuego en el festín de la sabiduría (ensayo) 1992, Desayuno sobre la hierba con máscaras (poesía) 1993, Cifra de la granada (ensayo) 1994, Conversación con el ciervo (poesía) 1994, Música de cámara para los delfines (poesía) 1995, Soledad en la plaza de la Vigía (poesía) 1995, Variaciones de Jeremías Sullivan (novela) 1999, Cuaderno de Aliosha (poesía) 2000, La dama y el escorpión (ensayo) 2000, Viendo acabado tanto reino fuerte (poesía) 2001, Elogio de la noche (ensayo). 2002, Libro del invierno (poesía) 2002, José María Heredia, la utopía restituida (ensayo) 2003, Castillo interior (ensayo) 2003, Autorretrato con cardo (poesía) 2004, y Las especies del aire (poesía) 2005.









CARTA DE RELACIÓN


Miguel Cuneo, el Savonense, no fue de los primeros
en inundar la Atlántida con vapor de salazones,
no conoció sextantes y astrolabios,
la música de las olas fue su único norte.
Una noche en su casa escuchó, bajo el diálogo
de la esfinge del jardín con el lebrel que cazaba
y se anotó en Sevilla para conocer las sirenas;
bebió junto al Almirante los encharcados vinos,
desorientó esferas armilares con su pluma
y en la noche del Mar de los Sargazos vio llover la luz
con sus colas jubilosas como cabelleras de doncellas.
De las islas conoció poco, admiraba a las mujeres
que disparaban sus arcos contra las velas latinas;
en su bote veneciano capturó a una caníbal, la escrituró
con sellos pedidos al Monarca, tuvo deseos de folgar con ella,
recibió arañazos de la torpe arisca,
se leyó a Aristóteles a media madrugada
y decidió azotarla con cuerdas de navío,
hasta que le dio el placer "como la mejor ramera";
le horrorizaban los rostros que veía en el alcázar,
las pinturas de los ídolos, encontró una cabeza
dentro de una bolsa anónima, ofrecida a los lares
y anclas y botes y huesos testigos de otros viajes;
no vio a los antípodas, pero creyó divisar delfines
en los remansos bajos, donde rallaban los ajes para unos tiesos panes,
bebió de las fuentes podridas, con huellas de venado.
Fueron la guanábana y la majagua para él un misterio
y la iguana y el caimán y la jutía como un conejo;
escribió una égloga para su mecenas lejano
con el amor fiero, montado en elefantes,
persiguiendo aves del paraíso más grandes que gallinas
y puso a las ninfas de color quebrado
con cabellos tan dóciles como yeguas novatas.
Tembló con el bramar de troncos ahogados en el crepúsculo,
pero al ver los cadáveres sin sexo se encerró con Boecio;
describió muchas cosas en epigramas latinos,
mientras toda la noche sobrevolaron los pájaros.
Cuando la caníbal murió de fiebre,
dibujó su perfil en una hoja de plátano
y le puso collares con semillas de adormidera
dos horas se arrodilló ante ella con la capa llena de moluscos,
la besó antes de arrojarla al río de peces encabritados.
El almirante le regaló una isla, pero lo envió a España,
porque no veía tierra firme donde otros alabaron las Indias,
ni reconocía en los taínos a los hijos del Gran Khan.
Regresó a su villa llena de bujías y jaulas con ascálafos,
dejó morir de hambre a perros y azores, borracho de Chianti
escribió un día: "La tierra es redonda y tibia como una pera,
con un pezón al aires que las manos no alcanzan,
señalando al Norte donde está el paraíso";
no quiso saber más de esfinges y jardines,
una sirena de Persia, comprada a un ciego,
amaneció envenenada en la fuente, con raro olor a mundo;
sobrevivióla dos días y al tercero desenvainó la espada,
entró a una cueva al final del camino, allí lo encontraron muerto
junto a un grupo de sombras que luchaban por verlo.
Jacobo Tomasetto muchos años más tarde,
en el Palazzo de San Gerónimo, tras gozar a las criadas
una por una a la luz de un tenebrario, tras hablar con los duques
sobre la virtud del huevo, escribió su historia en un tomo
junto a la de Pietra, mujer pérfida y hechicera,
casándolos en el misterio. Dejó al lado una nota;
"Todo esto no puede ser verdad, por eso lo cuento."














AHUALPA JUEGA AL AJEDREZ CON HERNANDO DE SOTO


Ala o plumaje. Un vuelo oscurece los bordes del tablero.
Atahualpa está acariciando el caballo mientras la luz
hurta furtiva la arista de los peones, en la plaza
con un brillo apenas más fuerte queman a los notables,
sus gestos se contraen, su mueca no borra la sonrisa
del monarca, que ha tomado la torre, Soto ve caerlas aguas
sobre el océano lejano: una mujer le espera
sobre las rodillas curvadas de la cantería, los cangrejos
trepan lentamente de los fosos al puente. Crepusculece.
Retuercen cordones los centinelas. –Me ahogo-
Dice Hernando y manda a abrir las ventanas.
El Obispo necesita piernas para viajar a lo claro,
el Inca no comprende su línea; se parte la cabeza,
rueda por el suelo, Detrás viene un ejercito estrujándole el manto.
Aliña la penumbra el vibrar de los abalorios, una copa
toma él con sus raíces vidriadas, levanta el malva
y echa el anillo. ¿Para qué saltar? –congetura-,
arrastrando silencioso el sillón frailero. Los peces
hierven hace rato en el estanque, las agallas al aire de junio,
abiertos y sin joyas los vientres. La Dama
viene por un camino con su cortejo, el gobernador tose;
allá lejos está la Ciudad de los Césares , en el centro
hay un trono y allí un busto de oro que envía rayos
a la cabeza de este atleta en poniente; una mariposa
de la cornisa vino a la armadura, un soldado salta,
las gaitas y las cornamusas lo encierran en un quejido:
el jinete ha muerto cuando volaba los muros,
su casilla tiembla, tiene una estrella en la punta.
Atahualpa ve la figura de Huáscar cuando entró en Cajamarca
y el grupo de honderos que velaba su sueño. El Rey camina poco,
no vendrá la luna por él, bajo la tienda los vigías pierden la espera;
en la pared pintada ríen el buho y la liebre. Soto pide alfiles,
echa mano a la espada, luego vendrán los ríos en que la fiebre
tenga su séquito con esa agua para dormir al cansancio.
Se han callado los campos a muchas millas. Pizarro
vuelve la barba a derechas e izquierda. La Dama no es blanca sino gris.
Un alférez da el manotazo. Se para el monarca.
Soto agita su rey y deja caer al vencido. Abren la puerta,
la luz va atravesando uno a uno los pasillos vacíos,
no hay mensajero ni confesor, está desierto el castillo.
No es todavía la hora.












ARISTAS DEL TRATADO


Bebedicto Spinoza está puliendo un lente
con la noche de Amsterdam entrando en sus aguas,
tiemblan en el centro las inciertas bujías
y salta la celda húmeda, el maestro del Talmud
untándole de grasientos refranes las mejillas. Se apaga
un haz; en la sinagoga ocultan bajo sus capas
las barbas del trigo, el oro y el pescado,
buscan en los rollos un trozo de lengua horadada,
maldicen su nombre, su heredad, los pasos, el aire;
con el canto vacilan las llamas como zarpas,
pasa por las calles el cortejo azuloso
llevando los restos del gobernador, destrozado
por la la resaca que acechaba en los callejones.
Baruch Spinoza comenta el origen de lo existente,
mientras ve apagarse en el vidrio las luces de otro Amsterdam
y las sombras entrando en cámaras metálicas
donde el aire es angustia de bosque sin gemido,
más ramas de los tenebrarios se oscurecen, mientras cae la ceniza
de los hornos a las palas. Un rayo entra en la estancia.
Es la noche de mañana, la de ayer, la de los siglos,
el filósofo presiente aviones sobre los techos de pizarra,
los versículos del Exodo se unen
a la expansión de
las bombas cercanas.
Cuando todo es tiniebla, tanteando, prende de una astilla,
ahí en los pergaminos está el texto señalando la mesura,
más allá las balanzas, los diamantes y la piel de cordero.
Se asoma al cielo, arropa las estrellas con un guiño,
pasa otra nave con las figuras de sus sueños,
entre ellas un filósofo, nacido de sus textos,
que le busca desesperado en la noche espacial,
embistiendo otro vidrio y otra llama.










NORMA DE UCCELLO


Vacilaba el garzón ante la puerta:
-¿Es aquí donde el maestro?
Ajeno al pintor entre caballos
de intestinos repletos con palafreneros y lanzas,
no le dejaba el cielo turbio acariciar sus romboides.
Venía Brunelleschi, bebíase cerveza en sombra,
ojeaba el diablo en la chimenea, robando las salchichas,
pero él tomaba el pájaro con la izquierda
y con el cuenco tibio lo apoyaba en una escuadra,
pero el frío multiplicaba, dábale sacras conversaciones,
al fin el pensamiento elipsoide se volvía un ser alado.
Si quitaban su espejo, si cerraban sus ventanas,
acechaba la luz por las hendijas;
a bofetadas reunía niños para las profanaciones
y las formas sagradas las clavaba en campanarios,
al sacerdote mayor le quitó la máscara,
-debajo una ninfa de risa pastosa-.
Era la hora de cenar, agua al lienzo,
hasta dejar las líneas y el silencio de los ángeles;
bajo las puntas de la capa reíase el modelo,
mientras volaban los yesos añejados por la estancia,
acá un soldado, allá un cadáver.
El garzón vacilaba recostado en la tiniebla:
-¿Es aquí donde Paolo Uccello?
Cuando le tendieron la mano, todo era vacío,
una piedra blanca bulló en la redoma.










HAY PARA ABSALÓN UNA PRADERA


Desde mi habitación hasta el mar hay una pradera,
alguien baila para mí sin saberlo, muy lejos,
alguien intenta romper sus túnicas, mostrarme la soledad aunque ignore,
que esta noche voy a morir,
puedo leer poemas a dos tristes mujeres
mientras la bujía va goteando sobre la lámpara,
puedo desnudarme en los pasillos
donde los gays conversan con los cangrejos y me dicen: acepte;
bajo ocho metros el agua es puro salitre y no un espejo,
esta noche soy Absalón, unas tropas invisibles me persiguen,
yo nunca me he rebelado contra mi padre,
yo le mostré por la ventana del avión las costas de Noruega,
él me miró escéptico como si fuera a llorar o a derramar su vaso.
Matías de Grunewald nos ha invitado a las crucifixiones,
mi madre y yo legamos temprano, yo decía:
Seré un águila como San Juan, tendré visiones,
pero ella esperaba otro destino y sollozaba bajo un gran manto;
soy Absalón, los caballos entran derribando puertas,
derribando libros donde se habla de los sueños,
los caballos me llevarán hasta la pradera para colgarme desnudo
y los aires del mar, el imposible, irán corroyéndome;
esta noche quisiera estar en Nueva Orleans, en Brujas, en Gante,
pero sólo me ofrecen una vela apagada,
un pasillo a recorrer mientras van cerrando las puertas,
debo escapar, me han negado el desayuno de los otros,
simplemente señalaron la salamandra que va muriendo en la pared
cuando el fuego escribe contra ella.
Los cangrejos invaden la pradera,
llegan un instante antes que los caballos
y repetirán como los gays: Acepte,
yo soy Absalón, siempre llegué puntual a la cena,
callé cuando me hablaron de las reuniones o el sexo,
voy a mecerme bajo un árbol toda la noche,
mañana dirán: nada ha pasado, esta es su ración, este es su sitio;
desde mi habitación hasta el mar
hay simplemente un sendero de miedo,
yo lo recorro tal los que van a morir por su mano,
dos tristes mujeres fingen escucharme
y preparan sus sueños donde alguien danza con satisfacción mi olvido,
pero yo soy Absalón, y escribo, como quien se sabe marcado por la muerte
e imagina delfines que juegan cuando ya han señalado su árbol
y la lluvia le hace sitio fielmente.














LA CARNE DE LOS SUEÑOS


En su minarete de Bagdad está Avicena
contemplando los ramajes que cuidan su sueño
y cómo enlazan el vacío con la luz de la ventana,
por donde andan veladas las mujeres del Califa;
tiene una rosa en la mesa y en el cuello una banda,
cuando pasa el cortejo toma la pluma y escribe:
"Está en el alma la persuasión, por lo asiduo del sentido."
El médico Avicena tiene una copa de vino,
mira bajarlas heces, mientras alguien le canta
la sabiduría de un maestro persa
que dejó su calavera en la ventana,
"si toda imagen de otra necesitara –dice-
sería infinito o andarían en círculo".
Avicena, el funcionario, está dormido,
bajo las voces del muecín en la hora sagrada,
dentro de él: una muchacha
con un libro en las piernas
esperando a su novio frente al sol de verano,
ella se inclina sobre las sentencias y anota:
"Es el amor la carne de los sueños."














CENA
………………………………-Portocarrero-.


Sobre la mesa dos peces y alrededor la nada.
Invisible, deslízate entre la copa y el padre,
a tiempo para la prestidigitación del huevo,
acepta la racha de horror cuando la mariposa
abre una ventana, naranja y ocre, entre las frutas.
Alguien acecha este festín, no son las mujeres
opuestas de perfil a las noticias del día o al espanto,
no es la madre con el vino de ayer que brota
de la botella que los arlequines escondieron,
son los ángeles impalpables de la estancia,
ellos conducen a la virgen y el equilibrista,
conjuran la inmovilidad con jugadas de gato;
todo el mundo se concierta en torno a la mesa
pero ellos por los corredores balbucean una cifra,
insinúan una flor o un rostro.
Sin coronas, los invitados hablan de la moral, del ocio,
de los víveres que holló la carcoma del medioevo,
Plinio el Viejo o Villaverde son opciones cercanas, Invisible,
sirve la corona de la piña antes que la Nada
haga una mueca, ataja el tiempo por su lado bermellón, es tu hora,
después la infancia se irá al café mezclado de la sobremesa:?
un ángel, dos peces, un oscuro salto?
tú eliges, en las cerámicas ojos y colas
ponen su cuota de muerte,
su naturaleza aislada del imposible.



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