lunes, 30 de agosto de 2010

ALEJANDRA PIZARNIK [758]


Alejandra Pizarnik 

Flora Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 29 de abril de 1936 - Buenos Aires, 25 de septiembre de 1972) fue una destacada poeta argentina.

Hija del matrimonio formado por Elías Pizarnik y de Rejzla (Rosa) Bromiquier, ambos inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco, que se dedicaban al comercio de joyería. Creció en un barrio de Avellaneda. Tenía una hermana mayor de nombre Myriam.

Su infancia fue muy complicada. Hablaba el español con marcado acento europeo y tartamudeaba. Tenía graves problemas de acné y una marcada tendencia a subir de peso. Estas eventualidades minaban seriamente su autoestima. La autopercepción de su cuerpo y su continua comparación con su hermana la complicaron de manera obsesiva. Es posible que por esta razón comenzara a ingerir anfetaminas —por las cuales desarrolló una fuerte adicción—, que le provocaban largos períodos de trastornos del sueño como euforia e insomnio.

En 1954, tras el bachillerato, ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Permaneció como estudiante de la Facultad hasta 1957, tomando cursos de literatura, periodismo y filosofía, pero no terminó sus estudios. Paralelamente tomó clases de pintura con Juan Batlle Planas.

Lectora profunda de muchos y grandes autores durante su vida, intentó ahondar en los temas de sus lecturas y aprender de lo que otros habían escrito. Así se motivó tempranamente por la literatura y por el inconsciente, lo que a su vez hizo que se interesara por el psicoanálisis.

Firmemente apolítica e influenciada en su lirismo por Antonio Porchia, los simbolistas franceses, en especial Arthur Rimbaud y Stéphane Mallarmé, por el espíritu del romanticismo, y por los surrealistas, Pizarnik escribió libros poéticos de notoria sensibilidad e inquietud formal marcada por una insinuante imaginería. Sus temas giraban en torno a la soledad, la infancia, el dolor y, sobre todo, la muerte.

Su primer libro fue La tierra más ajena (1955), editado en Botella al mar. Más tarde publicó La última inocencia (1956), volumen dedicado a su psicoanalista León Ostrov, y Las aventuras perdidas (1958).

Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista Cuadernos y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire, e Yves Bonnefoy, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Allí entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, entre otros, siendo este último el prologuista de Árbol de Diana (1962), su cuarto poemario, en el que ya se refleja plenamente la madurez como autora que estaba alcanzando en Europa.

Regresó a Buenos Aires en 1964, publicando sus poemarios más importantes: Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971).

En 1969 recibió la beca Guggenheim, lo que le permitió viajar a Nueva York, y en 1971 una Fullbright.

Escribió en prosa La condesa sangrienta (1971).

El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, se quitó la vida ingiriendo 50 pastillas de un barbitúrico (Seconal) durante un fin de semana en el que había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires, donde se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de suicidio.

Obras

Fotografía publicada en La Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981, Suplemento 123.

Dejó como legado una vasta obra, a pesar de su corta vida: un diario de casi mil páginas, un extenso corpus de poemas, muchos escritos y relatos cortos surrealistas, y alguna novela breve.

La tierra más ajena, 1955.
La última inocencia, 1956.
Las aventuras perdidas, 1958.
Árbol de Diana, 1962.
Los trabajos y las noches, 1965.
Extracción de la piedra de locura, 1968.
Nombres y figuras, 1969.
Poseídos entre lilas, 1969 (obra de teatro).
El infierno musical, 1971.
La condesa sangrienta, 1971.
Los pequeños cantos, 1971.
El deseo de la palabra, 1975.
Textos de sombra y últimos poemas, 1982.
Zona prohibida, 1982. (Poemas, muchos de ellos borradores de piezas publicadas en Árbol de Diana, y dibujos).
Prosa poética, 1987.
Poesía completa 1955-1972, 2000.
Prosa completa, 2002.
Diarios, 2003.

Bibliografía

Piña, Cristina, Alejandra Pizarnik, Buenos Aires, 1991.
Unmothered Americas: Poetry and Universality (sobre Alejandra Pizarnik, José Lezama Lima, and Giannina Braschi), editor: Rodríguez Matos, Jaime, PhD, Columbia University, 2005.
Depetris, Carolina. Aporética de la muerte. Estudio crítico sobre Alejandra Pizarnik. Madrid, UAM ediciones, 2004.


A LA ESPERA DE LA OSCURIDAD

Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos


AMANTES

una flor
no lejos de la noche
mi cuerpo mudo
se abre
a la delicada urgencia del rocío


ANILLOS DE CENIZA

A Cristina Campo

Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición de sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.


CAMINOS DEL ESPEJO

I

Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.


II

Pero a ti quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo como un pájaro del borde filoso de la noche.


III

Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia.


IV

Como cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene.

V
Todos los gestos de mi cuerpo y de mi voz para hacer de mí la ofrenda, el ramo que abandona el viento en el umbral.


VI

Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste.


VII

La noche de los dos se dispersó con la niebla. Es la estación de los alimentos fríos.


VIII

Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo.


IX

Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de revelaciones.


X

Como quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca cosida. Párpados cosidos. Me olvidé. Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro.


XI

Al negro sol del silencio las palabras se doraban.


XII

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla.

XIII
Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba yo?
Deseaba un silencio perfecto.
Por eso hablo.


XIV

La noche tiene la forma de un grito de lobo.


XV

Delicia de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de mí, he ido hacia la que duerme en un país al viento.


XVI

Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar quién me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma.


XVII

Algo caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa.


XVIII

Flores amarillas constelan un círculo de tierra azul. El agua tiembla llena de viento.


XIX

Deslumbramiento del día, pájaros amarillos en la mañana. Una mano desata tinieblas, una mano arrastra la cabellera de una ahogada que no cesa de pasar por el espejo. Volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice mi voz.



CANTORA NOCTURNA

Joe, macht die Musik von damals nacht...

La que murió de su vestido azul está cantando.
Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad.

Adentro de su canción hay un vestido azul, hay
un caballo blanco, hay un corazón verde tatuado
con los ecos de los latidos de su corazón
muerto.

Expuesta a todas las perdiciones, ella
canta junto a una niña extraviada que es ella:
su amuleto de la buena suerte. Y a pesar de la
niebla verde en los labios y del frío gris en los
ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre
la sed y la mano que busca el vaso.

Ella canta.



CENIZAS

La noche se astilló de estrellas
mirándome alucinada
el aire arroja odio
embellecido su rostro
con música.

Pronto nos iremos

Arcano sueño
antepasado de mi sonrisa
el mundo está demacrado
y hay candado pero no llaves
y hay pavor pero no lágrimas.

¿Qué haré conmigo?

Porque a Ti te debo lo que soy

Pero no tengo mañana

Porque a Ti te...

La noche sufre.



COLD IN HAND BLUES

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo



ÁRBOL DE DIANA

1

He dado el salto de mí al alba.
He dejado mi cuerpo junto a la luz
y he cantado la tristeza de lo que nace.


2

Estas son las versiones que nos propone:
un agujero, una pared que tiembla...


3

sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra


4

Ahora bien:
Quién dejará de hundir su mano en busca
del tributo para la pequeña olvidada. El frío
pagará. Pagará el viento. La lluvia pagará.
Pagará el trueno.


5

por un minuto de vida breve
única de ojos abiertos
por un minuto de ver
en el cerebro flores pequeñas
danzando como palabras en la boca de un mudo


6

ella se desnuda en el paraíso
de su memoria
ella desconoce el feroz destino
de sus visiones
ella tiene miedo de no saber nombrar
lo que no existe


7

Salta con la camisa en llamas
de estrella a estrella,
de sombra en sombra.
Muere de muerte lejana
la que ama al viento.


8

Memoria iluminada, galería donde vaga
la sombra de lo que espero. No es verdad
que vendrá. No es verdad que no vendrá.


9

A Aurora y Julio Cortázar

Estos huesos brillando en la noche,
estas palabras como piedras preciosas
en la garganta viva de un pájaro petrificado,
este verde muy amado,
este lila caliente,
este corazón sólo misterioso.


10

un viento débil
lleno de rostros doblados
que recorto en forma de objetos que amar


11

ahora
en esta hora inocente
yo y la que fui nos sentamos
en el umbral de mi mirada


12

no más las dulces metamorfosis de una niñ3; de seda
sonámbula ahora en la cornisa de niebla

su despertar de mano respirando
de flor que se abre al viento


13

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome


14

El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe.


15

Extraño desacostumbrarme
de la hora en que nací.
Extraño no ejercer más
oficio de recién llegada.


16

has construido tu casa
has emplumado tus pájaros
has golpeado al viento
con tus propios huesos
has terminado sola
lo que nadie comenzó


17

Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días
sonámbula y transparente. La hermosa autómata se canta, se encanta,
se cuenta casos y cosas: nido de hilos rígidos donde me danzo y me
lloro en mis numerosos funerales. (Ella es su espejo incendiado, su
espera en hogueras frías, su elemento místico, su fornicación de nom-
bres creciendo solos en la noche pálida.)


20

a Laure Bataillon

dice que no sabe del miedo de la muerte del amor
dice que tiene miedo de la muerte del amor
dice que el amor es muerte es miedo
dice que la muerte es miedo es amor
dice que no sabe


21

he nacido tanto
y doblemente sufrido
en la memoria de aquí y de allá


22

en la noche
un espejo para la pequeña muerta
un espejo de cenizas


23

una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos


32

Zona de plagas donde la dormida come lentamente
su corazón de medianoche.


33

alguna vez
alguna vez tal vez
me iré sin quedarme
me iré como quien se va


34

la pequeña viajera
moría explicando su muerte

sabios animales nostálgicos
visitaban su cuerpo caliente



35

a Ester Singer

Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fue-
go, de silencio ingenuo, de piedras verdes en la casa de la noche,
déjate caer y doler, mi vida.


37

más allá de cualquier zona prohibida
hay un espejo para nuestra triste transparencia


38

Este canto arrepentido, vigía detrás de mis poemas'
este canto me desmiente, me amordaza.


CAROLINE DE GUNDORODE

en nastalgique je vagabandais
par l'infini.
C. de G.

a Enrique Molina

La mano de la enamorada del viento
acaricia la cara del ausente.
La alucinada con su «maleta de piel de pájaro»
huye de sí misma con un cuchillo en la memoria.
La que fue devorada por el espejo
entra en un cofre de cenizas
y apacigua a las bestias del olvido.



CUARTO SOLO

Si te atreves a sorprender
la verdad de esta vieja pared;
y sus fisuras, desgarraduras,
formando rostros, esfinges,
manos, clepsidras,
seguramente vendrá
una presencia para tu sed,
probablemente partirá
esta ausencia que te bebe.



EL DESPERTAR

A León Ostrov

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios

Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo

Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos

Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre

Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada

Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue

¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?

¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?

El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde

Señor
Arroja los féretros de mi sangre

Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón

Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo

De "Las aventuras perdidas" 1958



EL SOL, EL POEMA

Barcos sobre el agua natal.
Agua negra, animal de olvido. Agua lila, única vigilia.
El misterio soleado de las voces en el parque. Oh tan antiguo.



EXILIO

A Raúl Gustavo Aguirre

Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?

Siniestro delirio amar a una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.




FRONTERAS INÚTILES

un lugar
no digo un espacio
hablo de
qué

hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco


no el tiempo
sólo todos los instantes
no el amor
no
no

un lugar de ausencia
un hilo de miserable unión.



HIJA DEL VIENTO

Han venido.
Invaden la sangre.
Huelen a plumas,
a carencias,
a llanto.
Pero tú alimentas al miedo
y a la soledad
como a dos animales pequeños
perdidos en el desierto.

Han venido
a incendiar la edad del sueño.
Un adiós es tu vida.
Pero tú te abrazas
como la serpiente loca de movimiento
que sólo se halla a sí misma
porque no hay nadie.

Tú lloras debajo del llanto,
tú abres el cofre de tus deseos
y eres más rica que la noche.

Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan.




INVOCACIONES

Insiste en tu abrazo,
redobla tu furia ,
crea un espacio de injurias
entre yo y el espejo,
crea un canto de leprosa
entre yo y la que me creo.




LA ENAMORADA

ante la lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.

hoy te miraste en el espejo
y te fuiste triste estabas sola
y la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió

enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado

oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú

te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!



LA ÚLTIMA INOCENCIA

Partir
en cuerpo y alma
partir.

Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.

He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más fila para morir.

He de partir

Pero arremete ¡viajera!



LA ÚNICA HERIDA

¿Qué bestia caída de pasmo
se arrastra por mi sangre
y quiere salvarse?

He aquí lo difícil:
caminar por las calles
y señalar el cielo o la tierra.




L'OBSCURITÉ DES EAUX

Escucho resonar el agua que cae en mi sueño.
Las palabras caen como el agua yo caigo. Dibujo
en mis ojos la forma de mis ojos, nado en mis
aguas, me digo mis silencios. Toda la noche
espero que mi lenguaje logre configurarme. Y
pienso en el viento que viene a mí, permanece
en mí. Toda la noche he caminado bajo la lluvia
desconocida. A mí me han dado un silencio
pleno de formas y visiones (dices). Y corres desolada
como el único pájaro en el viento.




LOS TRABAJOS Y LAS NOCHES

Para reconocer en la sed mi emblema
para significar el único sueño
para no sustentarme nunca de nuevo en el amor
he sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos
para decir la palabra inocente



MÁS ALLÁ DEL OLVIDO

alguna vez de un costado de la luna
verás caer los besos que brillan en mí
las sombras sonreirán altivas
luciendo el secreto que gime vagando
vendrán las hojas impávidas que
algún día fueron lo que mis ojos
vendrán las mustias fragancias que
innatas descendieron del alado son
vendrán las rojas alegrías que
burbujean intensas en el sol que
redondea las armonías equidistantes en
el humo danzante de la pipa de mi amor




MENDIGA VOZ

Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.

En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.




MORADAS

A Théodore Fraenkel

En la mano crispada de un muerto,
en la memoria de un loco,
en la tristeza de un niño,
en la mano que busca el vaso,
en el vaso inalcanzable,
en la sed de siempre.




MUCHO MÁS ALLÁ

¿ Y si nos vamos anticipando
de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza?

¿Y qué?
¿Y qué me das a mí,
a mí que he perdido mi nombre,
el nombre que me era dulce sustancia
en épocas remotas, cuando yo no era yo
sino una niña engañada por su sangre?

¿A qué , a qué
este deshacerme, este desangrarme,
este desplumarme, este desequilibrarme
si mi realidad retrocede
como empujada por una ametralladora
y de pronto se lanza a correr,
aunque igual la alcanzan,
hasta que cae a mis pies como un ave muerta?
Quisiera hablar de la vida .
Pues esto es la vida,
este aullido, este clavarse las uñas
en el pecho, este arrancarse
la cabellera a puñados , este escupirse
a los propios ojos, sólo por decir,
sólo por ver si se puede decir:
"¿es que yo soy? ¿ verdad que sí ?
¿no es verdad que yo existo
y no soy la pesadilla de una bestia?".

Y con las manos embarradas
golpeamos a las puertas del amor.
Y con la conciencia cubierta
de sucios y hermosos velos,
pedimos por Dios.
Y con las sienes restallantes
de imbécil soberbia
tomamos de la cintura a la vida
y pateamos de soslayo a la muerte.

Pues esto es lo que hacemos.
Nos anticipamos de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza.



NAUFRAGIO INCONCLUSO

Este temporal a destiempo, estas rejas en las niñas
de mis ojos, esta pequeña historia de amor que
se cierra como un abanico que abierto mostraba a la
bella alucinada: la más desnuda del bosque en el
silencio musical de los abrazos.




PEREGRINAJE

A Elizabeth Azcona Cranwell

Llamé, llamé como la náufraga dichosa
a las olas verdugas
que conocen el verdadero nombre
de la muerte.

He llamado al viento,
le confié mi deseo de ser.

Pero un pájaro muerto
vuela hacia la desesperanza
en medio de la música
cuando brujas y flores
cortan la mano de la bruma.
Un pájaro muerto llamado azul.

No es la soledad con alas,
es el silencio de la prisionera,
es la mudez de pájaros y viento,
es el mundo enojado con mi risa
o los guardianes del infierno
rompiendo mis cartas.

He llamado, he llamado.
He llamado hacia nunca.




PIDO EL SILENCIO

Canta, lastimada mía
Cervantes

aunque es tarde, es noche,
y tú no puedes.

Canta como si no pasara nada.

Nada pasa




POEMA 3

Sólo la sed
el silencio
ningún encuentro

cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra



POEMA 35

Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida,
déjate enlazar de fuego, de silencio ingenuo, de
piedras verdes en la casa de la noche, déjate
caer y doler, mi vida.




RECONOCIMIENTO

Tú haces el silencio de las lilas que aletean
en mi tragedia del viento en el corazón.
Tú hiciste de mi vida un cuento para niños
en donde naufragios y muertes
son pretextos de ceremonias adorables.



SALVACIÓN

Se fuga la isla.
Y la muchacha vuelve a escalar el viento
y a descubrir la muerte del pájaro profeta.
Ahora
es el fuego sometido.
Ahora
es la carne
..la hoja
..la piedra
perdidas en la fuente del tormento
como el navegante en el horror de la civilización
que purifica la caída de la noche.
Ahora
la muchacha halla la máscara del infinito
y rompe el muro de la poesía.



SIGNOS

Todo hace el amor con el silencio.
Me habían prometido un silencio como un fuego, una casa de silencio.
De pronto el templo es un circo y la luz un tambor.



SOLAMENTE

ya comprendo la verdad

estalla en mis deseos

y mis desdichas
en mis desencuentros
en mis desequilibrios
en mis delirios

ya comprendo la verdad

ahora
a buscar la vida



Sombras de los días a venir

a Ivonne A. Bordelois

Mañana
me vestirán con cenizas al alba,
me llenarán la boca de flores.
Aprenderé a dormir
en la memoria de un muro,
en la respiración de un animal que sueña.



SUEÑO

Estallará la isla del recuerdo.
La vida será sólo un acto de candor.
Prisión
para los días sin retorno.
Mañana
los monstruos del buque destruirán la playa
sobre el viento del misterio.
Mañana
la carta desconocida encontrará las manos del alma.



TE HABLO

Estoy con pavura.
hame sobrevenido lo que más temía.
no estoy en dificultad:
estoy en no poder más.

No abandoné el vacío y el desierto.
vivo en peligro.

tu canto no me ayuda.
cada vez más tenazas,
más miedos,
más sombras negras.



TIEMPO

A Olga Orozco

Yo no sé de la infancia
más que un miedo luminoso
y una mano que me arrastra
a mi otra orilla.

Mi infancia y su perfume
a pájaro acariciado.




Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik en el velorio del mundo

Por Juan Manuel Roca

Alguien dijo, creo que fue Mark Twain, que la esperanza siempre será buena para el desayuno pero mala para la cena. Con lo que el filósofo viejo quizás nos quería decir que, en el desbande de espejismos, siempre nos queda un mal sabor. De ese desbande de ilusiones es de lo que informa toda la poética de Alejandra Pizarnik.

Sin duda alguna, el rabelesiano tiempo es el padre de la verdad. Quiero acá decir, como al desgaire, que la relación que he tenido como lector con la poetisa argentina ha estado en la doble pulsión amor-odio, acompañada de un deseo de buscar su verdad poética bajo la piel de su lenguaje.

A la muerte de Alejandra, ocurrida en 1972, los lectores de su poesía éramos un puñado, una secta embriagada por el claroscuro de su palabra. Ese mismo año publicábamos en Medellín la revista Clave de sol, pero leíamos la clave de su nocturnidad, sus imágenes poderosas, encantadas, que daban sin duda paso a ese jardín donde, al decir de Cortázar, la Pizarnik tenía una cita con Alicia.

La hora, lo pienso ahora, no la daba la liebre de marzo. Testimonio de mi vieja pasión, que a veces vuelve a asaltarme, fue un poema en prosa a esta poseída entre las lilas, donde recordaba a aquellos pianistas del oeste que siguen tocando el instrumento mientras, alrededor de sí, se quiebran espejos y botellas. Tal la sensación de la muerte de Alejandra Pizarnik, suscitada en un lector invadido por sus sombras: la de quien aspira a seguir tocando en medio del velorio del mundo.

Poco a poco, como ocurre con todo amor, ésta tratándose de una pasión ocurrida con sólo pasar el umbral de sus libros, particularmente con su hiriente y lúcido (adjetivos que pueden ser un pleonasmo) El infierno musical, vino un poco de rutina, pequeños desencantos, fisuras en su imagen.

Su por la literatura yo perdí mi vida, tan tomado del menos literario de los poetas, Rimbaud, y además escrito en francés, me recordaba un campanazo que siempre ha incomodado en la poética de la Pizarnik: el ademán literario excesivo, una programática del suicidio, el yo romántico que otras veces se desdobla y enfatiza en la suerte de narcisismo del lenguaje.

Su hablo de mí, naturalmente, que ya en libros como sus Textos de sombra y últimos poemas tienen algo irrespirable, y no hablo del aire presagiante y espléndido de El infierno musical, sino de una asfixia de imágenes cuyo proyecto parece ser el de deslumbrar.

El sello de la cara de esta moneda tiene que ver más que con la poesía de Alejandra Pizarnik y con sus seguidores-lectores, con sus seguidores-poetas. Lo que fue apertura a un mundo ensimismado y bello, se volvió capilla. Pequeñas tribus —particularmente de poetisas— en Colombia, hicieron coto de caza en su imaginería, claro, claro, con resultados caricaturescos, epigonales, desde la seducción que ejerce el malditismo de una auténtica creadora, como Pizarnik.

Muchas veces los seguidores de la argentina, se quedan con lo menos atractivo de su poética, con el tic, con un sentimiento de exilio prestado, de enajenación de un mundo que hacen cada vez más literario, es decir, menos riesgoso.

A mi modo de entender, la poesía de Alejandra Pizarnik en sus más altos momentos, logra una seducción desde el espanto, lo que conllevaría también a una lectura cargada de amor-odio, de encanto-desencanto, de magnífica tensión. Su poesía es un sacudimiento interior que a la vez nos sacude. Quién, que lea esta imagen virulenta y poderosa, de Los poseídos entre lilas, no sentirá una suerte de escalofrío, de espanto: «si viera un perro muerto me moriría de orfandad pensando en las caricias que recibió. Los perros son como la muerte: quieren huesos».

De esa estirpe son las imágenes de Pizarnik. No es la surrealidad por la surrealidad, y sin embargo la carga de inconsciente es lo que nos conmueve. Ya Aragón había dicho que un gran poeta puede ejecutar un gran poema aun con la escritura automática, pero que un idiota que haga automatismo no dejará de ser un idiota que hace automatismo, o algo parecido. La surrealidad que precede a la poesía de Pizarnik es de otro orden, y quizás venga de antes del surrealismo.

Hay que recordar que uno de sus libros de cabecera, era El alma romántica y el sueño, ese santuario de Albert Beguin donde casi todos los aspectos nocturnos de la vida, y por supuesto de la ensoñación, tienen nacimiento en el ojo de agua del romanticismo alemán.

Beguin cita un testimonio de Steffens que dice que: «el genio existe en los momentos en que la omnipotencia de la naturaleza inconsciente y las profundidades nocturnas e inaccesibles de la existencia dejan caer sus velos y se revelan en el estado de vigilia. La inspiración une la plenitud de la noche y la claridad del día, el misterio de lo inconsciente y la regla de la conciencia. Esto parece muy natural a cierta visión interior, aunque siga siendo absolutamente inexplicable para la razón».

Esta premisa del espíritu romántico, sin duda resulta cierta en su racionalidad. Lo que incomoda podría ser la normatividad, el recetario. Ya Kafka decía cómo pueden llegar unos leopardos a un templo, en un hecho milagroso, y cómo si esto se puede prever, puede pasar a formar parte de un rito. Con los poemas de la Pizarnik podría pasar algo similar: los leopardos, la magia y el hechizo de sus imágenes (Debajo de mi vestido ardía un campo con flores alegres como los niños de la medianoche) podrían esperarse, convocarse, y por último dejarlas como parte de un ceremonial.

Todo esto, que no es otra cosa que un boceto sobre la Pizarnik, sólo quiere manifestar dudas más que certezas, algo muy de la estirpe de su poética. La única duda que quizás no tengo, radica en que Alejandra Pizarnik, más allá de los avatares señalados, el signo de su estar (que) crea el corazón de la noche, los buceos por sí misma, deja un legado altamente apreciable para la lírica continental.

No se explica su poesía como no se explican los sueños. Su lirismo sensorial nos recuerda que cae la música en la música, como su voz en las voces. De todo esto, de lo que nos informa la poesía de Alejandra Pizarnik, de su siembra de dudas, de odios y de amores, de luces y de sombras, de ocultos llamados que rondan la memoria, da cuenta el libro publicado bajo el sello de Hölderlin, libro que nos recuerda que todo volumen de verdadera poesía no es otra cosa que el pasaporte de un incierto.


Alejandra Pizarnik: la «lúgubre manía de vivir»

Por M. Ángeles Vázquez

[…] una poeta en la que culminó una tradición y con la que se cerró herméticamente y para siempre, un mundo.

César Aira

Pizarnik coqueteó amargamente con la vida hasta el final de sus días y fue seducida por la muerte: se suicidó con una sobredosis de somníferos en noviembre de 1972. Alejandra estudia Filosofía y Letras y más tarde pintura con Juan Batlle Planas. Su primer libro, La tierra más ajena (1955), ya indica un sentimiento de desánimo y soledad que la acompañará en toda su producción literaria, así como la influencia que sobre ella ejerce Rimbaud. Oscila entre un excesivo romanticismo y la influencia de los escritores surrealistas que impregnaba la atmósfera poética en Argentina. Por otra parte, aunque se trata de una producción juvenil, en poemas como «Ajedrez» comienza a despuntar su interés por la palabra: convertirse en «masa lingüística» persistirá como un verso-bisagra en su posterior creación.

Mayor cohesión en su expresión poética logra en La última inocencia publicado un año más tarde: el fanatismo por la noche como vida y la luz como negación de la misma, la salvación a través de la palabra y la dialéctica de opuestos nos propone una lectura más valiosa y nos contagia de su espacio poético.

Cuando escribe estos textos, junto a Las aventuras perdidas (1958) —que fácilmente podrían formar una trilogía por su temática— es la época en la que se relaciona con revistas vanguardistas y con grupos universitarios reformistas. Conoce a escritores de su generación como Susana Thénon, Eduardo Romano u Horacio Salas y a los del grupo Sur como a José Bianco y Alberto Girri. En una época de vasta producción literaria en Argentina, se caracterizan por sus preocupaciones de orden formal y por la crítica del lenguaje poético. De difícil inscripción literaria, Pizarnik no comparte con el grupo sesentista los referentes que les caracterizan (la ciudad, las calles, la realidad circundante…) ni la pasión por la política. Pizarnik se vuelca en un mundo interior implicándose en la tradición literaria femenina con la que se reafirma, de ahí la alusión en sus poemas a escritoras precedentes, como Storni, Agustini y Mistral. Alejandra rompe con esa raigambre en la que la poesía femenina era mero sentimentalismo, ternura y suavidad poética. Su voz se libera y dice lo que a otras voces femeninas anteriores les estaba vedado, como la crueldad y la violencia: «Escribe hasta que te enredes en los hilos del lenguaje y caigas herida de muerte».

En 1965 regresa a Buenos Aires y aparece Los trabajos y las noches, conjunto de poemas escritos en su mayoría en París. Aunque recorre en ellos campos semánticos luminosos, la desesperanza, la soledad del exilio y la intensidad desgarradora no desaparecen, promoviendo ya los delirios y obsesiones de una etapa de manifiesto abatimiento y que culmina con la enajenación de sus últimos años: «Los que llegan no me encuentran, / los que espero no existen».

En libros como Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971) se acentúa una intensa depresión. En este último ya hay imágenes de principio de locura y la idea inmanente del suicidio. Cuando aparece La condesa sangrienta (1971), su obra más importante en prosa, se pone de manifiesto la fascinación que experimenta por el sadismo y la obscenidad, lo perverso. Basado en Erzébet Bathory: La comtesse Sanglante, de la escritora francesa Valentine Penrose, relata la tortura y asesinato de 650 muchachas a manos de Bathory, personaje histórico húngaro del siglo xvi. Pizarnik logra, con absoluta maestría, describir la poética realidad el sufrimiento y el sentimiento demoníaco de este extravagante personaje.

Obsesionada por el lenguaje, Alejandra Pizarnik logra una poesía sin estridencias en textos breves en su mayoría. Aunque lee y escribe en el surco del surrealismo, se apropia de él y lo reinventa en un discurso poético en el que el mundo aparece manoseado y desgajado en constantes alusiones autobiográficas y en un clima hermético y claustrofóbico. Escudriña en las palabras y elabora los términos como un orfebre, aunque al final de su vida la coherencia de su obra se convierte en una anarquía sintáctica. Su poética se nutre de Maurice Blanchot y de Gastón Bachelard. Éste le indica el camino del ensueño y el entusiasmo por las correspondencias y sus opuestos, de ahí sus constantes y extraordinarios oxímorons y sinestesias, claves del universo poético de Pizarnik que marcarán su estilística: «Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa», dirá. Blanchot la conduce especialmente a explorar a Mallarmé, del que Pizarnik utiliza muchas de sus metáforas.

La infancia, el lenguaje, el silencio, o la naturaleza sombría, se convierten en los temas destacados de Pizarnik. A través de referentes externos, y en un constante juego de oposiciones, la poeta se apodera de ellos: «Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden». Pero es la muerte, como pesadilla constante, la que aparece como un acto subversivo ―trasciende a su suicidio real― que invade una poesía inserta en un clima alucinado y sombrío que desarrolla especialmente en Extracción de la piedra de la locura.

Los poemas de Alejandra Pizarnik nos proponen el testimonio de un mundo desenfrenado y fatal de «niña extraviada» identificada con el desamparo, donde la sumisión entre los poemas y el silencio son inherentes a la vida frente a la muerte que restringe el lenguaje y la ambigüedad de la alucinación y la pesadilla se confabulan para concedernos los estados del alma de una poesía definitivamente única y pura que ha trascendido a otras generaciones como un gran mito.



Alejandra Pizarnik, heredera de un jardín prohibido

Por Cecilia Vicuña

Alejandra Pizarnik «Heredera de todo jardín prohibido», dice:

El deseo de la palabra es el jardín que ella ara y cultiva.
¿Los jardines se aran? no, solo en el sentido de un ara.
El templo es el deseo, su prohibición, el jardín.

Re-encontrarse con Alejandra después de una vida es volver a verla en su «no ser de sí ser de no ser». Pero no era así como la veía treinta años atrás, cuando la leía aún en vida, ¿de ella o mía? Entonces, era su precisión lo que me atraía, el contraste entre su cincelazo y el resto de la poesía de los sesenta. Su voz, llegaba como una fría y excelsa melodía, el modo de ser de un pensar que no era ni hombre ni mujer: un guijarro que cae en el agua, olas concéntricas, perfecta geometría. No menos caliente, por fría, no menos enloquecida, por contenida.

Pero quisiera volver atrás, a la niña que leía en Santiago a la Alejandra trasandina. ¿Por qué digo «niña»? En 1966 yo tenía dieciocho años y ella treinta, pero las dos éramos reducidas a «niñas». Quizás por eso hicimos de nuestra «niñería» una transformación.

¿Qué pensamientos habitaban las páginas que ella había dejado vacías, con una abundancia estrepitosa de vacío, como un lugar para las transformaciones? Entrar en ese lugar, en el vacío que un poeta crea para otro, es entrar en la potencia que nace del choque, entre la oposición y la afinidad. Ahí se desbocan las fuentes y generan las diferencias, las formas que harán a cada uno ser lo que es y no algo prestado.

Hay un aspecto de su obra/vida que aún me intriga, buscó o no el balance y la fusión del arte/vida, al modo de los artistas de los sesenta ¿o sólo buscó vivir en la poesía? En «El deseo de la palabra» dice: «Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir».

Posibilidad no realizada ¿o logro al revés? Quizás ahí está la clave de su autoinmolación, o bien el poema le ha dado vida a ella, la sacrificada en la ceremonia del escribir.

En su palacio del vocabulario, su conciencia de sí misma brilla como una guía, en la que atisba a una puerta aún por abrir: «El soplo de la luz en mis huesos cuando escribo la palabra tierra».

En un momento, escribí pensando en ella, «de inmediato se sentía que no nos pertenecía a nosotros, si no a la eternidad, que también es un nosotros».

¿Qué abrió con ese silencio y esa fastuosa austeridad, si no un modo de ser propio y rural? «Ya no soy más que un adentro», dice, llegando a un lugar donde abundan los muertos vivos por el habla, lugar donde vamos a buscar nuestra propia resurrección.

Ya sé que César Aira dice de ella que es «una poeta en la que culminó una tradición», pero yo veo que la tradición continúa y es fecunda siempre, en cuanto a ese espacio vacío, donde abundarán las nuevas palabras, el germen de un diálogo donde no hay ni muertos ni vivos, sino solo hablar.

Alejandra logró transformarse en una pregunta viva y esa es la base de la continuidad.

Nueva York, mayo de 2003




Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik: leyenda de una vida tras de su obra

Por Gustavo Martínez González*

Muerta la persona por mano propia vía sobredosis de Seconal hace treinta años, la frágil leyenda de Alejandra Pizarnik resiste el paso del tiempo mediante la descarnada fuerza de su lenguaje.

Ilustración «New York/New York»,1995. Antonio Beneyto.
Así, la poética de Pizarnik ocupa un lugar de relevancia en el ámbito literario; suele señalarse en su obra una densa oscuridad que atrapa luces como relámpagos en la tormenta del alma. No tiene imitadores, pues su estilo resulta inalcanzable en su vertiente ominosa. La exacerbación del aire fatalista de sus textos con el ingrediente anecdótico de la propia muerte ha inducido en críticos destacados opiniones como: estamos ante la escritura de una predestinada; atestiguamos la obra maestra de alguien desorganizado por la locura; presenciamos la apuesta estética de una autora inmersa en la experiencia mortuoria. Tesis aventureras que juzgan al ser de acuerdo a sus hechos lingüísticos, en la más silvestre de las interpretaciones psicoanalíticas.

En 1955, en Buenos Aires, la editorial Botella al Mar publica su primer poemario, La tierra más ajena. A los que opinan que Pizarnik hizo de su vida, una obra, habría que recordarles que a la sazón, la adolescente se hartaba de anfetaminas —aderezadas con alcohol— para disminuir la obesidad, lo que la llevaba de la mano química a largas noches de insomnio. Nacía entonces el primer mito, que Alejandra escribía la noche (Vila Matas dixit).

Entre 1960 y 1964 estudió en París, donde escribió el más perturbador de sus libros, Extracción de la piedra de locura. Es consenso ubicar esta obra en un momento decisivo de la producción de Pizarnik, un antes y un después incluso en el aspecto formal, pues abandona la versificación para extenderse en prosa. En un palmario ejemplo de la mixtura estilística-freudiana que deploro en líneas anteriores, Cristina Piña —su primera biógrafa— opina: «el texto aparece como el original —tanto existencial como temporariamente— del cual la actuación biográfica se presenta como la copia o, al menos, la consecuencia». Según esta autora, «la singular inquietud que nos producen los textos de Alejandra en gran medida se relaciona con el hecho de que su muerte se erige en autenticación retrospectiva de su obra suicida».

Nuestra autora reseñada, regresó a Buenos Aires en 1964, donde escribiría obras maestras. La edición que Lumen hizo en el 2000 de su Poesía completa, a cargo de Ana Becciú, recoge la obra publicada en vida de Pizarnik, poemas póstumos recogidos por Olga Orozco y otros inéditos. Un segundo volumen colecciona su obra en prosa, y habrá un tercero, integrado por sus diarios, en el que los ávidos analistas amateur podrán intentar un acercamiento a la verdadera vida de la escritora.

Cierro con una excerpta de Extracción de la piedra de la locura, para animar al lector al conocimiento de la obra de esta creadora:

No nombrar las cosas por sus nombres. Las cosas tienen bordes dentados, vegetación lujuriosa. Pero quién habla en la habitación llena de ojos. Quién dentellea con una boca de papel. Nombres que vienen, sombras con máscaras. Cúrame del vacío —dije. (La luz se amaba en mi oscuridad. Supe que no había cuando me encontré diciendo: soy yo) Cúrame —dije.

(*) Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México. 




Alejandra Pizarnik escondida en el lenguaje

Por Julia Barella*

y qué es lo que vas a hacer 
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo

El infierno musical, 1971: «Cold in hand blues»

Alejandra Pizarnik encontró su escondite en el lenguaje. Cuando en 1955 publicaba La tierra más ajena con los versos de Rimbaud: «¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia, el optimismo estudioso: ¡Cuán lleno de flores estaba el mundo ese verano! Los aires y las formas muriendo…» precediendo los poemas, estos parecían anunciar una decidida ocultación de la personalidad, a través del lenguaje. A medida que pasa el tiempo y los «aires y las formas muriendo…», esta decisión se hará más compleja y tortuosa. Poco antes de morir escribía: «¿Tendré tiempo para hacerme una máscara cuando emerja de la sombra?».

Dibujo de Alejandra Pizarnik Dibujo de Alejandra Pizarnik.
La escritura se convierte en el espacio para la ceremonia de la vida y la consolidación de los sentimientos de orfandad, soledad, dolor y muerte, constantes temáticas de su poesía. La escritura es, en un principio, lugar de acción para el conjuro (poetisa y sacerdotisa disponen el orden de las palabras para que éstas cobren vida en la repetición); luego, espacio elegido para entregarse al momento de libertad que se le regala. 
Si elige vivir en la palabra, y después esconderse en el lenguaje, es porque se sabe diferente y necesita conseguir que el lenguaje, mediante los tonos y matices que salen de sus múltiples voces, enfoque sus obsesiones temáticas y libere los espacios constreñidos por el dolor y la pasión. Así consigue que las palabras funcionen como estrategias para imaginar que se está viviendo en libertad y para desarrollar ese sentimiento de poder que da en exclusiva el acto de creación literaria.

Así se van restableciendo los espacios de las sombras y así se crean poderosos emblemas y símbolos («voy por el bosque en busca del jardín», «el jardín es verde en el cerebro»). Así van creándose ricas y bellas imágenes, así van apoderándose de sus múltiples voces, ocupando sus variadas máscaras y constituyendo el imaginario poético que hoy, pasados los años, vemos más lleno de vitalidad que de sombras, más de lucidez y expresividad que de oscuros presagios de muerte.

(*) Universidad de Alcalá de Henares. 



Cortázar y Pizarnik (collage)

Por Antonio Beneyto

Aquí bichito. Quieta. No hay ventanas ni afuera / y no llueve en Rangoon. Aquí los juegos.





Dibujo de Alejandra Pizarnik Dibujo de Alejandra Pizarnik.

Y la foto volvió a salir movida, cuando los tres nos encontramos en el carrer dels Còdois de Barcelona. Alejandra pícara, alegre, queriendo volar y tú, Cortázar, comentando: la verdad que no me veo en tu texto, me has hecho rijoso y putañero, yo que me castigo cada día con un látigo afgano… (Para el lector tafaner lo remito al libro Textos para leer dentro de un espejo morado)*. Mientras, el juego seguirá porque a los pocos días lo despediré, a él, a Cortázar, en el aeropuerto, en su último y definitivo viaje a mi ciudad. Y Alejandra con paciencia esperará en el Café de la Ópera saboreando una wódka Wyborowa al tiempo que también contemplará sobre la mesa la muñeca de madera azul, un obsequio de Cortázar viajando para siempre, después de su otro viaje, el de la autopista, y nosotros sin darnos cuenta, y tal vez por eso nos dedicaremos al oficio de aparear a nuestras tortugas en un jardín anónimo del pueblecito de Jafre. Y Alejandra escribiendo: I am not yet born. Kill me… Y él no y su mamá: las pasiones de la infancia / dans la nuit du tombeau / toi qui m'as consolee, y Cortázar siempre pegado a las palabras te reclama. ¡Ay, mi bestia! Yo te adoro.

Y las famas y los cronopios ya empezaron a hacer sus habilidades enredándose con orgullo entre los hilos de la maqueta funicular de L'Eglésia de la Còlonia Güell de Santa Coloma de Cervelló. Cuánta perversión, cuánta, de habernos encontrado con más frecuencia en los demoníacos y apasionados espacios que creó Gaudí.

Y el juego, sin remedio, tendrá que acabar y acaba haciendo bolillos con las arañas gaudianas, bajando sin tener que bajar a los subterráneos, y sintiendo el cold in had blues de la muñeca de madera con la que Cortázar agasajó a Alejandra póstumamente.

(*) De Antonio Beneyto. Colección Ocnos, Barral Editores, Barcelona, 1975, p. 33. 



Alejandra Pizarnik
La angustia de captar o rechazar el mundo. Los diarios de Alejandra Pizarnik

Por Tania Pleitez Vela*

Lo primero que llama la atención cuando se leen los diarios de la poeta y narradora argentina Alejandra Pizarnik, es el número de veces que menciona la palabra angustia: «he descubierto que cuando no estoy angustiada, no soy». También habla de su vieja carencia, sus miedos, su tristeza primitiva: una «herida inmemorial. anterior a la palabra». Se llama a sí misma la abandonada, la huérfana, la inadaptada. ¿Por qué tanto pesimismo y tristeza? La respuesta la da la misma Alejandra: su profundo desgarro frente a la elección de aceptar o rechazar al mundo.

Ilustración «Blaus», 1998. Antonio Beneyto.
En una entrada de julio de 1955 escribe: «Aún no rechazo íntegramente el mundo. ;Aún me aferro a los engaños gestadores de ilusiones fantásticas. Aún sopla en mí la optimista esperanza de hallar el puente transitable entre los límites y el infinito. Aún no tengo conciencia de la total impotencia del hombre». Sin embargo, a lo largo de sus diarios se observa como ese rechazo fue creciendo: incapaz de acceder a la realidad cotidiana y doméstica fue naciendo una sensación de desarraigo, «un no sentirme en familia en el mundo». Más adelante dirá: «No sé hablar más que de la vida, de la poesía y de la muerte. Todo lo demás me inhibe, o, lo que es lo mismo, es objeto de mi humor». Para ella, el mundo era un lugar horrible, donde la inocencia se pierde demasiado pronto. De allí su afán por recuperar la infancia rota y lejana, «desenterrarla de su pantano de miedos», porque, según ella, frente al mundo, ni siquiera le quedaba un buen recuerdo de su niñez.

Desde temprano, escribir para ella fue un oficio sublime aunque agonizante. Son varias las veces en las que se retrata llorando sobre una hoja vacía, llenándola de signos, desflorando dramáticamente el papel. Pero a veces no todo fluía: «Siento un libro dentro de mí. Un libro que me atraganta. Un libro que me obstruye la respiración». En otras ocasiones se tortura sintiéndose asesina de la poesía porque, según ella, no ha logrado escribir una poesía verdadera, donde la infancia, el sexo, el corazón, los miedos, la sed y las ideas trabajen al mismo tiempo, nombrando un dolor y arrastrándolo a un proceso de alquimia, y se llama a sí misma mercachifle vana y superflua, meretriz del arte, intrusa. No obstante, su diario le sirve no sólo para arremeter contra sí misma y poner en duda su talento; estos cuadernos son también el lugar de experimentación donde «aprende» a escribir, a adquirir una técnica sólida, «un estilo que no se dio nunca, porque será mío». Son innumerables los ejercicios literarios a lo largo de su diario donde ya se reconoce el estilo único que llegará a consolidar: «La muchacha incendia la noche mientras una luciérnaga se suicida con una espada de papel».

Otra de sus obsesiones era la necesidad de escribir una novela nacida de la más sincera imaginación. En algún momento comenta lo genial y prodigioso que es Marcel Proust y, aunque sabe que se trata de un escritor profundo, de alma «rara y exquisita», subraya que le hubiera gustado más que el mundo que él describe en En busca del tiempo perdido, hubiera sido uno a partir de la imaginación y no de lo documental. Alejandra era exigente con la obra que quería crear: una inédita, de imágenes frescas. Se quejaba de que había llegado tarde al «banquete de la cultura universal», que ya todo estaba escrito, que había demasiados libros sobre cada tema. De allí su vehemente búsqueda de la originalidad. Pero para trascender el lenguaje ella sabía que tenía que adueñarse de éste. Esa búsqueda fue otra causa de su infierno personal. Se impuso una disciplina de estudio y lectura con el fin de encontrar las palabras que le permitieran exprimir su sensibilidad, imaginación e intelecto, todo al unísono. Pero no siempre estudiaba con la disciplina que ella se exigía, razón por la que sufría intensos remordimientos, se sentía traidora, traidora a su compromiso artístico, traidora a su obra. Más adelante revelará la razón primordial de esa búsqueda angustiosa: «¡He de tapar el fracaso de mi vida con la belleza de mi obra!».

Como una cadena, el anterior dilema la lleva a otro: aunque ávida de amar, intuye que el amor le quita tiempo a su devoción literaria, a las horas dedicadas al estudio y a la creación. Sin embargo ciertos temores la acechan frente a su forzada elección: «No quiero amantes (pues desordenarían las horas de estudio). ¡Al diablo! Tendrían que crearse burdeles especiales para mujeres artistas! Pero no los hay, ¡y es tan trágica la visión de una mujer madura sorbiéndose el cuerpo en la aridez de la noche! Y eso es lo que me espera. Esa imagen destruye todas las embriagueces sagradas». Es dramático, asegura en otra entrada, el tener que elegir entre la realización personal y el amor, y enumera una lista de mujeres que optaron por caminos solitarios para realizarse como escritoras: las hermanas Brontë, Gabriela Mistral, Clara Silva, Mary Webb, Edna Millay, Alfonsina Storni, Safo, Rosa Luxemburgo, Concha Espina. «Es irremediable», se lamenta. Este dilema recuerda a la soledad sin pareja que eligió Kafka frente a la literatura, único amor posible en su vida. Al igual que el escritor checo, Alejandra a lo único que le fue fiel a lo largo de su vida fue a la poesía. No es casualidad que los Diarios de Kafka fuera su libro de cabecera, el que tenía repleto de anotaciones y subrayado copiosamente.

Texto manuscrito de Alejandra Pizarnik Manuscrito de Alejandra Pizarnik.
Desde joven, Alejandra vivió angustiada por el miedo a enloquecer. Sin embargo, una parte de ella ansiaba la locura como imagen del paraíso, un terreno donde podían existir seres mágicos, fantasmas amados, el lugar de los ensueños frente a la pobre realidad y el hastío. Es cierto que su vida fue un intento constante de escudriñar su yo («Nada sino yo, este yo que muerde […] mi horrible, mi tenebroso amor a mi yo»), pero no sólo bajo una óptica narcisista —Alejandra era más profunda que esto— sino, ante todo, para comprender su «locura». No obstante, también es cierto que intentó por todos los medios afianzar la lucidez y la cordura, que ella intuía sólo lograría a través de los libros, sus amados objetos, pues su tortura espiritual estaba encaminada a un propósito vital: convertirse en una escritora, una verdadera escritora. Su obra demuestra que no dejó ninguna asignatura pendiente. Desgraciadamente el precio a pagar fue demasiado alto. En 1958 escribió: «He meditado en la posibilidad de enloquecer. Ello sucederá cuando deje de escribir. Cuando la literatura no me interese más». En 1971, un año antes de su suicidio, ya decía: «Abandono de todo plan literario. Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran». El fin se acercaba.

(*) Este artículo se basa en sus años de juventud, anteriores a su estancia en París (1960-1964). Esta primera etapa sirve para palpar a una muchacha de inteligencia y susceptibilidad extraordinarias (tiene entre 18 y 24 años) e identificar temas recurrentes en su obra posterior y presagios vitales. La etapa parisina merece un artículo aparte pues allí vive años trascendentales y fecundos. No obstante, su descenso anímico se acentúa después de ese viaje. 




Alejandra Pizarnik
Visiones y silencios de la dama entre ruinas

Por Patricia Venti

E. Levinas ha delimitado los dos movimientos que concluyen en la desaparición del «otro», es decir, los dos puntos de encuentro con la unidad: el conocimiento —en el que el objeto es absorbido por el sujeto y la dualidad desaparece— y el éxtasis —en el que el sujeto se absorbe en el objeto y se confunde con su unidad—.1 En el texto pizarnikiano la muda fisura de ese «yo» horadado por el «otro» mana un texto de alteridad que desautoriza a cualquier «yo» que pretenda apropiárselo como sujeto del discurso. Hay un conflicto irremediable entre la atracción del silencio como última expresión de la muerte y la pulsión que ella misma expresa. En la Condesa sangrienta, los cuerpos torturado son objetos sexuales carentes de individualidad, anónimos. Entre Báthory y sus doncellas vírgenes solo existe un espacio posible: el silencio. Dicho silencio se alimenta de la impotencia para comunicarse. El lenguaje es un refugio para la debilidad. Si la poesía de Pizarnik expresa el deseo de abandonar las palabras por acciones, la condesa lo aplica. Para ella, el conflicto entre lenguaje y silencio está resuelto, ya que se comunica a través de una «sustancia silenciosa» formada de gritos, jadeos e imprecaciones. Bachelard al referirse al grito lo hace como antítesis del lenguaje: «El grito solo es un accidente, un tropiezo, un arcaísmo (…) está en la garganta antes de estar en el oído. No imita nada».2 La palabra no informa, evoca la escritura del cuerpo, una especie de desafío de la palabra, una palabra que se asimila a la locura, a los ángeles o a los fríos espejos. Las doncellas buscan en Báthory una respuesta y al faltar esta, el deseo se deshumaniza. Frente a la perfección del lenguaje hay un cuerpo del éxtasis, un cuerpo traslúcido y fuertemente sensual que ya no tiene sexo. Tal escritura es producida con una reticencia extrema, entregada al borrado de sus signos. Se quiere a sí misma paradójica, trazada por una mano que no escribe sino reteniendo su paso.

Desde la perspectiva psicoanalítica también en el silencio se anudan el amor místico, la sexualidad y la muerte. Guy Rosolato sostiene que el núcleo del amor místico es la imbricación de la sexualidad y de la muerte. Y ello porque tomar en consideración el más lejano alcance del deseo —hecho cuya representación más radical y cuyo apogeo se encuentran aquí— desplaza a todos los objetos en favor de aquel que está dotado de todas las perfecciones, que es pensado y al tiempo inefable, o que, simplemente, se transforma en un vacío, en un absoluto desconocido. Erzébet Báthory se debate con la inanidad del mundo externo, con su propia locura y con su compulsión erótica y tanática. Pizarnik arma su escritura y la goza como un «éxtasis maldito» o como una crisis erótica donde la letra se hace silencio (les cosían la boca) o aullido (escapaban de sus labios palabras procaces… imprecaciones soeces y gritos de loba). ¿Acaso coser (que siempre es remendar, fabricar, reparar) equivale a mutilar, amputar, cortar, crear un lugar vacío? Probablemente sí, porque donde está eso hay que quitar eso; donde no está eso, para castigar el placer que está triunfalmente unido a esta carencia, sólo queda castigar este vacío, negar este vacío no llenándolo, sino cerrándolo, cosiéndolo. La traducción del dolor en poder es la oposición entre cuerpo y voz.

El mutismo puede ser un procedimiento de anulación eficaz y sobre todo, deja huellas. La distancia entre torturador y torturado es exagerada y las formas de poder se incrementan por su control no solo sobre el cuerpo sino también sobre la voz de la víctima. La condena no solo tiene o ejerce control sobre su propia voz, sino que también controla el tormento de sus víctimas. La costura hace retroceder el cuerpo a los límites del no sexo. Coser es rehacer un mundo sin costuras, remitir el cuerpo divinamente fragmentado —cuya fragmentación es fuente de todo el placer pizarnikiano— a la abyección del cuerpo liso, del cuerpo total. Las letras conforman el tapiz (tapizadas con cuchillos) del texto: la violencia comunica que el lenguaje, encerrado en el sistema, «enjaulado» en la norma, debe volverse agresión para decir. Ese tapiz se teje, precisamente, con las jóvenes costureras, sacrificadas en cada búsqueda: la escritura.

(1) Levinas, Emmanuel (1989) Le temps et l'autre, versión en castellano El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993. p. 19. volver
(2) Bachelard, Gaston (1985) Lautréamont, México, Fondo de Cultura Económica, p. 16. 




Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik según Antonio Requeni

Por Antonio Beneyto

Estando a la orilla del Mediterráneo, en la misma playa, mientras la gente se zambullía en el agua, mientras dejaba imbécilmente que el sol la tostase, el poeta y pintor Antonio Fernández Molina y yo escribíamos conjuntamente a máquina y «a la sombra de una sombrilla» las contestaciones a unas preguntas que en forma de entrevista nos había formulado uno de los diarios de Palma de Mallorca por aquellos días. Esto era allá por el verano de 1967.

Texto manuscrito «Blaus», 1998. Antonio Beneyto.
El caso es que una vez que acabamos de contestar el cuestionario (ante un público asombrado por ver nuestra insólita acción de estar escribiendo a máquina en la playa) Fernández Molina sacó de una carpeta azul-cartón-gomas-blancas un manojo de holandesas y me dijo: «Mira, léete esto, tal vez te sirva para publicar en tu colección La Esquina». Enseguida me puse a leer el original que me pasó mi amigo. Lo leí de un tirón y luego sin hacer ningún comentario lo abandoné sobre una mesita que teníamos para escribir y me marché a zambullirme en el agua. Pasados unos minutos de nuevo estaba junto al poeta. Seguí un buen rato introducido en un terrible y al mismo tiempo hermoso mutismo en cuanto al original. Le daba vueltas. Lo observaba encima de la mesita. Sentía que debía regresar a él. Y así lo hice: regresé al significativo título que llevaba, Nombres y figura, de Alejandra Pizarnik.

Cuando lo hube leído de nuevo, le dije a Fernández Molina: «Me llevo este libro para publicarlo en la colección La Esquina».

Así empecé a conocer a Alejandra Pizarnik. Luego, más tarde, serían las cartas que nos cruzábamos, casi una a continuación de otra; serían los dibujos, serían los libros editados, las fotografías, en fin, sería todo. Fue tan estrecha mi relación con Alejandra Pizarnik desde que llegó su primer original a mis manos que ya nunca perdimos la comunicación, de una forma u otra. Ahora está haciendo treinta y seis años que nos conocimos a través de la distancia, de las «cosas» que yo le hacía llegar, de las que ella me hacía llegar a mí, y por ello pienso que en este momento no me sería nada difícil hacer una fotografía de Alejandra Pizarnik. Pero no. Quiero dejar hablar a Antonio Requeni, que la conoció desde la adolescencia:

«Conocí a Alejandra Pizarnik cuando era una adolescente. Menuda de cuerpo, linda de cara, el pelo rubio y corto, y unos ojos claros llenos de deslumbramiento, en los que brillaba a menudo una chispa traviesa. Vivía entonces con sus padres en Avellaneda (es una calle de Buenos Aires) donde yo la visitaba en su cuarto atiborrado de libros (Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautremont), papeles manuscritos con letra pequeña e infantil, reproducciones de motivos abstractos, afiches y collages, que ella misma componía haciendo gala de un humor tierno y corrosivo a la vez, en el que ya apuntaban signos de su futura personalidad». Continúa Requeni: «A pesar de algunas aproximaciones a grupos poéticos de vanguardia, Alejandra Pizarnik era una isla solitaria en nuestro ambiente literario, una personalidad aparentemente desprendida de su contorno social, sólo atenta a los propios ecos de su subconsciente, marcada con el sello (o el estigma) de una tremenda lucidez y desde el punto de vista literario, dueña de un notable rigor estilístico».

De vez en cuando Alejandra Pizarnik me enviaba algunos recortes de prensa en donde se hablaba de ella. Luego, poco después de su muerte, mis amigos argentinos han seguido mandándome también todo aquello sobre sobre la poeta amiga que escribía y publicaba al otro lado del Atlántico. Uno de los últimos recortes que Alejandra Pizarnik me envió era un artículo sin firma de la revista Panorama, 5 de enero de 1971, en el cual el autor hacía una descripción de su departamento en Buenos Aires. Y como pienso que puede ser un signo más, aunque éste sea también externo, para saber quién y cómo era Alejandra Pizarnik no he dudado un instante en transcribirlo: «Entrar en su departamento, en la calle Montevideo, 900 (concretamente al 980) , implica ingresar en un mundo perdido de maravillas, en un cosmos magnético de objetos. Muñecas como agobiadas por sus sueños y tristezas, muñecos destartalados por tormentas secretas, desteñidos afiches (retratos amarillos de tiempos pasados), animalitos de madera y de metal, escapados de alguna pesadilla, muebles insólitamente pequeños, retratos de Baudelaire, Cirlot, Rimaud, Beneyto, Michaux, Breton, diminutas reproducciones de pinturas y dibujos, abandonados en alguna zona de las blancas paredes. Ningún ser, animal, humano o vegetal, ni un mineral siquiera, puede demorarse en ese ámbito como si fuese su morada, con una sola excepción: la de quien creó ese universo inusual, casi aterrador».




Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik y Alaluz

Por Ana María Fagundo

Entre las colaboraciones recibidas en los primeros años en que fundé en la Universidad de California (campus de Riverside) la revista de poesía, narración y ensayo Alaluz (1969-2001) hubo una que me llamó poderosamente la atención. Se trataba de una poeta argentina, para mi desconocida en ese momento, cuya poesía sobresalía por la intensidad expresiva, por la fuerza de los versos, por la desnudez punzante de su decir. Sin duda, me encontraba ante una mujer a la que le dolía profundamente el vivir. Enseguida la asocié con las norteamericanas, por mí bien conocidas, Sylvia Plath y Anne Sexton, poetas que, andando el tiempo, no pudieron o no supieron seguir adelante y sucumbieron, por propia mano, a la muerte. Esto, en esas fechas —sobre el año 1969— yo no lo podía adivinar de Alejandra Pizarnik, pero cuando fueron llegando sus poemarios dedicados, la sospecha se hizo más real. La poeta argentina se acercaba peligrosamente al abismo: «Señor, quita de mí este féretro».

Entre 1969 y 1971 mantuvimos Alejandra y yo correspondencia e intercambiamos poemarios. Fue así que me llegaron dedicados por la —para mí fascinante y enigmática— poeta sus libros, Árbol de Diana, Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical. A través de ese desnudo y poderoso decir llegaba hasta mi casa de California la voz auténtica y dolorida de una mujer poeta que sentía la agonía del estar siendo con una urgencia casi infernal. Esta mujer estaba peligrosamente —lo sentí entonces— al borde del abismo y sin posibilidades de dar marcha atrás porque esa fascinación con la muerte era parte esencial de su estar en el aquí y ahora. Intuí que resistiría mientras la palabra poética acudiera a la cita, mientras la palabra poética se enmarcara dentro de un orden y anulara al caos del «no ser». A través de la poesía, Alejandra penetraba en las regiones más ocultas y subyugantes —y a la par más peligrosas— de su yo:

alejandra alejandra
debajo estoy yo
alejandra

Texto manuscrito Carta de Alejandra Pizarnik.
Dos poemas suyos («Último signo» y «Lazo mortal») se publicaron en el número de Alaluz de la primavera de 1970. Tres años después, cuando Alejandra ya no podía verlos, aparecieron, en un número monográfico dedicado a la poesía escrita por mujeres en el continente americano, dos de los poemas que me había enviado antes de morir: «Simple comme une phrase musicale» y «En esta noche, en este mundo». Con esa sin duda fascinante mujer que fue Alejandra Pizarnik de cuya vida personal yo lo desconocía todo, pero cuya poesía ejercía en mí similar atractivo a la de Sylvia Plath o Anne Sexton, tenía yo una deuda de gratitud no sólo por su contribución a las páginas de Alaluz sino también por el generoso envío de sus libros. Por eso cuando en 1988 la catedrática de la Universidad de Los Andes en Bogotá, Monserrat Ordóñez, me invitó a colaborar con un artículo sobre alguna escritora hispanoamericana en su Spanish-American Women Writers (Nueva York, Greenwood Press, 1990), acepté con la condición de que mi estudio fuera sobre la poesía de Alejandra Pizarnik. La lectura de la extensa bibliografía sobre la poetisa argentina que tuve que realizar para ese trabajo me dio una cabal idea del día a día de su vida; esa difícil y angustiada trayectoria vital suya en la que, pese a todo, había podido fraguar una obra poética que no sólo influiría en la poesía argentina posterior sino que como tal obra poética ocupa un destacado y merecido lugar en la poesía publicada en castellano durante el siglo xx.





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