lunes, 6 de diciembre de 2010

2318.- ANTONIO BLANCO CARRILLO


ANTONIO BLANCO CARRILLO. Nacido en Málaga (España), 24 de Agosto, 1972. Ha obrado: Las amebas no van a la discoteca, publicado por Árbol de Poe; La pandilla basura, en la colección Monosabio; participación en las jornadas Plaza Joven organizadas por Anthares Teatro; participación en la antología Frasco de anfetas; colaboración en la revista La Corná; publicación en la antología “El último en morir que apague la luz. Atlas poético”; participación en Compañeros de viaje, acto del Centro Cultural Generación del 27; participación y edición en el ciclo de lecturas “Versos al aire” organizado por el Hotel Larios y patrocinado por la Fundación Málaga.





Fuga

Los cruces de camino me dan miedo
porque temo que me tomen por ahorcado.
Tratando de pasar inadvertido,
me escondo por la calle detrás de los buzones
con la tonta esperanza del que espera respuesta.
Para hacerme el invisible, camino más deprisa,
y no le quito ojo al momento de encontrarte
detrás de un periódico con dos agujeritos.
Bajo control no tengo nada,
busco en mi equipaje calcetines
que disfracen las ganas de verte.
Se me mueren los trayectos más antiguos
y me salen autovías en la espalda.
Dejo en pausa a esta gente y sus asuntos,
para así comprobar con algo más de calma
que el móvil ya no late en mi bolsillo.






No

Se te ofrecen de repente mil opciones,
y puedes hacer lo que tú quieras,
observar en qué te has convertido,
o tramar en secreto el plan perfecto
para cometer un crimen,
asaltar un banco,
adueñarte del mundo:
todo es ahora posible.
Moldeas a la gente a tu capricho
cambias de opinión si te antoja.
¿Quién querías ser, o cómo
te gustaría que fuesen los demás?
Nada te retiene y puedes ir
en cualquier momento adónde te apetezca,
comer si tienes hambre justo ahora,
dormir mientras el mundo
centrifuga cara al cosmos su corteza.
Voluntariamente debes elegir,
o dejar que la suerte lo decida:
y decides que mejor es no hacer nada.







De tres disparos.

Sería pasarse de listo
decir que la primera bala
no me impactó por sorpresa.
Era un puño de plomo en mi arrogancia,
un trallazo bestial en pleno pecho,
la humeante certeza de mi fragilidad.
Disimulando el temblor de mis rodillas,
quise acobardado incorporarme.
Ya consciente del peligro y de nuevo confiado,
pude esquivar la bala segunda,
que deslizó un beso al aire junto a mi cuello,
silbando su tétrica estrofa
de catástrofe y de muerte asegurada.
¡Soy totalmente invulnerable! Les grité.
¡Soy un héroe electrónico de vidas infinitas!
¡Soy la inesperada bola extra de este absurdo pin-ball
al que juega un ludópata dios de poca monta!
Pero un relámpago de luz reveladora
me acertó de chiripa en la cabeza
con la fugaz perplejidad
de una ocurrencia estrambótica.
De cualquier modo nunca hubiese podido
aceptar como sabía o esquivar como aprendí
la definitiva y letal tercera bala,
porque a la tercera va la vencida.







Cabeza y caos

Miro con horror el desorden de las constelaciones
y una propulsión de energía estratosférica
que me vuelve el estómago al revés,
me recuerda que mi vértigo galáctico
es como aquel otro albatros abatido,
paralítico fénix fumador
sin un mechero que alumbre su cara oculta.
Sé que no hay un quásar huidizo,
ni una nebulosa en formación
en la infinita vertical de mi estatura
hacia un cenit eterno de egoísmo.
Bajo este inmenso caos de asteroides
que zozobran en el dédalo enredado
de un zodiaco indescifrable,
nada amenaza con caerme en la cabeza,
porque nada existe
que pudiese aplastarnos
con su dedo divino desde arriba;
y ni la milimétrica puntería de los cometas,
ni la fulgurante abrasión gravitatoria
de los más brillantes meteoritos,
ni el mareo orbital de los satélites,
consiguen apaciguar mi cósmico anhelo
de disolución absoluta en el vacío.
(Esta atmósfera de miedo envenenado
ya me está resultando irrespirable).





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