sábado, 14 de agosto de 2010

RAYMOND CARVER [442]


Raymond Carver

Raymond Clevie Carver, Jr. (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.

Carver nació en Clatskanie, Oregón y creció en Yakima, Washington. Su padre trabajaba en un aserradero y era alcohólico. Su madre trabajaba como camarera y vendedora. Tuvo un único hermano llamado James Franklyn Carver que nació en 1943.

Durante algún tiempo, Carver estudió bajo la tutela del escritor John Gardner, en el Chico State College, en Chico, California. Publicó un sinnúmero de relatos en revistas y periódicos, incluyendo el New Yorker y Esquire, que en su mayoría narran la vida de obreros y gente de las clases desfavorecidas de la sociedad estadounidense. Sus historias han sido incluidas en algunas de las más prestigiosas compilaciones estadounidenses: Best American Short Stories y el Premio O. Henry de relatos cortos.

Carver estuvo casado dos veces. Su segunda esposa fue la poetisa Tess Gallagher. Alcohólico, cuyos efectos se manifiestan en algunos de sus personajes, Carver permaneció sobrio los últimos diez años de su vida. Era un gran amigo de Tobias Wolff y de Richard Ford, escritores también del realismo sucio.

En 1988, fue investido por la Academia Americana de Artes y Letras.

Los críticos asocian los escritos de Carver al minimalismo y le consideran el padre de la citada corriente del realismo sucio. En la época de su muerte Carver era considerado un escritor de moda, un icono que América "no podría darse el lujo de perder", según Richar Gottlieb, entonces editor de New Yorker. Sin duda era su mejor cuentista, quizá el mejor del siglo junto a Chéjov, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño. Al hilo de esta idea cabe destacar un soberbio cuento dedicado a los últimos días del referido escritor ruso de nombre "Tres rosas amarillas".

Su editor en Esquire, Gordon Lish, desempeñó un papel decisivo en concebir el estilo de la prosa de Carver. Por ejemplo, donde Gardner recomendaba a Carver usar 15 palabras en lugar de 25, Lish le instaba a usar 5 en lugar de 15. Durante este tiempo, Carver también envió su poesía a James Dickey, entonces editor de poesía de Esquire.

Carver murió en Port Angeles, Washington, de cáncer de pulmón, a los 50 años de edad.

La polémica Lish

En 1998, diez años después de la muerte de Carver, un artículo en la revista New York Times Magazine suscitó polémica al alegar que su editor Gordon Lish no sólo dio consejos a Carver, sino que reescribió párrafos enteros de sus cuentos, hasta el punto de cambiar el final innumerables veces. En el caso de los relatos del libro De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish llegó a reducir a la mitad el número de palabras originales y reescribió 10 de los 13 finales de los cuentos del libro. Por ejemplo, el cuento "Diles a las mujeres que nos vamos" ("Tell The Women We're Going") gana una dimensión más abstracta en manos de Lish, que suprime las relaciones de causa y efecto que llevan a dos adultos a matar a dos adolescentes, y añade torpeza, profundidad y silencio donde antes había — según D.T.Max, autor del artículo— demasiadas palabras.

Es notable también el caso de "Parece una tontería" ("A Good Thing, Small Thing"), con el que Carver ganó el premio O. Henry en 1983. La versión original del relato sobre un niño en coma se ve reducida a la mitad, tiene el título cambiado a "El baño" ("The Bath") y la muerte del niño al final de la versión de Carver se convierte en un final abierto, donde el lector no sabe si el niño vive o no. "El baño" fue publicado en De qué hablamos cuando hablamos de amor (What We Talk About When We Talk About Love) (1981) y "Parece una tontería" vio la luz posteriormente en Catedral (Cathedral) (1983).

Obras

Libros Publicados: Ficción

Will You Please Be Quiet, Please? (¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?) (1976)
What We Talk About When We Talk About Love (De qué hablamos cuando hablamos de amor) (1981)
Cathedral (Catedral)(1983)
Elephant (1988)
Beginners (2009) (original de De que hablamos cuando hablamos de amor, sin correcciones)

Poesía

Near Klamath (1968)
Winter Insomnia (1970)
At Night The Salmon Move (1976)
Where Water Comes Together with Other Water (1985)
Ultramarine (1986)
A New Path to the Waterfall (1989)

Compilaciones

Fires: Essays, Poems, Stories (1983)
Where I'm Calling From: New and Selected Stories (1988)ISBN 0-679-72231-9
No Heroics, Please:Uncollected writings (1991) (Sin heroísmos, por favor)
Short Cuts: Selected Stories (1993)
All of Us: The Collected Poems (1996)
Call if you Need Me (2000) (Si me necesitas, llámame)

Si me necesitas, llámame es una versión actualizada de Sin heroísmos, por favor. Este último, publicado primero, incluye la mayoría de los trabajos sin publicar de Carver (relatos tempranos, ensayos, prólogos, etc.) así como poemas sueltos. La nueva versión, Si me necesitas... elimina los poemas pero añade nuevos cuentos que Gallagher y una amiga encontraron entre documentos de Carver.

Editorial Anagrama publica por primera vez en 1989, en la colección "Panorama narrativas", una antología de los siete relatos nuevos incluidos en la compilación Where I'm Calling From (Atlantic Monthly Press, Nueva York, 1988). Anagrama la titula Tres rosas amarillas a partir del relato homónimo según la traducción de Jesús Zulaika. Este relato originalmente se titula "Errand", que literalmente traduce "Recado".

Publicaciones en castellano

"Un sendero nuevo a la cascada/Últimos poemas" (1993)Visor Libros, Madrid.
"La vida de mi padre/ cinco ensayos y una meditación" (1995) Editorial Norma, impreso en Colombia.
"Catedral" (1998) Compactos-Anagrama, Barcelona, España, quinta edición.

Películas

Shortcuts dirigida por Robert Altman
Everything Goes dirigida por Andrew Kotatko
Jindabyne (basado en So Much Water So Close to Home) dirigida por Ray Lawrence
Birdman dirigida por Alejandro González Iñárritu

Carver y el Teatro en la Argentina

Distintos autores y directores destacados de Teatro en la Argentina han tomado la prosa de Raymond Carver como fuente inspiradora para crear sus espectáculos. El multifacético teatrista porteño Rafael Spregelburd inauguró la seguidilla de adaptaciones junto a Andrea Garrote en 1994 con Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, pieza en la que se utilizaban retazos de varios cuentos del autor norteamericano. El director teatral Adrián Canale estrenó en el 2005 Parece algo muy simple versión teatral de "Parece una tontería", en 2006 "Hablar de amor" inspirado en "De qué hablamos cuando hablamos de amor" y en 2011 cierra su trilogía Carver con "Parte de este mundo" un montaje de seis cuentos y poemas, esta obra se mantiene en cartel hasta la actualidad. En los últimos años, el joven director y dramaturgo Martín Flores Cárdenas montó Catedral, inspirada en el cuento homónimo y Quienquiera que hubiera dormido en esta cama, un cruce de tres relatos.

Libros sobre Carver

Pieters, Jesús (2004). El silencio de lo real: sentido, comprensión e interpretación en la narrativa de Raymond Carver. Monte Ávila Editores Latinoamericana. ISBN 978-980-01-1219-9.





Un sendero nuevo a la cascada. Últimos poemas. (Trad. Mariano Antolín Rato). Madrid; Ed. Visor, 1993.


EL DESVÁN

Su cerebro es un desván donde
se guardan cosas años y años.

De vez en cuando su cara aparece
en las ventanitas de junto al techo de la casa.

El rostro triste de una persona a la que encerraron
y se olvidaron de ella.



MARGO

Él se llamaba Tug, ella Margo.
Hasta que la gente, el ver lo que pasaba
empezó a llamarla Cargo.
Tug y Cargo. Él tenía que cargar con ella,
decían. Con mucho pelo en la cara
y en los brazos. Un tipo fuerte. Voz
autoritaria. Ella era más tranquila. Rubia.
Soñadora. (Dulce y soñadora). Finalmente,
se marchó. Recorrió los mares
sin detenerse. Fue a sitios
que salían en los libros, y a algunos
que no aparecían en los libros, ni tampoco en los mapas.
Sitios a los que ella, de niña, y Cargo
nunca había soñado en ir.



UNA VIEJA FOTOGRAFÍA DE MI HIJO

Nuevamente 1974, y ha vuelto una vez más. Sonríe afectadamente,
con una bata sobre una camiseta blanca,
sin zapatos. Su pelo, largo y rubio, le cae
hasta los hombros como le pasaba al de su madre
por entonces, y como el de uno de esos jóvenes héroes
griegos de los que estaba leyendo. Pero
ahí termina el parecido. En su cara
la desdeñosa expresión del sabelotodo,
el pequeño tirano. Encuentro esa expresión en todas partes.
Corroe mi memoria como ácido. Es
la expresión que esperaba que nunca volvería
a ver. Quiero olvidar aquel chico
de la foto -¡aquel idiota, aquel pendenciero!

¿Qué hay de cena, madre? ¡Enseguida!
Oye, vieja, levántate, ¿por qué no te levantas? Contesta
cuando se te habla. Me parece que te voy a hacer
una llave de lucha libre a ver si te gusta.
Quiero que te pongas de
puntillas. Baila en mi honor. Adelante,
vieja, baila. Te enseñaré un par de pasos.
Deja que te retuerza el brazo. Suplícame que te deje,
suplícame que sea amable. ¿Quieres que te ponga el ojo morado?
¡Te lo pondré!

Ay, hijo, en aquellos días quise cien -no, mil-,
veces diferentes que estuvieras muerto.
Pensaba en todo lo que dejamos atrás. ¿Quién demonios
sacó esta foto, y
por qué aparece ahora,
justo cuando empezaba a olvidar?
Miro tu foto y se me encoge el estómago.
Me encuentro apretando las mandíbulas, los dientes, y
una vez más estoy lleno de desesperación y cólera.
Sinceramente, noto como si necesitase una copa.
Eso es una prueba de tu energía y fuerza, del miedo
y la confusión que todavía me inspiras. Es
muestra de lo poderoso que fuiste. Oye, aborrezco esta
fotografía. Aborrezco en lo que nos hemos convertido todos.
¡No la quiero en mi casa ni una hora más!
Puede que se la mande a tu madre, en el supuesto
de que todavía esté viva y que el correo pueda llevársela
hasta el borde de la tumba. Si es así, tendrá
una reacción diferente ante ella, lo sé. Tu juventud
y belleza, será lo único que verá y le alegrará.
Qué hijo tan guapo -dirá-. Mi chico maravilloso.
Examinará la foto, buscando su parecido
en los rasgos, y el mío. (Lo encontrará).
Puede que llore, si es que aún puede hacerlo.
Puede -¿quién sabe?- que hasta desee que vuelvan
aquellos días. ¿Quién sabe nada ahora?

Pero los deseos no se hacen reales, y está bien que sea así.
Con todo, seguro que tendrá tu foto
encima de la mesa durante un tiempo y pensará en ti
algunas veces. Luego, poco más tarde, irás a parar
al gran álbum de fotos de la familia con los otros locos,
-ella misma, su hija, y yo, su antiguo marido-. Allí estarás
a salvo, con la misma mandíbula altiva que todas tus víctimas.
Pero no te preocupes, hijo mío -las páginas se pasan-. En el
futuro haremos las cosas mejor.



LA RED

Hacia el atardecer el viento cambia. Hay barcos
todavía en el golfo
rumbo a la orilla. Un hombre con sólo un brazo
está sentado en la quilla de un barco
carcomido, cosiendo una brillante red.
Levanta la vista. Sujeta algo
entre los dientes, y muerde con fuerza.
Paso por delante sin cruzar palabra.
Dominado por la confusión
debido a este tiempo tan variable,
por los inoportunos sentimientos de mi corazón.
Sigo andando. Cuando me vuelvo a mirar
estoy demasiado lejos
para ver a este hombre atrapado en una red.



DESPERTAR

En junio, en el castillo de Kyborg, en el cantón
de Zurich, al caer la tarde, en la sala
de debajo de la capilla, en la mazmorra,
los instrumentos del verdugo están en el suelo
junto a uno de ellos que tiene forma de mujer
y cuyos rasgos serenos reflejan una sonrisa reservada.
Si te deslizas dentro de él, cerrará su interior
lleno de pinchos, como un demonio, como un poseso.
Abrazo -esa palabra junto a la inscripción:
“del que no hay escape”.
En un rincón está el potro, un artefacto de pesadilla
que hizo de todo y más. Y si la víctima perdía el sentido
debido al dolor, mientras le rompía los huesos uno a uno,
los torturadores se limitaban a lanzarle un cubo de agua
para que se despertase. Volvían a despertarle
más tarde, si era necesario. Sabían lo que estaban haciendo.
El cubo ha desaparecido, pero hay un viejo crucifijo
de cerezo en la pared de una esquina de la sala:
Cristo colgando de la cruz, claro, ¿qué iba a ser?
Los torturadores eran humanos después de todo, ¿no?
¿Y quién sabe? -en el último momento la víctima podría ver
la luz, tener una chispa de comprensión, y la aceptación
de su destino podría ablandar su casi destrozado
corazón. Jesucristo, mi salvador.
Miro el tajador. ¿Por qué no? ¿Por qué no, eh?
¿Quién no ha querido alguna vez poner el cuello en él
sin temor a las consecuencias? ¿A quién no le apeteció
arriesgar a que le cortasen la cabeza y luego retirarla en el último momento?
¿Quién, secretamente, no desea tener todo tipo de experiencias?
Se hace tarde. En la mazmorra no quedamos más que nosotros,
ella y yo, el Polo Norte y el Polo Sur. Caigo de rodillas
en el suelo de piedra, pongo las manos a la espalda,
y dejo descansar la cabeza en el tajador. Cierro los ojos,
respiro a fondo. Muy a fondo. El aire parece espesarse,
como si casi lo saboreara. Durante un momento me dejo ir.
Despierta -me dice ella-. Lo hago, vuelvo la cabeza y la veo
de pie a mi lado con los brazos levantados. También veo
el hacha, que hace como que blande. Sólo es una broma
-dice-, y baja los brazos, y la idea del hacha, luego
sonríe. Todavía sigo vivo -digo-. Un minuto después, cuando
lo vuelvo a hacer, cuando pongo de nuevo la cabeza en
el tajador, cierro los ojos, el corazón se acelera un poco,
no hay tiempo para la oración que surge de mi garganta.
Sale sin terminar de mis labios cuando oigo
que se mueve rápidamente. Noto carne contra mi carne
cuando el filo de su mano baja hasta la base de mi cráneo
y no sé si sufro o tengo un rapto o adónde me dirijo.
Ya te puedes levantar -dice ella-,
y lo hago. Me levanto y la miro.
Ninguno de los dos sonreímos, sólo temblamos.
Luego sonríe y la cojo por la cintura y nos dirigimos
al siguiente pasadizo necesitados de luz.
Y afuera, en lo abierto, necesitamos más.



PROPUESTA

Yo se lo pregunto y luego ella me lo pregunta a mí.
Los dos lo aceptamos. No hay un tira y afloja al respecto.
Después de casi once años juntos, nos conocemos bien.
Y este aplazamiento es sensato. Ahora tiene sentido. Supongo
que deberíamos estar en un jardín lleno de rosas o al menos
en un hermoso acantilado que da al mar, pero estamos en
el sofá, ése donde a veces el sueño nos atrapa con nuestros
libros abiertos o delante de una vieja película de Bette Davis
en blanco y negro -las llamas de la chimenea bailan
amenazadoras al fondo mientras ella sube por la escalera
de mármol con un pequeño revólver, con intención de liquidar
a su ex amante, con un abrigo de pieles que lleva echado
por encima de los hombros. Encantadores, letales enredos.
En semejante mundo son ciertos.

Hace unos días se aclararon algunas cosas
sobre que no quedan todos esos años por delante como
suponíamos. El médico seguía hablando de “la caja” que
yo había dejado atrás, haciendo todo lo que podía para que
no cayéramos en lágrimas y lamentos. “Pero él ama la vida” -oí
que decía una voz. La de ella. Y el joven médico, escurriendo
el bulto con dificultad: “Lo sé. Supongo que tendrá usted que
pasar por esos siete estadios. Pero terminará por aceptarlo”.

Después de eso fuimos a almorzar a un pequeño café donde no
habíamos estado. Ella tomó pastrami. Yo tomé sopa. Había
otras muchas personas almorzando. Por suerte
no nos conocía nadie. teníamos que hacer planes, el tiempo
apremiaba como un torno, aplastando nuestras esperanzas
para que hubiera sitio para lo eterno -esa palabra hizo que
me entraran ganas de gritar: “¿Hay un egipcio en la casa?”

De vuelta a casa nos abrazamos uno al otro y, sin la menor
reserva, hablamos del significado de todo aquello. ¿A cuántos
les pasa esto’ -pensé-. No queda tan lejos la necesidad
de una fiesta, una reunión de amigos, brindis con champán
y Perrier. “A Reno” -dije yo-. “Vamos a Reno y casémonos”.
En Reno, le dije, las bodas se celebran las veinticuatro
horas del día los siete días de la semana. No hay que esperar.
Sólo hay que hacerlo. Y lo haremos. Y tú le darás diez pavos
de propina al predicador para que nos busque un testigo.
Claro está que ella conocía perfectamente todas

esas historias de divorciados que arrojaban sus anillos de boda
al río Truckee y se dirigían al altar diez minutos después
con otra persona. ¿Es que ella no había tirado su último
anillo de boda al mar de Irlanda? Estuvo de acuerdo. Reno era
el sitio adecuado. Ella tenía un vestido de algodón verde
que le compré en Bath. Lo mandó al tinte.
Estábamos preparados, como si hubiéramos encontrado
respuesta a la pregunta de lo que queda
cuando ya no hay esperanza: el apagado sonido de dedos que
procede de la mesa cubierta de fieltro, el clic de la ruleta,
las tragaperras sonando en la noche, y una oportunidad más.
Y luego a esa suite que hemos reservado.



AMAR

Desde la ventana la veo inclinada junto a las rosas
cogiéndolas los más cerca que puede de la flor para no
pincharse los dedos. Con la otra mano las arranca,
hace una pausa y arranca otra, más sola en el mundo
de lo que pudiera imaginar. Está sola
con las rosas y con otra cosa en que sólo yo puedo pensar,
pero no decir. Sé los nombres de esos rosales,

se los pusimos cuando nuestra reciente boda; Amor, Honor, Cariño-
de este último es la rosa que me tiende de repente, después
de entrar en la casa entre dos miradas. La acerco
a la nariz, aspiro el aroma, me aferro a él -olor
de promesas, de tesoros. Mi mano en su cintura para acercarla,
sus ojos verdes como el musgo del río. Y le digo entonces
enfrentándome a lo que se acerca: mi mujer. Lo diré
mientras pueda, mientras respire, con cada pétalo
de la rosa.



PROPINA

No hay otra palabra posible. Pues eso es lo que fue. Una propina.
Una propina, estos diez años pasados.
Vivo, sobrio, trabajando, amando y
siendo amado por una buena mujer. Hace once
años le dijeron que tenía seis meses de vida
si seguía como hasta entonces. Y que no iría
a parte alguna sino al fondo. De modo que cambió
su modo de vivir. ¡Dejó de beber! ¿Y lo demás?
Después de eso todo fue una propina, cada uno de los minutos,
hasta ahora, incluyendo cuando le dijeron eso;
bueno, algunas cosas se vinieron abajo y
algo creció en su cabeza: “No lloréis por mí”
-les dijo a sus amigos-. “Soy un hombre de suerte.
He vivido diez años más de los que yo o cualquiera
esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.



NINGUNA NECESIDAD

Veo un sitio libre en la mesa.
¿Para quién? ¿Quién falta? ¿A quién le estoy tomando el pelo?
El barco espera. Ninguna necesidad de remos
o de viento. He dejado la llave
en el mismo sitio. Ya sabes donde.
Recuérdame, y todo lo que hicimos juntos.
Ahora estréchame con fuerza. Eso es. Bésame
en la boca. Ahí. Ahora
deja que me vaya, querida. Déjame ir.
Ya no nos volveremos a ver en esta vida,
así que dame un beso de despedida. Aquí. Vuélveme a besar.
Otra vez. Ahí. Ya es suficiente.
Ahora, querida, deja que me vaya.
Es hora de ponerme en camino.



ENTRE LAS RAMAS

Bajo la ventana, en el muelle, unos pájaros de aspecto
sucio se reúnen junto al comedero. Los mismos pájaros, creo,
que vienen todos los días a comer y pelearse. Ya es la hora
-gritan y se pegan unos a otros. Es casi la hora, sí.
El cielo está oscuro el día entero, el viento es del oeste y
no deja de soplar… Dame la mano un momento. Coge
la mía. Eso es, sí. Aprieta con fuerza. Hacía tiempo,
creíamos que el tiempo obraba en nuestro favor. Ya es la hora
-gritan esos pájaros sucios.



RESPLANDOR CREPUSCULAR

La oscuridad del atardecer llega. Antes ha caído
un poco de lluvia. Abres un cajón y dentro encuentras
la fotografía de un hombre que sólo tiene
dos años de vida. Él no lo sabe, claro,
por eso sonríe a la cámara de fotos.
¿Cómo iba a saber lo que se enraiza en su cabeza
en aquel momento? Si se mira a la derecha
por entre las ramas y los troncos de los árboles, se pueden ver
las manchas púrpura del crepúsculo. Ninguna sombra.
Todo está quieto y húmedo…
El hombre sigue sonriendo. Vuelvo a guardar la fotografía
junto a las otras y presto atención
al resplandor del crepúsculo de la lejana cordillera.
Una luz dorada en las rosas del jardín.
Luego, no puedo evitarlo y miro una vez más
la fotografía. El guiño, la sonrisa,
la inclinación del pitillo.



ÚLTIMO FRAGMENTO

¿Y conseguiste lo que
querías de esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado en la tierra.



CONSPIRADORES

Sin dormir. En un punto de los bosques cercanos, el miedo
envuelve las manos del centinela.

El techo blanco de nuestro cuarto
ha bajado alarmantemente debido a la oscuridad.

Las arañas salen y se meten
en todas las tazas de café.

¿Asustado? Sé que si saco la mano
tocaré un viejo zapato de unos ocho centímetros de largo
que enseña los dientes.

Querida mía, es la hora.
Sé que estás escondida ahí, detrás
de ese inocente manojo de flores.

Sal.
No te preocupes. Te lo prometo.

Escucha…
Hay un golpe a la puerta.

Pero el hombre que iba a entregar esto
en lugar de hacerlo te apunta con un arma a la cabeza.



VINO

Leyendo la vida de Alejandro Magno, de Alejandro
cuyo inculto padre, Filipo, contrató a Aristóteles
como tutor de su joven heredero y guerrero, para que
puliera un poco sus suaves hombros. Alejandro que, después,
en las campañas en Persia, llevaba un ejemplar de
La Iliada en una caja forrada de terciopelo, adoraba aquel
libro. También le gustaba luchar y beber.
Llego a ese momento de la vida en que Alejandro, después
de una larga noche de juerga, borracho de vino (el peor tipo
de borrachera -resacas que no se olvidan), arrojó la primera
tea para incendiar Persépolis, capital del Imperio Persa
(antiguo incluso en la época de Alejandro).
La dejó completamente arrasada. Posteriormente, claro,
a la mañana siguiente -puede que mientras todavía ardía la
ciudad- tuvo remordimientos. Pero nada parecidos a los
remordimientos que sintió la tarde siguiente cuando, durante
un altercado que se puso feo y, por parte de Alejandro, sin
afeitar, con la cara roja por tantas copas de vino, Alejandro se
puso de pie tambaleante,
agarró una espada y atravesó el pecho
de su amigo, Cleto, que le había salvado la vida en Granico.

Alejandro lamentó su muerte durante tres días. Lloró.
Se negó a comer. “Se negó a atender sus necesidades
corporales”. Hasta prometió
dejar el vino para siempre.
(He oído semejantes promesas y las lamentaciones que
las acompañan.)
No es necesario decir, que en el ejército la vida se
interrumpió por completo mientras Alejandro se entregaba a
su pena. Pero al terminar esos tres días, el terrible calor
empezó a exigir su parte del cuerpo del amigo muerto,
y convencieron a Alejandro para que se pusiera en acción.
Salió de su tienda, cogió su ejemplar de Homero,
lo desató y empezó a pasar páginas. Finalmente dio órdenes
de que los ritos funerarios descritos para Patroclo debían
de seguirse al pie de la letra: quería que Cleto tuviera la mejor
despedida posible. ¿Y cuando prendieron fuego a la pira y las
copas de vino circulaban durante la ceremonia? Claro, ¿qué se
te ocurre? Alejandro bebió y perdió el sentido.
Tuvieron que llevarle a su tienda. Tuvieron que levantarle
para meterle en la cama.



LOS TIRANTES

Mamá dijo que no tenía ningún cinturón que me sirviera y que
iba a tener que llevar tirantes al colegio
el día siguiente. Nadie llevaba tirantes en segundo,
y lo mismo pasaba en los demás cursos. Dijo:
Los llevarás puestos o si no te pegaré con ellos. yo no
quería más problemas. Entonces mi padre dijo algo. Estaba
en la cama que ocupaba la mayor parte de la habitación
de la casita donde vivíamos. Preguntó si no podíamos estarnos
tranquilos y resolverlo por la mañana. ¿Es que por la mañana
no tenía que levantarse pronto para ir al trabajo? Me pidió
que le trajera un vaso de agua. Es por culpa de todo
ese whisky que toma -dijo Mamá-. Estaba deshidratado.

Fui al fregadero y, no sé por qué, le traje
un vaso de agua jabonosa de fregar los platos. La tomó
y dijo: Esto sabe raro, hijo. ¿De dónde sacaste este agua?
Del fregadero -dije yo.
Creía que querías a tu padre -dijo Mamá.
Y le quiero -dije yo-, y fui al fregadero y metí un vaso
en el agua jabonosa y me tomé dos vasos sólo
para que lo vieran. Quiero a Papá -dije.
Sin embargo, creía que me iba a poner malo allí mismo.
Mamá dijo: Si yo fuera tú me sentiría avergonzada. No entiendo
que puedas hacerle esas cosas a tu padre. Y bien lo sabe Dios
que mañana vas a llevar esos tirantes, pues si no,
te arrancaré el pelo a tirones. No quiero llevar
xxtirantes
-dije yo. Pues vas a llevarlos -dijo ella. Y con eso
cogió los tirantes y se puso a pegarme con ellos en
las piernas que llevaba al aire mientras yo daba saltos
por la habitación y gritaba. Mi padre
nos chilló que parásemos, que por el amor de Dios, parásemos.
Le dolía mucho la cabeza y además tenía mal el estómago
por culpa del agua de fregar los platos. Es decir, por culpa
de éste -dijo Mamá-. Fue entonces cuando empezaron
a dar golpes en la pared de la casita de al lado de
la nuestra. Al principio, sonaba como si fueran puñetazos
–pom, pom, pom– y luego pareció que golpeaban con el mango de
una escoba. ¡Por el amor de Dios! ¡Váyanse a la cama!
-gritaron, volviendo a dar golpes-. Y nos acostamos. Apagamos
las luces y nos metimos en la cama y quedamos en silencio.
El silencio de una casa en la que nadie puede dormir.



DOMINGO POR LA NOCHE

Utiliza las cosas que te rodean.
Esta ligera lluvia
Del otro lado de la ventana, por ejemplo.
Este pitillo entre los dedos,
Estos pies en el sofá.
El débil sonido del rock-and-roll,
El Ferrari rojo del interior de mi cabeza.
La mujer que anda a trompicones
Borracha por la cocina…
Coge todo eso,
Utilízalo.



ADVERTENCIA

Al intentar escribir un poema mientras afuera todavía
estaba oscuro, tuvo la inconfundible sensación de que
le estaban observando. Dejó la pluma y miró a su alrededor.
Un momento después se levantó y recorrió las habitaciones de
su casa. Miró dentro de los armarios. Nada, claro.
Con todo, no quería arriesgarse.
Apagó las luces y se quedó sentado a oscuras.
Fumó su pipa hasta que pasó la sensación
y hubo luz afuera. Bajó la vista
al papel en blanco que tenía delante. Luego se levantó
y volvió a hacer la ronda de su casa.
El sonido de su respiración le acompañaba.
Sólo eso. Evidentemente.
Nada.



UNO MÁS

Se levantó temprano, la mañana teñida de emoción,
listo para ponerse a escribir. Tomó una tostada y huevos,
café, y fumó unos pitillos, mientras pensaba en el trabajo
que le esperaba, el difícil sendero a través del bosque.
El viento empujaba a las nubes en el cielo,
agitando las hojas que quedaban en las ramas,
al otro lado de la ventana. Unos pocos días más y habrían
desaparecido, esas hojas. Había un poema en eso, podría ser;
tenía que pensar en ello. Fue a su mesa,
dudó durante largo rato, y luego hizo
lo que demostró ser la decisión más importante
que tomaría en todo el día, algo para lo que toda
su imperfecta vida le había preparado. Puso a un lado
la carpeta de los poemas -un poema en concreto todavía
seguía en su mente después del inquieto sueño de la noche.
(Pero, en realidad, ¿qué es uno más o menos? ¿Qué más da?).
Contaba con todo un día abriéndose ante él.
Lo mejor será limpiar el suelo antes. Tenía que ocuparse
de unas cuantas cosas, incluso de unos asuntos familiares que
no debería dejar para mucho más tarde. De modo que no paró.
Trabajó sin parar el día entero -dominado por amor y odio,
un poco de compasión (muy poco), una sensación conocida,
incluso desesperación y alegría. Hubo ocasionales estallidos
de ira, que luego se calmaban, mientras escribía cartas
diciendo “sí” o “no” o “depende” -explicando por qué, o
por qué no a personas que nunca había visto y nunca vería.
¿Le importaban? ¿Le importaban algo? Algunas sí.
También atendió unas cuantas llamadas, e hizo algunas, que
a su vez provocaron la necesidad de hacer algunas más. Así es,
ahora se siente incapaz de hablar, prometió llamar al día siguiente.
Hacia la tarde, agotado y notando con claridad (pero
erróneamente, claro) que había pasado un día de trabajo
honrado, se detuvo a hacer inventario y tomar nota
del par de llamadas que tenía que hacer la mañana siguiente si
quería estar al tanto de las cosas, si no le apetecía
seguir escribiendo cartas, que no le apetecía. Ahora,
se le ocurrió, estaba harto de todos estos asuntos,
pero seguía igual, terminando la última carta que debería de
haber contestado semanas atrás. Luego, levantó la vista.
Afuera era casi de noche. El viento se había calmado. Y
los árboles -todavía seguían, casi despojados de todas
sus hojas. Pero, por fin, su mesa estaba despejada
si no se tuviera en cuenta esa carpeta de poemas que
le inquieta mirar. Mete la carpeta en un cajón, la
quita de su vista. Estará en buen sitio, segura y
él sabrás dónde descansar las manos cuando
sienta la necesidad de ello. ¡Mañana! Hoy ha hecho todo lo que
podía hacer. Había aún esas llamadas que tenía que hacer,
y olvidó que debía de llamar él, y había unas cuantas notas
que debía de mandar debido a algunas de las llamadas, pero
ahora no lo iba a hacer, ¿o sí? Estaba fuera del bosque.
Podía llamar día a hoy. Había hecho lo que debía hacer. Lo que
su conciencia le dijo que hiciera. Había cumplido con
sus obligaciones y no había molestado a nadie.

Pero en ese momento, sentado allí delante de su ordenada mesa,
sintió vagos remordimientos por el recuerdo del poema que
quería escribir esta mañana, y estaba ese otro poema
que tampoco conseguía recordar.
Así eran las cosas. La verdad, es que no hay mucho más que decir.
Qué se puede decir de un hombre que prefirió hablar por teléfono
el día entero, y escribir cartas estúpidas
mientras deja a sus poemas desatendidos, abandonados
-o peor aún, sin empezar-. Este hombre no merece poemas
y éstos no deberían acudir a él en ninguna forma.
Sus poemas, si producía alguno más,
deberían de comerlo las ratas.




POEMAS

Este mes vienen todos los días.
Una vez dije que los escribía porque
no tengo tiempo para nada
más. Queriendo decir, claro, cosas
mejores -cosas distintas a meros
poemas y versos-. Ahora los estoy escribiendo
porque quiero.
Más que nada porque
es febrero
cuando normalmente no muchas más cosas
suceden. Pero este mes
han florecido los alerces,
y el sol está un poco más alto
cada día. Es cierto he tenido los pulmones
tan calientes como hornos.
Y qué, si hay alguien
esperando a que deje caer
el otro zapato en lo que a mí atañe, muy bien.
Bien, aquí está. Adelante.
Escríbelo. Espero que te entre
como un zapato.
Lo bastante ajustado, sí, pero no apretado
para que el pie pueda respirar
un poco. Levántate. Da un
paseo. ¿Lo notas? Irá
adonde vayas tú, y estará allí
contigo al final de tu viaje.
Pero por ahora sigue descalzo. Sal
un rato afuera, y juega.



CARTA

Cariño, por favor, mándame el block de notas que dejé
en la mesilla de noche. Si no está encima,
mira debajo de la mesilla. ¡O debajo de la cama! Está
en alguna parte. Si no se trata de un block de notas, serán
unas cuantas líneas garabateadas en unos trozos
de papel. Pero sé que están ahí. Tiene algo que ver
con lo que nos contó aquella vez nuestra amiga médico, Ruth,
de la vieja de ochenta y pico años
“sucia y endurecida por la porquería” -palabras de Ruth- tan
poco preocupada por sí misma que se le había pegado la ropa
al cuerpo y tuvieron que arrancársela
en la sala de urgencias. “Estoy tan
avergonzada. Lo siento” -decía sin parar-. ¡El olor
de la ropa irritó los ojos de Ruth! Las uñas de la anciana
habían crecido y empezaban a curvársele
en dirección a los dedos. Se esforzaba por respirar, los ojos
sólo expresaban miedo. Pero incluso así fue capaz de contarle
algo de su historia a Ruth. Se había presentado en sociedad
en Madison Avenue, pero su padre la repudió después
de que fuera a París a bailar en el Folies Bergère.
Ruth y otros de los que estaban de guardia en la sala de urgencias
estaban alucinados. Pero les dijo cómo se llamaba su hijo, al que no trataba, que
era gay y tenía un bar gay en la misma ciudad. Éste lo confirmó
todo. Todo lo que había dicho la anciana era verdad.
Luego, ésta sufrió un ataque al corazón y murió en los brazos de Ruth.
Pero quiero ver qué más cosas anoté de todo lo que nos contó.
Quiero ver si es posible recrear cómo era
sesenta años antes cuando esta joven desembarcó
en Le Havre, hermosa, decidida, dispuesta a triunfar
en el escenario del Folies Bergère, capaz
de echar atrás la cabeza y saltar al mismo tiempo,
de llevar plumas y medias de malla, de bailar y bailar,
con los brazos unidos a los de las otras jóvenes del Folies Bergère,
de levantar la pierna en el Folies Bergère. Puede que sea
ese block de notas con tapas de tela azul, el que
me regalaste cuando volví de Brasil. Puedo
ver mis notas junto al nombre del caballo que ganó
en el hipódromo de cerca del hotel: Lord Byron.
Pero la mujer, no la suciedad, eso no importa, ni siquiera
cuando pesaba cerca de ciento cincuenta kilos.
Al recuerdo no le importa dónde mora y se burla
del cuerpo. “Aprendí algo una vez sobre la identidad”
-dijo Ruth, recordando sus años de prácticas-, “todos nosotros,
jóvenes estudiantes de medicina, boquiabiertos ante las manos
de un cadáver. Es donde la humanidad se queda más tiempo.
En las manos”. Y las manos de la mujer. Tomé una nota
entonces, como si pudiera mantenerlas pegadas
a sus esbeltas caderas, las mismas manos
a las que Ruth se refirió, y luego no pudo olvidar.


LAS JÓVENES

Olvida todas las experiencias que impliquen muecas de dolor.
Y cualquier cosa que tenga que ver con la música de cámara.
Museos en tardes lluviosas de domingo, etcétera.
Los viejos maestros. Todo eso.
Olvida a las jóvenes. Trata de olvidarlas.
A las jóvenes. Y a todo eso.


*


Sin heroísmos, por favor (Trad. Jaime Priede). 
Madrid; Bartleby editores, 2006.



ALGO ESTÁ PASANDO

Algo me está pasando
si me fío de las
sensaciones no se trata precisamente
de otra locura querida
estoy ligado todavía
a la misma vieja piel
las ideas puras y los deseos ambiciosos
el pene limpio y saludable
a toda costa
pero mis pies comienzan
a decirme cosas sobre
sí mismos
sobre su nueva relación con
mis manos corazón pelo y ojos

Algo me está pasando
si pudiera te preguntaría
si has sentido algo parecido alguna vez
pero ya estás demasiado
lejos esta noche no creo
que pudieras escucharme además
mi voz está también afectada

Algo me está pasando
no te sorprendas si
un día te despiertas temprano bajo este radiante
sol mediterráneo me miras
de reojo y descubres
una mujer en mi lugar
o peor
un hombre encanecido y extraño
escribiendo un poema
un tipo que apenas puede poner en orden las palabras
que simplemente mueve los labios
intentando
decirte algo



SIN HEROÍSMOS, POR FAVOR

Zivago con fino bigote,
esposa e hijo. Sus ojos de poeta
presencian toda clase de sufrimiento.
Se mantienen ocupadas sus manos de médico.
“Las paredes de su corazón eran papel de fumar”,
le dice el camarada y hermanastro General Alec Guinness
a Sara, de quien Zivago se enamoró
y dejó embarazada.

Pero en ese momento,
la banda del topless
que está al lado del cine empieza a tocar.
El saxofón se eleva cada vez más,
reclama nuestra atención. La batería
y el bajo también se hacen presentes,
pero son las subidas y bajadas del saxo
las que drenan la capacidad
de resistir.
  



Todos nosotros (Trad. Jaime Priede). Madrid; Ed. Bartleby, 2006.


DOS MUNDOS

En el aire denso
con olor a azafrán,

sensual olor a azafrán,
veo desaparecer un sol limón,

un mar que cambia de azul
a negro aceituna.

Miro el relámpago que brinca desde Asia como
dormido,

mi amor se vuelve y respira y
se vuelve a dormir,

parte de este mundo y, sin embargo,
parte de aquél.



UNA MUJER SE BAÑA

Río Naches. Justo debajo de las cascadas.
A veinte millas de cualquier ciudad. Un día
de densa luz solar
colmada de los olores del amor.
¿Cuánto nos queda?
Tu cuerpo, agudeza de Picasso,
ya se seca al aire de la montaña.
Te seco la espalda y las caderas
con mi camiseta.
El tiempo es un león de montaña.
Nos reímos por nada,
y cuando te toco los pechos
hasta las ardillas
quedan deslumbradas.



MI MUJER

Mi mujer ha desaparecido con toda su ropa.
Se dejó dos medias de nailon y
un cepillo del pelo que encontré detrás de la cama.
Me gustaría que te fijaras
a esas medias y a los pelos negros
entre las púas del cepillo.
Tiro las medias al cubo de la basura; el cepillo
me lo quedo para usarlo. Sólo la cama
resulta extraña, no sé qué hacer con ella.



REGRESO A CRACOVIA EN 1880

Regreso desde las grandes capitales
a esta ciudad en un angosto valle bajo la catedral de la colina
con tumbas de reyes. A una plaza bajo la torre
y a la trompeta que suena a mediodía, la nota
a medias porque la flecha de los tártaros
alcanzó una vez más al trompetista.
Y a las palomas. Y a las pañoletas chillonas de las mujeres que venden flores.
Y a los grupos de personas charlando bajo el pórtico de la iglesia.
Mi baúl de libros llegó, esta vez sin problemas.
Lo que sé de mi esforzada vida: que la he vivido.
Los rostros son más pálidos en la memoria que en los daguerrotipos.
No necesito escribir recuerdos ni cartas todas las mañanas.
Otros se ocuparán, siempre con la misma esperanza,
aun sabiendo que no tiene sentido, dedicamos a ello nuestras vidas.
Mi país seguirá siendo lo que es, el patio trasero de los imperios,
seguirá alimentando su humillación con fantasías provincianas.
Salí una mañana a dar un paseo con mi bastón:
Los puestos de los viejos ocupados ahora por nuevos viejos.
Y por donde pasaban las chicas con sus vaporosas faldas
pasean ahora otras, orgullosas de su belleza.
Y chicos haciendo rodar sus aros durante más de medio siglo.
En un sótano un zapatero alza los ojos desde su banco.
Pasa un jorobado con su lamento oculto,
luego una dama elegante, viva imagen de pecados mortales.
Así es como perdura la Tierra, en todas las pequeñas cosas
y en la vida de los hombres, irreversible.
Y eso parece un alivio. ¿Ganar? ¿Perder?
¿Para qué? si el mundo nos va a olvidar de todos modos.

Czeslaw Milosz
(traducido al inglés por Milosz y Robert Hass).


DOMINGO POR LA NOCHE

Utiliza las cosas que te rodean.
Esta ligera lluvia
Tras la ventana, por ejemplo.
Este cigarrillo entre los dedos,
Estos pies en el sofá.
El débil sonido del rock and roll,
El Ferrari rojo en el interior de la cabeza.
La mujer que anda a trompicones
Borracha por la cocina…
Coge todo eso,
Utilízalo.



UNO MÁS

Se levantó temprano, la mañana llena de expectativas,
preparado para ponerse a escribir. Tomó tostadas, huevos y
café y se fumó unos cigarrillos pensando todo el tiempo en el trabajo
que tenía por delante, el difícil sendero a través del bosque.
El viento empujaba las nubes
por el cielo, agitaba las hojas que quedaban en las ramas
al otro lado de la ventana. Unos días más y desaparecerían,
esas hojas. Ahí había un poema, pude ser;
tendría que pensar en ello. Fue
al escritorio, dudó un buen rato, y entonces tomó
la que vendría a ser la decisión más importante
del día, algo para lo que su imperfecta vida
le había estado preparando. Apartó la carpeta de los poemas ‒
uno en concreto seguía aún en su cabeza tras
el sueño agitado de la noche anterior (pero, en realidad, ¿qué importa
uno más o menos? ¿Qué más da? ¿Nada va a cambiar,
no?). Tenía el día entero por delante.
Mejor limpiar primero la mesa. Tenía que ocuparse
de unas cuantas cosas, asuntos familiares que no podía
dejar para más tarde. De modo que se puso manos a la obra.
Trabajó duro todo el día ‒ pasando del amor al odio,
a la compasión (muy poca), una sensación conocida,
también de la desesperación a la alegría.
Tuvo estallidos ocasionales de ira, luego
se calmaba, al escribir cartas, diciendo “sí” o “no” o
“depende” ‒ explicando por qué o por qué no a personas
que apenas había visto o que nunca vería.
¿Le importaban? ¿Le importaban una mierda?
Algunas sí. Atendió también unas llamadas
e hizo otras que, a su vez, provocaron
la necesidad de hacer alguna más. Siguió así
hasta que se sintió incapaz de hablar más y prometió
llamar al día siguiente.

Por la tarde, agotado y convencido (erróneamente, por supuesto)
de que había completado una honesta jornada de trabajo,
se puso a hacer inventario y tomó nota del par
de llamadas que tendría que hacer a la mañana siguiente si
quería seguir al tanto de las cosas y si no quería
escribir más cartas, que no quería. Pero ahora,
pensó, estaba harto de todos esos asuntos, aunque
seguía igual, terminando la última carta, una que debería haber
contestado hace semanas. Levantó la vista. Casi era de noche.
El viento se había calmado. Los árboles allí seguían, despojados
de casi todas sus hojas. Pero, por fin, su mesa estaba despejada,
sin contar la carpeta de los poemas que le
costaba mirar. Metió la carpeta en un cajón, apartándola de su vista.
Es un buen sitio, un sitio seguro, y sabrá dónde está cuando
necesite descansar las manos sobre ella. ¡Mañana!
Hoy hizo todo lo que podía hacer.
Aún le quedaban un par de llamadas,
se le había olvidado que tenía que llamar él y
también unas cuantas notas que debía mandar a causa de las llamadas,
pero no lo iba a hacer ahora, ¿o sí? Había dejado el bosque atrás.
Podía decirse que había cumplido. Había hecho lo que tenía que hacer.
Lo que su conciencia le había pedido que hiciera. Había cumplido
con sus obligaciones y no había molestado a nadie.

Pero en aquel momento, sentado frente a su ordenada mesa,
sintió vagos remordimientos por el poema que seguía en su cabeza
y había intentado escribir por la mañana, y aquel otro
que no conseguía recordar.

Así son las cosas. Poco más se puede decir. ¿Qué se
puede decir de un hombre que prefirió hablar por teléfono
todo el día y escribir cartas estúpidas
mientras sus poemas quedan desatendidos,
abandonados o,
peor aún, sin empezar? Ese hombre no los merece
y no deberían acudir a él de ninguna de las formas.
Sus poemas, si llega alguno más,
deberían comerlos las ratas.



LAS JOVENCITAS

Olvida toda experiencia que implique ahora una mueca de dolor.
Todo lo que tenga que ver con la música de cámara.
Los museos en las tardes lluviosas de domingo, etcétera.
Los viejos maestros, todo eso.
Olvídate de las jovencitas. Trata de olvidarlas.
Las jovencitas. Y todo eso.



ANTE UNA VIEJA FOTOGRAFÍA DE MI HIJO

Otra vez es 1974, y ha vuelto una vez más. Sonríe
afectadamente, lleva un mono sobre una camiseta blanca,
sin zapatos. El pelo, largo y rubio, le cae
sobre los hombros como el de su madre
por entonces, y como el de uno de esos héroes griegos
sobre los que yo leía. Pero
el parecido termina ahí. En su cara
esa desdeñosa expresión del sabelotodo,
del pequeño tirano. Encuentro esa expresión por todas partes.
Corroe la memoria como ácido. Es
la expresión que esperaba no volver a ver
otra vez. Quiero olvidarme de ese chico
de la foto ‒ ¡ese idiota, ese bravucón!

¿Qué hay para cenar, mamá? ¡Rápido!
Oye, vieja, levántate, ¿por qué no te levantas? Contesta
cuando te hablan. Me parece que te voy a hacer
una llave de lucha a ver qué te parece. Me apetece.
Quiero que te pongas
de puntillas. Baila para mí. Venga,
vieja, baila. Te enseñaré un par de pasos.
Déjame que te retuerza el brazo. Suplícame que te deje, suplícame
que sea bueno. ¿Quieres que te ponga morado un ojo? ¡Te lo pondré!

Ay, hijo, en aquellos días quise
cien ‒ no, mil ‒ veces que te murieras.
Pensaba en todo lo que dejamos atrás. ¿Quién diablos
sacó esta foto y
por qué aparece ahora,
justo cuando empezaba a olvidar?
Miro la foto y se me encoge el estómago.
Me veo a mí mismo apretando las mandíbulas, los dientes, y
de nuevo me puede la cólera.
Sinceramente, necesitaría una copa.
Eso es una prueba de tu fuerza y tu poder, del miedo
y la confusión que aún me inspiras. Es
la prueba de lo poderoso que fuiste. Ah, odio esta
fotografía. Odio todo en lo que nos hemos convertido.
¡No quiero este artefacto en mi casa ni un momento más!
Puede que se la envíe a tu madre, suponiendo
que todavía esté viva por algún sitio y el correo se la haga llegar
a este lado de la tumba. Si es así, reaccionará
de manera diferente ante ella, lo sé. Tu juventud y
belleza, eso será lo único que verá y celebrará.
Mi niño guapo, dirá. Mi maravilloso hijo.
Examinará la foto buscando su parecido
en los rasgos, y el mío (los encontrará, seguro).
Puede que llore un poco, si es que aún le quedan lágrimas.
Puede ‒ ¿quién sabe? ‒ que hasta eche de menos
aquellos tiempos. ¿Quién sabe nada?

Pero los deseos no se cumplen, y está bien que sea así.
Con todo, seguro que dejará la foto
sobre la mesa un tiempo y pensará en ti
alguna vez. Luego, no muy tarde, irás
a parar al gran álbum de fotos de la familia con los otros dementes ‒
ella misma, su hija y yo, su antiguo marido. Allí estarás
a salvo, mejilla a mejilla con todas tus víctimas. Pero no
te preocupes, hijo. Las páginas pasan, hijo mío. Todos
lo haremos mejor en el futuro.



COLIBRÍ

                                      A Tess

Vamos a suponer que digo verano,
escribo la palabra “colibrí”,
la meto en un sobre
y la llevo colina abajo
hasta el buzón. Cuando abras
la carta te acordarás
de aquellos días y lo mucho,
lo muchísimo que te quiero.



PROPINA

No hay otra palabra. Pues eso es lo que fue. Una propina.
Una propina, estos diez años.
Vivo, sobrio, trabajando, amando
y siendo amado por una buena mujer. Hace
once años le dijeron que le quedaban seis meses de vida
si seguía así. Y que por ese camino
no llegaría sino al fondo. De modo que cambió
su modo de vida. ¡Dejó de beber! ¿Y el resto?
Después de eso, todo fue una propina, cada minuto
hasta ahora, incluyendo el momento en que se lo dijeron,
bueno, aunque hubo cosas en su cabeza que se vinieron abajo
y otras que empezaron a formarse. “No lloréis por mí”,
les dijo a sus amigos. “Soy un hombre con suerte.
He vivido diez años más de lo que yo o nadie
esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.



WOOLWORTH’S 1954

No sé de dónde surgió
ni por qué. Pero pienso en ello
desde que me llamó Robert
y me dijo que estaría aquí en unos
minutos para ir a pescar almejas.

Se trata de mi primer empleo, trabajaba
para un hombre que se llamaba Sol.
Cincuenta y pico años, pero
chico de almacén igual que yo.
Había trabajado toda su vida
sin ascender nunca. Pero agradecía
tener trabajo, como yo.
Sabía todo lo que había
que saber sobre la mercancía
de aquel almacén y estaba deseando
enseñármelo. Yo tenía dieciséis años
y trabajaba por menos de un dólar a la hora.
Me encantaba ser lo que era. Sol me enseñó
lo que sabía. Tenía paciencia,
aunque también ayudaba que yo aprendía rápido.

El recuerdo más importante
de toda aquella época: abrir
las cajas de lencería femenina.
Bragas, cosas delicadas y suaves
de ese tipo. Las sacaba
de las cajas a puñados. Algo
dulce y misterioso en esas
cosas desde entonces. Sol las llamaba
“liencería”. ¿Liencería?
Yo qué sabía. También lo dije
así durante un tiempo. Liencería.

Luego crecí. Dejé de ser
chico de almacén. Empecé a pronunciar
bien aquella palabra.
¡Sabía de qué estaba hablando!
Salía con chicas
y mantenía la esperanza de tocar aquella suavidad,
deslizar la mano bajo sus bragas.
Y a veces ocurría. Dios mío,
se dejaban. Y era
liencería, aquellas bragas.
Solían resistirse
un poco cuando se deslizaban
por el vientre, pegándose ligeramente
a la caliente piel blanca.
Pasaban luego por caderas, nalgas
y hermosos muslos, más deprisa
por las rodillas, ¡las pantorrillas!
Llegaban entonces a los tobillos,
que se juntaban para
la ocasión. Y por fin
las tiraba al suelo del coche
olvidándome de ellas. Hasta que tenías
que ponerte a buscarlas.

“Liencería”.

¡Aquellas chicas tan cariñosas!
“Esperad un poco, sois tan hermosa”.
Sé quién decía eso. Es bueno,
lo usaré. Robert y sus
hijos y yo en las marismas
con los cubos y las palas.
Sus hijos, que no prueban las almejas,
cortan el tiempo al decir “Eh”
o “Ay” cuando las almejas se cierran
en las palas llenas de arena
y las echamos al cubo.
Y yo pensando todo el rato
en aquellos días en Yakima.
En bragas suaves como la seda.
La lencería que usaban Jeanne,
Rita, Muriel, Sue y su hermana,
Cora Mae. Todas aquellas chicas.
Ahora han envejecido. O peor.
Lo diré: muerto.



ONDAS DE RADIO

                                         A Antonio Machado

Ha dejado de llover y sale la luna.
No sé nada de ondas
de radio. Pero supongo que se transmiten mejor
después de haber llovido, con el aire húmedo.
En cualquier caso, ahora puedo coger Ottawa, si quiero, o Toronto.
Últimamente, por la noche, me sorprendo a mí mismo
interesado en la política canadiense
y en sus problemas internos. Es verdad. Antes solía buscar
sus emisoras de música. Me sentaba aquí en el sillón
y escuchaba, sin hacer nada ni pensar en nada.
No tengo tele y ya no leo
los periódicos. De noche pongo la radio.

Cuando llegué a este lugar estaba intentando alejarme
de todo. Especialmente de la literatura,
de cómo te atrapa y sus consecuencias.
Un deseo en el alma de no pensar.
De quedarme quieto. Y a la vez
un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.
Pero el alma también puede ser una afable hija de puta,
no siempre es de fiar. Y no lo tuve en cuenta.
Le hice caso cuando me dijo: Mejor cantar a lo que se ha ido
y no volverá que a lo que sigue ahí
con nosotros y seguirá ahí mañana. O no.
Y si no, da igual.
Tampoco importa mucho, dijo, si un hombre no le canta a nada.
Ésa es la voz que escuché.
¿Es posible que alguien piense así?
¿Da todo igual, realmente?
¡Qué absurdo!
Pero pensaba estas estupideces de noche
cuando me sentaba en el sillón y escuchaba la radio.

Entonces, Machado, ¡tu poesía!
Era un poco como el hombre maduro que se enamora
de nuevo. Una cosa digna de atención;
desconcertante, también.
Se me ocurren tonterías como colgar tu retrato de la pared.
Y llevarme tu libro a la cama conmigo,
dormirme con él a mano. Una noche
pasó un tren por mis sueños y me despertó.
Lo primero que pensé, con el corazón acelerado
allí en el dormitorio a oscuras, fue esto:
No pasa nada, Machado está aquí.
Y me volví a dormir.

Hoy me llevé tu libro cuando fui a dar
un paseo. “Presta atención”, dijiste,
cuando alguien se preguntó qué hacer con su vida.
Así que miré alrededor y tomé nota de todo.
Luego me senté con el libro al sol, en mi sitio
junto al río, desde donde puedo ver las montañas.
Cerré los ojos y me puse a escuchar el sonido
del agua. Luego los abrí y empecé a leer
“Abel Martín”.
Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.
Espero, incluso a pesar de lo que sé de la muerte,
que hayas recibido el mensaje que te envié.
Pero da igual si no es así. Que duermas bien. Descansa.
Antes o después espero que nos encontremos.
Entonces podré decirte estas cosas personalmente.



LOS VIEJOS TIEMPOS

Dormitabas frente al televisor
pero aún no te habías acostado
cuando llamaste. Yo estaba dormido,
o casi, cuando sonó el teléfono.
Querías decirme que habías dado
una fiesta. Y que se me echó de menos.
Fue como en los viejos tiempos, dijiste,
y te reías.
La cena fue un desastre.
Todo el mundo estaba borracho perdido a la hora
en que la comida atinó con la mesa. La gente
se lo estaba pasando bien, hasta
que alguien se llevó a la novia
de alguien arriba. Entonces
alguien cogió un cuchillo.

Pero te pusiste delante del tipo
cuando iba a subir
y lograste calmarle.
Se evitó el desastre por un pelo,
dijiste, y te reíste de nuevo.
No te acordabas muy bien
de lo que había ocurrido después.
La gente se puso sus abrigos
y empezó a marcharse. Tú
debes de haberte quedado dormido
un rato frente al televisor
porque te estaba pidiendo a voces
una copa cuando despertaste.
De todos modos, tú estás en Pittsburg
y yo aquí, en este
pueblo en la otra punta
del país. Todo el mundo
se ha ido de nuestras vidas ahora.
Querías llamarme para decirme hola.
Dices que estuviste pensando
en mí, en los viejos tiempos.
Dices que me echas de menos.

Fue entonces cuando me puse a recordar
aquella época y cómo solían
saltar los teléfonos cuando sonaban.
La gente que venía
a primera hora de la mañana
a llamar asustada a la puerta.
No importaba desde dentro.
Me acordé de eso y de cenas tensas.
Los cuchillos en la mesa, a la espera
de problemas. Irme a la cama
con la esperanza de no volver a despertar.

Te quiero, hermano, dijiste.
Se cruzó un sollozo.
Me cogí al auricular
como si fuera el brazo de un colega.
Y deseé abrazarte, viejo amigo.
Yo también te quiero, hermano.
Lo dije y luego colgamos.



NUESTRA PRIMERA CASA EN SACRAMENTO

Ahora lo veo con más claridad ‒ incluso por entonces
los días tenían fecha. Tras la primera semana
en la casa que habíamos amueblado
con lo que les sobraba a otros, apareció una noche
un hombre con un bate de béisbol. Y lo alzó.
Pero yo no era el hombre que él creía.
Al final, logré convencerle.
Lloró de frustración cuando dejó
de sentir ira. Nada de aquello tenía que ver
con la beatlemanía. A la semana siguiente, los amigos
del bar en el que todos nos emborrachábamos
trajeron a casa a otros amigos suyos
y jugamos al póker. Le hice perder el dinero de la compra
a un desconocido. Se puso a discutir con su mujer. Lleno de frustración,
atravesó de un puñetazo la pared de la cocina.
Luego, también él despareció de mi vida para siempre.
Cuando dejamos aquella casa en la que nada iba bien,
nos fuimos a medianoche
con un camión de alquiler y una linterna.
Quién sabe lo que se les pasaría por la cabeza a los vecinos
al ver a una familia trasladarse
en mitad de la noche.
La linterna moviéndose tras las ventanas
sin cortinas. Sombras deslizándose de habitación en habitación,
metiendo sus cosas en cajas.
He visto de primera mano
lo que puede hacerle a un hombre la frustración.
Puede hacerle llorar, romper una pared
de un puñetazo. Puede llevarle a soñar
con una casa que sea suya
al final de una larga carretera. Una casa
llena de música, calma, generosidad.
Una casa en la que aún no vive nadie.



EL AÑO QUE VIENE

Esa primera semana en Santa Bárbara no fue lo peor.
La segunda semana se cayó de cabeza
por beber justo antes de una lectura.
En la esquina del bar, aquella misma semana, ella le quitó el micrófono
de las manos a la cantante y susurró
su propia canción de desamor. Luego bailó. Y luego se cayó redonda
sobre una mesa. Pero eso no fue lo peor, tampoco. Los metieron
en la cárcel esa misma semana. No conducía él,
así que le ficharon, le dieron un pijama
y le encerraron en Detox. Le dijeron que intentara dormir algo.
Le dijeron que podría ver a su mujer por la mañana.
Pero cómo iba a dormir si no le dejaban
cerrar la puerta de su habitación.
Entraba la luz verde del corredor
y se oía llorar a un hombre.
A su mujer le habían pedido que dijera el alfabeto
en el arcén, en mitad de la noche.
Eso ya es bastante raro. Pero los polis le pidieron también
que mantuviera el equilibrio sobre una pierna, que cerrara los ojos
e intentara tocarse la nariz con el índice.
Se negó a todo.
La encerraron por resistencia a la autoridad.
Él pagó la fianza cuando salió de Detox.
Condujeron de vuelta a casa hechos una ruina.
Pero eso no es lo peor. Su hija había elegido aquella noche
para marcharse de casa. Dejó una nota:
“Los dos estáis locos. Dadme un respiro, POR FAVOR.
No me sigáis”.
Pero esto todavía no es lo peor. Seguían
creyendo que eran el tipo de gente que decían que eran.
Respondiendo a sus nombres.
Noches sin comienzo que no tenían final.
Hablando de un pasado como si realmente lo tuvieran.
Diciéndose a sí mismos que el año que viene,
el año que viene por estas fechas
las cosas iban a ser diferentes.



A MI HIJA

Todo lo que veo me sobrevivirá.
Anna Ajmátova

Es demasiado tarde para maldecirte, para desearte,
digamos, la fealdad, como Yeats hizo con su hija. Cuando
la vimos en Sligo vendiendo sus cuadros, había funcionado:
era la mujer más fea y más vieja de Irlanda.
Pero estaba a salvo.
Durante mucho tiempo no entendí
sus motivos. En cualquier caso, es demasiado tarde,
como digo. Ya eres mayor, y preciosa.
Eres una borracha preciosa, hija.
Pero una borracha. No puedo decir que se me parta
el corazón. No tengo corazón cuando se trata
de la bebida. Es triste, sí. Sólo Dios lo sabe.
Tu viejo amigo, ése al que llaman Silo, ha regresado
a la ciudad, y el alcohol ha vuelto a correr de nuevo.
Llevas tres días borracha, me dices,
cuando sabes jodidamente bien que la bebida es veneno
para nuestra familia. ¿No te servimos de ejemplo
tu madre y yo? Dos personas
que se querían a golpes,
que acabaron a golpes con el amor que se tenían, vaciando vaso tras vaso,
maldiciones, desgracias, traiciones.
¡Debes de estar loca! ¿No has tenido suficiente?
¿Quieres matarte? Puede que sea eso. A lo mejor
creo que te conozco y no te conozco.
No te estoy tomando el pelo, niña. ¿Quién te toma el pelo?
Hija, no debes beber.
Las últimas veces que nos vimos lo habías dejado.
El cuello escayolado y además
un dedo entablillado, gafas oscuras para ocultar
el moratón en el ojo. Un labio
que un hombre debería besar en vez de partir.
¡Oh, Dios, Dios, Dios!
Tienes que intentarlo ya.
¿Me oyes? ¡Despierta! Tienes que  cortar con esto
y empezar de nuevo. Tienes que dejarlo por completo. Te lo estoy pidiendo.
Vale, sólo te lo digo. Mira, el destino de nuestra familia
es el despilfarro, no el ahorro. Pero puedes cambiar las cosas.
¡Debes hacerlo, no tienes más remedio!
Hija, no bebas.
Te matará. Como hizo con tu madre y conmigo.
Así.



ENERGÍA

Anoche, en su casa, cerca de Blaine,
mi hija intentó explicarme lo mejor que pudo
qué había fallado
entre su madre y yo.
“Energía. La energía de ambos estaba mal encauzada”.
Se parece a su madre
cuando su madre era joven.
Se ríe como ella.
Se aparta el flequillo
de la frente con un gesto como el de su madre.
Apura el cigarrillo
hasta el filtro en tres caladas,
igual que su madre. Creía
que la visita resultaría fácil. Me equivoqué.
Esto es duro, hermano. El pasado
se desborda por mi sueño cuando intento
dormir. Me despierto y me encuentro miles
de cigarrillos en el cenicero y todas
las luces de la casa encendidas. No pretendo
entender nada: hoy seré transportado
a tres mil millas de distancia hasta
los amantes brazos de otra mujer, no
de su madre. No. Ella está atrapada
en el engranaje de un nuevo amor.
Apago la última luz
y cierro la puerta.
Cuando nos movemos hacia cualquier zona del pasado
se ponen en marcha las cadenas
y tira de nosotros, implacablemente.



CIERRAS LA PUERTA POR FUERA Y LUEGO TRATAS DE ENTRAR

Así de sencillo, sales y cierras la puerta
sin pensarlo. Y cuando te das cuenta
delo que has hecho
es demasiado tarde. Si parece
la historia de una vida, perfecto.

Estaba lloviendo. Los vecinos que tenían
una llave no estaban. Lo intenté varias veces
por las ventanas de abajo. La mirada fija
en el sofá, las plantas, la mesa,
las sillas y el equipo de música.
La taza de café y el cenicero esperándome
en la mesa de cristal, y mi corazón
que se iba hacia ellos. Les dije: hola, amigos,
o algo parecido. Después de todo,
no era tan grave.
Cosas peores habían pasado. Incluso
tenía su gracias. Encontré la escalera.
La cogí y la apoyé contra la pared.
Subí bajo la lluvia a la terraza,
pasé sobre la barandilla
y lo intenté con la puerta. Estaba cerrada,
por supuesto. Pero volví a mirar hacia dentro,
mi escritorio, los papeles y la silla.
Era la ventana por la que miraba
cuando alzaba la vista de la mesa.
Esto no es como lo de abajo, pensé.
Esto es algo más.

Había allí algo que nunca había visto
desde la terraza. Estar allí dentro y no estar.
No sé cómo explicarlo.
Pegué la cara al cristal
y me imaginé dentro,
sentado a la mesa. Alzando la vista
del papel de vez en cuando,
pensando en otro lugar
y otro tiempo.
La gente que había amado desde entonces.

Me quedé allí un rato bajo la lluvia.
Me consideraba el hombre más afortunado del mundo.
Incluso cuando me pasó por encima una ola de pena.
Incluso cuando me sentí francamente avergonzado
por el daño que había causado.
Le di un fuerte golpe a aquella hermosa ventana.
Y entré.



AL MENOS

Quiero levantarme temprano una vez más,
antes de que salga el sol. Antes que los pájaros, incluso.
Quiero echarme agua fría a la cara
y sentarme a mi mesa de trabajo
cuando el cielo empieza a iluminarse y aparece
el humo en las chimeneas
de las casas vecinas.
Quiero ver cómo rompen las olas entre las rocas, no sólo
oírlas como por la noche mientras duermo.
Quiero ver de nuevo los barcos
que llegan de cualquier parte del mundo
y cruzan el Estrecho,
los cargueros viejos y sucios que apenas se mueven,
y los nuevos buques de carga
pintados de todos los colores bajo el sol
tan rápidos que cortan el agua a su paso.
No quiero perderlos de vista,
ni tampoco la pequeña barca que avanza
entre ellos
o la estación del práctico al lado del faro.
Quiero ver cómo bajan a un hombre del barco
y suben a otro a bordo.
Quiero pasarme el día viendo estas cosas
y sacar mis propias conclusiones.
Detesto parecer egoísta ‒tengo muchos
motivos para estar agradecido‒
pero quiero levantarme temprano una vez más, al menos.
Acercarme a mi sitio con un café y esperar.
Sólo esperar a ver qué ocurre.



MI HIJA Y LA TARTA DE MANZANA

Me sirve un trozo recién
sacada del horno. Al realizar el corte
sale un ligero vapor. El azúcar y las especias ‒
canela ‒ quemados en la corteza.
Pero lleva gafas oscuras
en la cocina a las diez
de la mañana ‒todo tan sutil‒
mientras me observa tomar
un bocado, acercarlo a la boca
y soplar. La cocina de mi hija,
invierno. Pincho el trozo de tarta
y me digo a mí mismo que no debo meterme.
Ella dice que le ama. No
podía ser peor.



MI CUERVO

Un cuervo se posó en el árbol que hay frente a mi ventana.
No era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway.
Ni el de Frost, ni el de Pasternak, ni el cuervo de Lorca.
Tampoco era uno de los cuervos de Homero, impregnados
de sangre coagulada tras la batalla. Era sólo un cuervo.
Que jamás encajó en parte alguna
ni hizo nada digno de mención.
Se quedó ahí en esa rama durante unos minutos.
Luego alzó el vuelo maravillosamente
y salió de mi vida.



PARA TESS

Afuera en el Estrecho el agua chapotea,
como dicen aquí. Anuncia tormenta, me alegra
no estar fuera. Contento porque estuve todo el día pescando
en Morse Crreek, probando una Daredevil roja, lanzándola
una y otra vez. No saqué nada. Ni una pieza
siquiera, nada. Pero estuvo bien. Fue divertido.
Llevé la navaja de tu padre y durante un rato
me siguió un perro que su dueño llamó Dixie.
A veces me sentía tan feliz que tenía que dejar
de pescar. Una vez me tumbé en la orilla con los ojos cerrados,
escuchando el sonido que hacía el agua
y el viento en la copa de los árboles. El mismo viento
que sopla afuera en el Estrecho pero diferente, también.
Durante un rato incluso me permití imaginar que había muerto,
y eso estuvo bien, al menos durante un par
de minutos, hasta que la realidad caló en mí: Muerte.
Mientras estaba allí tumbado con los ojos cerrados,
justo después de haber imaginado qué ocurriría
si de veras nunca me levantara otra vez, pensé en ti.
Entonces abrí los ojos, me levanté
y volví a sentirme feliz otra vez.
Te lo debo a ti, ya ves. Quería decírtelo.



MADERA DE BALSA

Mi padre está en el fogón delante de una sartén con sesos
y huevos. Pero ¿quién tiene ganas de comer algo
esta mañana? Me siento tan frágil
como la madera de una balsa. Alguien acaba de decir algo.
Fue mi madre. ¿Qué dijo? Apostaría
a que algo relacionado con el dinero. Contribuyo
si no como. Mi padre se vuelve desde el fogón,
“Estoy en un agujero. Imposible hundirme más”.
La luz se filtra desde la ventana. Alguien llora.
Lo último que recuerdo es el olor
a quemado de los sesos y los huevos. Toda la mañana
estuvieron en el cubo de la basura mezclados
con otras cosas. Poco después
él y yo vamos en coche hasta el vertedero, a diez millas.
No hablamos. Arrojamos las bolsas y los cartones
al oscuro montón. Chillidos de ratas.
Silban cuando salen de las bolsas podridas
arrastrando la tripa. Volvemos al coche
para mirar el fuego y el humo. El motor en marcha.
Huelo en mis dedos el pegamento del avión.
Me mira cuando me llevo los dedos a la nariz.
Luego mira a lo lejos otra vez, hacia la ciudad.
Quiere decir algo pero no puede.
Está a muchas millas de distancia. Ambos estamos muy lejos
de aquí, y alguien sigue llorando. Es entonces
cuando empiezo a entender cómo es posible
estar en un sitio. Y en algún otro, a la vez.



DONDE HAYAN VIVIDO

Fuera donde fuera, aquel día andaba
por su propio pasado. Dando puntapiés a jirones
de recuerdos. Mirando las ventanas
que no hace mucho le habían pertenecido.
Trabajo, miseria y pocos cambios.
En aquella época vivían para sus deseos,
decididos a ser invencibles.
Nada les detendría. Al menos
durante muchísimo tiempo.

                                 En la habitación del motel
aquella noche, de madrugada,
abrió una cortina. Vio nubes
cubriendo la luna. Se apoyó
en el cristal. Le traspasó un aire frío
que puso la mano sobre su corazón.
Te amé, pensó.
Te he amado mucho.
Hasta que se me acabó el amor.



EL TELEVISOR DE JEAN

Mi vida va sobre ruedas
en este momento. Aunque ¿quién se atreve
a decir que no volveré a flaquear?
Esta mañana me acordé
de una novia que tuve justo después
de mi ruptura matrimonial.
Una chica muy dulce llamada Jean.
Al principio, ella no tenía ni idea
de la parte mala de las cosas. Llevó
su tiempo. Pero, de todos modos,
me amaba un montón, decía.

Y sé que era cierto.
Me dejó quedarme en su casa
cuando dirigía
los mezquinos asuntos de mi vida
por su teléfono. Me compraba
bebida, me decía
que no era un borracho
como todos esos otros, decía.
Me extendía cheques
y los dejaba sobre su almohada
cuando se iba al trabajo.
Me regaló una chaqueta Pendleton
aquella Navidad, y todavía la uso.

Por mi parte, le enseñé a beber.
Y a dormir
con la ropa puesta.
Cómo despertar
llorando en mitad de la noche.
Cuando la dejé, me pagó dos meses
de alquiler. Y me dio
su televisor en blanco y negro.

Hablamos por teléfono una vez,
meses después. Estaba borracha.
Y seguro que yo también.
Lo último que me dijo fue,
¿Podría ver mi tele otra vez?
Miré alrededor
como si el televisor pudiera aparecer
de repente en su sitio otra vez,
sobre la silla de la cocina. O si no,
salir del armario de la cocina
y presentarse. Pero ese televisor
había sido arrojado calle abajo
semanas antes. El televisor que Jean me regaló.

No se lo dije.
Le mentí, claro. Pronto, le dije,
muy pronto.
Y colgué el teléfono
después, o antes, de que colgara ella.
Pero aquellas palabras oídas como en sueños
me hicieron sentir
que había llegado al final de una historia.
Y ahora, con esa última mentira
a mis espaldas,
                               podía descansar.



ESPERANZA

“Mi mujer -dijo Pinnegar- espera verme tirado como un perro
cuando me deje. Es su última esperanza”.
D. H. Lawrence,
“Jimmy and the Desperate Woman”

Me dejó el coche y doscientos
dólares. Dijo, Hasta siempre, cariño.
Que te sea leve. Eso
tras veinte años de matrimonio.
Ella sabe, o cree que sabe,
que gastaré  la pasta
en un día o dos, y que finalmente
estrellaré el coche ‒que estaba
a mi nombre y necesitaba reparación, de todos modos.
Cuando salí de casa, ella y su novio
estaban cambiando la cerradura
de la puerta delantera. Me saludaron.
Les devolví el saludo para que se dieran cuenta
de que no le daba importancia
alguna. Luego pisé a fondo
hasta la frontera del estado. Estaba lleno de ira.
Ella tenía razón al pensarlo.

Me uní a los perros y
nos hicimos buenos amigos.
Pero salí adelante. Un largo
camino sin volver la vista.
Dejé a los perros, mis amigos, atrás.
Sin embargo, cuando asomé
la cabeza otra vez por aquella casa,
meses o años después, conduciendo
otro coche, ella se puso a llorar
cuando me vio en la puerta.
Sobrio. Vestido con una camisa limpia,
pantalones y botas. Su última esperanza
no se había cumplido.
Y no tenía ningún otro motivo
para la esperanza.




POR EL ESTE, LA LUZ

La casa agitada y llena de gritos toda la noche.
Hacia el amanecer, llegó la calma. Los niños,
buscando algo de comer, se abren
paso a través del desastre del salón
para llegar al desastre de la cocina.
Allí está el padre, dormido en el sofá.
Seguro que se paran a mirar. ¿Quién no lo haría?
Escuchan sus violentos ronquidos
y comprenden que las antiguas costumbres
han vuelto otra vez. ¿Es eso algo nuevo?
Lo que de verdad les sorprende, sin poder apartar la mirada,
es que el árbol de Navidad está en el suelo.
Yace de lado, frente a la chimenea.
El árbol que ellos ayudaron a decorar.
Ahora está roto, los carámbanos y los caramelos
ensucian la alfombra. ¿Cómo pudo ocurrir algo así?
Y ven que su padre ha abierto
su regalo, el que le hace la madre. Es un trozo de cuerda
que asoma a medias de su bonita caja.
Que se cuelguen los dos,
eso es lo que les gustaría decir.
Al diablo con todo, y
con ellos también, eso es lo que están pensando. En fin,
hay cereales en el armario, leche
en la nevera. Llevan los tazones
hasta la televisión,buscan su programa favorito,
e intentan olvidar el revoltijo que hay por todas partes.
Suben el volumen. Otra vez, y luego otra vez.
El padre se vuelve y refunfuña. Los chicos ríen.
Suben el volumen otro poco para que se dé cuenta
de que está vivo. Alza la cabeza. El día comienza.




HIJO

Me despertó esta mañana una voz de mi infancia
que decía Hora de levantarse, me levanto.
La noche entera, en sueños, tratando
de encontrar un sitio donde pueda vivir mi madre
y ser feliz. Si quieres que me vuelva loca,
dice la voz, perfecto. Pero si no,
¡sácame de aquí! Soy el único culpable
de haberla traído a este pueblo que odia. De alquilarle
una casa que odia.
De ponerle unos vecinos que tanto odia.
De comprarle unos muebles que odia.
¿Por qué no me diste el dinero y lo gasto yo?
Quiero volver a California, dice la voz.
Me moriré si sigo aquí. ¿Quieres que me muera?
No tengo respuesta para eso ni para nada
en la vida esta mañana. Suena y suena
el teléfono. No quiero acercarme a él por miedo
a oír una vez más ni nombre. El mismo nombre
al que respondió mi padre durante 53 años.
Antes de obtener su recompensa.
Murió justo después de decir: “Lleva esto
a la cocina, hijo”.
La palabra hijo brotando de sus labios.
Temblando en el aire para que todos la oigan.




CADILLACS Y POESÍA

Nieve limpia sobre el hielo de esta noche. Ahora,
camino de la ciudad, distraído,
frena demasiado rápido.
Y se ve a sí mismo en un gran coche sin control,
moviéndose de un lado a otro de la carretera en la inmensa
quietud de la mañana de invierno. Enfocado
inexorablemente hacia el cruce.
¿Las cosas que le pasan por la cabeza?
El reportaje de televisión sobre tres gatos callejeros
y un mono con electrodos implantados
en sus cerebros; aquella vez que se paró para fotografiar
un búfalo cerca de donde el Little Big Horn
se une al Big Horn; su nueva caña de pescar
garantizada de por vida;
los pólipos que el médico le encontró en el intestino;
la frase de Bukowski que le viene
a la mente de vez en cuando:
A todos nos gustaría pasearnos por ahí en un Cadillac del 95.
Su mente como una colmena de secreta actividad.
Incluso mientras hace un derrape
en la autopista y se queda mirando
hacia atrás, en la dirección de la que venía.
La dirección de casa y de la relativa seguridad.
El motor se paró. Una vez más
le envolvió aquella inmensa quietud. Quitó la capota
y se secó la frente. Pero, tras considerarlo un momento,
arrancó el coche, dio la vuelta
y continuó hacia la ciudad.
Con más cuidado, sí. Pero pensando todo el rato
en las mismas cosas que antes. Hielo sucio, nieve limpia.
Gatos. Un mono. Pesca. Un búfalo salvaje.
La sutil poesía de pensar en Cadillacs
que aún no han sido fabricados. El efecto castigador
de los dedos del médico.



ASIA

Está bien vivir cerca del agua.
Pasan los barcos tan cerca de tierra
que un hombre podría alargar la mano
y arrancar una rama de uno de los sauces
que crecen aquí. Los caballos corren libres
junto al agua, por la playa.
Si los hombre de abordo quisieran, podrían
hacer un lazo con una cuerda, lanzarla y
llevarse uno de los caballos a cubierta.
Algo que les haga compañía
en su largo viaje hacia Oriente.

Desde la terraza puedo observar las caras
de estos hombres mientras se fijan en las caballos,
los árboles y las casas de dos pisos.
Sé lo que piensan
al ver a un hombre saludándoles desde una terraza,
su coche rojo a la entrada.
Le miran y se consideran
afortunados. Qué misterioso deseo
de buena suerte les llega hasta la cubierta de un barco
rumbo a Asia. Aquellos años de trabajos ocasionales
en los almacenes o en los muelles
o de vagar por el puerto sin nada que hacer,
están olvidados. Todo eso les pasó
a otros, a hombres más jóvenes,
si es que pasó.
                              Los hombres de a bordo
alzan el brazo y devuelven el saludo.
Luego se quedan quietos, apoyados en la barandilla,
mientras el barco pasa lentamente. Los caballos
salen de debajo de los árboles al sol.
Se quedan quietos como estatuas de caballos.
Mirando el barco que pasa.
Las olas que rompen contra el casco.
En la playa. Y en la mente
de los caballos,donde
siempre es Asia.



EL REGALO

                                           A Tess

Empezó a nevar en plena noche. Húmedos copos
contra las ventanas, la nieve cubriendo
las claraboyas. Estuvimos mirando un rato, sorprendidos
y felices. Contentos de estar aquí y en ningún otro sitio.
Cargué la estufa y ajusté la temperatura.
Nos fuimos a la cama, cerré enseguida los ojos.
Pero por alguna razón, antes de dormirme,
me acordé de aquella vez en el aeropuerto
de Buenos Aires, la tarde en que nos íbamos.
¡Qué tranquilo y desierto estaba todo!
Un silencio mortal salvo el ruido de los motores de nuestro avión
cuando salimos de la terminal
y rodamos por la pista bajo una ligera nieve.
Las ventanas del edificio estaban en penumbra.
No se veía a nadie, ni siquiera al personal de tierra. “Parece
un lugar de luto”, dijiste.
Abrí los ojos. Tu respiración me hizo ver
que estabas dormida profundamente. Te abracé
y salí de Argentina para recalar en el sitio
en que viví una vez en Palo Alto. No nieva en Palo Alto.
Pero tenía una habitación con dos ventanas que daban
a la autopista de Bayshore.
La nevera estaba al lado de la cama.
Cuando despertaba deshidratado en mitad dela noche
todo lo que tenía que hacer para calmar la sed era estirar la mano
y abrir la puerta. La luz interior me llevaba
hasta la botella de agua fría. Un plato caliente
en el baño, junto al lavabo.
Cuando me afeitaba, el cazo de agua borboteaba
junto al tarro de los granos de café.

Una mañana me senté en la cama, vestido, recién afeitado,
tomando café, aplazando lo que había decidido hacer. Finalmente
marqué el número de Jim Houston en Santa Cruz.
Y le pedí 75 dólares. Me dijo que no los tenía.
Su mujer se había ido una semana a Méjico.
Sencillamente no los tenía. Andaba muy justo
ese mes. “Claro”, le dije, “lo entiendo”.
Y lo entendía. Hablamos un poco
más y colgamos. No los tenía.
Terminé el café, más o menos a la vez que el avión
se elevaba hacia la puesta de sol.
Me volví en el asiento para echar una última ojeada
a las luces de Buenos Aires. Luego mantuve los ojos cerrados
todo el largo viaje de vuelta a casa.

Esta mañana hay nieve por todos lados. Reparamos en ello.
Me dices que no has dormido bien. Te digo
que yo tampoco. Pasaste una noche horrible. “También yo”.
Somos extremadamente cuidadosos y tiernos,
como si percibiéramos el desarreglo mental del otro.
Como si supiéramos lo que está sintiendo el otro. No lo sabemos,
claro. Nunca lo sabemos. No importa.
Es esta ternura lo que me importa. Es el regalo
que me sostiene y me hace avanzar.
El mismo de cada mañana.





Bajo una luz marina (Trad. Mariano Antolín Rato). Madrid; Ed. Visor, 2005.



BAJO UNA LUZ MARINA CERCA DE SEQUIM, WASHINGTON

Empiezan los verdes campos. Y las altas, blancas
granjas después de los charcos de la marea,
y aquellos pequeños cangrejos
listos para echar a correr, o darse la vuelta, si
levantábamos la roca debajo de la que vivían. La languidez
de aquella tarde tranquila. La belleza de conducir
por aquella carretera del campo. Hablando de París,
nuestro París. Y luego encuentras ese sitio en el libro
y me lees la vida de Anna Akhmatova allí con Modigliani.
Sentados en un banco de los jardines de Luxemburgo
bajo su enorme sombrilla negra
recitándose a Verlaine el uno al otro. Los dos
“todavía no alcanzados por el futuro”. Cuando
allá en el prado vimos
a un joven desnudo de medio cuerpo para arriba
y con los pantalones remangados,
como un antiguo remero. Nos miró sin curiosidad.
Se quedó allí observándonos indiferente.
Luego nos dio la espalda y siguió con su trabajo.
Mientras pasábamos como una hermosa guadaña negra
por aquel paisaje perfecto.



UN INFORME

Empezó a escribir el poema en la mesa de la cocina,
una pierna cruzada por encima de la otra.
Escribió durante un rato, como
si el resultado sólo le interesara a medias.
No era como si en el mundo no hubiera suficientes poemas.
En el mundo había poemas en abundancia. Además,
había estado meses fuera.
Ni siquera había leído un poema en meses.
¿Qué modo de vivir era este? ¿Un modo de vivir
donde un hombre está tan ocupado que ni puede leer poemas?
Esto no es vivir. Luego miró por la ventana,
hacia la casa de Frank, colina abajo.
Una casa bonita situada cerca del agua.
Recordó a Frank abriendo su puerta
todas las mañanas a las nueve en punto.
Salía a dar uno de sus paseos.
Se volvió a acercar a la mesa, y no cruzó las piernas.

La noche anterior le contó
la muerte de Frank, Ed, otro vecino.
Un hombre de la misma edad de Frank,
y buen amigo de Frank. Frank y su mujer
veían Canción triste de Hill Street,
el programa de televisión favorito de Frank.




SANGRE

Éramos cinco a la mesa de juego
sin contar al croupier
y su ayudante. El hombre
de junto a mí tenía los dados
en la mano.
Se sopló los dedos, dijo:
¡Vamos, pequeños! Y se inclinó
sobre la mesa para tirar.
En ese momento, una sangre roja brotó
de su nariz, salpicando
el verde paño de fieltro. Soltó
los dados. Se echó hacia atrás pasmado.
Y luego aterrorizado cuando la sangre
corrió por su camisa abajo. ¡Dios mío!
¿qué me está pasando?
gritó. Se agarró a mi brazo.
Oí funcionar los motores de la Muerte.
Pero en aquella época yo era joven,
y estaba borracho, y quería jugar.
No tenía por qué escuchar.
Así que me largué. No me volví ni siquiera,
ni encontré esto dentro de mi cabeza, hasta hoy.



UN CHUBASCO

Hoy, poco después de las tres de la tarde, un chubasco
salpicó las tranquilas aguas del Estrecho.
Una nube muy oscura, que se desplazaba rápido,
y traía lluvia, empujada por vientos de las alturas.

El agua se agitó y se puso blanca.
Luego, a los cinco minutos, estaba como antes–
azul. Se me ocurre que era el mismo tipo de chubasco
que cayó sobre Shelley y su amigo,
Williams, en el golfo de la Spezia, un
hermoso día por otra parte. Allí estaban,
corriendo cara a la intensa brisa,
gritándose uno al otro,
quiero creer, en plena exuberancia.
En los bolsillos de la chaqueta de Shelley, poemas de Keats,
¡y un volumen de Sófocles!
Luego una nube muy oscura que se desplaza rápido,
y traía agua, empujada por vientos de las alturas.

Una nube muy oscura
que acelera el final
del primer período romántico
de la poesía inglesa.



Afghanistan

The sad music of roads lined with larches.
The forest in the distance resting under snow.

The Khyber Pass. Alexander the Great.
History, and lapis lazuli.

No books, no pictures, no knick-knacks please me.
But she pleases me. And lapis lazuli.

That blue stone she wears on her dear finger.
That pleases me exceedingly.

The bucket clatters into the well.
And brings up water with a sweet taste to it.

The towpath along the river. The footpath
Through the grove of almonds. My love

Goes everywhere in her sandals.
And wears lapis lazuli on her finger.



Romanticism

(For my friend Linda Gregg, after reading “Classicism”)

The nights are very unclear here.
But if the moon is full, we know it.
We feel one thing one minute,
something else the next.

To read the rest of this piece, purchase the issue.



Raymond Carver: Ultramarine and A New Path to the Waterfall
From the occasional reviews department; two collections of poems by Raymond Carver.


Ultramarine

So, I don't think Raymond Carver is a very good poet. That didn't stop me from being very taken with a number of these works (and more so by others I found online, scavenging around, and even more so with the next collection, which I skimmed on the walk back from the library to work, becoming an obstacle for pedestrians and a hazard for drivers as I lost myself to the words and pulled away from my surroundings).

I love these poems less for their rhythm and lyricism, more for the small observation, the occasionally cruel honesty. Some felt more like dreams and thoughts and experiences jotted down than poems: 'Mother'

My mother calls to wish me a Merry Christmas.
And to tell me if this snow keeps on
she intends to kill herself. I want to say
I'm not myself this morning, please
give me a break. I may have to borrow a psychiatrist
again. The one who always asks me the most fertile
of questions. "But what are you really feeling?"
Instead, I tell her one of our skylights
has a leak. While I'm talking, the snow is
melting onto the couch. I say I've switched to All-Bran
so there's no need to worry any longer
about me getting cancer, and her money coming to an end.
She hears me out. Then informs me
she's leavingthis goddamn place. Somehow. The only time
she wants to see it, or me again, is from her coffin.
Suddenly, I ask if she remembers the time Dad
was dead drunk and bobbed the tail of the Labrador pup.
I go on like this for a while, talking about
those days. She listens, waiting her turn.
It continues to snow. It snows and snows
as I hang on the phone. The trees and rooftops
are covered with it. How can I talk about this?
How can I possibly explain what I am feeling?

Some feel like even more extreme distillations of Carver's short stories, already lean themselves, but broken with enjambments (not even all that precisely or elegantly - almost like any old person breaking up a short piece of writing so it makes a 'poem'). 'The Jungle' is one of these works - but the last two lines saved it for me:

"I only have two hands,"
the beautiful flight attendant
says. She continues
up the aisle with her tray and
out of his life forever,
he thinks. Off to his left,
far below, some lights
from a village high
on a hill in the jungle. 
So many impossible things
have happened,
he isn't surprised when she
returns to sit in the
empty seat across from his.
"Are you getting off
in Rio, or going on to Buenos Aires?" 
Once more she exposes
her beautiful hands.
The heavy silver rings that hold
her fingers, the gold bracelet
encircling her wrist.  
They are somewhere in the air
over the steaming Mato Grosso.
It is very late.
He goes on considering her hands.
Looking at her clasped fingers.
It's months afterwards, and
hard to talk about.

'Nyquil' has a passage in it that struck me hard and true:

Call it iron discipline. But for months
I never took my first drink
before eleven P.M. Not so bad,
considering. This was in the beginning
phase of things. I knew a man
whose drink of choice was Listerine.
He was coming down off Scotch.
He bought Listerine by the case,
and drank it by the case. The back seat
of his car was piled high with dead soldiers.
Those empty bottles of Listerine
gleaming in his scalding back seat!
The sight of it sent me home soul-searching.
I did that once or twice. Everybody does.
Go way down inside and look around.
I spent hours there, but
didn't meet anyone, or see anything
of interest. I came back to the here and now,
and put on my slippers. Fixed
myself a nice glass of NyQuil.
Dragged a chair over to the window.
Where I watched a pale moon struggle to rise
over Cupertino, California.
I waited through hours of darkness with NyQuil.
And the, sweet Jesus! the first sliver
of light.

The sight of it sent me home soul-searching. I did that once or twice. Everybody does. Go way down inside and look around. I spent hours there, but didn't meet anyone, or see anything of interest. Yes. That.

There is some sweetness, some lightness. Some fancy. 'The Minuet'

Bright mornings.
Days when I want so much I want nothing.
Just this life, and no more. Still,
I hope no one comes along.
But if someone does, I hope it’s her.
The one with the little diamond stars
at the toes of her shoes.
The girl I saw dance the minuet.
That antique dance.
The minuet. She danced that
the way it should be danced.
And the way she wanted.

There is also a lot of fishing. A LOT OF FISHING. And I am good with that - but Brautigan and Bishop already own fishing for me. After a while, I started skimming those ones. Death and fishing. I feel ya.

This though is my favourite in the collection. Pierre Bonnard painted his wife Marthe over and over again in the decades of their marriage, in his luminous light and colour-soaked canvases. Marthe aged with the years, but not the image of her that Pierre held. 'Bonnard's Nudes' -

His wife. Forty years he painted her.
Again and again. The nude in the last painting
the same young nude as the first. His wife. 
As he remembered her young. As she was young.
His wife in her bath. At her dressing table
in front of the mirror. Undressed. 
His wife with her hands under her breasts
looking out on the garden.
The sun bestowing warmth and color. 
Every living thing in bloom there.
She young and tremulous and most desirable.
When she died, he painted a while longer. 
A few landscapes. Then died.
And was put down next to her.
His young wife.


A New Path to the Waterfall

So, I still don't think Raymond Carver is a very good poet. That didn't stop me from loving some of the short-storiest of the works in this collection. 'What the Doctor Said' is deservedly well-known, for making universal one of those tragic, tragi-comic moments:

He said it doesn't look good
he said it looks bad in fact real bad
he said I counted thirty-two of them on one lung before
I quit counting them
I said I'm glad I wouldn't want to know
about any more being there than that
he said are you a religious man do you kneel down
in forest groves and let yourself ask for help
when you come to a waterfall
mist blowing against your face and arms
do you stop and ask for understanding at those moments
I said not yet but I intend to start today
he said I'm real sorry he said
I wish I had some other kind of news to give you
I said Amen and he said something else
I didn't catch and not knowing what else to do
and not wanting him to have to repeat it
and me to have to fully digest it
I just looked at him
for a minute and he looked back it was then
I jumped up and shook hands with this man who'd just given me
something no one else on earth had ever given me
I may have even thanked him habit being so strong

'Margo' is slight, but moves me

His name was Tug. Hers, Margo.
Until people, seeing what was happening,
began calling her Cargo.
Tug and Cargo. He had drive,
they said. Lots of hair on his face
and arms. A big guy. Commanding
voice. She was more laid-back. A blonde.
Dreamy. (Sweet and dreamy). She broke
loose, finally. Sailed away
under her own power. Went to places
pictured in books, and some
not in any book, or even on the map.
Places she, being a girl, and cargo,
never dreamed of getting to.
Not on her own, anyway.

I think it is not the 'being a girl', but that notion of venturing forth, unexpectedly, under your own power, and finding you can navigate with deftness and travel distances that you - and others - did not explicitly rule out, but never thought should be ruled in.

A New Path to the Waterfall was published the year after Carver's death. In her introduction, Gallagher talks about working with Carver to bring together this last book. Gallagher writes at length about the structure of the book, and the introductions of poemised extracts of texts by Chekov (I - a nonwriter - am not going to argue with two writers about the decision. But I didn't get much out of it.). As well as the professional, she writes of the personal. Of how in 'Summer Fog' Carver told her he was trying to do for her what she would do for him, and he would never do - mourn her. Of how on a last fishing trip to Alaska, where they spent mornings working on the manuscript and afternoons with their friends, when they came to the end of the work Carver asked her to pretend they had not, so they could keep these mornings of theirs. Of the piece of scrap paper next to Carver's typewriter, on which he had written "Forgive me if I am thrilled with the idea, but just now I thought that every poem I write ought to be called 'Happiness'."

In her final pages, Gallagher protests to those who may feel Carver wasted his time on poetry - short, precious time better spent on fiction. 'But this would be to miss', she writes, 'the gift of freshness his poems offer in a passionless era.' The passion, the intimacy, the gratitude rise off this collection like steam off a hot bath in cold night air - 'Gravy' (Gravy, these past ten years. / Alive, sober, working, loving and / being loved by a good woman.), 'Woman Bathing' (We laugh at nothing / and as I touch your breasts / even the ground-squirrels / are dazzled'). And oh - the poem of the book (of his career) for me will have to be 'Hummingbird (for Tess)'

Suppose I say summer,
write the word “hummingbird,”
put it in an envelope,
take it down the hill
to the box. When you open
my letter you will recall
those days and how much,
just how much I love you.

That little ritual of love is so sweet, so clear. Even as an imagined (Suppose ...) act, the sweet gift is there. You, it says. Oh, you. You who know what power one word holds, shared between lovers. You who make each day summer.







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