martes, 22 de noviembre de 2011

DIONISIO RIDRUEJO [5.199]



Dionisio Ridruejo Jiménez 

(Burgo de Osma, Soria, 12 de octubre de 1912 – Madrid, 29 de junio de 1975) fue un escritor y político español perteneciente a la Generación del 36 o Primera generación poética de posguerra.

Estudió con los maristas en Segovia y luego con los jesuitas en Valladolid y en Madrid. Ingresó en la Universidad María Cristina de El Escorial. Siendo uno de los primeros seguidores de José Antonio Primo de Rivera, en 1933 se afilió a Falange Española y ocupó cargos políticos; se le deben dos versos de la letra del himno falangista Cara al sol: «Volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz».

Guerra Civil

Durante la Guerra Civil fue Director General de Propaganda del bando franquista. Cesa en el cargo el 1 de mayo de 1941, por Decreto del Ministerio de la Gobernación. En 1940 fundó con Pedro Laín Entralgo la revista Escorial.

Dictadura franquista

El 13 de septiembre de 1940 Ramón Serrano Súñer como enviado especial de Franco parte hacia Alemania acompañado de una serie de personas inclinadas en favor del nacionalsocialismo, en este séquito figura Demetrio Carceller Segura junto con Miguel Primo de Rivera, Antonio Tovar, Manuel Halcón y Miguel Mora Figueroa.

En 1941 marchó como soldado raso voluntario a la División Azul que fue a luchar en Rusia junto a las tropas alemanas. A su vuelta, sin embargo, se enfrentó con el régimen del general Francisco Franco, porque el dictador se comportaba como un gobernante revanchista que, más que seguir las líneas de la revolución falangista, se entregaba a las corrientes más conservadoras y pretendía destruir a los adversarios. Como el propio Ridruejo escribiera, Franco fingía «la suprema defensa de nuestra generación» mientras entonaba «el cántico de los derechos incondicionales» y predicaba «una especie de revanchismo deportivo, dando a la honrosa tarea del Poder una categoría de pago de gratificaciones». Su discrepancia la expuso en persona al propio Franco: lo acusó de utilizar a la Falange hasta la traición, le explicó que el mando no legitima todo y que, en lugar de encarnar la revolución, pretendía ser un árbitro entre fuerzas contradictorias, no consiguiendo sino un régimen político impopular que sólo administraba el hambre, cedía ante las presiones eclesiásticas, sostenía una justicia arbitraria y se sostenía gracias a un ejército opresor. Concluyó diciendo que el «Régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como tinglado». Descontento con el régimen por su falta de carácter falangista, rompe con él en el año 1942, abandonando la Falange y dejando todos sus cargos públicos. Es desterrado a varias ciudades, entre ellas Ronda y San Cugat del Vallés, en 1947.

Desde 1951 residirá en Madrid dedicándose a dar conferencias luchando por liberalizar el régimen de Franco. A pesar de todo, su pertenencia a los antiguos combatientes franquistas, sin embargo, le permite una libertad de actuación que nunca hubieran podido gozar los antiguos republicanos. Escribe libros, artículos y colaboraciones periodísticas pagadas que le permiten subsistir, pese a las dificultades que va sufriendo. El equipo que constituyó en sus años de jerarca falangista (Gonzalo Torrente Ballester, Xavier de Salas, Juan Ramón Masoliver, José María Fontana, Samuel Ros, Román Escohotado, Carlos Sentís, Antonio de Obregón, Martínez Barbeito, Edgar Neville, Luis Escobar, Manuel Augusto García Viñolas, Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, etc…), «el menos sectario de cuantos se constituyeron durante la guerra» según él, siempre estuvo, de una u otra forma, para echarle una mano. Entonces se da cuenta de que la única forma de liberalizar el régimen franquista es unirse a la oposición democrática.

En 1956 es encarcelado por participar en un movimiento revolucionario en el que colabora con militantes del PCE sin saberlo, pues mantienen en secreto su militancia (entre ellos están Fernando Sánchez Dragó y Javier Pradera). En 1957 denuncia la situación política en un Informe confidencial entregado al general Franco. Acusado de haber fundado el grupo político «Acción Democrática», se le encarceló otra vez y se le sometió a dos procesos. Ejerció la docencia en Estados Unidos a principios de los años sesenta. En 1962 acudió a un encuentro en Múnich entre dirigentes de la oposición del interior y del exilio, bautizado por la prensa oficial el «contubernio de Múnich»; un año antes había tenido que publicar en Buenos Aires su libro Escrito en España, que la censura no dejó publicar en la Península. Tras la reunión de Múnich no pudo volver a España y se exilió en París desde 1962 hasta 1964. En 1974 fundó la Unión Social Demócrata Española, de planteamientos reformistas neocatólicos que propugnaban una democracia social próxima a la democracia cristiana de su amigo Joaquín Ruiz-Giménez. Murió en Madrid el 29 de junio de 1975.

Vida Personal

Se casó con Gloria de Ros en julio de 1946. Ésta fue su gran apoyo en la lucha que desempeñó desde 1942 por restaurar la democracia en España. La prematura muerte de su marido hizo que ésta tuviera que encargarse de las anotaciones de algunos de sus poemas, que iban a ser publicados en la Editorial Castalia.

Muerte

La salud de Ridruejo siempre había sido delicada, aunque la razón no se conoció con exactitud hasta días antes de su muerte, cuando descubrió que padecía insuficiencia coronaria. Fue internado en la Clínica de Nuestra Señora de Madrid el 27 de junio. Iba a ser sometido a una delicada operación, que estaba prevista para el día 2 de julio de 1975. Tan sólo pudo ser visitado por seis personas (entre ellas Ramón Serrano Súñer) debido a la prohibición por orden facultativa. Durante este breve periodo antes de su muerte, el escritor afirmó no estar preocupado por dicha operación.

Obra

Como poeta, Ridruejo puede adscribirse a la que Dámaso Alonso llamó poesía arraigada: cultiva el estrofismo clásico y usa una lengua pura y clara: posee una gran serenidad formal propia de la estética garcilasista y es un maestro en la forma del soneto, para el cual poseía una gran facilidad. Sus comienzos poéticos deben algo al modelo machadiano; sus temas preferentes son el amoroso, la naturaleza, los sentimientos religiosos y patrióticos o el arte y la literatura. En sus últimos años toma el rumbo íntimo de los recuerdos. Fuera de su poesía y su prosa, escribió la pieza dramática en tres actos Don Juan y un texto autobiográfico, Casi unas memorias. Con fuego y con raíces. Los tres volúmenes de su extensa guía de viaje Castilla la Vieja se han convertido en uno de los clásicos del género.

Obra poética

Plural y singular, Segovia, Imprenta El Adelantado, 1935
Primer libro de amor, Barcelona, Yunque, 1939
Poesía en armas, Madrid, Editora Nacional, 1940
Fábula de la doncella y el río, Madrid, Escorial, 1943
Sonetos a la piedra, Madrid, Edit. Nacional, 1943
En la soledad del tiempo, Barcelona, Montaner y Simón, 1944
Poesía en armas (Cuaderno de la campaña de Rusia), Madrid, Afrodisio Aguado, 1944
Elegías (1943–1945), Madrid, Col. Adonais, 1948
En once años. Poesías completas de juventud (1935–1945), Madrid, Edit. Nacional, 1950 (Premio Nacional de Poesía)
Hasta la fecha (Poesías completas), Madrid, Aguilar, 1962
Cuaderno catalán, Madrid, Revista de Occidente, 1965
Casi en prosa, Madrid, Revista de Occidente, 1972
En breve, Málaga, Litoral, 1975.

Obra en prosa

En algunas ocasiones
Escrito en España
Guía de Castilla la Vieja
Diario de una tregua
Casi unas memorias, Ed. Planeta, Barcelona, 1976.
También fue autor de la letra del Cara al sol, el himno falangista.





Una Carta

Existen estadísticas. Sabemos
cuántos  corazones humanos se paran por minuto.
Y vivimos  en paz. También al nuestro
le llegara su hora.
Pero estamos metidos en el salón de  espejos
donde el mundo se hace.
En cada espejo afirma y nos afirma
y lo afirmamos. Cuando alguno quiebra
o se desluce repentinamente,
hay un largo vacío de tiniebla
como cuando la luz se apaga en un discurso
y lo disuelve.
Ha llegado la hora y no ha llegado.
El espejo abolido abre otra galería
que da hacia lo irreal y el mundo queda
como suspenso. Pronto reanuda
su imperio. Están los otros y hasta alguno
nuevo para volvernos al oficio
que no consuela lo que pierde.
Porque quedamos empañados, vueltos,
en un vapor de niebla,
hacia la galería tan profunda como el dolor,
tan rica de fantasmas como la vida misma
ya casi por entero desovillada en nuestros pasos.
Caminando por ella,
recreando sus escenarios con relieve sordo,
se va embotando lo que fue punzante
como la sobrecarga del latido
que se abulta en la soledad del sufrimiento
y se hace ya desgana de volver al presente.
Se endulza a más dolor,
a dolor apiadado,
volviendo la cabeza con los ojos llovidos,
llevándonos a hablar con nuestros muertos.





El Miedo Americano

La noche imaginada
es porosa y con bocas
de Colt y parpadeos
de ojos tácitos. Tiene
sus casas recogidas en madera
de desierto con perro. Y hay crujidos
de arboleda  y serpiente
en un acecho negro.
¿Es verdad? ¿El cuchillo,
la bala, el puño sordo,
el grito de muchacha violada
que expira, el paseante hecho despojo
y ahorcado  con su   cinto,
los millones de manos, de pupilas,
de pasos redoblantes, de centellas
con sangre, son del  sueño?
Era día    luciente
y un tumor cerebral atado a un rifle
subió  ala torre y explotó dejando
media milla de muertos.
El motor que hace pausa y roba al niño
necesita la luz. Voy caminando
por esa esponja del terror unido
al “¡Qué más da!” que traigo
desde lejos, incrédulo.
No veo más que brazos
de árbol amigo y luz en lejanía,
y solo escucho las respiraciones
sosegadas llegando por un aire
de perfume y caricia
que sostiene las pálidas estrellas.






ORACION DE LA CALMA

Era verdad el canto.

La tierra duele si la cruza el tiempo
y el jinete inmortal de los instantes
se rompe en los espejos de la piedra,
se rompe sin morir, como la angustia,
como el viento tenaz y pasajero.
Era verdad el canto:

Al cabo se apacientan en el polvo
Los orbes que se sueñan,
y regresan las torres
al triste roquedal de los escombros,
las torres que tomaron
a préstamo del alma su figura
cuando con tierra quiso esbeltamente
alzar su misma eternidad a plomo.
Era verdad el canto, pero sólo
de mi existencia como de un extraño
que no penetra el huerto de la dicha
en donde Tú resides,
en el cimiento de mi ser que es tuyo.

Ahora que la carne se ha quemado

en la hora mortal de sus palabras,
deja que hable un espíritu
que se espera divino sin recelo
y puede derramarse y se derrama
como amor que es amor, sencillamente.
Luego de dar su parte a la agonía
ya puedo publicar esta abundancia,
esta deuda de lluvia en primavera.
Porque Tú lo has querido
y solamente porque Tú has querido,
porque Tú has sido siempre.

Siempre has sido: Primero una leyenda

dulcemente escuchada,
luego una luz incomprensible y terca,
más tarde una amenaza
resistiendo en el último horizonte,
después una sospecha que rezuma
e invade, una evidencia que se yergue,
por fin un mando don como la lluvia,
lluvia de primavera;
como la inteligencia de las cosas
y el destino que aguarda.
Has sido siempre, aun cuando yo, rebelde
- luciérnaga pequeña que se extingue,
yo, vago espejo trémulo
o nada que se aferra a su latido-,
luchaba contra ti celosamente
esgrimiendo mi carne como un arma,
levantando mis ídolos mortales,
fundiéndome a la muerte y al desierto
para no ser, para que Tú no fueras.
Eras y te sentía invulnerable
y Tú me dispensabas la derrota
como una gracia, sin querer nublarte
y haciendo arder y relucir la tierra.
Estabas presidiendo mi delicia
donde yo te ignoraba.
Eras, sí, ciertamente,
y no como la fuerza de los mares,
la vida de las selvas
o el calor de los astros.
Eras un seno que contiene todo,
una mirada fija, una vasta memoria
que todo lo recuerda y lo reúne.
Eras todo y tu nombre,
desde tu nombre sosteniendo el mío.
Eras todo y me hacías desterrado
agrietando el espacio rezumante
de ti, con tus centellas mensajeras.
Eras todo y me hacías peregrino,
podándome raíces y rasgando
con resol de tu hogar el horizonte.
Porque eras todo y siempre.

Mira, Señor, al desterrado tuyo

que apartas de la muerte
sin vedarle la luz del embeleso.
Porque Tú has hecho la hermosura canto.
¡Cuántas rosas de mayo,
cuántos olmos de octubre, cuántas nieves
de enero refulgentes, cuántas albas
y ocasos trascendidos,
cuántos ojos de amor o gorjeos secretos
saciaron mis instantes!
¡Cuánto bien de belleza
das a tus mensajeros
y cuánto yo he temblado cada día
de pasmo enajenado ante tus criaturas!
He recelado a veces mi destierro
por aquel frío extraño que me aparta
hasta el propio corazón, amargo,
y me deja perdido como un niño en la noche.
Lo he sentido en el cerco de montañas
que pesan o en los largos horizontes
que se vacían infinitamente.
Ha golpeado en mí, rebelde y solo,
hacia la galería de los muertos,
sabiendo a polvo y desencanto alzarme
como un árbol de tierra.
Pero saberlo, sólo lo he sabido
-desterrado de ti, sustancia tuya-
por ese colmo puro de las cosas,
por el sobrante de alegría inútil
que ya no puede poseer y espera,
por ese velo lento de nostalgia
en la belleza espejeante y muda,
por la sazón eterna y repentina
-en la estrella, en la rosa, en la mirada-
que asoma hacia otra luz y la contempla
filtrándome hacia ti, porque Tú eres
y el mundo está abrasado de pupilas.

Mira, Señor, tu lento peregrino

cómo sabe de sí porque se extraña
de ser segado siempre y de obstinarse
con eterna querencia en lo que huye,
de anudar cada día sus raíces
al suelo de su propia maravilla,
al hogar de su sangre, a la tarea
con que va persiguiendo
perennidad y plenitud inmóvil
de pleno ser fundado en una roca
que jamás será polvo del camino.
A la torre preciosa,
al campo o al solar que se ofrecían,
a la idea de un mundo,
al latido de amor enajenado,
me viste uncido con mi carne y alma
eternamente sobre los instantes.
Y luego me segaste con espadas
y me empujaste a navegar mi río,
el río de las súbitas tristezas,
un río extraño, mientras iba solo
ensoñado y seguro en un ir no sé adonde.
Son dispensarme de escarmientos, siempre
mantuviste despierto mi apetito
paladeando tus eternidades
en los frutos pequeños de las horas.
Allá en el horizonte
Tú juntabas el tiempo y aguardabas,
sin prisa y entre velos,
dejándome mirar para llevarme
todo mi mundo a eternidad contigo.

La soledad, la soledad,¡qué exceso

sin en quién derramarse!
La inmensa soledad de l sospecha
que nos hace o nos come.
Mira, Señor, al desterrado tuyo;
mira su vida junta
como un espacio en el que vuela y torna.
Yo la contemplo: Pueblos y ciudades,
trozos de campo y de marina, montes,
ríos que van cargados de su olvido,
huertos que mis raíces desamparan
cada vez que se hunden amorosas
queriendo ser. Los veo como piedras
y leños y solares
esperando la obra, moribundos
de su realidad y renacientes
del alma que planea y edifica.
El pueblo de mi cuna, minucioso;
el granito ordenado por llanuras
puestas en pie, con torres,
que me labraba cuando florecía;
la ciudad enmelada en el ocaso
de mis años más lentos,
y as otras dispersas y los campos
en los que mi ilusión de eterno huésped
quiso anclarse y crear mientras pasaba.
Todos sin mí, lejanos.
Todos extraños o sobrantes, todos
trayendo al sueño su fracción perdida
para crear esta ciudad que espero.
Una ofrenda es mi alma y no se cansa
de beber y ofrendar y no se colma.
Plantarse y ser de súbito arrancada,
cosechar y extrañarse y estar sola
y estar sola y querer y no cansarse.
Así, Señor, mi vida, aquella abeja
que espera su panal o lo construye,
todo ventanas hacia ti soñando,
pasmo, embeleso y agonía juntos,
mientras estaba sola.

Mira, Señor, tu lento peregrino

y el agua de los días de caer sobre su pecho,
por mi pecho de piedra caer serenamente,
caer entre borrascas sin mellarlo,
porque es agua que pasa aunque me lleva.
Lo que no pasa va subiendo dentro
y se colma y se vierte.
Quien defendió a la roca de los dientes del frío
defiende al hontanar del peso de la roca.
Lo que fue es ya ceniza,
mas todo lo que fui se va filtrando
como profundas minas
y me vuelve a brotar con sal eterna
haciéndome tus ojos.
Treinta y dos años pasan raudamente.
Se contemplan después y son inmensos
y sobre todo extraños.
Ya es cristal aquel niño acariciado
que se creaba el mundo;
cristal aquel adolescente turbio
de extrañeza y amor, resplandeciente
de amor y de embeleso;
cristal el joven de l fe lozana
y la revuelta y áspera agonía;
cristal la soledad y el dejo de tristeza
feliz que tanto amaron;
cristal su larga ensoñación creyente,
la pasión de su sangre honda como el destino,
el desencanto como las ruinas
y como el aire sobre las montañas.
Cristal las esperanzas, los combates,
las dudas, los ardores.
Tú sólo los conoces, yo los llevo
transfigurados bajo mi persona
y hechos puro cristal porque ya estoy sereno.
Son de la muerte ya que nada mata,
de la muerte que junta y purifica.
De la muerte cruel son los que no vivieron,
los que pude haber sido, dejados en el campo

como tristes caminos que no llevan,

los que me hacen a veces mortal y silencioso.
Tú también los conoces
y Tú me juzgarás también por ellos
cuando atando los cabos en tu día
hagas, al fin, mi único.
Único de vida peregrina,
que ya comienzas a mostrar al alma,
porque voy a mi ser y espero siempre,
porque sigo marchando dócilmente
y nazco cada día.

Tu desterrado peregrino sabe.

Y cada día nazco,
Señor, porque Tú eres.
Contra la muerte nazco cada día
y canto y me embeleso.
He visto, sí, borrarse de sus cuerpos
muchos seres que amaba.
He sentido a mi carne temblar como la hoja
y al mundo vacilar como mi carne.
He visto huir, caer, clamar en vano.
He habitado el dolor como la nieve.
Pero Tú eres como el sol que besa
y todo me lo has hecho gratitud y alegría
y has hecho aún que mi alegría fuera
como fuente colmada
que se va derramando en la tristeza
y refresca de amor espina y rosa.
Amor desenlazado y suficiente
que apenas necesita, apenas quiere,
porque ya tiene en ti -¿por qué Dios mío?-
que vas manando hacia mi ser mi vida.
Con brasa de ilusiones me forjaste,
me templaste con hielo y desengaño
como a todos los hombres,
pero siempre dejaste a mi mirada
un secreto sentir de mensajero
que encamina la tierra hacia tus manos.
A veces la tristeza
de un dios sin concluir me derribaba,
a veces el encanto
del sobrante del mundo me perdía,
pero estaba en tus manos ciertamente.
Tengo lo que me es y es suficiente:

dichoso estoy de alba y de la estrella,
de la flor y del ave y de los hombres
que se dejan amar aunque no amen.
Líquido estoy, Señor, y en ti confluyo;
de piedra soy, Señor, y Tú me fijas,
fluyente mientras Tú me abundes tanto,
invulnerable mientras Tú me tengas.
Tierra y casa no tengo; voy pasando
a tu cuidado, y, con amor y olvido,
Tú me halagas las penas y defiendes
esta conformidad anticipada
que en el desierto encuentra la palmera.
El alma va a tu encuentro como un árbol
recargado de brisas y de trinos,
y, aunque hecho con el lodo de la tierra,
con polvo de pecados,
un nido tuyo, de tu forma un nido
es este corazón que te bendice.

Sólo porque Tú eres, porque quieres,

canto, Señor, en calma.
Porque también la muerte ha tomado tu nombre.
La luciérnaga es viva como el astro,
el espejo se mira en otro espejo
donde la luz no cesa,
el latido promete como un son de campanas.
Tras de la soledad has dado al hombre
el cauce de una tierna compañía,
un cauce enamorado
en que el amor se ensaya y dulcifica
para mejor amarte,
mientras el mundo viene a la mirada
por vías de mirada y palabra y figura,
humano en el tamaño del abrazo.
Enyugados de amor sumimos la tierra
para divinizarla con nuestra sed tranquila,
uniendo los dolores y los gozos
y la esperanza al tiempo.
Y mientras dura el riego de la sangre
y duran el destierro y el pasaje,
con nostalgia y sabor del paraíso
vamos volviendo hacia tu luz, despacio.
Todo mi hogar es gratitud que espera,
y yo estoy recogido
ante la tempestad en su sosiego
que no es de piedra ni de leño y sólo
resiste porque eres.
Porque eres, acaricio
las cosas que devuelven la mirada
porque están recordando con nosotros.
Porque Tú estás, las rocas
y la luna y los árboles
y este jardín de minuciosas flores
siguen siendo dulcísimos, mansos e invulnerables.
Porque Tú estás, la carne
espera florecer y repetirse
y completar tu misterioso coro.
Nada puede morir, nada se aleja,
todo va hacia mi muerte, que es abierta
y como Tú impensable y con tu nombre.
Cataclismos, heridas, gusanos y dolores
se funden en el curso de la melancolía
sazonándome el mundo transparente
de la muerte y de ti porque Tú eres.
De la muerte y la vida
que Tú dichosamente me confundes
sin que el hastío venga, Señor, porque Tú eres.

Era verdad el canto,

que a veces cesa y que jamás se extingue,
de mi existencia extraña,
que explora lo que sabe
y teje nieblas y las rasga luego.
Acuden tus heraldos
- belleza, amor, dolor- y se encarnizan,
y a veces pasa por el valle, errante,
la noche sin estrellas.
Trae consigo mis muertos suavemente
para que yo los sueñe y me acompañan
uniendo en mí su ayer a mi mañana.
Y, de pronto, terribles,
gimen la podredumbre de su polvo.
Trae la zozobra y come
de los cimientos de mi propia vida,
del hogar de m tiempo,
y un instante me hunde
en las fauces abiertas del cansancio
que encantan con el gusto de la nada.
Trae soledad, y hasta el injerto vivo
del amor, su figura y su costumbre,
recobran la persona y se me extraña
perdiéndose en la sombra.
Era verdad el canto
que el desterrado peregrino escucha
y que sólo tu luz vence en la noche.
¡Oh, verdad de mi carne y de su muerte!
Pero eres y lo sé, Señor, y sabes
que siempre ha estado en mi jardín lloviendo
y manando en mi fuente –de alegría
y de melancolía esperanzada-
la invulnerable y fresca primavera.
Y siempre en ella, amor, amor con velos,
la tierra ha sido senda. Porque eres.

(De En once años)









A la piedra del molino

El recto andar del agua prisionera
se hizo círculo y copla en tus ardores,
pan de roca, en tu danza molinera,
alegres de tus albas mis rumores.

Sol de espigas, tus labios giradores,
labios del llanto, pesadez ligera,
enmudecen tu amarga primavera,
luna muerta en el llanto de las flores.

Hoy te miro, descanso del camino,
moneda del recuerdo abandonada
en la quieta nostalgia del molino.

Cíclope triste, el ojo sin mirada
y la forma andadora sin destino,
en el eje del aire atravesada.







A una estatua de mujer desnuda

Desnuda y vertical, pero ceñida,
la línea de la tierra a la pereza
de una carne que cede, cuando empieza
la perfección del sueño, su medida.

Materia sin amor, pero encendida
por el número fiel de la pureza
donde la fría carne se adereza
sin el gusto del tiempo y de la vida.

¡Oh, dócil a los ojos y apartada
del fuego de la sangre, muda gloria
en éxtasis de tierra levantada!

Antigua juventud fresca y gastada
que aflige la pasión de su memoria
en esta eternidad tan sosegada.







Asalto

Suave y firme tu mano.
No tembló tu corazón; era un instante
de calma y superficie
en tu voz como plata con arena
y en la húmeda pizarra de tus ojos.

Ha sido ahora, ausente,
cuando el tacto recuerda una caricia
y sangre adentro va tu aroma alzando
el oleaje y quema tu piel de oro.

Sufro extrañado en esta mano nueva
con su emoción de almendro,
que late y crea al recordar. La paso
por los objetos de costumbre: el hierro,
la madera, el cristal, la lana -tuyos-
y una descarga eléctrica de rosas
los hace carne viva.







Áurea caminante

Como ofrenda del trigo aventurada
para dar su pasión a la marina
avanzabas, esbelta y matutina,
de oro gentil vestida y coronada.

Mediodía del sol, tierra postrada
con niebla de estupor, siesta salina;
y agosto en ti, con la sazón divina
de una torre solar, libre y pausada.

Espada fresca, el aire de tu paso,
calmaba la aridez mientras ardía
sosteniendo los cielos, milagrosa.

Sólo mi corazón era el ocaso;
mi alma detrás, la noche sólo mía,
para sólo tu lumbre victoriosa.







Cómo mana tu savia ardiente....

Nos junta el resplandor en esta hoguera
que tu alabastro transparenta y dora,
y en lenguas alegrísimas devora
una viña de muerta primavera.

Astros de velocísima carrera
resbalan en tus ojos, y me explora
todo tu ser en ascua tentadora,
el corazón que consumido espera.

Amada sin secreto, tan cercana,
veo íntima y abierta, en un ocaso
que hace el sol en ti misma, cómo mana

tu savia ardiente bajo limpio raso;
y hago sarmiento de mi amor, que gana
oro para la sed en que me abraso.







De en marcha

Anteayer dormí en el prado
sobre el olor de la hierba,
ayer entre los pinares,
hoy en la tranquila selva,
mañana, raso con raso,
solo entre el cielo y la tierra.
El alba de cada sol
nuevo campo me revela,
y el sueño de cada noche
las mismas hondas estrellas.
En el día se recorre
lo que en la noche se sueña:
siempre la misma esperanza
bajo distinta promesa,
y en la noche se vigila
todo lo que el paso deja,
compañía militar
en camino de la ausencia.
¿Cuánto será lo que avanza
y cuánto lo que regresa?
Corazón aventurado:
¿qué miras en lo que sueñas?
La sangre, toda la sangre.
La tierra, toda tu tierra.







El amor desierto

Quien le dé un corazón a este minuto
yerto, a este fluir sin armonía,
a esta mi sangre dolorosa y fría,
a este seco dolor sin voz ni luto.

Quien pula aristas al diamante bruto,
quien vuelva al ave su perdida guía,
quien haga soledad y compañía,
voz y silencio al cántico absoluto.

Quien me devuelva todos mis paisajes
y vea, en mis quietudes recogida,
costa anhelada y velo de mis viajes;

Quien la salud me torne con su herida,
quien a mis sueños vista con sus trajes,
¡ansia sin forma! cumplirá mi vida.







El idilio que sólo fue mirada

Es, si en olvidos dolorosos entro,
tu voz jamás oída la que grita.
Fuiste eterno después y eterna cita
que no cumplió el minuto del encuentro.

Como órbita turbada por su centro
que en fugas torna y el contacto evita,
con la certeza del amor escrita,
vivías lejos y latías dentro.

Ni caricia ni voz se conocieron,
ni el aire sospechó nuestros amores
que en un tiempo sin horas se durmieron.

Ojos tuvo el amor, siembra sin flores,
y en aquellos sin llanto que me vieron
aún me verán las lágrimas que llores.








Elegía a un retrato

Muerta que mueve a amor, presente vida
con la sangre arrastrada por pinceles
y de nuevo en mis ojos concebida.

Muerta en muerte nublada por laureles,
con los últimos llantos enterrados,
en el descanso de tu carne, fieles.

Muerta de los minutos reposados,
lejana de tus siglos de ceniza
y de tus breves años animados.

Caliente juventud que se eterniza
en el único vuelo de mirada
que a una luz sin edades paraliza.

Vida por blandas rosas encauzada,
venas al tiempo del mejor latido
vertidas en la boca enamorada.

Seno en la nieve del suspiro erguido,
frente en el frágil pensamiento fría
bajo oro en seda sin rubor ceñido.

Peso de nube, grave de armonía,
en cándido vestido sin materia
que de ascua cede al hielo su porfía.

Oh, muerte dulce, tu presencia sería
posada, sin atmósfera en el lecho
hiela del tiempo la fluida arteria.

La voz que guarda tu lejano pecho
habla en la risa de tu nueva esencia
adolescente, del ayer deshecho.

Tus ojos me revelan la evidencia
de aquellos ojos que brotaron flores
en polvo de tu muerte sin ausencia.

Tu talle, apenas arco de temores,
libra sus flechas hacia el bosque yerto,
en el que fueron ramas tus temblores.

Sólo mi amor para la angustia abierto
sufre de no llegar a las entrañas
del dolor a mis venas descubierto.

Oh, forma que a amor mueves y que engañas
-viva sin existir, muerta sin piedra-
al fuego frío que sin llanto bañas.

Dime cuál árbol de tus huesos medra,
señálame el verdor que te levanta
y al tronco limpio juntaré mi hiedra.

Pero en la fiel mudez de tu garganta
vuelvo a verte tan cierta y renacida
velada por un aire que no canta,

que se torna la muerte la fingida.
Y tú, la trenzadora del anhelo
que asciende casi eterno por mi vida,
confuso si de tierra o si de cielo.







Epitafio de la amada en la voz del amante

No es, enterrada bajo sauce mudo,
piedra y silencio su presencia pura,
la encuentro en alas de tu voz segura
de vida y muerte en amoroso nudo.

Su luz erige tu clamor agudo
y en él anida su feliz ternura,
puebla del gozo la florida altura
y de los llantos el vergel desnudo.

Todo tu verbo de su pulso nace,
toda tu tierra se estremece y vive
de ser la tierra en que su forma yace.

Tu ser cumplido de su ayer recibe
este balido que en sus labios pace
hierba presente que el mañana escribe.







Manos orantes

Como tibia azucena adelantada
castamente, entre el alba y el rocío;
orante nieve, cúpula de frío,
ojiva pura, levedad trenzada.

Como ramo del alma, revelada
pulcramente a la luz sin atavío
como la fe del suspirante brío
en un vuelo de carne sosegada.

Como un sueño de amor encaminado,
en alba de gemelos surtidores,
al éxtasis del cielo recatado.

Como ave par, alzada sin temblores,
calmando en un misterio desposado
la desazón humana de las flores.







Memoria

Y resbaló el amor estremecido
por las mudas orillas de tu ausencia.
La noche se hizo cuerpo de tu esencia
y el campo abierto se plegó vencido.

Un ayer de tus labios en mi oído,
una huella sonora, una cadencia,
hizo flor de latidos tu presencia
en el último borde del olvido.

Viniste sobre un aire de amapolas.
Como suspiros estallando rojos,
bajo el ardor de las estrellas plenas,

los labios avanzaron como olas.
Y sumido en el sueño de tus ojos
murió el dolor en las floridas venas.







Nostalgia del primer amor

Tu soledad de nieve reclinada,
virginal y sencilla, en mi memoria,
como agua fiel de fatigada noria
viene a regar mi voz enamorada.

¡Cómo recrea el alma sosegada
la penumbra y dulzor de aquella historia
con resplandores de tardía gloria
entre abejas y frutos constelada!

¡Oh, delicada llama, ardor primero
velado en llanto y celestial mirada,
par del trino, la fuente y la azucena!

Mírame combatido y prisionero
volver a tu ilusión breve y tronchada
como un temblor en la desierta arena.







Serena tú mi sangre, clara fuente

Me está dejando casi sin entrañas
este tremendo amor enarbolado
-¡Oh, páramo de ardores dilatado!-
en que escucho mis voces como extrañas.

Serena tú mi sangre en las cabañas
íntimas de tu ser y tu cuidado,
y guárdame en el aire enamorado
con que a veces mi dolor engañas.

Si mi lumbre te duele, ¡Oh, clara fuente!,
yo borraré los húmedos celajes
que tus párpados prenden tibiamente.

Volveré a tus cielos sus paisajes
clavándote en los ojos hondamente
los mansos huertos de mi ardor salvajes.







Ven a mis dulces campos de ribera...

Ven a mis dulces campos de ribera
que suspiran en álamos por verte.
Hacia la brisa que tu aliento vierte
levantará sus hierbas la pradera.

Se cuajará de flor la primavera
que al peso de tu sueño se despierte.
Saldrán de las raíces de la muerte
las alas de la vida que te espera.

Las aguas de la espuma de tu baño
se abrirán como labios, como orillas,
para besar la luz en tu tamaño.

Y ahora que sólo de inminencia brillas,
mira en mi corazón, año tras año,
pleno el mundo y las horas de rodillas.







Ya solo en mi corazón...

Ya solo en mi corazón
desiertamente he quedado;
el alma es como una nieve
extendida sobre el campo,
la tierra desaparece,
el cielo niega el espacio,
las cosas que me rodean
rechazan la luz del hábito.

¿De qué me sirven los ojos?
¿De qué el aroma sin rastro?
¿De qué la voz sin el nombre
que se despoja del labio?
El tiempo de mi esperanza
es como tiempo pasado.
Ya solo en mi corazón
desiertamente he quedado.





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